Los hombres lloran solos (66 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Éste le había nombrado su «secretario particular», por las horas que se pasaba en el museo. Pero el chico se había fijado, al parecer, otro objetivo: las misiones. Pasó por el seminario un misionero, el padre Travessa, que llevaba veinte años en la India y lo que les contó le esponjó el corazón. Ignacio le prestó un mapamundi y Manuel localizó el lugar exacto donde desarrollaba el misionero su labor: Surat, al norte de Bombay, habitado por una colonia de leprosos. «Esto es lo que hacía Cristo: curar leprosos». El padre Forteza le estimuló. «Como bien sabes, yo tengo un hermano misionero en el Japón, en Nagasaki. Claro que no sé nada de él desde que allí estalló la guerra. Pero antes, era el hombre más feliz que yo había conocido». Nagasaki… El nombre le gustó a Manuel. Casi más que el de Surat, al norte de Bombay.

Por cierto, que el padre Travessa les había dicho, en el seminario, que en la India tuvo ocasión de informarse a fondo «sobre las otras religiones» y había llegado a la conclusión de que todas procedían del mismo Dios, pero que el cristianismo era la más adecuada para tener de Él un conocimiento más aproximado. «¿Eh, qué dices a esto? —le preguntó el chico a Ignacio—. Tú siempre hablando del budismo, del hinduismo y demás». Ignacio se rió. «Lo que debes hacer es terminar la carrera, irte donde el padre Travessa y comprobarlo tú mismo, a lo vivo. ¿Un misionero que llega de allá qué os va a decir? ¿Que adoréis a Gandhi?». Manuel quedó algo turbado, como siempre que la dialéctica andaba de por medio.

Mosén Alberto le alentó. «Pero no te precipites. Todos, un día u otro, hemos sentido ganas de irnos a misiones. La atracción de lo exótico influye en esa dirección… De momento, a estudiar latín, el tercer curso y tiempo tendrás para darte cuenta de si lo tuyo va en serio o es un sarampión pasajero». Manuel le escuchó, pero estaba seguro de que no era un sarampión. Tanto era así, que había cogido al vuelo una frase del padre Travessa: «Para ir a misiones es muy útil saber algo de medicina». A raíz de esto, habló con Moncho. El chaval, con toda ingenuidad, le contó lo que le ocurría. «Dime lo que tengo que hacer. Y déjame mirar por el microscopio. Y enséñame a poner inyecciones». Moncho le atendió lo mejor que pudo y le dijo que Jaime, el librero, vendía unas láminas de anatomía a todo color, que podían serle muy útiles.

Manuel se presentó en la librería, con veinte duros que le había regalado Ignacio. «Quiero láminas de anatomía, a todo color». Jaime puso cara de asombro y le acarició la cabeza al rape. Y tuvo una mala idea: le vendió láminas del ojo, del hígado y de los aparatos genitales masculino y femenino. Creyó que con ello trastocaría el espíritu de Manuel. Y no hubo tal. Excepto Eloy, que quedó hipnotizado ante el aparato genital femenino —el muchacho, en el estadio de Vista Alegre, se había masturbado más de una vez con sus compañeros—, Manuel reaccionó alabando la «perfección del cuerpo humano», creado por Dios. «Hay que ver —le dijo a Moncho— cómo funciona el ojo. Qué maravilla. Y el hígado… Y el acoplamiento del hombre y la mujer. Se necesita ser Dios para crear estos prodigios».

Jaime, el librero, se hubiera llevado el gran chasco. Moncho, no. Él también admiraba «la maravilla del cuerpo humano», puesto que era capaz de buscar al microscopio sus reconditeces y sus sistemas de ordenación y engarce. «Anda, hoy podrás poner un par de inyecciones… Y te dejaré ver unas células enfermas, una gota de sangre atacada de leucemia». «¿Leucemia? ¿Y esto qué es?». «Una enfermedad mortal».

Manuel, en casa de los Alvear, jugaba con Eloy. Al futbolín, al parchís, al ajedrez… Y le acompañaba a Vista Alegre, admirado de la elasticidad del «renacuajo». Y los dos Ángeles acompañaban a Matías a pescar al río Ter, aunque Matías se cansaba más que antes. Y al regreso Carmen Elgazu les preparaba a los tres unos tazones de chocolate.

En casa de su hermana, Paz, era un cascabel. Le dolía la aversión que ésta sentía por todo lo religioso —«eres una comecuras»—, pero Paz le replicaba con las mismas: «Y a mí me duele que te hayan cogido por el pescuezo». ¡Las misiones! Seguramente lo que hacían era pegarse la vida padre… «Estos frutos para mí, para vosotros la absolución». Manuel se enfurruñaba. «¡Si hubieras oído al padre Travessa! Es un santo». «Hala, pimpollo. El santo es mi marido, la Torre de Babel, que trabaja como un bendito y me satisface todos los caprichos». A Paz la compensaba un poco el saber que Eloy, en materia religiosa, era la mismísima frigidez. Iba a misa para contentar a «tía Carmen». Pero todo aquello de los obispos, los canónigos, las congregaciones y las monjas de clausura le parecía un mundo oscuro e inabordable.

La Torre de Babel quería mucho a Manuel. También le regaló veinte duros: más láminas en color. Se lo llevaba a Agencia Gerunda y, una vez, en casa de Padrosa, Silvia le hizo la manicura. «Nunca me habían hecho esto». «Pues claro… Porque los seminaristas sólo sois medio hombres». Aquella frase se le clavó como un dardo. «¿Por qué dices eso?». «Por nada, chiquillo. Era una broma…».

Por último, la casa de San Feliu, con Ignacio y Ana María. Ignacio, vacaciones salteadas, pues ahora era «socio» de Manolo. No podían permitirse el lujo de dejar abandonado el despacho ni siquiera los sábados, que eran día de mercado en Gerona y bajaban los clientes de los pueblos. Pero los días que Ignacio libraba, y sobre todo los domingos, se resarcían.

Ignacio y Ana María se habían comprado una barca de remos, bautizada con el nombre de la muchacha. No les importaba ver, amarrado, el yate que antes fue de la familia Sarró y que ahora decía pomposamente: «Roser y Marina», que eran los nombres de las esposas de los hermanos Costa. Tampoco les importaba ver el antiguo chalet. Más bien se sentían moralmente libres, menos hipotecados. La barca
Ana María
se deslizaba suave por las tranquilas aguas del puerto, a poco que la impulsaran. Manuel era forzudo. Más de lo que su presencia podía dar a entender. Remaba con vigor y ritmo innatos y saludaba a los demás barqueros y veleros que pasaban a su vera.

—Lo que voy a hacer —le dijo Ignacio—, es que una barca de pescadores te haga un huequecito y salgas con ellos a pescar una noche… Yo fui una vez y nunca lo olvidaré.

Tampoco lo olvidaría Manuel. La barca se llamaba
Clementina
y se fueron lejos, muy lejos, casi tocando el horizonte… En una noche de luna llena. Ambrosio, el patrón, a veces le deslumbraba con los focos y se reía. Manuel pensaba en el lago de Galilea y en que los discípulos de Cristo fueron, en su mayoría, pescadores. Aquello le llenaba el alma de una dulzura insondable. Claro que Ambrosio no descuidaba su negocio y llenaron las redes de lucecitas de plata, cuya agonía a Manuel le dio pena. «Así que tú los devolverías al mar, ¿verdad?». «Yo, sí». «¿Y mi familia, qué? ¿A comer piedras?». Manolo pensaba: «Me gustaría ponerle unas inyecciones a Ambrosio y que éste devolviera al mar las lucecitas de plata…».

El muchacho advirtió que Ana María e Ignacio vivían muy unidos. A veces, el matrimonio hablaba de la guerra. «Terribles bombardeos contra ciudades japonesas». ¿Y Nagasaki, pues? «Von Ribbentrop ha sido detenido. Vivía, bajo nombre falso, en una pensión de Hamburgo». ¿Quién era Von Ribbentrop? «Miles de checos huían de su país, ante el avance ruso, para conectar con los aliados». ¡Ah, los rusos! ¿Era verdad que a raíz de la guerra perseguían menos la religión? «En las calles de Utrecht se vendía una canasta de fresas por cinco pitillos». Esto Manuel lo comprendió muy bien. Eloy le había invitado a fumar a escondidas y le gustó mucho. Le gustó más que las fresas.

Cuando Ignacio trabajaba en Gerona y Ana María se quedaba en San Feliu de Guíxols a solas con Manuel, la veía estudiar la guitarra —la oía—, con una tenacidad digna de elogio. Y enfrascarse en los manuales de inglés y alemán. Perdía poco tiempo. Lo necesario para bañarse y tomar un poco el sol. Por cierto, que a Manuel no lo traumatizaba en absoluto ver en bañador el cuerpo de una mujer. A Ignacio, esto se le antojaba raro… Pero Ana María le salió al paso. «Le he observado. Es completamente normal… Simplemente, es seminarista y se acabó. Hay hombres y mujeres con vocación de célibes, ¿no es eso?». «¡Claro que sí!». «Pues duerme tranquilo, y no veas al doctor Chaos por todas partes».

Ignacio y Ana María amaban mucho San Feliu de Guíxols. No podían olvidar que allí se conocieron, gracias a un balón azul… Que Ignacio se colaba nadando hacia la «zona de pago» y que huía como un ladronzuelo cuando se acercaba don Rosendo Sarró. Las excursiones que habían hecho por la montaña de San Telmo… ¿En qué piedras habrían grabado sus nombres y un corazón? Inútil buscarlas. Por otra parte, ahora podían grabarlos lo mismo en la alcoba, que en el mar, que en la cabeza rapada de Manuel. El mundo era suyo… En espera de las noticias que les diera el doctor Morell.

Capítulo XXIX

LIQUIDADA LA GUERRA EN EUROPA todas las miradas se dirigían al Japón. El general Sánchez Bravo fue quien trascribió los cálculos hechos por los aliados de que la toma de aquel Imperio les costaría a los atacantes la cifra de 500.000 muertos. Los americanos no podían aceptar semejante holocausto, sobre todo teniendo en cuenta que el triunfo sobre Alemania les había costado 200.000 víctimas y que la primera guerra mundial se saldó para ellos con 53.000 muertos.

La capitulación de Alemania había sido recibida en el Japón con frialdad: una prueba más de la debilidad de los occidentales. Ochenta millones de japoneses estaban dispuestos a defender sus territorios. Tenían a su favor los accidentes geográficos, las innumerables islas… y los
kamikaze
.

Esta palabra había intrigado siempre al camarada Montaraz, quien acababa de recibir con disgusto la carta del cónsul Paul Günther, enviada desde Lisboa, anunciándole su evasión. Se disponía a comunicarlo a los mandos superiores cuando recibió una llamada telefónica de la embajada de Madrid: enviarían muy pronto un sustituto. Entretanto, los ayudantes de Paul Günther habían envenenado a sus dos perros picardos, pues «era un capricho exclusivo del cónsul».

En los libros de historia de la biblioteca del casino el camarada Montaraz halló la explicación de la palabra
kamikaze
, que tanta importancia iba teniendo en la lucha en el Extremo Oriente. Se trataba de un viento divino que, según los japoneses del siglo XIII, protegían el suelo patrio de los invasores mongólicos. Un nieto de Gengis Khan, llamado Kubilai, en 1281 quiso anexionar el Japón a su inmenso reino. Los tifones lo impidieron: el viento
kamikaze
. Desde entonces tomaron este nombre los japoneses dispuestos a morir para defender su patria.

El general Sánchez Bravo, agarrándose a una última oportunidad, dijo: «Los americanos aprenden esta palabra en sus propias carnes». Era verdad. Los americanos bombardeaban constantemente Tokio, la fragilidad de cuyas construcciones —en su mayoría, de madera— facilitaban su tarea. La multitud se lanzaba a la calle y perecía abrasada. Se iba conquistando la periferia del archipiélago; pero los
kamikaze
estaban ahí, no sólo con sus aviones sino con sus lanchas torpederas. Cuando los americanos desembarcaron por sorpresa en Okinawa, los
kamikaze
convirtieron en chatarra el portaaviones Franklin y averiaron seriamente otros dos: el Wasp y el Yorktown.

Los voluntarios
kamikaze
se contaban por millares, incluso entre los estudiantes de bachillerato. Mil quinientos muchachos y seiscientas muchachas encabezaron la lista de suicidas, que en días sucesivos se multiplicaron por diez. Las pérdidas americanas se elevaron en pocas jornadas a siete mil muertos entre los combatientes terrestres y a cinco mil desaparecidos en el mar. ¡Desaparecidos en el mar! Esto impresionaba especialmente al general Sánchez Bravo y al camarada Montaraz, quienes le tenían un miedo al agua comparable al de Hitler y que los situaba en la cota opuesta a la de Ignacio, Ana María y Manuel Alvear.

Varios generales japoneses, viendo, pese a todo, perdida la lucha, se hicieron el
harakiri
. Cho redactó este epitafio: «Chi Igum, teniente general del ejército imperial. Edad, 51 años. Muero sin pena, sin miedo, sin vergüenza y sin deudas». Pero otros muchos jefes, oficiales y soldados estaban dispuestos a combatir hasta el fin.

De ahí que, el 6 de mayo, Churchill sugiriera a Truman la celebración de otra conferencia de los tres grandes parecida a la de Yalta. La reunión tuvo lugar en Potsdam y una vez más Stalin salió vencedor. Churchill, en efecto, se hallaba cansado y Truman se reveló tan ingenuo como Roosevelt, pese a haber comunicado a Stalin que los Estados Unidos podían contar con la bomba atómica, lo que no pareció impresionar demasiado al prohombre de la URSS. «Espero —respondió éste— que se servirán ustedes de esa bomba contra el Japón».

El triunfo soviético en la conferencia de Potsdam fue total. Selló la división de Europa, descuartizó Alemania entre el mundo libre y el mundo comunista y perpetuó inesperadamente la presencia de las tropas americanas en Europa. Su peripecia más espectacular fue la desaparición de Churchill, quien en su país perdió las elecciones, siendo sustituido en la propia conferencia por míster Atlee.

Pese a los
kamikaze
s y a sus efectos mortíferos, pronto las cinco grandes ciudades japonesas —Tokio, Osaka, Nagoya, Koba y Yokohama— cayeron destruidas en un cincuenta por ciento, incluidos los principales objetivos industriales. Simultáneamente, la flota marítima nipona había quedado fuera de combate: hundidos los acorazados Ise, Haruma y Huiga; los portaaviones Amagi, Katsuragi y Ruhiyo; los cruceros; las lanchas torpederas, etcétera.

Truman entregó una nota al Departamento de Estado japonés proponiéndole deponer las armas. El gobierno imperial decidió «ignorar» el ultimátum de Truman. «Somos ochenta millones. No podrán matar a ochenta millones de japoneses. Por lo tanto, Japón es invencible».

Amanecer
, por orden del camarada Montaraz, y ante el asombro de Núñez Maza, publicó estas noticias. Ignacio comentó: «Clásico estoicismo oriental. El viento divino les protegerá…» Ana María no daba crédito a lo que leían sus ojos y María Fernanda, siempre con el pensamiento puesto en don Juan, le decía a Carlota: «A veces, Franco me recuerda al emperador nipón. Está acorralado, pero no cede. O cree en su
baraka
o en el brazo incorrupto de santa Teresa de Jesús».

El camarada Montaraz y Mateo daban vueltas y más vueltas a la situación. Iban enterándose de que a Caldas de Malavella llegaban periódicamente el motorista y una furgoneta: nada podían hacer. Llegó el cónsul sustituto, Mark Steinderk, más bajito que Paul Günther, pero igualmente soberbio. Le invitaron a cenar y repitió el consabido sonsonete: «El comunismo ha vencido. Las democracias, ¡maldita sea!, nos han dejado en la estacada».

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