El hombre, pues, no había hecho otra cosa que ser fiel a sí mismo y cumplir. Lo que no le gustó fue aparecer al día siguiente en
Amanecer
, en primer plano, con el rostro compungido por la emoción. «¿Lo ves? —le dijo Félix—. Esa gente aprovecha cualquier ocasión para pregonar su mercancía». Alfonso Reyes terminó por alzar los hombros. «De acuerdo, de acuerdo. Pero de este modo yo estoy más tranquilo».
Paz Alvear y la Torre de Babel contemplaron la procesión desde el piso de la Rambla. Paz, desde que el Eje aparecía como derrotado, estaba siempre dispuesta a la generosidad del vencedor. Carmen Elgazu murmuró: «A lo mejor se convierte». Matías susurró: «No creo que los tiros vayan por ahí». Mateo iba con las autoridades, detrás del Cristo yacente y Pilar le enseñó a su hijo, izándolo como si fuera un estandarte. Ignacio se acordó de aquel año en que él llevaba capuchón y les dijo a los suyos que levantaría por tres veces el cirio para que le reconocieran. Contempló el desfile, junto con Ana María, desde el balcón de Manolo y Esther. Nadie reconoció a la hermana de don Eusebio Ferrándiz, ex sor Genoveva, la cual, con la ayuda del doctor Andújar, andaba venciendo su tenebroso mundo de escrúpulos.
El general Sánchez Bravo, mientras caminaba al lado del gobernador, camarada Montaraz, se preguntaba si el año próximo podrían celebrar tamaña procesión. De pronto, sus cálculos militares se habían derrumbado y las sonrisitas que entreveía incluso en los cuarteles lo tenían apabullado. Su hijo, el capitán Sánchez Bravo, hubiérase dicho que gozaba poniéndolo nervioso. Todos los días se plantaba ante el mapamundi y clavaba las banderitas a su antojo, ante el pasmo de Nebulosa. El territorio perteneciente al III Reich era ya muy exiguo, una pequeña mancha roja. Y pronto el rojo desaparecería por completo y sólo quedaría por resolver la contienda en la inmensidad del océano Pacífico.
Las esposas de los jerarcas, a excepción de Pilar —María Fernanda, Carlota y doña Cecilia— contemplaron el paso de la procesión desde el balcón de «La Voz de Alerta». María Fernanda y Carlota estaban eufóricas porque veían a don Juan ocupando el trono antes de terminar el año; doña Cecilia no comprendía por qué, siendo Semana Santa, aquellas dos mujeres irradiaban satisfacción. Ella, desde que se casó, sólo había faltado a misa siete días, que fue lo que le duró un leve ataque gripal. «¿De qué os reís, si puede saberse?». «De ese hombre que va detrás de los de los caballos con una escoba y una pala». «Pues vaya. El pobre… Ahí os querría yo ver».
Antes de que finalizara la procesión estalló un pequeño artefacto frente al palacio episcopal. No causó más que ligeros daños en la fachada y en la puerta. Pero conmocionó a toda la ciudad. En seguida empezaron las especulaciones y la Andaluza y sus pupilas, que habían esperado en el templo ocupando las últimas filas, huyeron hacia su casa de lenocinio. Se especuló sobre los maquis, en quienes, de un tiempo a esta parte, recaían todos los desaguisados. Los tres ex divisionarios especularon sobre el librero Jaime, cuyas heridas habían ya cicatrizado. Charo sospechó de Alfonso Reyes, que entendía de explosivos y que muy bien pudo hacerse el hipócrita… Todas las pesquisas, incluidas las de la brigadilla Diéguez, resultaron negativas. Sin embargo, aquel artefacto adquirió caracteres simbólicos. «El año pasado esto era inimaginable». «El reloj empieza a señalar la medianoche». «A saber adonde iremos a parar».
Al doctor Gregorio Lascasas le temblaban un poco las manos. Él se acariciaba el pectoral, pero le temblaban un poco las manos. Por primera vez se sintió solo en la inmensidad del palacio episcopal y recordó que, en cierta ocasión, el padre Forteza le sugirió transformar aquello en un museo. Él no prestaba oídos a chaqueteos de ese tenor; pero en las habitaciones retumbaban sus propios pasos y por primera vez se dio cuenta de lo que significaba que las monjas, ante él, esbozaran una genuflexión. «La Iglesia triunfante…» ¿Qué decía el Papa? El Papa pedía rogativas por la paz. Pero, en España, la paz acaso supusiera más artefactos, esta vez en el interior del palacio y en su propia alcoba.
El desfallecimiento le duró unos pocos minutos. Mosén Iguacen hizo como que no se daba cuenta y el monseñor se dirigió al salón presidido por el obispo que le precedió y que murió mártir en los comienzos de la guerra civil. Aquello le infundió ánimo. «Si tú moriste mártir, también puedo hacerlo yo. Pero, en este caso, que sea con dignidad». Y dio orden para que, el Domingo de Resurrección, repicaran todas las campanas de la ciudad. Y para que se colocara un ramo de flores en el lugar preciso donde estalló el artefacto. Y se acordó del bombardeo de la basílica del Pilar, una de cuyas bombas dejó en la acera una señal en forma de cruz.
El camarada Montaraz, que no quería aparentar la menor vacilación o el menor temor, convocó a un guateque en el Gobierno Civil a todos los falangistas de ambos sexos que tuvieran a bien asistir. Acudieron incluso de los pueblos, capitaneados por Mateo y Marta. Acudió incluso Rogelio, que de buen grado cerró por unas horas la cafetería España. Acudió el cónsul alemán, Paul Günther, ¡quien fue el más aplaudido de la reunión! Paul Günther, con las ojeras amoratadas, vestía de uniforme y saludó a lo nazi como sólo los nazis sabían hacerlo. Habló de una terrible venganza del III Reich, de su confianza en el Führer y de no sé qué paz que habría de durar mil años. Llevó consigo, burlando las leyes españolas, dos de los «internados» en el balneario de Caldas de Malavella y que también habían pertenecido a la Gestapo. Los falangistas, por un momento, se entusiasmaron como en los mejores tiempos. Se inventaron el milagro. El camarada Montaraz gritó: «¡Arriba España!», y todo el mundo le coreó. Especialmente Marta. Ésta se olvidó por completo de la existencia de Ángel —que no apareció allí por ninguna parte— y volvió a pensar, también por un momento, que la Falange, que la Sección Femenina, se bastaría para llenar su vida.
* * *
A todo esto, se consumó el derrumbamiento de Italia. Mussolini había pasado un invierno negro. Sólo un día, el 6 de diciembre, en la plaza de Milán, había vuelto a hablar como agitador de masas, saludando ante cinco mil entusiastas el advenimiento de la «República Social Italiana» y recobrando los acentos revolucionarios de sus años jóvenes. Pero, en realidad, en su villa del lago de Garda, estaba prisionero de los alemanes. Les odiaba y sabía que habían perdido la guerra, pero tenía conciencia de ser él mismo quien había fabricado la cadena que le mantenía unido a su fatal destino.
En los últimos días de abril se consumó la tragedia, que tanto había de afectar a los partidarios del Eje, como el camarada Montaraz, el general Sánchez Bravo, Mateo y Marta. Las noticias llegaban confusas, incluso las emitidas por la BBC y sus corresponsales. No obstante, se supo lo suficiente. Mussolini, el día 19 de abril, decidió dejar el palacio Fratinelli e ir de nuevo a Milán. Los alemanes trataron de disuadirle y de convencerle de que se trasladara a Austria y a Baviera. Sus íntimos le aconsejaban refugiarse en Suiza y la familia de Clara Petacci, su amante, le ofreció organizarle una falsa muerte para cubrir su partida hacia España o la Argentina. Él resistió a todas estas presiones. «Nunca abandonaré Italia». «He jugado y he perdido. Dejaré la vida sin odio y sin orgullo».
Había pasado semanas clasificando sus papeles de Estado, tomando notas, preparando su defensa; y también yendo de noche, en barca, a sumergir ciertos papeles en el lago Garda. En Milán esperaba negociar con el «Comité de Liberación Nacional». Le ofrecería la capitulación del fascismo. Pediría clemencia para los Camisas Negras, quizá para sus jefes, quizá para él mismo…
En ese momento estalló en Milán la insurrección del pueblo. Entonces la comitiva, un convoy de varios coches, se dirigió hacia Como, camino de la frontera suiza y del Brennero. Mussolini iba en un Alfa Romeo, con chaqueta de cuero y una metralleta en las rodillas. Graziani y otros ministros se amontonaban en otro Alfa Romeo. Otro coche en el que ondeaba la bandera española transportaba a Clara Petacci, su hermano y su cuñada. A las diez de la noche llegaron a Como y Mussolini fue a dormir a la prefectura. La frontera suiza estaba a diez kilómetros.
Mussolini pasó el día siguiente en Menaggio, en un cuarto de hotel, trabajando en sus documentos o escuchando la radio, que sólo le hablaba de derrotas y desastres. Pavolini llegó a su lado. Le había prometido llevarle tres mil voluntarios dispuestos a correr su suerte, y ¡sólo le llevaba doce! Doce hombres… Era lo que quedaba de las falanges que tantas veces habían gritado: «¡Creer, obedecer, combatir!» y que habían aclamado el lema del Duce: «Mejor vivir un día como un león que cien años como corderos».
La columna volvió a partir. Clara le acompañaba, con una gorra que la hacía parecer un soldado y se acurrucaron juntos, bajo la cúpula de acero, con los dedos enlazados.
Una patrulla de partisanos detuvo la columna. El jefe, un tal Barbieri, ofreció dejar pasar a los alemanes, a condición de que no llevasen italianos. Pasaron los camiones alemanes, con Mussolini en uno de ellos. Clara Petacci pasó con el coche que llevaba la bandera española.
Diez kilómetros más allá la carretera atravesaba la pequeña ciudad de Dongo. Esta vez los partisanos habían sido alertados. Un ministro de Mussolini había declarado durante su largo interrogatorio: «Mussolini está con nosotros».
Media docena de hombres reivindicaron el honor de haberle reconocido. Mussolini se dejó detener sin ofrecer resistencia. Los alemanes no movieron un dedo para defenderle.
Los partisanos temblaban por la seguridad de su prisionero, al ignorar lo que las jerarquías querían hacer con él. Le taparon la cara con una gasa, para hacerle pasar por herido. Mussolini, debajo de su capote alemán, tiritaba de frío.
En Dongo reconocieron a Clara Petacci, la cual pidió seguir la suerte de Mussolini. Se le concedió el favor.
Llegaron a una casa de campesinos en la aldea de Azzano, en las pendientes que dominan el lago. Mussolini y Clara hablaron largamente, y luego él se durmió con un sueño ruidoso.
La mañana del 27 se levantó radiante. Mussolini y Clara se despertaron tarde. Ella se desayunó con un plato de polenta. Él trató en vano de tragar un poco de pan. Luego Mussolini se sentó en el alféizar de la ventana y contempló las montañas.
El ejecutor llegó a las cuatro de la tarde, un contable que en la Resistencia tomó el nombre de «coronel Valerio». Traía la orden de Palmiro Togliati de fusilarlos.
Al irrumpir en el cuarto dijo: «Dense prisa, vengo a salvarles». Clara se retrasó hurgando en la cama. «¿Qué busca?», le preguntó Valerio. «Mis bragas».
El «coronel Valerio» hizo subir a su coche a Mussolini y a Clara. El chófer, Geminazza, veía la pareja en el retrovisor. Él muy pálido, ella muy tranquila y sin aparentar ningún miedo.
El coche se dirigió a la aldea. Valerio lo hizo detenerse ante la villa Belmónte, desierta, rodeada de una verja. Al parecer, Clara intentó cubrir con su cuerpo a Mussolini, gritando: «¡No! ¡No podéis matarlo así!». Hicieron falta varias descargas y el tiro de gracia para abatir a Mussolini.
En Dongo fueron fusilados 15 fascistas de la comitiva, entre ellos Pavolini, Martello Petacci y Bombaci, «el traidor» que delató la presencia de Mussolini. Todos fueron llevados a Milán, donde fueron arrojados con otros cadáveres, algunos anónimos, en la plaza Loreto, no lejos de la estación central. Se desencadenó la ira de la multitud. Mussolini, muerto, fue golpeado, desfigurado, traspasado de balas, colgado por los pies por el mismo pueblo que perdió los pulmones aclamando al Duce vivo.
* * *
Pocos días después llegó el fin de Hitler, quien se había refugiado en un formidable bunker construido exprofeso en el propio Berlín. Goering le envió un telegrama pidiéndole permiso para tomar el mando de la situación y hacer lo que más conviniera al país. Hitler entrevió que Goering quería pactar con el enemigo y ello le arrancó del abatimiento a que se había entregado. Insultó a Goering en los términos más ultrajantes y luego redactó sus órdenes al jefe de las SS. Hermann Goering, culpable de alta traición, debía ser privado de sus títulos y dignidades y condenado a muerte. Hitler, en consideración a sus pasados servicios, le conmutó la pena, pero ordenando que fuera detenido inmediatamente.
Una mujer, la bella aviadora Hanna Reitsch, consiguió llegar al bunker, en compañía de Von Greim, herido. Escenas de indignación, de emoción y de lágrimas tuvieron lugar entre el Führer, el herido y la aviadora. Hitler aulló contra la traición de Goering y a través de ráfagas de esperanza gimió por su suerte fatal. Su estado físico —decía— no le permitía morir con las armas en la mano, ni quería caer vivo en manos de los rusos; entonces, pondría fin a sus días.
Hanna Reitsch y Von Greim le pidieron el favor de compartir su suerte. Hitler rehusó, nombró mariscal a Von Greim y le ordenó que se pusiera al mando de la Luftwaffe y se fuera al frente. Pero no había ningún avión preparado para el vuelo y habría que esperar.
Entretanto, los rusos entraban en Berlín, ocupándolo poco a poco, en una batalla que duró una semana. Todo iba cayendo al compás de los bombardeos. Una formidable detonación conmovió a toda la ciudad cuando un depósito de Panzerfaüste saltó en Potsdamreplatz, causando una horrible carnicería. Una tragedia todavía más horrible tuvo lugar debajo de la calzada. Los zapadores habían dado orden de hacer saltar las compuertas del Ladwehr Kanal, para inutilizar los túneles del Metro que utilizaban los rusos. En las tinieblas, los millares de civiles que se habían refugiado allí huían a tientas ante la subida de las aguas. Centenares de no combatientes, con una fuerte proporción de niños, perecieron ahogados o asfixiados.
Tres millones de berlineses y de refugiados se agazaparon en los sótanos, en los túneles del Metro, en los bunkers de la defensa pasiva. El miedo, el hambre y la sed se habían apoderado de ellos.
Algunos salían un momento y bebían en los charcos, buscando las ruinas de un almacén de alimentación o la gran suerte de un caballo muerto. Volvían a su cueva cargados con un trozo de carne sangrante o un cubo de agua procedente de las alcantarillas.
En otros sitios, había ahorcados balanceándose al soplo de las explosiones. Soldados desbandados que habían tenido la mala suerte de encontrar una de las patrullas de jóvenes SS encargados de hacer obligatorio el heroísmo, llevaban letreros en el pecho: «Cuelgo aquí porque soy un desertor». «Cuelgo aquí porque soy un cobarde». «Cuelgo aquí porque he dudado de mi Führer».