Era el pro y el contra, la partida de
ping-pong
que la vida jugaba con los seres. A Marta no le gustaba nada que en Nueva York empezara a publicarse un periódico titulado
España Libre
, del que, a través del gobernador, le había llegado un ejemplar. Periódico espléndidamente confeccionado y con artículos insultantes pero espléndidamente escritos. Oh, claro, no todos «los que se fueron» eran tontos de capirote. Había muchos intelectuales que preparaban el retorno, con la solapada ayuda de personas como Núñez Maza.
Marta se esforzaba en no ser el aguafiestas de José Luis y Gracia. No tenía ningún derecho a ello. De modo que procuraba estar en casa lo menos posible y, al estar en ella, sonreír. La pareja advertía el esfuerzo de la muchacha y se lo agradecía teniendo para con ella toda clase de atenciones e infundiéndole ánimo. «Que el Eje pierda la guerra no significa que los que editan
España Libre
vayan a plantarse aquí. Va a resultar que nosotros confiamos en Franco más que tú misma…» Marta se apartaba el flequillo de la frente. «No es que no tenga confianza. Pero ayer mismo el Caudillo rompió las relaciones con el Japón». «¿Y eso qué tiene que ver? Es la respuesta a las salvajadas que los japoneses cometieron contra España en Filipinas…»
A todo esto, Ignacio había ido a casa de Marta a darle el pésame, mientras José Luis y Gracia estaban en Andalucía. Al encontrarse los dos solos, mil sentimientos les invadieron. Marta llevaba en las ojeras la huella del luto y fue tal su sobresalto que apenas si le salían las palabras. Ignacio estuvo perfecto. El peligro radicaba en que se le notara aire de vencedor… Nada de eso. Ignacio había admirado siempre mucho a la madre de Marta y comprendía la situación de la muchacha. Fue una escena penosa, por descontado, pues no podían hablar del pasado, ni del presente, ni del porvenir. Ignacio había dudado entre llevar o no consigo a Ana María. Ésta se puso en contra. «Parecería un desafío». Pero he ahí que Ignacio, solo, se sentía incapaz de resolver la papeleta. Finalmente hablaron de la boda de José Luis y Gracia, y Marta de pronto se levantó y le invitó a admirar la colección de muñecas… Ignacio se impresionó. Parecían seres humanos que sólo esperaban el aviso, el soplo, para lanzarse a vivir. El muchacho la felicitó. «Yo sólo colecciono libros, presididos por un precioso icono que Mateo nos trajo de Rusia y nos regaló».
Ignacio se despidió a tiempo y Marta se quedó más meditabunda aún. Le saltaron las lágrimas. Había amado a Ignacio con toda el alma y ahora, en secreto, envidiaba a Ana María. Sólo un consuelo lejano, brumoso, en el horizonte: Ángel, el arquitecto, rondaba por Falange cada dos por tres y trataba a Marta con indisimulable delicadeza… ¿Qué pretendía? No se sabía. El muchacho tenía fama de solterón. Y además era ajedrecista… a ciegas. Imposible adivinar cómo y en qué momento movería las piezas; pero, entretanto, en los momentos de angustia, Marta también se agarraba a esta posibilidad. Ella misma se sorprendió de su propia reacción. Durante mucho tiempo creyó que la Sección Femenina se bastaría para llenar su vida; ahora se daba cuenta de que no era así. Todo el mundo formaba un hogar: Ignacio y Ana María, Alfonso Estrada y Asunción, Jorge de Batlle y Chelo Rosselló, Paz Alvear y la Torre de Babel, José Luis y Gracia Andújar… La camisa azul no estaba reñida con el matrimonio. La propia María Victoria, en Madrid, se había casado con el capitán Sandoval. Como ejemplo estaba sólo Pilar Primo de Rivera, pero ésta pertenecía a una dinastía que no era propiamente la suya…
Manolo le preguntó a Ignacio:
—¿Qué pensáis hacer con la herencia que os ha llovido del cielo? El chalet de San Feliu de Guíxols y el yate Ana María… Si pertenecierais al Opus, la solución sería fácil.
La pregunta dio en el clavo. Ignacio y Ana María se la habían formulado desde la marcha de don Rosendo Sarró y sobre todo desde la marcha de doña Leocadia. Ambos se sentían incapaces de habitar los veranos en un chalet tan enorme y pretencioso como el de don Rosendo; y en cuanto al yate, casi les parecía una agresión.
Sopesaron el pro y el contra y, finalmente, entendieron que lo que debían hacer era venderlo todo y alquilar una casa en San Feliu de Guíxols, bien situada, tal vez en la montaña de San Telmo, que dominaba el puerto, la playa y el pueblo.
Así lo acordaron, en fecha muy próxima a la Semana Santa, que aquel año —año tal vez último de la guerra— se presentaba con carácter muy particular. Ignacio fue a la Agencia Gerunda y la Torre de Babel y Padrosa le recibieron con todos los honores. Vieron la escritura, así como fotografías del chalet y del yate. «Esto es pan comido. Esto se va a vender en quince días… Tal vez tardemos un mes».
Se pusieron de acuerdo en el precio —por aquel entonces, una pequeña fortuna—, y la Torre de Babel y Padrosa empezaron a marcar números de teléfono.
Antes de ocho días el asunto quedó resuelto. Compradores: los hermanos Costa. Sin regatear. En el chalet cabían los dos matrimonios y el yate colmaba sus ambiciones, siempre y cuando recibieran permiso de don Eusebio Ferrándiz para hacerse a la mar…
La transacción se hizo en el despacho del notario Noguer, quien continuaba con su ex libris en forma de serpiente. Los fondos fueron depositados en el Banco Arús, ante el regocijo de Gaspar Ley. Ignacio no había estrechado nunca las manos de los hermanos Costa. Al hacerlo, se le antojó que estaban húmedas. Luego pensó que acaso estuviera húmeda la suya propia. Los Costa no cometieron la torpeza de invitarlo a brindar, tal vez porque Ana María estaba presente. Pero se advertía su euforia y como si hubiesen olvidado por completo aquel pleito en el que Ignacio debutó y derrotó a su competidor, el abogado Mijares.
Ignacio y Ana María estaban perplejos. ¡Una pequeña fortuna! Había tanta hambre en el mundo, había tanta hambre en Gerona… De acuerdo con el gobernador hicieron un donativo para que la gente pudiera —había un precedente— recuperar las ropas empeñadas en el Monte de Piedad. Conservando el anonimato. Carmen Elgazu les dio también un pellizco para el ropero parroquial y Matías le pidió a su hijo: «Anda, Ignacio. Ayúdanos a modernizar la cocina y a empapelar la casa que, como ves, lo necesita. Y cómprale a Eloy un equipo completo para jugar al fútbol, puesto que el renacuajo empieza a entrenar con los juveniles y va para fenómeno».
Igualmente modernizaron la casa que Agencia Gerunda les proporcionó entre San Feliu de Guíxols y S'Agaró, no muy lejos de la de Manolo y Esther. Ahí intervino Ángel, «demasiado vanguardista», a juicio de Ana María. Hecho esto, la pareja brindó en su casa con champán, mientras Ignacio entregaba a Pilar una discreta suma «para gastos» extra, sin que Mateo se enterase.
En resumen, tal y como Manolo había previsto, Ignacio estaba un poco endiosado. Todo le salía a pedir de boca, empezando por sus relaciones con Ana María, quien, pese a ello, echaba un poco de menos la vida barcelonesa, al igual que, según la última carta recibida, le ocurría a doña Leocadia en el Brasil. Ignacio en el bufete de Manolo iba de éxito en éxito, hasta el punto de que Manolo le advirtió: «Esta racha no puede durar. Esta profesión es muy dura y cuando menos lo esperas en la Audiencia te das el gran topetazo».
Así ocurrió. Antes de finalizar el mes de marzo Ignacio perdió su primer pleito, y ello por no hacerle caso a Manolo, quien le había dicho: «Rechaza este asunto… Lo perderás». Se trataba del despido de unos colonos de Jorge de Batlle. Éste, que había heredado un enorme patrimonio en masías de toda la provincia, había despedido «por rojos» a una familia de Vilajuiga, en su época de persecución. Al principio, la «denuncia» fue suficiente y los colonos malvivieron una temporada en una casucha del pueblo. Pero las leyes se habían suavizado al respecto, gracias a la Delegación Provincial de Sindicatos, y los colonos impugnaron la sentencia. Y ganaron, ante el asombro de Ignacio. A éste le pareció que se le hundía el mundo, y ni siquiera acertaba a explicarse por qué dramatizaba tanto la situación, y menos aún qué interés podía tener él en perjudicar a los colonos. ¡Jorge de Batlle tenía un fortunón! Era el amor propio. No estaba acostumbrado a la derrota. Llegó a casa desencajado y tiró la toga sobre el diván.
Ana María comprendió. Fue la primera escena que enfrentó a la pareja. Ana María prestaba ya atención al endiosamiento de Ignacio, que no le gustaba ni pizca y creyó para sus adentros que aquella lección le convenía… Ignacio la regañó porque no parecía que el fiasco la hubiera afectado. «¿Te das cuenta? El primer pleito perdido». Ana María no dio su brazo a torcer. «Te convenía, Ignacio… Piensa lo que quieras, pero te convenía. La soberbia es mala consejera y tú ibas por ese camino. Mejor que tropieces ahora en una nadería que no que tropieces más tarde, cuando ya tengas bufete propio y te caiga un asunto de gran responsabilidad».
Fue la primera vez que Ignacio se marchó dando un portazo. Ana María, sorprendentemente, le pidió a Mari-Luz que le sirviera el té y se puso a silbar. Claro que le dolió el portazo, muestra inequívoca de mala educación. Pero estaba segura de que Ignacio se arrepentiría y le pediría excusas. Y había oído decir que lo mejor de los matrimonios era la reconciliación…
LA SEMANA SANTA FUE, en efecto, peculiar. La impresión general era que la guerra en Europa daba sus últimas boqueadas, pero, por lo mismo, cualquier noticia que llegaba a la calle volvía a adquirir una importancia singular. Se confirmaba la aseveración de un corresponsal: «El primer bombardeo es tan trascendental como el último». El último no había llegado todavía, pero, por de pronto, Tito había permitido la entrada de tropas rusas en Yugoslavia y en los alrededores de Madrid se había acondicionado un aeropuerto americano para la expedición de socorros a Europa, la Europa que estaba hambrienta en medio del terremoto.
Con motivo de la Semana Santa, el Caudillo había conmutado la pena a trescientos condenados a muerte, lo cual arrancó lágrimas de gratitud entre las familias afectadas. En Gerona, una de las personas que lloró fue el patrón del
Cocodrilo
. Se libró de la muerte un cuñado suyo, de Teruel, que cuando los «rojos» conquistaron la ciudad clavó tres puñales consecutivos en los cuerpos de tres cadáveres enemigos. También se dieron por conclusos los expedientes por responsabilidades políticas.
Carmen Elgazu, que andaba preocupada porque en Bilbao había aparecido una bandada de grandes peces que causaban graves destrozos a la pesca de sardinas y anchoas, sabía algo del estado de ánimo que imperaba en su propia casa al llegar Semana Santa. Todos se acordaban de César, el hijo ausente. Y reprochaban al pobre doctor Gregorio Lascasas que su proceso de beatificación no anduviera más de prisa. ¡Pobres mosén Alberto y padre Forteza! Hacían cuanto estaba en su mano y ellos hubieran dado carpetazo al asunto, convencidos de que el muchacho podía subir al altar. Pero el arzobispo de Barcelona, doctor Gregorio Modrego, exigía más y más pruebas, siguiendo, era de suponer, las instrucciones de Roma. Matías se enojaba con este asunto. «Al final exigirán que descienda con alas de ángel del campanario de la catedral».
Se hizo un gran silencio en la ciudad con motivo de la Semana Santa, contrariamente a lo ocurrido en las ferias y fiestas, durante las cuales se había inaugurado el mercado de abastos, se habían iluminado muchos monumentos, se tocaron muchas sardanas y se celebró un concurso de escaparates que ganó Perfumería Diana, gracias a que Paz Alvear acudió a darle a Dámaso unos cuantos consejos que, según el perfumista y peluquero, rayaban en lo genial.
Mosén Alberto colaboró en la expectación con una «Alabanza al Creador», publicada en
Amanecer
, que dejó estupefactos a mosén Falcó y al padre Jaraiz: el auténtico Cáliz de la Santa Cena se encontraba en la sala capitular de la antigua catedral de Valencia. Cáliz de comería oriental, con oro purísimo en las astas. Por testigos de la época, Plutarco entre ellos, ya se sabía que en aquellos tiempos tanto griegos como romanos, egipcios y hebreos usaban cálices preciosos en los convites de reyes y príncipes. «No podía ser menos para el Rey de Reyes».
Por su parte, Mateo, a modo de contrarréplica, informó a través del periódico que, en Sevilla, la duquesa de Osuna, la marquesa de San Joaquín y otras damas de la nobleza de la ciudad habían cedido sus valiosas joyas para que, durante aquellas jornadas, las luciera la Virgen de la Amargura. «Al terminar Semana Santa, la Virgen, como es de suponer, devolverá tales joyas a las marquesas y duquesas sevillanas».
Se proyectó en el cine Albéniz la película
Jesús de Nazareth
. Carmen Elgazu asistió, al lado de su marido y en vez de aplaudir, lloró. Lo que no comprendía era que, según el calendario, en la misma pantalla aparecieran «amantes» y pecadores de toda calaña o «aquel gran profeta nacido en Israel». Aunque no le parecía que la palabra profeta fuera apropiada para aludir al hijo de Dios. Matías se abstuvo de cualquier comentario, si bien no veía claro por qué el centurión le clavó a Dios la lanza en el costado. «Aquí hay algo que mosén Alberto tiene que explicarme».
La procesión del Viernes Santo fue pródiga en sorpresas. Llevaban cadenas atadas a los tobillos. Agustín Lago, Sebastián Estrada y
Cacerola
. Los dos primeros, no se sabía por qué, puesto que las Constituciones —el reglamento— del Opus Dei se desconocían;
Cacerola
pedía un milagro. El milagro de que Lourdes recobrara la vista o, por lo menos, que el bebé que estaban esperando naciera sin esa tara.
Pero la sorpresa mayor la dio Alfonso Reyes, el cajero del Banco Arús, ex trabajador en las canteras del Valle de los Caídos. Su propio hijo, Félix, no acertó a comprender. Alfonso Reyes participó en la procesión llevando en lo alto un crucifijo de pequeño tamaño. No había precedentes de que el hombre fuera creyente, ni nadie le había visto jamás entrar en una iglesia. Pero, siguiendo en la línea de «perdonar» con la que asombró a todos a raíz de su liberación, había ido madurando y un buen día se confesó con mosén Alberto. «No sé por qué estoy aquí —explicó él mismo—, pero me gustaría que me diera la absolución». Mosén Alberto no lo dudó un instante. No le hizo la menor pregunta.
Ego te absolvo…
Luego resultó que Alfonso Reyes, en Cuelgamuros, en un momento de depresión, había prometido que si salía con bien de aquellos barrenos y su hijo, Félix, estaba a salvo, un día asistiría a la procesión con un crucifijo en la mano.