Los hombres lloran solos (57 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Doña Leocadia, que continuaba acomplejada por el bocio del cuello que tanto la afeaba, sacó fuerzas de flaqueza y le repitió al visitante que era preciso explicar todo aquello a sus hijos, Ana María e Ignacio.

—Puedo llamarles ahora mismo y decirles que vengan mañana…

Don Javier Cañáis hizo un mohín.

—Mejor que me desplace yo mismo y así de paso me entero de cómo están los negocios en Gerona… —De repente, el hombre tuvo una idea que despejaba cualquier posible mal pensamiento—. Puede usted acompañarme. Vamos los dos en coche y así verá usted en qué para todo esto…

Quedaron de acuerdo: salida de Barcelona a las nueve. Don Javier Cañáis se fue y doña Leocadia, rota por dentro, no tardó ni cinco minutos en llamar a Ana María. La encontró en casa; Ignacio estaba en el despacho de Manolo. Ana María palideció. Apenas si daba crédito a lo que estaba oyendo.

—Pero, mamá…

—Así es, hija mía… Éste es tu padre.

Ana María colgó el teléfono y rompió a llorar. Sus sentimientos hacia su padre eran complejos. Por un lado, le inspiraba repulsión; por otro, le admiraba. Y había hecho todo lo posible para que ella fuera feliz e incluso le dio permiso para que se casara con Ignacio.

Cuando éste llegó a casa Ana María se echó en sus brazos.

—Mi padre se ha fugado al Brasil… Mañana viene un abogado a vernos, junto con mi madre, para informarnos de lo ocurrido…

Ignacio procuró consolar a Ana María. La sabía fuerte, pero no tal vez para un golpe de ese calibre. No quiso engañarla, puesto que los hechos estaban ahí.

—Algo tenía que ocurrir, un día u otro… No se puede jugar con la justicia ni, por el hecho de ser masón, poseer una fortuna y vasallos a porrillo… Me lo temía, Ana María.

La muchacha se sonó con más estrépito de lo acostumbrado.

—Sean cuales sean los proyectos de ese abogado, nadie me devolverá a mi padre, que está en Brasil. Y nadie nos librará del escándalo.

—¡Eh, cuidado! Ahí te equivocas… Si ha sucedido lo que me supongo, sólo nos enteraremos la familia y los íntimos.

* * *

La reunión tuvo lugar en el despacho de Manolo, quien, en honor de Ignacio y Ana María, había dado carpetazo al asunto «Sarró». Desde el primer momento don Javier Cañáis les causó una excelente impresión. «Seguro que es masón», pensó Ignacio para sí.

El asunto estaba tan claro que no hubo necesidad de alargarse demasiado. Con la escritura sobre la mesa, sobraban los comentarios.

—¿Qué piensa usted hacer con sus plenos poderes?

—Seguir las instrucciones de don Rosendo… Eliminar su nombre de los negocios y ponerlos a nombre de amigos y socios. Y ejercer yo de apoderado… En cuanto a los inmuebles, el piso de Barcelona a nombre de la esposa aquí presente y el chalet de San Feliu de Guíxols y el yate a nombre de Ana María.

Manolo e Ignacio se miraron. Les dolía que un abogado al que ellos no habían visto jamás se quedara con todo el patrimonio y con las cuentas bancarias; pero si don Rosendo lo había elegido, por algo sería. Además, era de esperar que pronto recibieran noticias suyas desde el Brasil y que el asunto quedara definitivamente zanjado.

—Me comprometo —dijo don Javier Cañáis mirando a Ignacio— a presentarle a usted antes de un mes una lista de los negocios de don Rosendo y luego, semestralmente, a darle cuenta del debe y del haber… —marcó una pausa—. Lo único que puede suceder es que reciban ustedes la visita de la policía…

Todo el mundo asintió. Doña Leocadia, encogida en su sillón. Ni siquiera había querido quitarse el abrigo. Ana María, haciendo de tripas corazón iba pensando: «Menudo regalo de Reyes». Y se acariciaba el anillo de boda. Ignacio era un poco el vencedor de la reunión, pues sólo una vez se había desmadrado confesándole a Manolo sus «ilimitadas ambiciones» y Manolo le exigió que hiciera marcha atrás. E Ignacio le hizo caso, obedeció.

A partir de ese momento todo quedó aclarado. Don Javier Cañáis pasaría una respetable mensualidad a doña Leocadia, que le permitiría vivir holgadamente. En apariencia, pues, todo continuaría igual, excepto la ausencia física de don Rosendo, quien se había ido con aquella opresión cardíaca que a veces le obligaba a reflexionar. Ana María se empeñó en que su madre se trasladase una temporada a Gerona, hasta que decidiese por sí sola lo que quería hacer. Ignacio aprobó la idea y doña Leocadia les dijo: «Muchas gracias».

Una semana después doña Leocadia estaba instalada en el piso de la avenida del Padre Claret y comenzaba una nueva etapa. Recibieron carta del Brasil. Don Rosendo les pedía perdón y añadía que «los amigos le habían recibido con los brazos abiertos».

Gaspar Ley, Charo, los hermanos Costa y el hijo del profesor Civil, gerente en funciones de la EMER, se quedaron estupefactos. A los hermanos Costa se les derrumbó el mundo. Ignoraban los proyectos de su nuevo «amo», don Javier Cañáis. Por de pronto, el paraguas que les cubría se había ido a América.

Capítulo XXV

GUERRA EN EL PACÍFICO. El general Mac Arthur, al huir de la isla Corregidor en marzo de 1942 proclamó: «Volveré…» Por aquel entonces nadie le dio crédito, puesto que los japoneses habían sorprendido y machacado a los norteamericanos en Pearl Harbour. Pero en los últimos meses de 1944 la aviación de los Estados Unidos lanzó millares de toneladas de bombas sobre las islas Filipinas, preparando el desembarco.

Mac Arthur cumplió su palabra. En el golfo de Leyte tuvo lugar la más grande batalla marítima de la historia. Era el corazón del gran archipiélago, paso previo para la ocupación de la isla Luzón y de su capital, Manila. Ante Iwo Jima, penoso y desolado, se concentraron 800 barcos estadounidenses, escoltados por varios acorazados y portaaviones, entre ellos el
Franklin
, el
Enterprise
, el
Saratoga
… En el momento preciso llegaron los
kamikaze
. La idea de los aviones —de los pilotos— suicidas había germinado en el Japón ya antes de la guerra. No era el resultado de una propaganda reciente. Para todos los japoneses de la casta samurai y para un inmenso número de plebeyos japoneses, no había fin más deseable que la muerte deliberadamente aceptada en servicio de la patria. La gloria aquí abajo y el acceso al paraíso de los antepasados eran su recompensa inmediata.

Los voluntarios para el cuerpo de
kamikaze
se presentaron en número elevadísimo. Una vez admitidos, eran objeto de privilegios y honores especiales, cuyo esplendor daba lustre también a sus familias. En vida, ya eran héroes nacionales. En el momento de su ataque supremo, estaban autorizados a vestir ropajes de ceremonia tradicionales: vestidos de blanco, el color del luto entre los japoneses. Pronto cayeron tres aviones sobre el puente del
Saratoga
, que tuvo que retirarse y dos sobre el
Bismarck Sea
, que se hundió lentamente. Además, en la base del cono volcánico situado al suroeste de la isla había unos 800
blocaos
con japoneses en su interior dispuestos al contraataque. Se pensó en el empleo del gas contra esas tumbas horadadas en las rocas, pero el temor de las represalias japonesas aconsejó desistir. Se utilizaron lanzallamas, trinitrotolueno, morterazos y cohetes lanzados por los aviones o por los camiones. Se necesitaron 26 días para avanzar 9 kilómetros.

Por fin empezó a despejarse la situación y Mac Arthur, en medio de una lluvia torrencial, se dirigió a los nativos: «Filipinos, ya me tenéis de nuevo entre vosotros. Por la gracia de Dios todopoderoso, nuestras fuerzas han vuelto a poner pie en el suelo de Filipinas, un suelo ya consagrado por la sangre de nuestros dos pueblos… Uníos a mí. Que el espíritu invencible de Batán y de Corregidor sea con vosotros… Levantaos y luchad. Luchad en cada ocasión favorable. Por vuestras familias y vuestros hogares, ¡luchad!».

Poco después la batalla decisiva se inclinó del lado de Mac Arthur, quien entró en Manila con todas sus fuerzas. Los japoneses, al retirarse, hicieron gala de una extrema crueldad, en especial contra las posesiones españolas. Asesinatos a mansalva en el consulado. Mostraron particular violencia contra las religiosas, de las que perecieron más de cincuenta. Se dedicaron a la destrucción sistemática de la propiedad urbana española y causaron grandes destrozos en la Compañía General de Tabacos de Filipinas.

Tales noticias llegaron a Gerona y Matías le dijo a Ignacio:

—Ya lo ves, hijo… Eso de las religiones orientales, que te tienen chiflado, me está resultando sospechoso. ¿Cómo se llama la religión japonesa?

—Sintoísmo…

—Lo que sea… ¡Pues vaya! Se ve que España se les indigestó y han entrado a sangre y fuego contra nosotros —Matías continuó—: Supongo que ahora quitarás de tu despacho esa imagen de Buda que se contempla el ombligo…

—¡Por Dios, padre! Eso no tiene nada que ver…

* * *

El doctor Chaos había ampliado considerablemente la clínica que llevaba su nombre. Formaba un equipo bastante completo, junto con dos internistas, doctores Casellas y Rovira, ambos pertenecientes a familias gerundenses y que tenían, aparte, su consulta particular. Completando el cuadro, Moncho, el anestesista Carreras —pieza fundamental— y una serie de monjas y enfermeras disciplinadas. Por el jardín de la clínica se paseaba Goering, el perro, cada día más fuerte y salvaje.

Buena etapa la del doctor, tan inmerso en su trabajo, principalmente con los refugiados de la guerra, que parecía haber olvidado su pecado capital. Ya no se abalanzaría sobre Rogelio ni sobre el Niño de Jaén. Se había concedido una tregua, a pesar de que el doctor Andújar meneaba la cabeza y le decía a Sólita: «Cualquier día volverá a las andadas».

Había organizado un par de ciclos de conferencias sobre cultura general, complaciendo con ello al camarada Montaraz, que más que nunca quería «distraer» a la gente. Fracaso total. Apenas veinte asistentes, siempre los mismos. El propio doctor Chaos las calificó de «monólogos tristes para auditorios mudos». El camarada Montaraz le propuso hacerse cargo de un par de emisiones semanales radiofónicas, pero el doctor rechazó. «Ahí está el doctor Andújar, con sus
Píldoras para pensar
, que satisface a toda mi posible clientela…»

Con todo y con eso, la fama del doctor Chaos iba extendiéndose porque con su bisturí y sus guantes de goma había salvado muchas vidas. Por Navidad recibió en casa toda suerte de regalos. Su fama llegó hasta Núñez Maza, en Caldetas, donde éste se debatía en un estado progresivamente inquietante, aunque conservaba toda su lucidez y toda su fibra temperamental.

Núñez Maza le pidió a Mateo —éste le visitaba de vez en cuando—, que mediara ante las autoridades para que el doctor Chaos le echara un vistazo. Mateo se ocupó con éxito de la tarea, y consiguió el beneplácito de los gobernadores de Barcelona y Gerona para que el falangista disidente pudiera trasladarse a Gerona y quedarse allí unos días si la exploración lo hacía necesario.

—A ti no te puedo negar eso —le dijo el camarada Montaraz a Mateo—. Pero que conste que a mí este bicho no me gusta ni pizca.

Tampoco le gustaron ni pizca a Moncho los bichitos que descubrió con el microscopio y que halló en el cuerpo de Núñez Maza. El diagnóstico fue tuberculosis y la única solución, la estreptomicina. El doctor Chaos le dijo a Núñez Maza:

—Tardaré de cuatro a seis días en encontrar la dosis que te conviene. ¿Dónde quieres esperar? Aquí hay un lecho para ti…

Núñez Maza, que no había perdido la potencia de su voz, aunque expectoraba de vez en cuando, contestó rápidamente:

—Prefiero esperar en casa de Mateo…

Fue tan contundente que Mateo no pudo oponerse. Además, y al margen de sus diferencias ideológicas, no podía olvidar el
curriculum
de aquel camarada ex consejero nacional y que tanta compañía le hizo en el hospital de Riga. Así que le dijo a Pilar:

—Prepara una cama para Núñez Maza… Pasará aquí una semanita.

Pilar se quedó asombrada. Sabía de Núñez Maza todo lo que había que saber y no comprendía que Mateo hubiera tomado semejante decisión. Mateo era consciente de ello. En el fondo, estaba un poco cansado de odiar… Una vez le había oído a Cefe, el pintor: «Odiar no conduce a nada». Y otra vez a Moncho: «Odiar es una lata. Entre la palabra adversario y la palabra enemigo hay una distancia que los ex combatientes deberíamos recorrer».

Él recorrió esta distancia acogiendo en su hogar a Núñez Maza. Éste se mostró encantado, aunque desde el primer momento sus incisivos ojos se clavaron en Pilar y pensó para sí: «Una niña. Es una niña…» No dijo nada y se alojó en la habitación que le habían destinado y no quiso acercarse a César para no contagiarle.

—Le dedicaría mi mejor soneto, pero vuestro hijo no tiene la culpa de que mi infección sea contagiosa…

Éste era el único punto que Pilar le había exigido a Mateo, puesto que Moncho fue contundente: «Que no lo tome en brazos. Que no le dé ningún beso… Ya comprendéis».

Núñez Maza se instaló en aquel hogar con una sensación casi dulce… Estaba acostumbrado a las
isbas
, a las fondas y hoteles asépticos. La chimenea ardía en casa de Pilar, porque un camión de Falange les traía los troncos necesarios. A pesar de eso, de pronto notaba frío. Pilar le traía una manta y con ella se cubría las rodillas.

—Estoy hecho un vejete… Pero si ese medicamento llega, menguis dará mucho juego aún.

Las discusiones con Mateo empezaron a ser la tónica dominante. Desde la primera vez que se entrevistaron en Caldetas los hechos le habían dado la razón a Núñez Maza: había caído Filipinas —la población, loca de alegría al sentirse liberada—, y la acción conjunta de 32 bombarderos
Lancaster
había terminado con la vida del acorazado
Tirpitz
, el último vestigio de las fuerzas navales de superficie del Reich. Sin contar con los avances hacia Alemania por el oeste —Francia—, por el sur —Italia— y por el este —Rusia—. —Mateo, no hay nada que hacer. Acuérdate de mi diagnóstico: o don Juan o el caos. Las fuerzas aliadas pueden tomar España como se toma un bocadillo en cuanto hayan terminado con Hitler y con el emperador japonés… ¡Ah, si cuando concebí la División Azul hubiera pensado de ese modo! Ahora tengo remordimientos… Sí, obré de buena fe; pero en parte he sido responsable de las cruces de palo que quedaron allí… y de la bala que te destrozó la cadera.

Mateo había coincidido con el gobernador en que las perspectivas eran dramáticas. Efectivamente, la lucha estaba perdida. En Europa, cuestión de unos pocos meses; el Japón tardaría un poco más, puesto que allí se aprestaría a morir hasta el último hombre. Núñez Maza añadía: «Es impensable que los aliados no le den a Franco el pasaporte para que se vaya al Brasil… O directamente al cielo».

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