Conducidos a Olot, el capitán hubiera querido proceder él mismo a los interrogatorios. Pero ahí se interpuso su padre, el general. «Metedlos entre barrotes, que va para allá el comisario de policía, Isidro Moreno, experto en esas cuestiones». El capitán se enfurruñó y tuvo que esperar. Pero fue una espera fructífera. El comisario, por primera vez, pudo dar la medida de su capacidad de persuasión. Interrogó a los prisioneros, que no soltaban prenda. Entonces, dirigiéndose al que parecía un novato, le introdujo astillas entre las uñas y la carne. El dolor fue tan insoportable que el muchacho cantó. «Yo me llamo Pedro Gandía y mi compañero, mi jefe, es el Chotis».
¡El Chotis! Uno de los maquis más buscados del país. El comisario Moreno se encariñó con él. El Chotis, baqueteado y ante la amenaza de las torturas, confesó. Confesó que su objetivo era atracar un banco e internarse luego hacia Teruel, donde le esperaban sus camaradas. Confesó que él, al mando de media docena de maquis, fue el responsable del descarrilamiento del correo Port-bou-Barcelona. ¡Santo Dios! El comisario lamentó no estar mascando chicle y sin darse cuenta se palpó la pistola del cinto.
El Chotis, esposado, no podía acariciarse la barba y ello le puso frenético.
Costó mucho tirarle más aún de la lengua. Costó horas de focos de luz, de hacerle crujir los huesos, de abofetearle con extrema dureza. Pero por fin, exhausto, desembuchó toda la trama de la operación maquis, que era mucho más seria de lo que podía presumir el camarada Montaraz.
En las «Escuelas de Preparación Guerrillera» se enseñaba que había que buscar un terreno escabroso. Que las masías fueran aisladas. Que faltaran teléfonos y medios de comunicación. Y allí instalar, en lugares escondidos, «campamentos». Que hubiera mucha vegetación, pero de difícil acceso, sin caminos. Escaso de pastos, para que los pastores no circularan por el lugar. Que hubiera concavidades o cuevas naturales. Proximidad del agua, arroyos y cañadas. En las fuentes tratar de no dejar señales de vida, que pudieran orientar a la Guardia Civil. Mucho cuidado con utilizar jabón, pues el agua se llevaba corriente abajo burbujas, que podían ser una pista.
La vida diaria se hacía a base de lectura de textos comunistas, exposición de temas, crítica de doctrina, etc. Para proteger a los compañeros de los campamentos se idearon sistemas. Uno de ellos, los perros. Pero el aullido de los perros se demostró que era lo que a veces alertaba a la Guardia Civil. También se tendían cables con campanas o cencerros; pero ocurría lo mismo, si un guerrillero entre la maleza las hacía sonar.
Estafetas: recipientes en determinados árboles donde se dejaban las consignas o las órdenes. Medicamentos. Cada individuo debía llevar un pequeño botiquín con vendas, gasas, algodón y yodo, rara vez alcohol. Sulfamidas para las infecciones, que surgían a menudo por beber agua de las lagunas. La colitis y la disentería eran muy frecuentes. Por último se descubrió que los apósitos con resina fresca de los pinos no sólo evitaban las infecciones sino que aceleraban la cicatrización.
No solían andar durante el día, a no ser que la necesidad obligara. Se recomendaba siempre el mayor silencio posible, reprimir la tos, pisar con sigilo, evitar tropezones, no producir ruidos y andar en fila india con una distancia de varios metros de uno a otro. Sólo se fumaba en los descansos y enterrando luego las colillas para no dejar pistas. Durante las marchas se comía más. Se abandonaban las gachas de maíz o de almortas, que era comida casi rutinaria y se sustituía con una más abundante de pan y carne. Los medios de información a distancia eran muchos: cohetes, petardos, hacer salir humo denso, ropa blanca puesta a secar en una ventana en caso de que estuvieran en un caserío…
El comisario Moreno asintió con la cabeza. Un mecanógrafo había ido tomando nota de la declaración. El Chotis no se merecía ser fusilado allí mismo, sino conducido a la cárcel de Gerona, en una celda aparte, hasta que el mando ordenase lo que más conviniera hacer con él.
El miliciano quedó muy sorprendido al ver que no le fusilaban en el acto. Tenía todos los componentes de un rostro humano —orejas, ojos, nariz, boca, etc.—, pero todos mal colocados. Su voz, rotunda al principio, fue perdiendo fuerza hasta terminar en un hilillo apenas audible.
—Te llevaremos a Gerona y allí decidirán…
Sospechó que querían sonsacarle más. Sería difícil. Lo había contado todo y con enorme precisión. Al enterarse de las víctimas que había ocasionado el descarrilamiento del tren correo sonrió: «Lo lamento… La lucha es a muerte».
Se sabía sentenciado. El comisario Moreno, en la furgoneta, le invitó a fumar. Sentado al lado del conductor, el capitán Sánchez Bravo. Esperaba ser recibido por su padre como un héroe, por su comportamiento en la emboscada y efectivamente en un principio fue así.
—Estoy orgulloso de tu acción en el combate. Cumpliste con tu deber. Ahora bien, no puedo perdonarte que continuaras con tu obsesión del juego y con tus borracheras. De modo que te pasarás ocho días en el calabozo del cuartel de Infantería, bien alimentado, pero sin radio ni periódicos…
El capitán sonrió con ironía. Su padre era un obcecado. Se cuadró ante él y a la media hora escasa estaba en el calabozo, solo con sus pensamientos y echando de menos a la camarada Pascual de Olot.
En cuanto al Chotis y su compinche Pedro Gandía fueron, a lo largo de cuatro días, las grandes
vedettes
del periódico
Amanecer
, Se publicaron sus fotografías junto a la de Evaristo Rojas, el ex divisionario víctima del descarrilamiento. Por más que Mateo porfió, el comisario Moreno se negó a facilitar más información. «Secreto del sumario». Al quinto día, en el cementerio de Gerona, se dio carpetazo al asunto fusilando a los dos maquis. Los compañeros de Evaristo Rojas, Pedro Ibáñez y León Izquierdo, hubieran querido formar parte del pelotón de ejecución. Pero su solicitud les fue denegada. No se trataba de un acto de venganza sino de estricta justicia.
El capitán Sánchez Bravo, completamente aislado del mundo exterior, no se enteró de que, entretanto, las fuerzas norteamericanas en Europa habían decidido clausurar sus oficinas de compras en España, lo que significaba un duro golpe para la economía, y que Franco había prometido la próxima celebración de un Referéndum, sin señalar la fecha. Fueron ocho días auscultando su conciencia. Tal auscultación no le llevó a detestar a su padre, el cual, de hecho, tenía razón. Lo que le ocurría es que se había cansado, efectivamente, de la milicia. Que no servía ni para obedecer ni para mandar. Preferiría tener una fábrica de embutidos, dedicarse a la pastelería o fabricar imágenes religiosas. Cuando recobrara la libertad tomaría una decisión.
* * *
Matías recibió una carta de Julio García. Éste le comunicaba que, en efecto, él y Amparo habían obtenido la nacionalidad norteamericana. Esto les abría las puertas de España, por lo menos desde el punto de vista oficial. Fueron al consulado y les dijeron: «Cuando quieran, les damos el visado». Él no se fiaba de las ventanillas, de forma que prefería que antes Amparo, sola, hiciera un viaje de exploración, pulsando el terreno. Si la versión era optimista, él se arriesgaría a ir a Gerona, para oler la tierra y saludar a las amistades.
Julio le preguntaba a Matías si estaría dispuesto a hospedar en su casa a Amparo. «En caso afirmativo, telegrafíame, por favor. Todo esto, claro, contando con que el metatarso de Carmen Elgazu funcione ya como es debido». Julio terminaba diciendo: «No se trata de un capricho, compréndelo. No sabéis lo que es el exilio. Aunque el nuestro es un exilio dorado, pasarse tanto tiempo sin pisar la patria pesa como una losa de plomo. Matías, sé bueno y mándanos el telegrama, que en la oficina te saldrá baratito».
Revuelo en el piso de los Alvear. Carmen Elgazu y Pilar rechazaron la idea, mientras Ana María se declaraba neutral. Pero prevaleció el criterio de los varones, Matías e Ignacio. Mateo, que subestimaba a la mujer del policía se encogió de hombros y dijo: «¡Qué más da! No tengo nada en contra de esa mujer». En consecuencia, a las veinticuatro horas salió para Washington el telegrama aceptando la estancia de Amparo en el piso de la Rambla. Eloy palmoteo: «¡Ole, ole! Nos contará cosas de América».
Amparo hizo el viaje en el buque
Covadonga
, de la Compañía Trasatlántica, que a los nueve días de travesía la depositó en Bilbao. La acompañaba una amiga llamada Sonia Howard, que quería visitar el Museo del Prado «y otras maravillas que no tenían en los Estados Unidos». En Bilbao se separaron. Sonia Howard se trasladó a Madrid, Amparo llamó por teléfono a Matías. Su voz, trémula de emoción, delataba un ansia largamente contenida. «Mañana tomo el tren y pasado mañana, si no hay novedad, me planto en vuestra casa».
¡Amparo en Gerona! Matías e Ignacio la recibieron en la estación. Estaba desconocida. Llevaba un traje coloreado, se había teñido de rubio y calzaba zapatos de tacón alto. Grandes gafas de color negro, varias joyas de valor y mucho equipaje.
—¡Bien venida, Amparo!
—¡Bien hallados, Matías e Ignacio! ¡Oh, Dios mío, qué ilusión!
Los besuqueos de rigor y la primera sorpresa de Amparo: Ignacio disponía de coche propio, por lo que no era necesario alquilar un taxi.
—Ahí viven Pilar y Mateo —informó Ignacio, al cruzar la plaza de la Estación.
—¡Oh, cómo me gustará ver a Pilar! Traigo unos regalitos para el pequeño César…
Amparo se había quitado las gafas negras y sus ojos resplandecían, mirando a derecha y a izquierda.
—Ahí tienes la plaza Marqués de Camps…
Amparo soltó, de pronto:
—¡Qué pequeño es todo esto!
Matías comentó:
—Mujer, no lo compararás con Nueva York.
A los diez minutos justos aparcaban en la Rambla, frente a la casa de los Alvear. A Amparo todo le parecía a la vez exótico y familiar, a la vez lejano y próximo. Eloy, que estaba esperando en el balcón, al verles bajó corriendo para ayudar a subir el equipaje.
—¡Ah, claro! —exclamó Amparo—. El niño vasco… ¡Se me olvidó el nombre!
—Me llamo Eloy.
—Gracias, pequeño.
Arriba esperaba Carmen Elgazu, ya sin bastón. Carmen no acertó a disimular del todo. Besó fríamente a Amparo; en cambio, ésta la abrazó y se pegó a sus mejillas.
—¡Carmen Elgazu! La columna del hogar…
—Y que lo digas —terció Matías.
Amparo pidió permiso para ducharse y cambiarse de ropa. Quince minutos después se encontraba en el comedor, ante una taza de café caliente y unas galletas.
—En el tren he comido unos bocadillos… Olían muy mal. Esto me sentará mejor.
—Cuéntanos —abrió el diálogo Ignacio—. Sí, ya sé, todo esto te parecerá muy pequeño. Pero es lo nuestro, ¿comprendes? Y también aquí se puede ser feliz.
Amparo retó al muchacho con la mirada.
—¿Y quién dice lo contrario? A Julio se le ha subido América a la cabeza; pero a mí, no.
—¿De veras?
—De veras. ¡Uy, lo que yo me he aburrido en Washington! Decidme. ¿Cuántos negros tenéis en Gerona?
Matías, que terminaba de liar su cigarrillo contestó:
—Que yo sepa, ninguno… No sé si Eloy, en sus correrías, ha descubierto alguno. ¿Eh, qué dices, renacuajo?
—No, no, ninguno… —reafirmó el muchacho—. Y me gustaría que los hubiera.
—¿Por qué?
—Porque en el cine bailan muy bien.
«¡Qué pequeño es todo esto!». Esta frase iba a ser la constante de Amparo durante su estancia en Gerona. Aquel piso «entrañable» le pareció chato, pobre, con una estufa al rojo vivo que apestaba a carbón. La personalidad de Matías e Ignacio, intacta; en cambio, Carmen Elgazu se le antojó basta, una mujer muy de su casa y nada más, con manos de fregona. Se acercó al ventanal y vio el Oñar: sucio, sin apenas agua. Salió al balcón y contempló la Rambla. Acostumbrada a las grandes avenidas, tuvo una decepción. Apenas si aquello debía de servir para bailar sardanas.
—¡Oh, qué bien se está aquí! Me siento como de la familia…
—Eres como de la familia —corrigió Matías.
—Ya lo sé. Me lo habéis demostrado.
Amparo estaba en plena forma y se había refinado un poco. Apenas si notaba el cansancio del viaje. «¡Y ha sido duro, no creáis! Esos trenes… No comprendo cómo no están al día, puesto que España no ha entrado en la guerra».
Ignacio comentó:
—Hay prioridades, ¿comprendes? Lo primero es alimentar a la gente, que, en su gran mayoría, lo pasa fatal…
Pronto Amparo pudo comprobar por sí misma este aserto, porque se empeñó en salir y dar una vuelta antes de cenar. La acompañó Matías, puesto que en Telégrafos volvía a tener turno de noche. Las personas le parecieron raquíticas, como si fueran ellas las que regresaran del exilio. En las tiendas no había nada, excepto en las zapaterías. Las paredes desconchadas. Muchos papeles en el suelo y de los restaurantes y los urinarios públicos salía un hedor que le recordaba el de los barrios negros. En una lencería vio el retrato de Franco y el de José Antonio. Contuvo la respiración y Matías le dijo:
—Hay miles de retratos de esos caballeros. Y si llegas hace un año, hubieras visto por todas parte a Hitler y a Mussolini.
—¡Dios mío! —exclamó Amparo; y no añadió nada más.
En resumen, la estancia de Amparo en Gerona, disparados los mecanismos comparativos, se saldó con un fiasco. Los Estados Unidos pertenecían a otra galaxia. «Lo curioso es que a mí aquello no me va; pero comparado con esto…»
Echaba de menos el aire de libertad de Norteamérica. Gerona parecía hipotecada por algún maleficio o alguna vigilancia que impedía que la gente respirara a su aire. La tal gente andaba algo cohibida, los mobiliarios eran aptos para el trapero, el café de la cafetería España, tan horrible como el que le sirvieron en el tren.
Matías e Ignacio no sabían cómo explicarle que aquello era así y no de otra manera. España era una dictadura, habían ganado los aliados y, por lo tanto, «quedamos marginados desde el principio. Y ahora, mucho más». Las autoridades eran dioses y la Falange campaba por sus respetos. «¿Pero, es que Julio no te lo advirtió?». «Sí, claro… Julio sabe siempre a qué atenerse; pero yo lo imaginaba de otro modo».
—Piensa que todo está racionado —intervino Matías—. Que la mitad de la ropa se amontona en el Monte de Piedad; que las familias han de recurrir al pluriempleo; que no se puede mover un dedo sin permiso del gobernador… —Matías esbozó una sonrisa—: Los Alvear vamos tirando gracias a la influencia de Mateo y a que a Ignacio le tocó la lotería. También van tirando los hermanos Costa y los de su calaña; pero los demás, con el culo al aire, lo cual, en invierno, debe de resultar desagradable…