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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (70 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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Al tomar posesión de su despacho, preguntó:

—¿Quién era aquí el comisario antes de la guerra civil?

—Un tal Julio García… Un bicho, masón, pero inteligente y con mucha garra.

—¿Y qué recuerdo guardan de mi predecesor, don Eusebio Ferrándiz?

—Inmejorable. Buenísima persona.

—¿Tal vez un poco blando?

—Tal vez…

—Pues yo en el Alcázar vi muchas películas del Oeste y sé como las gastan…

El hombre entró en Gerona como el caballo de Troya. La brigadilla Diéguez le gustó. No le gustó que María Fernanda fuera monárquica, ¡y que lo fuera el alcalde! «Aquí habría que hacer un barrido…» Mateo se puso a su favor. «Creo —le dijo a Pilar— que es el hombre que nos hacía falta». Mateo dijo esto ignorando que don Isidro Moreno había exclamado: «¡Cómo! ¿Ese falangista divisionario amigo de Núñez Maza? ¡Tendrá cojones! Pues sí que estamos apañados».

Don Isidro Moreno parecía gozar descubriendo los defectos de los demás. Encontró que la ciudad —sobre todo, el Oñar— estaba sucia. Por lo tanto, las promesas del camarada Montaraz, «partidario de la higiene», habían fracasado. Visitó la cárcel y se mostró decidido a hacer trabajar a los presos. «No se puede tener a los hombres así, tumbados todo el día como lagartos. En Guadalajara teníamos imprenta y taller de carpintería». Visitó la Barca y Montjuich. «Un nido de piojos y de navajas cabriteras… Por favor, fuera gitanos». Pero para desalojar a los gitanos necesitaba el permiso del gobernador.

Fue aquel el primer enfrentamiento entre los dos hombres.

—¿Cómo que no se pueden desalojar? Si usted quiere, mañana mismo…

—Son gente… Son personas. ¿Adónde los llevaría usted?

—A los hombres, a trabajar en las canteras; a las mujeres, a limpiar los cuarteles… ¡Eh, los gitanos! Si los conoceré yo…

El camarada Montaraz preguntó, simulando sonreír:

—¿Actuaría con ellos… como actuó Hitler?

—¡Alto el carro! Yo no he dicho eso… Pero que son un cáncer para la sociedad… ¡vamos! —y se tocó la piedra del Alcázar que llevaba en el bolsillo.

En casa mandaba él. A su mujer, Francisca Iglesias, la tenía asustada con sus raptos de cólera. Era muy exigente, sobre todo a la hora de comer. Un temor: quedarse ciego. Continuamente iba al oculista a que le revisaran los ojos y le graduaran de nuevo los cristales. Cuando conoció a Lourdes, la mujer de
Cacerola
, le dijo a éste: «Es lo peor que puede ocurrir».
Cacerola
le agradeció el interés y desde entonces defendió a ultranza al recién llegado.

No comprendía el problema catalán. No comprendía que la gente hablara catalán. ¡El alcalde y su mujer! ¿Podía ello consentirse? Tampoco comprendía el misterio de la Santísima Trinidad. Y que hubiera personas que tocaran el saxofón. Y que el general Sánchez Bravo mirara con telescopio las estrellas.

Algo en su haber: sentía una inmensa ternura por las mujeres solteras. Por ello apreció a Marta. Y a Sólita. El doctor Andújar opinó de él: «Unos centímetros más y tendríamos un paranoico. Yo prefería con mucho a don Eusebio Ferrándiz».

* * *

Mosén Alberto le había recordado a Carmen Elgazu que el 8 de septiembre, al ir a misa, se acordara de rezar un padrenuestro por el alma de Quevedo, en el tercer centenario de su muerte. «¿Quién era Quevedo?», le preguntó Carmen Elgazu. «Un escritor. Un clásico… Ignacio aprendería mucho de él».

Al bajar la escalera de su casa Carmen Elgazu resbaló en el último tramo y fue rodando hasta quedar inmóvil en el suelo. En seguida notó que se había hecho mucho daño. No en la cabeza ni en los brazos, pero sí en una pierna. Era la pierna derecha. Terribles punzadas de dolor. Era el pie. Lo que le dolía era el pie derecho. Eloy, desde arriba, desde el piso, oyó los lamentos y también los oyeron las vecinas. Los teléfonos funcionaron y todo el mundo se movilizó. Al cabo de media hora escasa la mujer se encontraba en la clínica Chaos, donde le sacaron las correspondientes radiografías: fractura del metatarso del pie derecho. El propio Moncho la escayoló, mientras llegaba, sudoroso, en un taxi, Matías.

La rotura revestía cierta gravedad. Mes y medio, tal vez dos, con el pie inmovilizado. De momento, unos días en la cama; luego tendría que aprender a andar con un par de muletas; luego con una sola. Hasta que los huesos se soldaran y adquiriera seguridad.

Aquello fue un mazazo para la familia. Salvando las distancias, todos recordaron su estancia en la clínica a raíz de la extirpación de los órganos genitales, por culpa de un tumor. Carmen Elgazu, al mediodía, se encontró tumbada en la cama —la escayola le llegaba hasta la rodilla—, rodeada de rostros amados. Matías, que pocas veces se azoraba, en esta ocasión andaba por el piso como si hubiera perdido la brújula. «Caray con Quevedo», comentó Ignacio. Moncho, con las radiografías en la mano, les dio su palabra de que no quedarían huellas de la rotura. «Esto, entre los esquiadores, es de lo más corriente». Las fechas exactas de la recuperación no se podían precisar. Dependían de la «calidad» de los huesos de Carmen Elgazu y de su fuerza de voluntad. «Sí, ya sé, esto último está garantizado».

Carmen Elgazu no se hacía a la idea. ¡Tanto tiempo inmovilizada, sin poder andar, sin poder salir de casa! Todo se arregló de la mejor manera. Pilar y Ana María acudirían por turnos a echarle una mano. También Matías, que servía para algo más que para pescar. Quedó demostrado que la mujer tenía muchos incondicionales en la vecindad. Fue un desfile de visitas. Los dueños de las tiendas de la Rambla se ofrecieron para llevarle la mercancía. «Un telefonazo y ahí estamos». Carmen Elgazu descubrió más que nunca la importancia del teléfono, el cual, mediante un suplemento, le llegó a la cabecera de la cama. Telefoneaba a la familia —incluso a Bilbao— y a las amistades. Hubiera querido telefonear a santa Teresita del Niño Jesús, pero tuvo que contentarse con obligarle a Matías a hacer una novena y a ponerle un cirio en la iglesia del Mercadal.

Lo que más le dolía era no poder acudir a misa y recibir la eucaristía. Lo primero tenía remedio: la radio. Fue también trasladada a su cuarto, que empezó a llenarse de cachivaches y todos los domingos, a las diez, mosén Alberto celebraba una misa a través de la emisora Gerona para los enfermos y los impedidos. En cuanto a comulgar, el obispo era tajante. De no tratarse de un enfermo grave, los sacerdotes no tenían permiso para llevar la Sagrada Forma a los hogares. «Menuda tontería —comentó Matías—. No entenderé a la Santa Madre Iglesia aunque me maten».

La radio y la lectura de vidas de santos llenaron mucho tiempo del que le sobraba a la mujer. Se aficionó más que nunca a los seriales. Una palabra le bastaba para reconocer a los locutores. Eloy, en cuanto podía, se plantaba en la cama de Carmen Elgazu y la invitaba a jugar interminables partidas de parchís. A veces se formaba corro alrededor del lecho para jugar a las siete y media. Tantas fueron las demostraciones de afecto que recibió la esposa de Matías que éste, al dar el parte médico en el café Nacional, añadía siempre: «Lo único que me carga son las flores. En seguida huelen. A Carmen no la marean; pero a mí, sí». Galindo replicaba: «Nada, nada, Matías, que está usted al día. Mujer casada, pierna quebrada».

El alud de mimos hizo que Ana María arrugara la nariz.

—A mí me parece —le dijo a Ignacio— que exageráis un poco. Lo que le ha ocurrido a tu madre, tal y como dijo Moncho, es de lo más corriente… Si lo consideras necesario, nos trasladamos todos al piso de la Rambla y le hacemos compañía.

Ana María acertó a hablar así con el tono exacto, preciso, para que Ignacio, que visitaba dos veces al día a su madre, no se enfadara. Por lo demás, era asunto archisabido. Ana María les recriminaba a todos que pusieran a Carmen Elgazu en un altar, antes incluso de que César gozara del suyo. Era un amor desorbitado, una suerte de adoración. Todavía no se había roto el cordón umbilical. Ni siquiera Matías se salvaba de la quema. Al menor gesto de dolor de Carmen Elgazu hubiera llamado a Moncho. Éste subía sólo de vez en cuando. «Hay que esperar». La escayolización había sido correcta y era preciso que pasara el tiempo.

Mosén Alberto no fallaba nunca, a media tarde, a la hora del chocolate. Carmen Elgazu se confesaba de falta de resignación. «Me rebelo, mosén Alberto, me rebelo… En vez de agradecer al señor que me permitiera bajar la escalera durante años sin tropezar ni una sola vez». Mosén Alberto se abstenía de hablarle de la corona de espinas y del Gólgota; pero le decía: «Ofrezca a Dios esta misma rebelión. Y verá cómo le llega la conformidad».

Paz Alvear se comportó como era debido. Demostró tener sentido común. Subió el primer día y luego espació las visitas. Llegó un momento en que Carmen Elgazu pudo levantarse de la cama y andar con muletas por el piso. Entonces exprimió todo el gozo del amor que le demostraban los suyos. «¿Qué más puedo pedir? Los hay, pobres, que están solos en un lecho del hospital, y mucho más graves».

Mateo le decía:

—Le ocurrirá como a mí. Cuando cambie el tiempo, lo notará —y Mateo se tocaba la cadera.

La radio le dio a Carmen Elgazu cumplida idea de su ignorancia. Se celebraban coloquios, seminarios —¿por qué seminarios?—, se trataban temas monográficos —¿qué significaba esta palabrita?—. A veces se quedaba anonadada porque se preguntaban cosas a los niños de las escuelas y éstos las respondían de corrido: cordilleras del mundo, especies botánicas, ondas magnéticas, dónde nació Cristóbal Colón… En una ocasión el doctor Chaos habló de un tal Darwin, quien por lo visto sostenía la tesis de que el antepasado del hombre era el mono… En otra ocasión fue el doctor Andújar quien la aturulló. Habló de una enfermedad que se llamaba esquizofrenia o algo así. Dijo que, de repente, la personalidad se partía en dos mitades… También «La Voz de Alerta», dentista, habló de que antaño los hombres tenían los colmillos mucho más desarrollados porque debían comer carne cruda… ¿Y quiénes eran los nipones? ¿Y por qué un tal Einstein, que era un sabio, dijo que hubiera preferido ser hojalatero? «Soy una ignorante, una ignorante… Por eso no entiendo que a Ignacio le guste la pintura de ese Picasso que a cada mujer nos asigna tres caras o más aún».

Josefa y Mirentxu, las hermanas de Carmen Elgazu en Bilbao, hicieron un viaje a Gerona para ver a la paciente. Ana María seguía sin comprender… Pasaron cuatro días en la ciudad, durante los cuales visitaron varias tiendas de Gerona con el flamante muestrario de muñecas que habían diseñado para la próxima fiesta de los Reyes Magos. El 12 de octubre, día del Pilar, se reunió toda la familia en el piso de la Rambla. «Tendremos que tirar esos tabiques», dijo Matías. Fue el día en que Carmen Elgazu pudo andar con una sola muleta. Repantigada en su mecedora, se dejaba mimar. Sus hermanas sintieron celos. Ellas eran solteronas, posiblemente por culpa de la «abuela Mati». De haberlas conocido don Isidro Moreno hubiera sentido hacia ellas un interés especial.

—¿Y Jaime Alvear? ¿Por qué no ha venido?

—Trabaja en el frontón Gurrea…

—¿Y Lorenzo, el de Trubia?

—Desesperado porque Hitler ha perdido la guerra…

¡Cuánta sangre Alvear reunida! Acaso el único competidor de Carmen Elgazu fuera el pequeño César. Había aprendido a decir «abuelo» y «abuela» y conocía ya la letra A. Era archiconocido en la plaza de la Estación porque entraba en todas las tiendas a saludar a la gente. Pilar se sentía orgullosa de él, al igual que Mateo. Éste, pensando en César, no se explicaba por qué guardaba él, sobre el depósito del agua, la bala que le hirió en Rusia.

Capítulo XXXI

MELCHOR FORTEZA, misionero en Nagasaki, salió de esta ciudad el 1 de noviembre, vía Anchorage, Hamburgo, París, Madrid, Barcelona y Gerona. Es decir, tuvo que pasar por el Polo Norte, en un avión de las fuerzas militares norteamericanas. El viaje, en total, le costó siete días, debido a los trasbordos y a las esperas en los aeropuertos. Hermano del padre Forteza, de Gerona, más joven que él, lo daba todo por bien empleado. Se había salvado de la explosión nuclear, junto con los otros cuatro misioneros que estaban en Nagasaki —tres españoles y un mejicano—, en una capilla de la Colina de los Mártires, llamada así porque en ella, en 1597, habían sido sacrificados, en presencia de una gran multitud, veintiséis cristianos, entre los que figuraban tres niños japoneses que murieron cantando el salmo: «Alabad, niños, al Señor, alabad su santo nombre».

El padre Forteza, el «payaso» de la religión en Gerona, abrazó a su hermano con intensa emoción. Recibió el telegrama de Anchorage, telegrama que Matías y Marcos registraron en la oficina. Por él supieron que Melchor Forteza estaba vivo. «Fue un milagro, fue un milagro». «Lógicamente, la onda expansiva hubiera debido arrasar nuestra capilla, pero no fue así». «Nagasaki está situada entre dos montañas, lo cual impidió que hubiera tantas víctimas como en Hiroshima». «Es creencia general que las bombas estallaron al chocar contra el suelo; no es verdad. Las bombas estallaron en el aire, a unos quinientos metros de altitud». Etcétera.

El padre Forteza guardó a su hermano como una reliquia, antes de exponerlo a los medios de comunicación. Todavía llevaba el pánico retratado en su semblante, de extrema palidez. Los dos hermanos no se veían desde hacía diez años, desde 1935, poco antes de la guerra civil. Melchor Forteza se presentó sin sotana, en previsión de posibles complicaciones durante el viaje. Le fue colocada una y al colocársela sintió como si le bautizaran de nuevo. «Mis compañeros se han quedado allí en espera de que yo regrese. Nos iremos turnando. Nos jugamos la prioridad a cara y cruz y tuve la suerte de ser el primer liberado de aquel infierno sin posible descripción».

En la manera de moverse se le notaba al padre Melchor Forteza su larga estancia en Oriente. Parco en los ademanes, las inclinaciones de cabeza, las reverencias, formaban parte de su repertorio expresivo. Continuamente juntaba las manos y daba las gracias. La celda de su hermano, con la ropa puesta a secar y tantos cachivaches, no le causó la menor impresión. En el Japón se había acostumbrado a la promiscuidad, a lo heterogéneo. «Nuestras celdas son pequeños habitáculos donde todo tiene cabida y mucha gente vive así». Sin embargo, Nagasaki era ciudad próspera, preciándose de poseer los más grandes astilleros del Japón. «En principio creímos que Nagasaki había sido elegida por los americanos por causa de los astilleros; luego supimos que no. Fue la fatalidad. Después de Hiroshima, la segunda bomba iba destinada a Kohura, pero al encontrarse los pilotos con que en Kohura la visibilidad era escasa, optaron por lanzar la bomba sobre Nagasaki».

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