Amparo pensaba: «¡Si me pusiera aquí uno de los sombreros que llevo en Washington!». Carmen Elgazu la achuchaba: «Pero aquí tenemos paz. ¿Te parece poco? Y puedes salir de noche sin miedo a que un negro o un blanco te tire del bolso o te robe la cartera».
A Matías le hacía gracia que Amparo fuera norteamericana. «A ver, enséñame otra vez el pasaporte». Amparo se reía y se lo enseñaba. Por su parte, Ignacio no podía olvidar que Amparo fue la primera mujer que conoció, tan íntimamente como más tarde conocería a Canela y a Adela.
Los regalos que se había traído eran discretos, pero prácticos y de buen gusto: tres pitilleras para los hombres, con las iniciales, un buen lote de medias de nylon para las mujeres. Para el pequeño César, un juguete chino en que tocaban muchas campanillas. Todos fueron bien recibidos y Matías andaba pensando: «¡Pues sí, lo que se ha refinado esta mujer!». Llevaban casi siete años sin verse.
Pilar fue la que con mayor dureza trató a Amparo. No podía olvidar que Julio García sometió a Mateo a varios terroríficos interrogatorios. «Las gentes como ustedes son las culpables de todo lo que ha ocurrido en España. Pero no se hagan ilusiones. Aquello no volverá. Franco cuenta con el apoyo de la mayor parte de la población».
Lo mismo le dijeron los hermanos Costa, en los que había supuesto encontrar apoyo. Le dijeron que Franco estaba bien pertrechado en su trono. «Y si tienes alguna duda, esta tarde contempla desde el balcón la manifestación convocada por el gobernador bajo el lema: “Franco, sí, comunismo, no”. Toda Gerona estará presente».
—¿Y las matanzas, pues? ¿Y los campos de trabajo?
—Esto es la España subterránea… —le contestaron los Costa—. Salvo los directamente afectados, nadie se acuerda de ella —Advirtiendo la mueca escéptica de Amparo añadieron—: Habla con Paz Alvear. Te será fácil… Escucha su versión. Llegó aquí dispuesta a arrasarlo todo y ahora tiene a su hermano en el seminario y ella se casó con la Torre de Babel, que anda pisándonos los talones…
Los hermanos Costa añadieron que ellos no se podían quejar; les estaba prohibido salir de la provincia y debían presentarse semanalmente a la policía; pero, por lo demás, los negocios les iban viento en popa. «Ya se sabe. Después de un terremoto, el que sabe aprovecharse sale adelante».
Amparo se acarició el mentón. Llevaba la cara muy maquillada.
—Es exactamente la teoría de Julio García. Dice que mimando a unos cuantos le basta a Franco para mantenerse en el poder. Y cuando dice unos cuantos incluye también a franceses, ingleses y norteamericanos, a los que permite hacer grandes negocios…
—¡Pues qué te creías! Este mes hemos importado no sé cuántas toneladas de papel de Noruega y hemos exportado a Inglaterra otras tantas de cebollas… ¿Te das cuenta, Amparo?
—Sí, claro…
Con Paz Alvear fue distinto. Paz, que le había oído contar a Matías las mil y una sobre Julio García, se mostró más optimista, aun admitiendo que ella vivía como una burguesa, «tal vez gracias a las plegarias de su hermano, Manuel».
—Yo creo que a Franco lo echarán… La campaña extranjera en contra debe fructificar. ¡Hay que ver lo que sueltan la BBC y Radio Moscú! Estoy segura de que en las conferencias de los tres grandes tuvieron ya en cuenta el destino de España… —Paz se acarició el discreto collar que llevaba—: En la guerra se demostró que los aliados tardan en reaccionar, pero que cuando lo hacen no hay quien los pare.
La invitaron a cenar. La Torre de Babel estuvo muy locuaz. ¡Se acordaba tanto de Julio García! Gerona, sin Julio García, era «otra cosa». Era como si a la catedral le faltara el campanario.
—A lo mejor lo veis pronto por aquí… —dijo Amparo—. No para quedarse, claro, pero para echar un vistazo.
—¿Habla usted en serio?
—Completamente.
Paz volvió a lo suyo: «A Franco lo echarán». La Torre de Babel negó con la cabeza. «A menos que pierda el cacumen y les provoque, cosa impensable, a Inglaterra y a los Estados Unidos les conviene tener aquí una dictadura de derechas. Podrán hacer en España lo que les dé la gana. Ya se empieza a decir que España será su portaaviones…».
Amparo asintió. Iba haciéndose su composición de lugar. Claro que sólo había hablado con personas que llegaban holgadamente a fin de mes; pero la opinión del resto, de los del Monte de Piedad, ¿qué podía aportarle? Tal como le aconsejaran los hermanos Costa, había visto desde el balcón del piso de la Rambla la manifestación «Franco, sí, comunismo, no». El Frente de Juventudes entero —el futuro—, y una masa arrolladora y chillando como en los Estados Unidos en un estadio de béisbol. Y por todas partes, en efecto —incluso en las oficinas de la Agencia Gerunda—, retratos de Franco y de José Antonio. Mateo se negó en redondo a ver a Amparo, a estrecharle la mano. «¡Menuda cucamonas! Responsable, como su marido, y dejándose querer…»
En cambio, Ignacio invitó en su casa a Amparo, aun en contra de la opinión de Ana María. Ésta no se mostró neutral. Cada vez que Amparo se disponía a hablar de la España que estaba encontrando le cortaba la palabra y le pedía algún dato sobre los Estados Unidos. Pronto ella e Ignacio se dieron cuenta de que Amparo apenas si sabía nada de su inmenso país. De vez en cuando decía
ockey
y antes de cenar pidió un
whisky
. ¿Qué diferencia había entre Truman y Roosevelt? ¿Habían cruzado en tren el recorrido Este-Oeste? ¿Era cierto que Nueva York era veinte veces mayor que Barcelona? ¿Y los indios? ¿Cuántos ejemplares quedaban? ¿Y cómo un país de seres humanos pudo llegar a fabricar tres mil aviones diarios? ¿Cuál era el secreto? ¿Le gustaba el
jazz
negroide? ¿Y los
westerns
? ¿Y las universidades? ¿Era cierto que las universidades de los Estados Unidos eran las mejores del mundo, con especialistas en temas tan abstrusos como la poesía primitiva africana o la vida secreta de Nerón?
Amparo se sintió apabullada. Se dio cuenta de que no estaba enterada de nada, como tampoco se enteró de nada durante su estancia en París. Era un apéndice de Julio, nada más.
—Entonces —le dijo Ana María—, ¿de qué sirve la libertad si no se utiliza para ampliar conocimientos? Yo, en esta Gerona tan raquítica, y en efecto, lo es, estudio inglés, alemán y empiezo a tocar la guitarra…
Ignacio gozó por dentro al advertir que Ana María estaba embalada y tenía una noche brillante. En algún momento fugaz miró a Amparo con intención; pero ésta se sentía incómoda. Sin Julio García al lado, en ocasiones así se notaba indefensa. Ya en el buque Covadonga, durante la travesía, le ocurrió lo mismo: su amiga Sonia le formuló gran número de preguntas sobre España y ella no las supo contestar. Conocía Gerona y un poquitín Madrid. Pero no sabía lo que era el gótico, ni quién fue Pepe Botella, ni qué significaba Palos de Moguer.
A la hora del café se presentó Matías. De improviso, como casi siempre. Le gustaba sorprender a Ignacio, levantar el índice y que el muchacho contestara:
Caldo Potax
. Matías se percató en seguida de lo que ocurría en la casa y procuró convertirse en moderador.
—Vengo de casa de Pilar… —dijo—. ¡Hay que ver cómo juega el pequeño César con las campanillas que le trajiste! Fue un acierto, Amparo. No podías elegir mejor.
Ana María comprendió e hizo marcha atrás. Sabía que su suegro quería a Julio García como a un hermano. Por cuestión de amor propio no iba ella a tirar por la borda las posibilidades de comprensión. A partir de ese momento el clima fue otro. Y Amparo suspiró. Hablaron del barrio antiguo de Gerona y de la Dehesa, que fueron los dos únicos lugares de la ciudad que no decepcionaron a Amparo. «La Dehesa es preciosa, la verdad… En Washington hay mucho verde pero no creo que tengamos nada parecido. Y la Casa Blanca no es tampoco la catedral. Siempre parece que se acaba de estrenar».
Hablaron del proceso de Nuremberg, que se había iniciado el 25 de noviembre, que acumulaba 25.360 documentos y cuyo tribunal estaba constituido por cuatro magistrados de cada potencia vencedora. Los inculpados eran veinticuatro, capitaneados por Goering, Hess y Rosenberg. «Ésos irán todos a la horca, sin la menor duda».
Amparo le agradeció a Matías que le echara una mano. Hablaron de las pitilleras que aquélla les trajo. Ignacio comentó: «¡Oh, sí, son estupendas!». Y terminaron contando chistes. El último aludía al desfile de falangistas de Madrid con pancartas que decían: «Si ellos tienen onu, nosotros tenemos dos».
Por último, Amparo se interesó por el puesto que antaño desempeñó Julio.
—¿Quién es el actual comisario de policía?
—¡Bueno! —contestó Ignacio—. Casi puede decirse que acaba de llegar. Se llama Isidro Moreno. De momento ha fusilado a dos maquis y parece dispuesto a mantener el orden cueste lo que cueste…
—Ya… —Amparo añadió—: ¡No me gustaba nada que Julio lo fuera! Prefiero que se dedique a lo que se dedica hoy.
—¿A qué, si puede saberse?
—A hacerme compañía… —y Amparo pidió permiso para levantarse y dar por terminada la velada.
* * *
Amparo y su amiga Sonia Howard se encontraron en Bilbao, dispuestas a embarcarse en el buque Montserrat, también de la Compañía Trasatlántica, para regresar a Nueva York. Sonia estaba entusiasmada. España entera era una obra de arte. Los museos de Madrid —y no sólo el del Prado— la dejaron boquiabierta. No daba abasto, ni encontraba los calificativos adecuados. Además, se notaba que en la capital habían residido los reyes. ¡Qué palacios! La plaza de Oriente, por ejemplo. «Los reyes, por donde pasan, dejan su impronta». También estuvo en Toledo. Fue la primera catedral que visitó. Luego visitaría las de Burgos y León. Y estuvo en Salamanca. «No tengo palabras para explicar lo que he sentido».
Amparo, sorprendida ante la reacción de su amiga, no supo qué decir. Ella le habló a Sonia de «la otra cara de España», la del racionamiento, restricciones, mendicidad. Ahí Sonia le dio la razón.
—En esa línea, todo lo que quieras… Es un país pobre y encorsetado por los de arriba. La cantidad de vendedores ambulantes y mendigos es abrumadora. Delante mismo del hotel Palace, donde, como sabes, me hospedé en Madrid, había un hombre con una sola pierna tocando el violín. Horas y horas tocando, con un plato en el suelo en el que de vez en cuando caían algunas monedas. Pero me da la impresión de que nadie se rebela, de que aceptan la situación, a cambio de disfrutar de orden público, de paz.
—Éste es el chantaje —dijo Amparo.
—Yo no sé si lo llamaría así… —objetó Sonia—. No es un chantaje. Es un hecho. La paz es lo más preciado para un país.
—¿Más que la libertad?
Sonia vaciló. Llevaba un sombrero estrafalario.
—Como norteamericana, te diría que prefiero la libertad; pero como Sonia Howard, te diría que prefiero la paz…
Poco después las sirenas del barco llamaron a los pasajeros. Unos mozos forzudos —y alguno, enclenque— les subieron los equipajes a bordo. Era un día lluvioso, con viento fuerte. Casi daba miedo hacerse a la mar. Menos mal que el capitán y los oficiales, en cubierta, infundían seguridad. Además, el Montserrat se conocía la ruta… Llevaba años yendo y viniendo y el peligro de los submarinos había desaparecido.
—Seguro que llegaremos a buen puerto.
—Seguro…
—¡Adiós, España!
—Adiós…
* * *
Ocurrieron muchas cosas. En Pamplona se convocó una manifestación de boinas rojas, de requetés, en la plaza del Castillo, protestando contra la atonía del régimen, que parecía no advertir las amenazas provenientes del exterior. La policía actuó de forma contundente y hubo varios heridos leves. Los heridos no tenían importancia; el hecho, sí. Los manifestantes eran los mismos que el año 1936 se presentaron voluntarios para iniciar la «Cruzada». Don Anselmo Ichaso telefoneó a «La Voz de Alerta» y éste publicó en
Amanecer
un editorial en defensa de los boinas rojas.
Fue la gota que colmó el vaso. El gobernador, de acuerdo con Mateo, destituyó fulminantemente a «La Voz de Alerta» de sus dos cargos: del cargo de alcalde y de director de
Amanecer
. El camarada Montaraz dio pocas explicaciones, porque contaba con el apoyo del general. Al general, lo mismo que al camarada Montaraz y a Mateo no les gustaba ni pizca la filiación monárquica de «La Voz de Alerta» y menos aún de su mujer, Carlota.
«La Voz de Alerta» tuvo una reacción violentísima contra el gobernador y Mateo. Había quemado su vida por España y ahora se veía postergado, sin previo proceso, sin derecho a defenderse, sin tener en cuenta los servicios prestados. El gobernador rompió un par de cacahuetes y le dijo:
—Ordenes superiores… Lo siento —y «La Voz de Alerta», dando un portazo, se fue a su casa, donde contempló casi con dolor su sillón de dentista.
Carlota, su mujer, se había quedado de una pieza. Sabía que la estructura piramidal del Régimen les impedía contraatacar. Apenas si conocían a nadie en Madrid, donde, por si fuera poco, les tacharían de catalanistas. No había más remedio que tragarse el sapo y ver la estrategia de don Juan, quien de un momento a otro se trasladaría de Lausana a Estoril, desde donde lanzaría un manifiesto.
El pequeño Augusto correteaba por allí. «La Voz de Alerta» lo tomó en sus brazos y lo besuqueó.
—Augusto, monín… Tu padre ya es un don nadie. Ni alcalde, ni director de
Amanecer
. Un dentista como otro cualquiera, que desde ahora tendrá la consulta abierta mañana y tarde.
Dolores casi vociferó:
—¡Ese gobernador, aficionado a la caza! Hoy se ha cobrado la pieza que desde tiempo andaba persiguiendo.
El relevo en el periódico resultó fácil. Mateo fue nombrado director. La dirección incluiría también la censura, para que no se «colara» ningún editorial. El relevo en la alcaldía fue más arduo. Se analizaron uno por uno los candidatos posibles. Se pensó en el notario Noguer, en el doctor Chaos, en Jorge de Batlle, en el camarada Revilla, delegado de Sindicatos. Finalmente, Mateo hizo diana: José Luis Martínez de Soria, capitán jurídico, franquista a ultranza, de trayectoria impecable. ¡Y hermano de Marta! Y casado con Gracia Andújar…
—No hay más que hablar.
José Luis Martínez de Soria recibió la noticia con estupor y con cierto escepticismo.
—Yo no sé lo que es una alcaldía… ¿Cómo se lleva un municipio? Habladme de expedientes de «rojos» y de amarillos, pero no de alcantarillas ni del asfaltado de las calles…