En agosto había muerto de repente, de hemorragia cerebral, el conde de Jordana, ministro de Asuntos Exteriores, sucediéndole en el cargo José Félix de Lequerica, de tendencia aliadófila. «Es lo más conveniente en estos momentos», le dijo a Mateo el camarada Montaraz. Quien no fallecía era Bernard Shaw, que cumplió los 88 años, autor que figuraba entre los preferidos de María Fernanda, de Esther y de Carlota. «Humor anglosajón —comentaban—. No hay quien pueda con él». «La Voz de Alerta» protestaba. El humor español era universal, empezando por el Quijote y Quevedo y terminando en «La Codorniz». «Fijaos en este último número referido al estraperlo. Mihura escribe: “¡Niño, si no te portas bien te voy a dejar un millón menos!”» Apareció en los escaparates y quioscos la revista semanal
Hola
. Arranque espectacular. Sus editores tuvieron la impresión de haber dado en el clavo. Los chismes de la alta sociedad y de los figurones del mundo del espectáculo encantaban a las mujeres. Charo, en su peluquería de señoras, compraba seis ejemplares de cada número y al cabo de tres días estaban arrugados. ¡Si pudiera hablarse de «amoríos» ilegales! Pero ese tema sólo podía tocarse de refilón. De momento, lo que abundaban eran las cacerías, los vestidos de las
vedettes
y las fiestas por todo lo alto en las que participaba la nobleza. No sólo bodas, sino bautizos y comuniones. Ante la indignación del obispo, doctor Gregorio Lascasas y de mosén Alberto, los bautizos, comuniones y puestas de largo se habían convertido en escaparates de joyería. Las mujeres de clase media, y no digamos las de la calle de la Barca o de las barracas de Montjuich, se identificaban con las heroínas de aquellas fiestas.
Varias gitanas que destacaban en Madrid con sus cantes y bailes «flamencos» levantaban la moral de aquellos grupos inmigrantes marginados, empezando por el Niño de Jaén. «¡Vete a Madrid, hala! ¿No te das cuenta? ¡Dentro de tres meses, en el Teatro Real!». «El Niño de Jaén» negaba con la cabeza. «Estoy bien aquí, de limpiabotas y comprándoles espejos a mi madre y a mis hermanas. En Madrid sería del montón». El patrón del
Cocodrilo
aplaudía. «El gitanillo tiene razón. Dejadle en paz».
Naturalmente, los camaradas Montaraz y Mateo no podían solucionar todos los problemas ni buscarles a todos válvulas de escape. La población vivía mal, se acercaba el invierno y la censura desde Madrid era drástica. Se prohibió una zarzuela titulada
Gran Vía
, porque la Gran Vía era ahora avenida José Antonio Primo de Rivera. También se censuró la película
Pecadillo mortal
, porque si era mortal no era pecadillo, sino pecado. Además, se prohibían fotografías de boxeadores y nadadores de torso desnudo —debían ponerse camiseta—, porque podían ser motivo de concupiscencia.
Matías a veces se indignaba con su yerno. «¿Pero, no te das cuenta? La vida va por un lado y vosotros por otro. Prohibís todo esto y en Barcelona, y aquí mismo, en casa de la Andaluza, por cinco pesetas se puede uno vaciar de lo que le sobra y por treinta pesetas llevarse a la cama a una odalisca». Mateo se defendía. «No soy el responsable de esto. Ahí pueden meter mano el obispo y mosén Falcó».
A Mateo lo que más le dolía era que se prostituyesen muchas mujeres de los hombres que habían ido a trabajar a Alemania. Algunas tenían hambre de hombre, otras se habían enterado de que sus maridos allí encontraban sin esfuerzo mujeres a su disposición. «Esto es una canallada, Matías. ¡Y mira por dónde ahí no podemos meter baza!».
La guerra… ¡Cuántas carambolas a tres bandas! Llegó a Gerona una especie de ambulancia de la Cruz Roja, mucho más grande de lo normal, «pidiendo sangre para los heridos anglosajones en el frente». En toda España habían salido donantes y en Gerona no podía ser distinto. Los pensamientos de Mateo eran confusos. ¡Para los heridos anglosajones! Por un lado, deseaba que no se presentara nadie; por otro, era un acto humanitario y Gerona no podía quedarse atrás.
Fue una cola de personas de toda edad y condición la que se estacionó frente al coche de la Cruz Roja. Y ahí llegaron las sorpresas. Se tomaba la filiación y se hacía un rápido y previo análisis. La gente «a la que no se le admitía la sangre» se retiraba con aire preocupado; y esto fue lo que le ocurrió a Carmen Elgazu. Acudió junto a Matías con la mejor voluntad. Matías pudo arremangarse la camisa y dejarse pinchar; Carmen Elgazu no pasó la prueba. «Está usted bajísima de tensión. No es aconsejable». Carmen Elgazu se quedó de una pieza. Llevaba unos días sintiéndose fatigada, pero no le daba importancia. «El cambio de estación». «El otoño y esas cosas». Pero que su sangre no le fuera útil al prójimo casi la hizo llorar. Tuvieron que darle unas galletas y un café porque estaba en ayunas. Y al contemplar a Matías tendido en el camastro, mientras su sangre generosa iba fluyendo, le ganó una extraña sensación a la vez dulzona y de envidia.
La operación terminó y volvieron al piso de la Rambla. Carmen Elgazu se asió del brazo de Matías, porque sintió una especie de mareo. «No es nada, mujer. Son los nervios». De todos modos, era preciso que le hicieran un reconocimiento. Llamaron a Moncho, que desde hacía un mes había regresado de Panticosa. El resultado de los análisis fue tranquilizador. En efecto, Carmen Elgazu era hipotensa y, sobre todo, estaba descompensada. Le recetó unas grageas y Moncho dio el asunto por terminado. Pero Carmen Elgazu había hecho la promesa de una novena a santa Teresita del Niño Jesús para que no tuviera nada malo. Y Matías tuvo que acompañarla nueve días seguidos a la parroquia del Carmen y allá rezar el rosario y echar unas monedas al cepillo.
Al margen de esto, Mateo estaba contento. Y también el gobernador. Y también Marta, quien había regresado rebosante de El Escorial. Los gerundenses se portaron muy bien y cabía preguntarse: ¿se hubieran comportado lo mismo de haberse pedido sangre para los heridos alemanes? ¿Hubiera acudido Paz? ¿Hubiera acudido Jaime, el librero, hubieran acudido Agustín Lago y Sebastián Estrada? Esto no podría saberse nunca. Pertenecía al secreto sumario de Dios.
La sangre saldría hacia el frente por avión, en bidones preparados al efecto. Y como siempre en estos casos, según
Cacerola
, pronto llegó la recompensa: penicilina de los Estados Unidos. Un buen lote, que salvó muchas vidas. Tantas, que «La Voz de Alerta», en su calidad de alcalde, decidió poner el nombre de Fleming a una calle céntrica y eligió la calle del Norte, que no significaba nada.
Otra recompensa: la Compañía Telefónica instaló nuevos teléfonos públicos, que funcionaban introduciendo monedas por un valor de treinta céntimos. La gente se divertía entrando y saliendo de las cabinas y llamando innecesariamente a alguien. Pronto las cabinas se llenaron de publicidad y también de algún que otro «Muera Alemania».
La gente se distraía. Aquellas ferias y fiestas de San Narciso, a finales de octubre, habían de ser las más atrayentes que se hubieran celebrado jamás. El gobernador y «La Voz de Alerta» confeccionaron el programa. Sardanas: mañana y tarde, con abundancia de las compuestas por el maestro Quintana, injustamente olvidado durante cinco años. Toros: contrataron, ¡y ya era contratar!, a Alvaro Domecq, Mario Cabré, Pepe Bienvenida y Manolete. Feria de ganado. Concurso de tiro al plato. El Club de Fútbol Barcelona, ¡con la presencia de Pachín! Carrera de antorchas. Y el circo Imperial, con fieras salvajes que deberían de salir drogadas, lo que valdría una reclamación firmada por los componentes del Arca de Noé.
SOR GENOVEVA, monja contemplativa, de las adoratrices —hermana de don Eusebio Ferrándiz, jefe de policía—, estaba enferma. Sentía angustias de muerte, que en cierto modo recordaban las de santa Teresa. Había hecho los tres votos, que pronto debería renovar. Dicha renovación estaba prevista para el 1 de octubre, pero a mediados de septiembre sor Genoveva empeoró. Había momentos en que se quedaba como en éxtasis, pero no ante el Sagrario, sino ante un Cristo expresivo y sangrante que tenían en la capilla. Se abrazaba a él y le acariciaba las cinco llagas. Había leído la vida de la estigmatizada Teresa Neumann, que antaño interesara a Ignacio y a menudo se contemplaba las manos, los pies y el costado por si le brotaba sangre.
Mosén Alberto era el confesor de la comunidad. El convento estaba situado en un callejón estrecho próximo al seminario. En verano sólo se oían los cánticos de las monjas y los de los pájaros del jardín. Sor Genoveva, de cuarenta años de edad, se pasó toda la guerra escondida en casa de su hermano, don Eusebio Ferrándiz, y de la hija de éste, que murió en el accidente del santuario del Collell. Terminada la guerra regresó al convento, que había sufrido pocos daños y ya no se movió. Desde entonces —marzo de 1939—, apenas si había visto otros hombres que mosén Alberto, el obispo, que las visitó un par de veces y un fontanero que les arregló unas averías. También don Eusebio Ferrándiz, a raíz del accidente de su hija pudo visitarla en tal ocasión. Pero fue al otro lado de la reja y ni siquiera pudieron darse la mano.
Sor Genoveva estaba desconectada del mundo —no escuchaba la radio, no leía los periódicos—, y sólo estaba enterada de que una guerra mundial azotaba los cinco continentes. De vez en cuando la madre superiora las reunía para ponerlas al corriente de algo que estimase importante. Por ejemplo, las reunió el día en que se produjo el bombardeo del Vaticano y con ocasión de las rogativas por la paz solicitadas por el Papa. Sor Genoveva sabía de millones de muertos, de heridos y prisioneros, pero no hubiera podido recitar la lista de los principales beligerantes. Y lo que mayormente llamaba la atención de mosén Alberto era que las alusiones a la guerra la dejaban por completo indiferente. Para ella era aquello un mundo abstracto; en cambio, eran concretas las gracias que para tal o cual familia debía de pedir, a cambio de unas pequeñas limosnas o dádivas que recogía la madre superiora: «Para que mi hijo se cure». «Para que mi marido saque las oposiciones». «Para que mi esposa tenga un parto feliz». ¡Un parto feliz! Esto la aturullaba, pues sor Genoveva no se había contemplado jamás desnuda ante el espejo.
Mosén Alberto había ensayado con ella todas las probaturas imaginables. Sor Genoveva era la responsable de que en el convento entero de pronto se notara un aire enrarecido, de escrúpulos y de hondos problemas de conciencia.
Llegó un momento en que el caso de sor Genoveva desbordó a mosén Alberto y éste no tuvo más remedio que redactar un informe para la madre superiora y para el señor obispo, aconsejándoles que permitieran intervenir al doctor Andújar, hombre de fe, psiquiatra, acostumbrado a tratar enfermos del cuerpo y del alma.
El doctor Andújar entró en el convento. Hubiera querido visitar a la monja en su propia celda, pero esto no era siquiera imaginable. La visitó en el llamado recibidor, escueto y frío, con un Sagrado Corazón presidiendo, un retrato del Papa y un ramo de florecillas silvestres.
Con una paciencia infinita el doctor Andújar fue interrogando a sor Genoveva, arrancándole medias verdades. Porque la monja se resistía. ¡Un hombre, un médico! Temblaba ante la idea de que quisiera auscultarla o le ordenara quitarse el hábito. El doctor Andújar la tranquilizó. «De momento, no veo necesidad de nada de eso. No soy cirujano ni médico de cabecera. Mi profesión consiste en descubrir las causas de los sufrimientos del espíritu».
Poco a poco la paciente fue desembuchando pequeños detalles. De pronto, al oír de sus labios que acariciaba diariamente, largo rato, las cinco llagas del Cristo «expresivo y sangrante» —a Cefe le hubiera gustado ser su escultor—, el psiquiatra chascó los dedos, sin darse cuenta.
—¿Nota usted, sor Genoveva, algún consuelo al acariciar esas llagas?
—Sí… A veces… —Vaciló—. A veces todo lo contrario: me siento como si yo fuera también responsable.
—Ese consuelo… ¿es muy profundo? ¿Casi podría compararse a una alegría interior?
—Pues, casi… Y es entonces cuando me miro las manos para ver si me han brotado llagas también a mí.
—¿Y el rostro de Cristo…?
Sor Genoveva miró al suelo.
—Cuando veo la corona de espinas le amo con toda mi alma. Es algo… hermoso e inexplicable.
—¿Encuentra usted hermosa la sensación que experimenta, o encuentra hermoso el rostro de Cristo, el Ecce Homo?
Sor Genoveva vaciló de nuevo.
—Las dos cosas a la vez…
Inesperadamente, el doctor Andújar señaló con el índice la imagen del Sagrado Corazón del recibidor.
—Y esta imagen, ¿la conmueve a usted?
—¿Conmover…? No sabría decirle. Creo que no —sor Genoveva se colocó a la defensiva—. ¡Dios mío, me obliga usted a decir barbaridades!
—Cálmese, por favor. Si me equivoco, dígamelo. Según la madre superiora, ante el Sagrario no llega usted nunca a un estado previo al éxtasis…
Ella asintió con la cabeza, lentamente.
—Es verdad. Esto sólo me ocurre ante el Cristo sangrante que tenemos en el altar.
Una chispa iluminó el cerebro del doctor Andújar. Había visitado otras monjas, aunque no de clausura. Tuvo la sospecha de que sor Genoveva, sin saberlo, estaba enamorada físicamente de Cristo. Le preguntó si en alguna ocasión, mientras rezaba, le había visto alto, esbelto, resplandeciente, con una túnica blanca hasta los pies.
—¡Sí, sí! ¡Muchas veces! Sobre todo, cuando me despierto durante la noche y cuando, al lavarme la cara, cierro los ojos y me los aprieto con los dedos.
—Ese Cristo alto y con túnica blanca que usted ve, ¿podría compararse a la figura de Pío XII?
—¡No, no! ¡De ningún modo! —sor Genoveva alzó un poco la voz—. El Papa es el Santo Padre, el Sumo Pontífice, pero es un hombre… A quien yo veo es a Cristo, el hijo de Dios —marcó una pausa, como si reflexionase—. Y es entonces cuando paso del gozo inexplicable a ese tormento que es difícil soportar.
El doctor Andújar tuvo la impresión de que se encontraba ante un ser humano gravemente enfermo, al que no le costaba nada mantener los votos de obediencia y pobreza, pero al que costaba mucho mantener la castidad. Era muy posible que sor Genoveva, al acariciar a Cristo, llegara al orgasmo, palabra que posiblemente la monja no había oído jamás. Durante la primera guerra mundial se habían hecho experimentos al respecto, en conventos de clausura y algunos médicos llegaron a conclusiones similares. La masturbación de los seminaristas era un precedente. El enamoramiento de las monjas por el sacerdote de turno, otro. Estudiando la historia de los papas del Renacimiento se encontraban ejemplos paralelos. Etcétera.