—Sin la imaginación latina, ya me explicaréis —comentó Julio—. Los alemanes, por sí solos, son unos bárbaros.
Discutieron un poco sobre la discriminación racial en los Estados Unidos. «Una cosa es —terció Amparo— defender a distancia, desde Europa, los derechos de los negros, y otra cosa es convivir con ellos, tenerlos al lado, verlos cocinar, comer e ir al lavabo. Apestan, ésta es la palabra. Yo no les podría soportar… Por eso, Julio tuvo la delicadeza de ganar el dinero suficiente para poder estar en un hotel de lujo».
Olga refunfuñó. En nombre del socialismo, no lo veía claro. Pero se calló al oír que Julio decía:
—Amparo tiene razón.
No podía faltar una carta firmada por los cuatro y dirigida a los Alvear. Los cuatro sabían ya que Ignacio ejercía de abogado y que Mateo había regresado de Rusia con una herida «un poco grave». ¿Un poco grave? ¿Qué podía ser? ¿Afectaría a algún órgano vital?
—Claro, claro… —sugirió David—. Una cosa es jugar con yugos y flechas y otra cosa es ponerse a tiro de los tanques soviéticos.
Julio intentó convencer a David para que ingresara en la masonería. «No corres ningún riesgo y las ventajas son innumerables, como personalmente he tenido ocasión de comprobar». David se negó. Quería conservar su independencia. Incluso a veces se arrepentía de haberse casado con Olga, porque ello le restaba un cincuenta por ciento de libertad individual.
—Cometes un error… —le dijo Julio, con un vaso de whisky en la mano—. ¿Sabes quién está llevando las riendas y ganando esta guerra? Los masones. Hay que mirar siempre detrás del telón. No pienses que la ganan los militares, sino, desde un despacho, los masones —marcó una pausa—. De modo que los curas tenían razón…
Los cuatro salieron y se fueron a dar un paseo. Al llegar frente a la Casa Blanca, Julio se quitó el sombrero y murmuró:
chapeau
… David y Olga levantaron el puño izquierdo y dijeron: «Salud».
* * *
José Alvear mantenía otro tipo de diálogo. Había abandonado París, aunque no a su hermosa Nati y se encontraba de nuevo en Perpiñán. En las cercanías de la capital francesa había hecho volar, junto con un grupo de selectos anarquistas, un convoy ferroviario alemán y un par de puentes estratégicos. Las SS no pudieron con él. Se escondía en lugares inverosímiles, como la tortuga Berta de Julio en el piso de éste en Gerona. Ahora preparaba un golpe de mano «en algún lugar del Pirineo español». No se trataba de declarar la guerra a Franco, pero sí de alertarle de que el enemigo no había muerto.
—Nuestro objetivo va a ser doble, y de acuerdo con nuestra psique, palabreja que gracias a Nati tampoco sé lo que significa… Vamos a penetrar en España por la zona de Banyuls-sur-mer y matar en Agullana al cura y a la guarnición de la guardia civil —Desplegó un papel y continuó—: Aquí están todos los detalles del golpe, que sin duda saldrá bien porque el barrigudo Gorki no intervendrá en él para nada…
El golpe salió regular. Doce hombres en total penetraron, en efecto, hasta el pueblo de Agullana y mataron por sorpresa al cura y a tres números de la guardia civil. Pero, como por encanto, en el acto los alrededores del pueblo se poblaron de tricornios y de algunos miembros de la brigadilla Diéguez que se encontraban concentrados en Figueras. También intervino el sustituto del coronel Triguero, es decir, el coronel Bermúdez. Bloquearon casi todos los pasos y sólo pudieron salvarse y regresar a Francia, José Alvear y dos de sus acompañantes. Los demás murieron en la refriega, excepto un tal Melitón, que cayó prisionero. El comisario Diéguez había dado la orden. «A ser posible, un prisionero vivo y coleando».
Antes de que don Eusebio Ferrándiz, el solitario jefe de policía que tantos escrúpulos sentía en el ejercicio de su profesión, se enterara con exactitud de lo que había sucedido, el comisario Diéguez había obrado ya por su cuenta. Sometió a Melitón a un despiadado interrogatorio en la comisaría de Figueras, pegándole con una porra de goma. Melitón, bajito y fibroso como un insecto, se mantenía en sus trece: fue un golpe de mano aislado, concebido por un piquete autónomo, cuyo cabecilla se llamaba José Alvear. Todos eran anarquistas, es decir, contrarios a cualquier régimen establecido. José Alvear les hablaba siempre de la «revolución universal» y debía de ser conocido en Gerona, donde tenía familia y donde estuvo poco antes de la guerra civil.
Melitón, exhausto y con los labios ensangrentados, no pudo pronunciar una palabra más. Se desmayó, se cayó redondo al suelo. Al verlo, el comisario Diéguez se sacó la pistola y la hizo voltear entre sus dedos. Su intención hubiera sido rematar al detenido, sin más. Pero acto seguido tuvo presente que aquello no era de su incumbencia. Sería un delito grave, de consecuencias imprevisibles para él. Decidió poner todo aquello en conocimiento de don Eusebio Ferrándiz, jefe de policía y del camarada Montaraz, quienes se personaron sin tardanza en Figueras para hacerse cargo de la situación.
Ambos felicitaron al comisario, que por una vez no llevaba el clavel blanco en la solapa. «Misión cumplida», dijo él, saludando. Se acordó dar sepultura en la propia Agullana al cura y a los tres guardia civiles, ya que trasladarlos a sus puestos de origen hubiese provocado demasiado revuelo entre la población. Los cuerpos de los ocho anarquistas muertos fueron enterrados en una fosa anexa al cementerio, previo registro que resultó inútil, puesto que no encontraron en ellos ningún papel, a no ser un retrato de mujer en el bolsillo del más joven. Se levantó acta de todo lo acontecido. Y en cuanto a Melitón, el detenido, fue trasladado a la cárcel de Gerona, a la enfermería, con la intención de sonsacarle algo más de lo que entonces había declarado.
El camarada Montaraz presidió los dos entierros y se sorprendió a sí mismo al no experimentar ninguna emoción especial. Por lo visto en la guerra y en la inmediata posguerra se había familiarizado con la muerte. En cambio, don Eusebio Ferrándiz, ante aquellos cuerpos yertos —de un lado y del otro—, no pudo menos que recordar el cadáver de su hija y preguntarse por qué en el mundo las cosas ocurrían así y no de otro modo.
De regreso a Gerona, con Melitón, maltrecho, en una furgoneta, contemplaron el precioso paisaje del Alto Ampurdán. La gran llanura entre el Pirineo y la Costa Brava. Mes de marzo. El cielo estaba despejado. El viento soplaba fuerte e inclinaba los cañaverales. Era el atardecer. Se veían campesinos volviendo a sus masías y pueblos, con aspecto relajado. Una vez más el camarada Montaraz lamentó no tener tiempo para salir de caza por ahí, por los montes, a través de los cuales se había infiltrado el comando anarquista.
En Gerona el detenido fue alojado en la enfermería de la cárcel, ante la curiosidad de los demás detenidos. ¡Había conservado la boina! Debía de ser un amuleto para él. Fue llamado un capitán médico para que hiciera su diagnóstico. Magulladuras, ninguna grave. Entonces el camarada Montaraz dejó pasar veinticuatro horas, dándole a Mateo la orden de no publicar nada en
Amanecer
. Se alertó al general, quien encendió su cachimba y contempló el mapa de la provincia. «Agullana…», murmuró, y clavó una banderita. «¿A qué viene esto?», le preguntó doña Cecilia… «No me lo preguntes. Ojalá sea la última banderita que tenga que clavar».
Cuando, al día siguiente, don Eusebio Ferrándiz y el camarada Montaraz se convencieron de que Melitón era un infeliz, la cola del comando y que no se podría sonsacar nada más de él, obtuvieron el permiso para fusilarle después de brevísimos trámites. Mosén Falcó acudió a la cabecera de Melitón por si éste deseaba auxilios espirituales. Melitón, con mucho esparadrapo en la boca, barbotó: «Dejadme en paz». Listo, pues, la ejecución tuvo lugar al alba en el cementerio. La luz era incierta, como la conciencia de don Eusebio Ferrándiz, enemigo acérrimo de cualquier tipo de tortura para hacer «cantar». El pelotón estaba formado por soldados, todos voluntarios excepto uno al que le tocó por sorteo.
Éste disparó al aire. Era un muchacho de la provincia de Segovia, que lo que quería era echarse novia y casarse.
La masa de la población no se enteró siquiera de lo que acababa de ocurrir, excepto en la comarca del Alto Ampurdán. En Gerona, sólo unos cuantos, entre los que figuraban Mateo, Manolo y Esther, Ignacio y los reclutas cuarteleros, lo que significaba que se enteró también la Andaluza.
Manolo y Esther concedieron suma importancia al hecho. Sin duda, y a semejanza del general, comprendieron que aquélla era la primera gota de un grifo que acaso empezara a chorrear. En resumidas cuentas, se había cumplido el objetivo de José Alvear: advertir que «el enemigo continuaba vivo y en estado de vigilia». Cuanto más avanzara la guerra —si se confirmaba que los aliados desembarcarían en Sicilia—, más «partisanos» harían su aparición. Nadie, excepto, quizá, Julio, se conformaba con el destierro perpetuo. Millares y millares de exiliados aguardaban el momento de regresar. El año 1939 habían perdido toda esperanza; ahora la contienda mundial había dado un vuelco y pocos eran los que suponían que al término de la misma Franco podría mantenerse en el poder. «Lo normal es que a él y a los suyos les den una patada y se vayan a hacer gárgaras».
Ignacio se enteró de que el jefe del comando se llamaba José Alvear. No pudo reprimir un sentimiento casi de admiración, al que pronto siguió otro de repugnancia. En cuanto a Matías, comentó en el Nacional: «Mi sobrino es un loco, pero por lo visto son los locos quienes hacen la historia».
* * *
Francia, 8 de abril de 1943.
Querida familia: Estuve muy cerca de donde vosotros os encontráis y me hubiera gustado pasar a daros un golpecito en la espaldas. Pero unos aficionados al tiro al blanco me lo impidieron y tuve que regresar a casa con el falo entre las piernas. Yo estoy bien, sin un rasguño y Nati mirándome como si menda fuera Napoleón. Nos quedaremos por esta zona marítima, aprovechando que la primavera está cerca. A menudo saldremos a pescar. Mi propósito es pescar un tiburón y luego irme con Nati a Montecarlo a comerme la ruleta. No puedo daros señas concretas, porque no las tengo. Pero en fin, la cosa se ha animado, y se animará todavía mucho más. Contad conmigo ahora y siempre que os haga falta.
JOSÉ ALVEAR
* * *
Ezequiel, el del Fotomatón barcelonés que escondió en su domicilio a mosén Francisco y a Marta, y que saludaba siempre con nombres de películas —últimamente,
Loca por la música
, de Diana Durbin—, pasó unos días en Gerona, en casa de sus amigos Charo y Gaspar Ley, quienes le colmaron de atenciones. Ezequiel era también caricaturista y los caricaturistas le sacaban siempre punta a cualquier situación.
Ignacio, al enterarse, fue inmediatamente a verle.
—¡Ezequiel…!
—¡Ignacio!
—¿Cuántos días vas a estar aquí?
—Hasta que me echen…
Charo intervino, sonriendo:
—Pues, hasta que termine la guerra mundial…
Entonces Ignacio tuvo un ademán entusiasta.
—Pues vendrás a almorzar a casa. Quiero que conozcas a mi familia.
Ezequiel estaba al corriente de la ejecutoria de Ignacio, a través de Ana María. Le felicitó. Lo único que le echó en cara —él era hombre de lenguaje directo—, que no hiciera las paces con Marta.
—Te casarás con Ana María, de acuerdo Pero no es motivo para que tú y Marta no os saludéis siquiera. En una ciudad pequeña como Gerona ello debe ser una tortura.
—Lo es —admitió Ignacio, mudando de expresión—. ¿Pero qué hacer? ¿Quién le pone el cascabel al gato?
Ezequiel, como siempre, hizo con dos dedos la V de la victoria.
—Descuida… Yo me encargo de eso.
Ezequiel les trajo muchas noticias de Barcelona, que desde Gerona —y con sólo
La Vanguardia
como enlace— no se podían siquiera imaginar. Había miseria hasta en los tejados y de ahí que hubieran detenido a dos chavales por matar palomas con tiradores de goma. Habían reaparecido los viejos coches de caballos, porque faltaban taxis y el gasógeno —Matías llamaba gasógenos a las mujeres gordas—, no era ninguna solución. «El ayuntamiento ha fijado tarifas para los faetones a tracción animal, y también para los taxi-ciclo, que funcionan a pedales arrastrando una especie de bañera con cabida para dos personas. Los novios se han habituado a estos medios de transporte y lo pasan bárbaro viendo como sudan los demás». Había muchos
meublés
y los delincuentes comunes descubrieron un filón: atracarlos, aprovechándose del pánico que se apoderaba de las parejas, las cuales preferían darlo todo antes que salir en los periódicos. Muchas mujeres tenían hijos contra su voluntad y los abandonaban. «¡Reserva espiritual de Occidente! La policía hace gigantescas redadas de menesterosos y niños abandonados». Por lo demás, era la época del sobre. Con el sobre se conseguían muchas cosas. Los más fácilmente sobornables, al parecer, eran los inspectores de Hacienda, entre los que había muchos mutilados de guerra. En las esquinas se oía el sonsonete de los estraperlistas callejeros: «Vendo tabaco rubio con pena de muerte». «Vendo pan blanco con reclusión perpetua». Y a todo esto, el gobernador, camarada Correa Veglison, había decretado una semana «a la exaltación del boniato». Los viajantes y los comisionistas, si iban vestidos de Falange con el uniforme de gala impresionaban mucho a los comerciantes y tenían el pedido asegurado. Etcétera.
—¿Y los vieneses? —le preguntó Charo, quien ahora echaba de menos la vida de Barcelona.
—¡Oh, triunfo, triunfo!
Melodías del Danubio
,
Sueños de Viena
,
Todo por el corazón…
Se van renovando. Las vicetiples españolas nunca se ponen de acuerdo a la hora de levantar las piernas; las de los vieneses, sí. Además de la luminotecnia, hay incluso cuadros en los que se patina sobre hielo… ¡Triunfo, triunfo! A esto le llamo yo una revolución…
Ignacio le dijo a Ezequiel que el gobernador de Gerona, camarada Montaraz, había ido a Barcelona a ver una comedia de Tono y Mihura,
Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario
, y que manifestó haber salido del teatro oxigenado, rejuvenecido. «¡Ah, claro! —comentó Ezequiel—. Son dos humoristas de primera línea. Cataluña, y lamento decirlo, no ha tenido jamás humoristas de tanta calidad».
Noticia positiva: empezaba a haber mujeres en las universidades. La mayoría, filosofía y letras; pero también había surgido una notaría, algunos médicos y alguna dentista.