Los hombres lloran solos (34 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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En resumidas cuentas, lo que más importaba a Marta era la inyección moral que Paul Günther significaba para ella en todo cuanto atañese al curso de la guerra. Según él, lo del «arma secreta» no era ningún bulo, era la verdad. «También los aliados están trabajando en la suya —añadió—, pero creo que nosotros llegaremos antes. Por lo menos, eso dicen los astrólogos». Marta le preguntó: «¿Pero, es verdad que Hitler se deja influir por los astrólogos?». «No, no es verdad —contestó rotundamente Paul Günther—. Lo que sí es verdad es que es vegetariano y que les hace mucho caso a los curanderos. Desconfía de los médicos, que en Alemania han sido siempre liberales. Los curanderos, no. Mientras practican sus abluciones gritan ¡Heil Hitler! y esto encanta a nuestro Führer». Le habló también del gusto español por lucir uniforme. «Nuestro embajador en Madrid, Von Sthorer, me dijo un día que a los españoles les gustan los uniformes, siempre que sean multiformes».

Marta se quedó muy intrigada con el guiño malicioso del cónsul alemán al hablar de Ángel. ¿Qué ocurría? Paul Günther era un sabelotodo. Tal vez tuviera ocasión de comprobarlo en el baile que iba a dar el camarada Montaraz en el Gobierno Civil, al que ella estaba decidida a asistir. ¡Ah, las influencias de su reconciliación con Ignacio! Antes, Marta hubiera declinado la invitación. Llevaba años sin bailar. Seguramente lo haría con torpeza, ¡qué importaba! A ver si, entretanto, aprendía de Gracia Andújar cómo se bailaba el
swing
y también el tiroliro, ambos tan en boga como la Mariquita Pérez…

* * *

Estaba escrito que Marta no viviría para sustos. El 13 de marzo
Amanecer
publicó la noticia. Atentado frustrado contra Hitler. Un artefacto cebado, constituido por dos botellas de coñac, y cuya espita fracasó, había sido colocado en el avión personal del Führer, mientras éste regresaba de Smolensko. Se trataba de la
Operación Flash
. Autores, el coronel Treschow y el jefe de los conjurados, Schalahendorff. Ocho días después, en el museo de la guerra, en Berlín, el barón Von Gersdorff se propuso hacer saltar él mismo un artefacto contra Hitler, y también fracasó. «Hitler creyó más que nunca que la providencia estaba de su parte».

Marta se quedó anonadada. ¡Que los curanderos anduvieran prestos! Primero, la infiltración anarquista en Agullana; segundo, atentados contra el Führer. ¿Era aquello concebible un año antes? Le gustaría conocer la opinión de Mateo. Y tal vez, tal vez, la de Ángel, el hijo del gobernador.

* * *

Por fin el gran acontecimiento. Ignacio y Ana María se casarían el 12 de agosto, cumpleaños de la muchacha. «Veintidós años. Edad ideal». Ana María no puso ningún reparo a vivir en Gerona, sobre todo desde que visitó el piso que, gracias a la Torre de Babel, Ignacio había conseguido en la avenida del padre Claret y que contaba con ascensor. Un piso moderno, más bien pequeño, situado muy cerca de la plaza de Abastos y de los mayoristas de frutas. «Cuarto piso, Ana María, ya lo ves. Del ascensor no te fíes demasiado, porque con eso de las restricciones eléctricas se para un día sí y otro también».

Ana María, para prepararlo todo, se pasó unas semanas en Gerona, en casa de Gaspar Ley y Charo, sustituyendo a Ezequiel, quien se marchó saludando al grito de la película Agustina de Aragón. Charo se constituyó en el brazo derecho de Ana María; Esther, en su consejera «estética». Era preciso elegir los visillos, las lámparas, los muebles en general… Los regalos supondrían una buena ayuda, por supuesto; pero también un fajo de billetes que la madre de Ana María, a escondidas de don Rosendo Sarró, puso en las manos de su hija. Don Rosendo Sarró, que ya había «chaqueteado» hacía tiempo, si bien afirmando que no asistiría a la boda, a medida que ésta se acercaba y después de haber conocido a Matías y a Carmen Elgazu, quienes se desplazaron a Barcelona para hacer en regla la petición de mano de la muchacha, descendió del podio y accedió incluso a acompañar a su hija al altar.

Le costó mucho a don Rosendo Sarró «humillarse» hasta ese punto. Entre otras cosas, no podía olvidar que el bufete de Manolo en el que Ignacio trabajaba les había dado sopas con onda en aquel asunto de los hermanos Costa —edificación en predio ajeno—, y que ahora metían sus narices en varios negocios de subastas y, lo que era peor, en la exportación simulada de corcho de San Feliu de Guíxols a Inglaterra: en los barcos iban piedras en vez de tapones y si el barco sufría un tropiezo y se hundía —la guerra…—, cobraban el seguro.

Pero don Rosendo Sarró se dejó influir no sólo por su mujer, Leocadia y por su hija, sino por la magia personal —palabras textuales— de Matías. Matías le cayó bien; Carmen Elgazu, mal. «El clásico matrimonio —comentó luego—. Él, chistoso, ella, una comesantos». Matías se presentó en el piso de don Rosendo Sarró con un traje impecable y su sombrero de siempre, ligeramente ladeado. Liando los cigarrillos con papel de fumar elaborado en Alcoy. Con voz algo ronca, pero con adjetivos como latigazos. Sin complejos de ninguna clase. De igual a igual. No se dejó deslumbrar ni por las alfombras persas, ni por los libros comprados a metros, ni por los cuadros comprados a artistas famosos, ni por varias esculturas vanguardistas, carísimas, al parecer y que Matías en su mente calificó de hierros retorcidos.

—Ignacio es un buen hombre —dijo el padre del muchacho—. Ana María, según noticias, una excelente mujer. Los dos se quieren. ¿Por qué vamos a impedir que se casen?

Don Rosendo insinuó lo del nivel de vida a que Ana María estaba acostumbrada. Matías replicó:

—Vivirán en un cuarto piso. ¿Le parece poco nivel? Además, si no estoy mal informado, ahora acaba de aparecer el hongo milagroso, que me parece que se llama
fungus
, y que no sólo cura las dolencias del cuerpo sino también las del alma. Si se quieren e ingieren el hongo, ¿qué puede ocurrirles?

Lo del hongo milagroso era verdad y el propio Rosendo Sarró, que a veces notaba una opresión en el pecho —obesidad—, lo había tomado también, por lo que no pudo por menos que sonreír. Matías le ganó la partida a don Rosendo a costa de sus sonrisas. El padre de Ana María había preparado largos discursos, pero pronto se deshinchó. «Este hombre es más divertido que los hermanos Costa, que Gaspar Ley y que los contrabandistas portugueses con los que me entrevisté hace un par de meses. E Ignacio tiene buena pinta, no se puede negar».

Leocadia, su esposa, viendo el súbito cambio del monstruo sagrado se propuso tomar también el
fungus
para ahuyentar las pesadillas. ¡Vía libre…! Y sin el bochorno de la soledad. Don Rosendo tuvo un último gesto de orgullo y levantándose dijo: «Los detalles de la boda, fíjenlos ustedes como les parezca…» Y se fue a su despacho, donde tenía una vieja armadura que le había colocado un anticuario y donde pasó una hora aburriéndose soberanamente.

A medida que se precisaban los detalles, Leocadia iba entusiasmándose más y más, al comprobar la visión clara de las cosas que demostraba tener Ignacio. Finalmente acordaron casarse en la ermita de los Ángeles —viejo consejo de Manolo y Esther—, y celebrar el ágape de rigor en la torre de veraneo que los Sarró tenían en San Feliu de Guíxols. «Quién sabe —comentó Leocadia—. A lo mejor mi marido os presta su yate, que se llama Ana María, para hacer el viaje de bodas…» Los novios sonrieron. «Esto, ya se verá». Acordaron también que el sacerdote que bendijera su unión fuera mosén Alberto, «íntimo amigo de la familia Alvear».

—El banquete lo pagamos nosotros… Lo demás, ustedes. ¿Les parece correcto?

Matías e Ignacio asintieron. No sabían exactamente en qué consistía «lo demás». Pero Ignacio tenía sus ahorrillos.

—Lo que querríamos nosotros, y espero que Ana María estará de acuerdo, es evitar todo lujo… Nada de boda de campanillas. Las familias, los amigos íntimos y nadie más.

Leocadia, que tenía un bocio en el cuello que la afeaba mucho, asintió.

—De acuerdo, de acuerdo… Ana María ya me había advertido de ese detalle… —Luego añadió—: Nosotros también nos casamos modestamente.

Total, en menos de una hora quedó cancelada la entrevista. Carmen Elgazu radiaba de satisfacción. Leocadia se empeñó en enseñarles el piso, realmente confortable, faltándole acaso lo que se llamaba «el sello personal». Debía de parecerse a otros muchos pisos del rango de don Rosendo. ¡La alcoba conyugal! Un lecho altísimo, antiguo, lámparas modernas y teléfono a la cabecera de la cama. Carmen Elgazu advirtió que no había ningún crucifijo, ninguna imagen. Todo eran detalles prácticos. Los cuartos de baño, ideales: todo de mármol. La cocina era lo mejor, apta para los
gourmets
. «Nuestra cocina en Gerona sirve para las tortillas sin huevos», comentó Carmen Elgazu. Y Matías añadió: «Allí hemos festejado la semana de exaltación del boniato».

Ignacio, en efecto, se ganó de todas todas el aprecio de Leocadia. Todo lo que de él le había estado contando Ana María era verdad. No sólo la mente clara sino los ojos puros, de un brillo negro que parecía aprehender las cosas. Ni un gramo de grasa: merced a Moncho practicaba deportes de invierno y, de un tiempo a esta parte, un poco de gimnasia. Tal vez fumara demasiado; en esto había salido a su padre. Pero Ana María fumaba también. Leocadia no supo nunca succionar con gracia el pitillo y sacar el humo; en realidad, Leocadia sabía hacer pocas cosas, excepto querer a Ana María más que a sí misma.

Ana María se dio cuenta de lo que ocurría con su madre y quiso que sacaran de ella buena impresión.

—¿Te acuerdas, Ignacio, de aquel balón azul de la playa acotada de San Feliu? Me lo compró mi madre…

—¡Claro que me acuerdo! —e Ignacio miró a Leocadia con gratitud—. Ahí empezó todo. Sin el balón azul, y sin los dos moñitos uno a cada lado, a lo mejor ahora te casarías con un agente de cambio y bolsa…

Leocadia sonrió. La familia Alvear le gustaba. ¿Cuándo conocería a Pilar? ¿Cómo? ¿Esperaba otro hijo? «Eso es buena señal. Eso significa que dentro de poco me convertiré en una joven abuela…»

* * *

La ermita de los Ángeles estaba situada a unos diez kilómetros de Gerona, encima de una colina desde la cual se divisaba un soberbio paisaje. En honor de la pareja se despertó una ligera brisa, que hacía soportable el calor. Mosén Alberto escribió una «Alabanza al Creador» diciendo que, según una leyenda muy antigua, san Pablo había pernoctado en aquel monte. Nadie se lo creyó, pero él dijo: «Esas cosas siempre inspiran piedad».

Don Rosendo Sarró pensó que las dos familias quedarían perfectamente delimitadas, en virtud de los trajes y los sombreros que unos y otros llevarían, y acertó. Los Sarró y amigos —algunos banqueros, algunos industriales, etc.— se vistieron con elegancia sin que ello se notase; los Alvear y amigos, excepto Manolo y Esther, aparecieron endomingados. Paz Alvear, por ejemplo, llevaba el sombrero más espectacular de la reunión y Carmen Elgazu unos tacones altísimos, que casi la hacían cojear. Adela, la mujer de Marcos, se colocó en la cabeza una pamela «aristócrata», según ella y, por supuesto, miró a Ana María como si quisiera fulminarla. «Ya no te veré más», le había dicho a Ignacio una semana antes. Ignacio sonrió, titubeó unos instantes y no contestó nada.

Ceremonia sencilla. Carmen Elgazu acompañó a Ignacio al altar, tambaleándose un poco por los dichosos tacones. Ignacio se quedó solo en el presbiterio, pero vuelto hacia los invitados y sonriendo, en espera de la novia, que no tardó en llegar, del brazo de su padre. Ana María lucía un blanco inmaculado, que inspiró a Cefe, escondido en un rincón, una acuarela romántica. Tres doctores, por si fallaba algún corazón: el doctor Andújar, el doctor Morell y Moncho. Eva llevaba un vestido rarísimo, que hubiera podido ser tirolés, como el sombrero que a veces usaba Manolo. El fotógrafo del grupo sería Ángel, quien garantizó que las fotos saldrían en color. El organista del Mercadal, un hombre con cara de sacristán y manos de marfil, tocó la
Marcha nupcial
y se suponía que alegraría la ceremonia. Algunos campesinos de las masías próximas habían acudido movidos por la curiosidad, al ver la caravana de coches que subía hacia la ermita. Se quedaron en la puerta de entrada, pues los bancos estaban repletos.

Todo salió a pedir de boca. Mosén Alberto pronunció una homilía sobria, escueta, acorde con su manera de hacer desde que terminó la guerra civil. Matías temió por un momento que hablara del matrimonio como una cruz, porque recordó que en su boda el cura así lo hizo; todo lo contrario. El matrimonio era un gozo, una esperanza, una plenitud y los nuevos esposos deberían amarse como Cristo amaba a su Iglesia. En el momento de intercambiarse los anillos los novios se comportaron con absoluta naturalidad. En el momento de la bendición —«yo os declaro marido y mujer»—, un escalofrío recorrió la espina dorsal de la concurrencia. En aquel momento don Rosendo tosió, pero nadie se dio cuenta. Marcos, Galindo y Grote, los contertulios del café Nacional, se pasaron todo el rato embobados, como si acabara de tocarles la lotería.

A la salida, aplausos, vivas y granitos de arroz. Y besos en las mejillas. Y abrazos de buena voluntad. Ana María lloraba. Al abrazar a su padre y a su madre lloró. Pero era feliz. Para Ignacio, uno de los momentos más emotivos fue cuando apareció frente a él
Cacerola
. «¡Canalla, mujeriego!», le dijo Ignacio, abrazándole. «Mujeriego, tú… —replicó
Cacerola
—. Yo, ya sabes, mi novia es invidente. Si ya fuera mi mujer hubiera venido ella también».

* * *

El ágape en el chalet de don Rosendo en San Feliu de Guíxols transcurrió bajo el signo del calor. «¿A quién se le ocurre casarse el doce de agosto?». «Es el cumpleaños de mi novia…» «¡Pues haber nacido antes o después!». Eran gotitas sin malicia en medio de un mar de bienestar. Desde el chalet se veía el yate de don Rosendo y corrió la voz de que los novios harían con él el viaje de bodas. «¡Sí, ésa era nuestra intención! —aclaró Ignacio—. Pero pensando en los submarinos ingleses y alemanes hemos preferido Madrid». Tres violines tocaban piezas melódicas. Cumplimentando a Carmen Elgazu, sonaron dos tangos de Carlos Gardel, de cuya vida estaban haciendo una película. El primero de ellos: «Esta noche me emborracho yo…», fue aplaudido por Marcos, quien había bebido más de la cuenta. El menú lo trajeron del hotel Miramar, de San Feliu de Guíxols y fue excelente; los cigarros habanos corrían a cargo de Matías, quien al ver las volutas de humo se sintió absolutamente satisfecho.

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