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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (5 page)

BOOK: Los hornos de Hitler
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—Pero, doctor Osvath, ¿qué tiene esto que ver con mi esposo? Perdone mi impaciencia, no quiero ser mal educada, pero dígame, ¿sabe usted algo de mi esposo? —Para entonces era tal mi inquietud, que me sentía desesperada.

Al doctor Osvath no pareció gustarle que le hubiera interrumpido. Cambiando el tono de su voz, me dijo:

—Puedo ver que está usted muy impaciente, así que despacharemos este asunto con rapidez. Sucede que he averiguado que el doctor Lengyel está en las oficinas de la
Gestapo
donde está registrado como enemigo del «
Tercer Reich
», y mientras tanto, usted y yo debemos arreglar un asunto. Usted debe firmarme estos documentos. —Y con esto me entregó unos papeles escritos a máquina.

Con impaciencia, empecé a leer los papeles. Al irme enterando de su contenido, mi asombro y disgusto iban creciendo Los documentos habían sido redactados cuidadosamente por el abogado del doctor Osvath. En uno de ellos se especificaba que nuestro hospital y nuestra casa le habían sido rentados al doctor Osvath. En el otro, se especificaba que dichas propiedades le habían sido vendidas. En el primer contrato se decía que yo había recibido el equivalente a las rentas por adelantado, y en el segundo se especificaba que yo ya había recibido el importe de dichas ventas, en efectivo. Adjunto a los contratos venían sendos recibos en los cuales especificaba yo haber recibido ya el importe de los mismos. Sentí cómo la sangre me subía a la cabeza. De pronto recordé las palabras del Mayor alemán acerca de Osvath, que estuvo viviendo en mi casa. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza para dominar mi furia y mis emociones.

—Doctor Osvath —empecé a decirle—, no encuentro las palabras apropiadas para…

Pero el doctor Osvath me interrumpió:

—No hay necesidad de que usted diga nada, señora Lengyel, entiendo cómo debe sentirse. Pero usted también debe hacerse cargo de mi situación. En caso de una victoria alemana, no tengo preocupaciones por mi futuro, ya que de acuerdo con la teoría nazi, si los alemanes convierten el hospital del doctor Lengyel en hospital del Estado, yo seré su Director. He trabajado duro toda mi vida, y he adquirido una buena práctica en la medicina. Es verdad que todo esto se lo debo mayormente al doctor Lengyel. Pero imagínese usted cuántos años tendría que trabajar para llegar a tener un hospital o una casa como la suya. ¡Cuánto tendría que luchar para llegar a reunir lo suficiente para comprar el instrumental quirúrgico y los enseres! En circunstancias normales, probablemente nunca podría llegar a tenerlo. Pero afortunadamente, pasamos por tiempos anormales, y puedo aprovecharlos. ¡Ésta es la oportunidad de mi vida! Con sólo usted firmar estos papeles, yo me convertiré en el propietario de todo y lo podría probar en caso de una victoria aliada.

Diciendo lo anterior, colocó la pluma fuente junto a los papeles, frente a mí, y en un tono malicioso añadió:

—¿No le parece que soy un hombre listo?

La escena que acababa de ocurrir, parecía parte de un drama barato actuado por un pésimo actor. Las frases dichas por Osvath me sonaban torpes y carentes de naturalidad. Miré fijamente a Osvath, y dudé por un segundo, después, recobrando mi compostura, le dije:

—La persona que me pida que firme estos contratos, ciertamente necesita ser algo más que listo —le dije, acentuando la palabra «algo más».

Amenazándome con visible disgusto, me respondió:

—Le sugiero que no me ofenda.

—No estoy tratando de ofenderle, doctor, le estoy diciendo la verdad.

—¡Firme esos contratos! —Me ordenó con la furia reflejada en el rostro.

—Se dará cuenta, doctor, que el firmar estos papeles es una responsabilidad muy grande, que no puedo asumir yo sola, tengo que esperar a que regrese mi esposo para poderlo hacer.

—Si no firma… —dijo sacando una Luger alemana de su bolsillo…

—Si no firmo, ¿qué? —le contesté, fingiendo una calma que no sentía.

—Si no firma… nunca volverá a ver a su esposo… porque usted se suicidará aquí mismo, en esta oficina.

—Puede usted asesinarme, doctor Osvath, pero eso no le hará el propietario del hospital o de mi casa. ¡Recuerde que no es usted mi heredero!

Por la expresión de su cara, pude darme cuenta que comprendió perfectamente el significado de mis palabras, y que no le convenía matarme. En este preciso instante, se oyó el ulular de las sirenas que anunciaban bombardeo, advirtiendo a las gentes que se refugiaran en los sótanos. ¡Los aviones Aliados volaban sobre la ciudad! pronto oímos los pasos apresurados de las gentes corriendo por los corredores.

No pude reprimir una sonrisa plena de satisfacción. El ejército libertador se acercaba cada vez más a Hungría, y estos ataques por aire se repetían varias veces al día. Los aviones Aliados volaban sobre el país con frecuencia, bombardeando importantes puntos. Con una poca de suerte, los libertadores se encontrarían en territorio húngaro muy pronto… ¡Nada más necesitábamos un poco de suerte… y un poco de tiempo…!

Osvath estaba visiblemente nervioso:

—Firme los contratos, y nos iremos a refugiar a los sótanos.

—No tengo miedo, doctor Osvath —le dije.

En realidad no podía haber sonado música más agradable a mis oídos, ni el ataque podía haber sucedido en mejor momento. Y con verdadera calma, le pregunté:

—¿Por qué necesita usted dos contratos, doctor Osvath? ¿No sería suficiente que le firmara el que especifica que le he rentado el hospital?

—¡No! He calculado cuidadosamente todas las eventualidades que pudieran presentarse, y redactado ambos contratos junto con mi abogado. El futuro decidirá cuál de los dos contratos servirá mejor a mis propósitos, si el de la renta o el de la venta. Si los Aliados ganan la guerra, alguno de estos contratos probará que he operado dentro de la ley y no he cometido nada delictivo. ¡Y nadie podrá comprobar lo contrario!

—¿No se le ha ocurrido pensar, doctor Osvath, que en caso de una victoria por parte de los Aliados, yo tendría algo que declarar acerca de la forma en que mi firma fue puesta al calce de estos contratos? ¡El hecho de que existan dos contratos, es prueba suficiente contra usted!

—No habrá más que un contrato del que las autoridades tendrán conocimiento a su tiempo. Y usted no tendrá oportunidad de hacer ninguna declaración en contra mía, porque ninguno, absolutamente ninguno de ustedes estará aquí presente.

Entonces comprendí que detrás de las aparentes francas explicaciones se ocultaba un plan cruelmente calculado. El doctor Osvath tenía que haber trabajado con los alemanes, ya que sabía que el doctor Lengyel, por ser un enemigo del
Tercer Reich
estaba fichado en la
Gestapo
y por lo tanto, no se podía escapar de sus garras. Calculaba que debido a esto el doctor Lengyel y toda su familia sería eliminada, y lo que él quería era sacar una ventaja personal de esta situación en caso de una victoria alemana o de los Aliados. Esforzándome por librar a mi esposo de la
Gestapo
, le dije:

—Si mi esposo regresa, probablemente firme los contratos.

—¡Es usted una necia! —me gritó Osvath con furia—. ¿No se da cuenta que la vida de toda su familia está comprometida?

Después, con un violento movimiento levantó el teléfono y llamó al cuartel general de la
Gestapo
pidiendo hablar con el jefe. Las esperanzas que todavía tenía de que Osvath trataba de amedrentarme, se esfumaron. Pronto, la voz del Director de la
Gestapo
se dejó oír al otro lado de la línea.

—¿Está el doctor Lengyel ahí?… ¡Si no vuelvo a llamar dentro de cinco minutos, por favor ejecuten sus planes! —Le dijo Osvath.

Comprendí entonces que me encontraba en una ratonera. Tenía que firmar los contratos. ¡El poder de la «
Geheime Staats-polizei
»
Gestapo
, se igualaba únicamente al de Hitler, Himmler, Heydrich, Müller y Eichmann! Ni siquiera la Suprema Corte Alemana tenía el derecho de revocar sus decisiones. Aquellos que eran arrestados por los «Camisas Negras», no tenían derecho alguno, y podían considerarse condenados de antemano. Si antes había tenido la sensación de encontrarme envuelta en un remolino, ahora estaba segura que toda mi familia, junto conmigo se encontraba completamente perdida en éste. ¡Habíamos sido sentenciados! Tenía yo cinco minutos para tratar de salvar la vida de mi esposo. La
Gestapo
tenía el poder de la vida o de la muerte, y Osvath era su instrumento. Sin decir una sola palabra más tomé la pluma y firmé en aquellos sitios en que Osvath me indicó. Con este simple gesto, tiré por la borda todos nuestros ahorros, nuestro hospital, nuestra casa, en fin, todos nuestros bienes. Con un pequeño trazo de la pluma dejé a mi familia en la miseria. Nos habíamos convertido en mendigos, sin tener nada que pudiéramos llamar nuestro en el mundo. El trabajo de generaciones, producto del sudor de mis padres, de mi esposo y mío propio, se había esfumado en sólo unos segundos.

Después que firmé los contratos, Osvath llamó al Jefe de la
Gestapo
y además lo invitó a cenar «
gulasch
»
[16]
esa noche a su casa. Un plato de «
gulasch
» había sido el precio que Osvath pagó por nuestro hospital y nuestra casa.

El episodio con Osvath debería habernos prevenido para lo que nos esperaba. Sin embargo, no habíamos aquilatado qué tan sabiamente los alemanes y sus colaboradores habían trazado sus planes. Con minuciosidad tendían las trampas, pero esperaban cobrar una buena pieza por cada una de ellas.

Al siguiente día, Osvath nos mandó llamar a mi esposo y a mí a la oficina del doctor Lengyel, y que ahora le pertenecía. Con su acostumbrado cinismo, nos ordenó que a partir de esa fecha, deberíamos decir a todo el mundo que le habíamos vendido el hospital, y que ya habíamos recibido el importe correspondiente. También nos dijo que si oía alguna versión distinta al respecto, sabría que nadie más que nosotros podríamos haberla originado, y que no necesitaba recordarnos las consecuencias que sufriríamos por esto. Así que tuviéramos mucho cuidado con lo que hablábamos. Igualmente, Osvath le ordenó a mi esposo que le hiciera entrega de todas las llaves del hospital y de toda clase de documentos y papeles relacionados con el mismo. Además le advirtió al doctor Lengyel que no podría tomar una sola cosa del hospital, ni siquiera una jeringa hipodérmica. En caso de que se contravinieran sus órdenes, Osvath lo entregaría a las
SS
acusado de robo.

Miré con preocupación a mi marido. Las palabras vertidas por Osvath le hicieron hervir la sangre, notándolo en las venas de sus sienes que cada vez que se enojaba se le hinchaban. Me acerqué y le puse mi mano sobre su brazo para calmarlo. Le hice prometerme antes de esta entrevista que tenía que tomar con calma todo lo que Osvath hablara o hiciera.

Oyendo las amenazas de Osvath, llegué a pensar que no me encontraba bien del oído. Todos los acontecimientos que tuvieron lugar en esos días, me parecían parte de una horrible pesadilla, de la que esperaba que algún día pudiéramos despertar. Desgraciadamente, era una cruel realidad.

Después, Osvath se volvió hacia mí y me ordenó que empaquetara cuidadosamente todos los objetos de valor que poseíamos en nuestra casa. Las pinturas, la plata, las estatuillas, las porcelanas, los floreros y jarrones de cristal, las alfombras persas, las joyas y las pieles. Absolutamente todo. Esto debía ser hecho en tres días. Nos dijo también que iba ampliar el hospital, agregándole nuestra casa.

Después nos ordenó que fuéramos a casa de nuestro amigo, el doctor Zoltán Vass, y les dijéramos a él y a su esposa Olly, quienes vivían en una casa contigua al hospital, que dentro de dos semanas tenían que desalojar su casa.

—¿Pero adónde va a vivir el doctor Vass con su familia? —pregunté con indignación.

—No me importa en lo más mínimo dónde van a vivir ellos o ustedes o sus familiares. Estoy seguro que no tendrán dificultad en encontrar alguna vivienda en las afueras de la ciudad, donde habitan los gitanos —respondió Osvath.

Nos disponíamos a salir del cuarto, cuando Osvath nos detuvo:

—Se me olvidaba, tienen dos días para sacar del hospital a esos vejestorios. —Y nombró los números de los cuartos que ocupaban mi padre y mi padrino.

—¡Uno de ellos es mi padre, y el otro fue profesor de usted en la Universidad! Debería usted tener más respeto hacia ellos. —Le dije, sintiéndome profundamente enojada.

—Ya le dije antes, señora Lengyel, que en estos días no hay lugar para sentimentalismos. Solamente un tonto no sacaría ventajas de las circunstancias. ¡Y como usted bien sabe, yo no soy un tonto!

Con la cara súbitamente enrojecida, el doctor Lengyel se acercó al escritorio donde Osvath estaba sentado.

—¡Doctor Osvath…! —empezó con voz amenazante. Antes que él pudiera seguir, ya estaba yo a su lado recordándole que cualquier cosa que hiciera o dijera a Osvath, destruiría a toda nuestra familia. Difícil tarea la mía, de sacarlo del cuarto sin dejar que Osvath recibiese su merecido. Pero vivíamos en tiempos difíciles, teníamos que actuar con sobriedad y controlar nuestras emociones.

Ese mismo día tuve que desalojar mi oficina que ocupaba en el hospital. Y cuando quise entrar a mi casa a través de la puerta que conectaba ésta con la clínica, encontré que estaba cerrada. Poniendo un grueso candado, Osvath había mandado condenarla.

De ahí en adelante, los hechos se sucedieron con vertiginosa rapidez, hacia una dirección trágica. Osvath nos había dado sólo dos días de plazo para sacar a mi padre y a mi padrino del hospital, y teníamos que actuar con rapidez. Mi esposo llamó al profesor Hajnal para que nos ayudara a decidir qué podíamos hacer acerca de mi padrino. Debido a su condición física, necesitaba definitivamente cuidados que sólo le podían ser prodigados en un hospital. El doctor Hajnal demostró ser un tipo diferente de alumno al doctor Osvath, y tratando de ayudar, generosamente nos ofreció se internara a mi padrino en su clínica.

Al día siguiente nos tocó a nosotros y al doctor Hajnal la difícil tarea de comunicar a mi padrino la triste noticia de que tenía que ser llevado a otra clínica. Como no queríamos que supiera los verdaderos motivos que habían originado tal decisión, esto hacía nuestra tarea más difícil. Cuando finalmente le contamos que teníamos que mudarlo, mi padrino nos escuchó con asombro y se entristeció grandemente. Con un tono de amarga decepción en la voz, nos preguntó:

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