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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (7 page)

BOOK: Los hornos de Hitler
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La última vez que vi a mi padrino, se encontraba en su ataúd dentro de la capilla del antiguo e histórico cementerio en la calle de Petófi, bordeada a ambos lados de viejos árboles de acacia. Mi padrino estaba vestido de negro, rodeado por hermosas coronas de flores, su último homenaje. Cerca de él, en una caja negra de terciopelo se encontraban sus condecoraciones, la Legión de Honor Francesa y otras de países extranjeros, así como las del gobierno húngaro. Mi madre colocó cerca del corazón de mi padrino un gran ramo de violetas que nosotros personalmente habíamos cortado en nuestro jardín esa mañana. Eran sus flores favoritas. Le miré largamente… ¡Cómo sufrió mi pobrecito padrino durante toda su vida! ¡Qué pena! No haber cumplido el último deseo de un gran hombre que siempre dedicó su vida a ayudar a otros y nunca pensó en sí mismo.

¡El hecho de que mi padrino fue lanzado de nuestro hospital durante los últimos días de su vida, y que fue privado de su deseo de estar con nosotros a la hora de su muerte, siempre pesaría sobre la conciencia de Osvath! Mi corazón estaba lleno de tristeza. Poco antes de salir de la capilla, la hermana Esther me dijo que había visto a mi padrino el mismo día que murió. Estaba muy preocupado por nuestro futuro e hizo que la hermana Esther le prometiera que ella y las demás hermanas no nos abandonarían nunca. ¡La hermana me dijo que tanto ella como las otras hermanas consideraban esta promesa como una sagrada obligación!

El funeral del profesor Elfer se hizo de acuerdo con sus deseos. Fue tan sencillo como su vida. No hubo discursos, solamente algunos de sus amigos le dijeron adiós. Cuando mi madre, mi esposo y yo nos alejamos del cementerio, sentimos que habíamos dejado una gran parte de nuestros corazones, una gran parte de nosotros mismos sepultada en ese pequeño pedazo de tierra que era la tumba de mi padrino. ¡Padrino querido, descansa en paz!

A la gente le extrañó que hubiera yo mandado erigir un monumento en la tumba de mi padrino 24 horas después de su entierro. ¿Cómo podía explicarles que hacía tal cosa porque presentía algo fatal? Sabía muy bien que el profesor Elfer no tenía a nadie más que nosotros para cuidarle cuando estaba vivo, que no había quien le erigiera un monumento después de su muerte. Quería dejar terminada la tumba de mi padrino para cuando nosotros no estuviéramos aquí para cuidarla.

El profesor Elfer deseaba que se colocara una sencilla cruz a la cabecera de su tumba. Traté de arreglar todo a la medida de sus deseos, y en la forma que él lo merecía. Di órdenes para que su tumba fuera cubierta completamente de mármol y que le fueran colocadas urnas a los lados para poner flores. En la cabecera, fue puesta una cruz de mármol negro con su nombre, y con la inscripción que fue el lema de su vida: «
¡Nihil sine Deo!
». «Nada Sin Dios».

Al ordenar el monumento, pagué la mitad y entregué a la hermana Esther la otra mitad, y le pedí que cuando el trabajo estuviera terminado, comprobara que éste había sido hecho de acuerdo con mis instrucciones. ¡Qué justificados resultaron mis presentimientos! Cuando el monumento estuvo terminado algunas semanas después, nunca pudimos verlo, pues ya nos encontrábamos en nuestra jornada hacia la muerte.

La situación en Cluj se hacía más y más tirante. Surgieron varias epidemias y las enfermedades se extendieron amenazantes sobre la ciudad. Las autoridades, alarmadas, tomaron medidas precautorias y dividieron la ciudad en zonas. Un médico fue designado para cada zona como responsable sanitario y al doctor Lengyel le encomendaron una de estas secciones. Los médicos tenían que enviar los reportes sanitarios de sus zonas al doctor Konczwald, médico en Jefe de la Policía, nombrado para este puesto poco después de la ocupación alemana en Hungría.

Recuerdo, que la primera vez que oí mencionar el nombre del nuevo médico en jefe de la policía, fue en la sala de preparación del hospital, donde se reunían los doctores a hablar con el doctor Lengyel. Al oír este nombre, me dirigí al doctor Dory, profesor auxiliar de la Universidad, y le pregunté:

—Doctor Konczwald… doctor Konczwald… Éste no es un nombre húngaro. ¿Es Konczwald alemán?

—Él habla húngaro perfectamente, pero tiene usted razón. Él es un «
svab
» —dijo el doctor Dory—, y debe haber hecho méritos con los alemanes para haber sido nombrado en un puesto tan importante.

Cuando el doctor Lengyel fue nombrado médico responsable sanitario de una zona, todavía vivíamos en nuestra casa, pero no olvidábamos que Osvath era nuestro enemigo. Por algún tiempo, debido a ciertos detalles nos dimos cuenta que nosotros y las personas que entraban a nuestra casa, éramos vigilados por las
SS
Los alemanes sabían muy bien que se estaba organizando la resistencia en Hungría y trataban de averiguar quiénes eran las gentes conectadas con la misma, para capturarlas. Me encontraba hondamente preocupada por la suerte de mi familia. Durante largas noches y días buscaba cómo escapar de las garras de los alemanes. Finalmente, llegué a la conclusión que no quedaban más que dos soluciones: podríamos cruzar la frontera clandestinamente a Rumanía, donde la potente resistencia estaba ya lista para sacudirse el yugo alemán, y unirse a las fuerzas aliadas, o buscar algún escondite.

El señor Cámpian, durante años proveedor de la leche que se consumía en el hospital, era un paciente agradecido del doctor Lengyel. Vivía en una granja que se encontraba a sólo una hora de distancia de nuestra casa, alejada de ojos curiosos y rodeada de árboles y arbustos. Aunque Cámpian era un hombre sencillo, tenía una gran inteligencia innata. Cuando se dio cuenta que Osvath nos había quitado nuestro hospital, convencido que Osvath deseaba eliminar al doctor Lengyel, preparó para nosotros un sótano oculto bajo su casa. A menudo venía a la ciudad en su carreta tirada por un caballo, sin atraer la atención de la gente, y nos rogaba que nos refugiáramos en su granja. Decidí que había llegado el momento de tomar alguna de las dos soluciones pensadas.

Durante el último mes, mi cuñada y sus tres hijas a quienes teníamos gran cariño habían vivido con nosotros. Debido a los atropellos de los soldados alemanes, no podía dejarlas vivir solas. Las jóvenes tenían 16, 18 y 20 años de edad. Eran lo suficientemente grandes para discutir la situación con ellas. Cuando les expuse mi plan, me sorprendí, ante la rotunda negativa que me dieron. Se rehusaron a cruzar la frontera, y tampoco querían enterrarse en vida en el escondite de la granja donde no podrían salir. Mi esposo y yo estábamos desesperados. Mientras más argumentábamos, las chicas parecían estar más renuentes a seguirnos. ¿Qué podríamos hacer? Teníamos ante nosotros una responsabilidad muy grande. No podíamos abandonar a estas mujeres a su destino. Discutimos el asunto muchas veces, y llegamos a la conclusión que nos quedaríamos a esperar resignadamente nuestro destino.

El almirante Horthy, regente de Hungría, se dio cuenta gradualmente que Alemania estaba perdiendo la guerra. Gentes prominentes que veían esta situación se arriesgaron y se unieron a la resistencia contra los alemanes.

Uno de los partidos más activos, era el
Kisgazda Part
. Algunos líderes del partido eran amigos y pacientes agradecidos del doctor Lengyel, y visitaban a mi esposo con frecuencia. Desgraciadamente, algunos de estos grupos no pudieron escapar a la vigilancia alemana. Personas importantes conectadas con las actividades anti germanas fueron hechas prisioneras. Muchas de ellas fueron enviadas a los campos de concentración alemanes de Matthausen y Bergen Belsen y otros.

En la mañana de un día fatal para nosotros, mi esposo fue citado a una junta médica en la Estación de Policía. La cita había sido redactada y firmada por el doctor Konczwald.

¿Una junta médica en la Estación de Policía?… ¡Qué extraño! ¿No se trataría de una trampa? Pensaba yo en los terribles hombres de las
SS
que estaban allí y un extraño presentimiento me llenó de terror. No solamente yo, mi esposo también, presentía que algo malo iba a ocurrir.

—¿Qué debo hacer? —me preguntó mi esposo—. Si acudo al llamamiento y se trata de una trampa, es probable que no vuelva jamás. Si queremos escapar, tenemos que escondernos inmediatamente. Pero… ¿cómo podemos localizar a Cámpian? No sabemos dónde buscarle. Para cruzar la frontera tendríamos que haber organizado la escapatoria con anterioridad. Si no me presento de inmediato como me ha sido ordenado, vendrán ellos a buscarme. ¡No hay salvación posible! ¡Tengo que presentarme!

Mi esposo se despidió de los niños y de mí con un beso y se dirigió a la puerta. Ahí se detuvo por un momento, indeciso, como si esperara que le diera una solución. Yo estaba desesperada. La situación era demasiado complicada para poder tomar una decisión rápida. Quizás no había razón para temer nada, y efectivamente lo habían citado para una junta médica… ¿Qué hacer?… yo no sabía qué debía aconsejarle.

Mi esposo debe haber percibido la tremenda lucha que sostenía dentro de mí, y con una expresión comprensiva, emocionado, me dijo:

—Bien, creo que no podemos hacer nada, que el Señor nos proteja. —Y salió, cerrando la puerta tras él.

Poco después que él salió, me torné recelosa, y empecé a hacer investigaciones. Como si se tratara de una pesadilla, recibí la noticia que mi esposo sería deportado para Alemania inmediatamente. Presa del terror, seguí buscando información. Todo lo que pude saber fue que saldría para Alemania por ferrocarril en pocas horas. ¿Qué podría hacer? ¿A quién podría acudir en busca de ayuda? No había tiempo que perder. Pensé en Osvath, él debía saber algo acerca de esto. Llamé a Osvath por teléfono pero me dijeron que no estaba, y comprendí que no quería hablar conmigo. Tomé un taxi y me dirigí a ver al médico en jefe de la policía. Cuando hablé con el doctor Konczwald, me dijo que en realidad, el doctor Lengyel sería enviado a Alemania. También me dijo que, como el doctor Lengyel era un famoso cirujano, y en Alemania existía escasez de médicos, seguramente le pondrían a trabajar en algún hospital metropolitano o en alguna clínica. Le dije al doctor Konczwald que yo quería reunirme con mi esposo, y le pregunté qué me sugería hacer con mis hijos y con mis padres. Si él me aconsejaba llevarlos con nosotros. Y me respondió:

—¡Definitivamente, llévelos usted!

¿Qué ideas cruzaron por mi mente? En verdad, mi esposo era un famoso cirujano. En verdad, yo sabía que había escasez de médicos en Alemania, y lo que dijo el doctor Konczwald acerca de la suerte de mi esposo sonaba lógico. Pregunté a las autoridades alemanes si me permitirían acompañar a mi esposo. El oficial de las
SS
me dijo que no tenía ningún inconveniente. Si yo deseaba ir, era bienvenida. En realidad, me dijeron, no hay nada que temer. Y de mil maneras, me animaron y convencieron que así lo hiciera. Instantáneamente, tomé una decisión. Tendríamos que afrontar muchas penalidades; la vida agradable que habíamos vivido podría no volver jamás. Pero la separación sería peor. La guerra podía continuar por meses, quizás por años, y tal vez en el torbellino de la misma, seríamos separados el uno del otro para siempre. Pero al irnos juntos, por lo menos compartiríamos el mismo destino. En el futuro, así como en el pasado, mi lugar estaba al lado de mi esposo.

¡Qué fatal decisión acababa de tomar deliberadamente! Antes de tres horas, me iba a convertir en la causante de la desgracia de mis padres y de mis hijos.

Mis padres trataron de convencerme que nos quedáramos.

—Si tu esposo fuera llamado a filas, tú no podrías seguirle hasta el frente —dijo mi padre con preocupación.

Insistí en mi decisión. Después de todo, el colega de mi esposo, doctor Konczwald, así como los oficiales alemanes me habían asegurado que no había nada que temer.

¿Cómo iba yo a imaginar adónde nos enviaban y que sólo querían engañarnos?

No había tiempos para discusiones. Los minutos corrían velozmente y tenía que alcanzar a mi esposo. Viendo que era inútil tratar de disuadirme, mis padres, también, decidieron venir con nosotros. Por supuesto, no podía dejar a mis hijos. Con suma rapidez, empaqué lo más indispensable en una maleta, tomamos un taxi y fuimos al encuentro de mi esposo. Se encontraba detenido en la cárcel municipal.

Nos acercábamos a la prisión, cuando de repente, me sentí muy inquieta. Algo dentro de mí me advirtió que no debía llevar a mis padres y a mis hijos a un destino desconocido, y también que debería evitar a toda costa que mi esposo hiciera este viaje. Entonces me acordé de la hermana Esther. La hermana Esther tenía una inteligencia excepcional. Todos los problemas que surgían en la casa de las hermanas referentes a la Orden o de otra índole, eran puestos en sus manos y ella siempre daba pruebas de su eficiencia, resolviéndolos. Yo confiaba plenamente en su juicio y estaba segura que ella podía ayudarnos y aconsejarnos.

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