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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (35 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Llegó cubierto de sangre, según me informan, balbuceando y malherido —dijo, aclarando que no todas las heridas que lucía habían sido producidas por las autoridades al intentar convencerme del error de mi silencio—. Gritaba que había matado a alguien, y ahora no quiere hablar. Eso no le hace ningún bien, si pudiéramos...

—Es inocente, inspector. Es de secuestrar a esta chiquilla de lo que se le acusa, y aquí la tiene, ella puede contarles...

Así lo hizo Juliette. Venía con su vestido de los domingos, era la imagen de la dulzura, su cara fea y churretosa habitual se transformó en la más cándida y tierna de las imágenes. Explicó cómo yo la salvé de no sé qué terrible destino, insinuando a Chandler la espantosa situación de una niña entre todos esos degenerados de Crossingham. Aunque ella en su «inocencia» no podía entender las intenciones más sucias de los hombres, las dejó claras al policía. Torres no abrió la boca, suficiente tenía con evitar la sorpresa por el descaro de la cría. El inspector quedó convencido a medias, la palabra de un caballero como Torres y el testimonio de esa niña eran imposibles de ignorar, pero...

—De acuerdo, muchacha. Si los testigos que vieron la trifulca te reconocen, este desgraciado saldrá con bien de esta. Y si tú identificas a tus agresores...

—No los recuerdo, eran tantos...

—Sin embargo, nadie ha hablado de ese... ataque del que hablas, los que estaban en la calle Dorset solo mencionan al deforme cogiéndote.

—Usted sabe mejor que yo que esa gente se exculpa unos a otros —intervino Torres. Qué fácil le resultaba entrar en el juego de Julieta—. Puede hablar con los inspectores Moore y Abberline, ellos ya saben los motivos de mi visita a ese establecimiento de la calle Dorset, y que me acompañaba esta muchacha...

De acuerdo, no siga. La niña tendrá que venir para la identificación que le he hablado.

—Por supuesto. Y yo la acompañaré, y su madre si hace falta. Ahora, ¿puedo ver al señor Aguirre?

Chandler dudó un segundo, se encogió de hombros y pidiendo que Juliette permaneciera allí, en la compañía de los agentes, condujo a Torres hacia los calabozos.

—Tuvo algún desafortunado encuentro —dijo—. Este individuo es muy propenso a percances así. Alguien le ha dado una paliza, lo que no es extraño teniendo en cuenta las amistades que frecuenta. Sabe que es un conocido miembro de una de las peores bandas de delincuentes de la ciudad, ¿no? —Torres quedó mudo—. ¿Sabe si debe dinero o...?

Era de esperar que fuera así. Chandler no dijo mucho más hasta que llegaron a mi cobijo cerrado por barrotes, donde nos dejó al cuidado de un agente. Torres observó mis heridas, mi cara aún más desfigurada y mi camisa arrojada a una esquina, empapada en sangre. Los policías me habían golpeado con una manguera sobre las costillas y mi cuerpo era todo una enrojecida llaga, que se unía a la sangre que manaba de mi boca, y a mi ojo irritado; si ya sano parecía un ecce homo, herido daba más asco que lástima.

—¿Se encuentra bien, don Raimundo? ¿Qué le ha ocurrido?

—No ha dicho nada desde hace un rato. Antes bien que gritabas, ¿eh? —dijo el agente—. El sargento Thick sugirió que le llamáramos. ¿Usted es de fuera? ¿Se va a hacer cargo de él?

Volvía a España. Aunque lograra sacarme de aquí, cosa que yo no deseaba en absoluto, nada más podría hacer con alguien que llevaba una vida como la mía. Yo mantenía la mirada baja, acobardado y dolorido, con el gesto contraído por una furia que intentaba ocultar a mi amigo, y sobre todo sumido en la desesperación. Era consciente que Torres no podía ser mi protector por siempre. Como respondiendo a mis penas, dijo:

—Me marcho esta misma tarde —me dijo—. ¿Está herido?

—No de gravedad —respondió el agente por mí—. Seguro que no es la primera paliza que recibe en su vida, y más de una será merecida. ¿Eh?, ¿en qué lío andabas ahora metido?

—¿Puede abrir la celda?

El policía, algo temeroso, lo hizo. Torres no preguntó más. Tendió su mano para incorporarme. Me ayudó a ponerme la camisa sucia y a cubrirme con mi viejo abrigo, que también reposaba en el suelo. De nuevo había perdido la protección de mi cara, y ahora Torres no tenía nada que prestarme. Entonces, volvió Chandler.

—Ande, lléveselo. —Los dos lo miramos sorprendidos—. Sí, si la niña dice que es inocente, incluso que la ayudó, no tengo motivo para retenerlo. La chica y su madre deberán pasar por aquí, de momento puede llevárselo. —Entonces me miró, por primera vez en la noche, y me dijo—: Si no es por esta ya te cogeremos por otra. —Y volviendo su atención al español, continuó—: Debiera depositar su compasión en quién pueda sacar algún provecho de ella, señor Torres.

Nos dirigimos a la salida, yo a desgana, apoyando mis dolores en el brazo del español y cogido de la pequeña Juliette, que me apretaba la mano con devoto agradecimiento; la guinda de su actuación. Este era mi fin, mañana estaría muerto. La intención de Torres sería volver conmigo a casa de la señora Arias, darme unas libras y marchar para Portolín. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por mucha compasión que le causara, por muy obligado que se sintiera hacia mí, él era un español en país extranjero. ¿Cómo ayudarme? ¿Llevándome al suyo? ¿A hacer el qué? ¿Cómo podía un paria social como yo...? Había llegado abajo y era difícil imaginar una escalera que me sacara. Tal vez, pensó, esa buena viuda que ahora sentía haber contraído una deuda tan grande conmigo pudiera proporcionarme un trabajo honrado. ¿Sabía yo hacer algo?

—Don Raimundo —dijo mientras íbamos hacia la salida acompañados por el agente—. ¿Ha trabajado alguna vez en algo?

—Fffff... ffffui ssssol... dado.

—Vaya, yo también. —Lo miré sorprendido—. Al menos estuve en una guerra y disparé un arma.

Vi la calle, o la intuí, porque apenas veía. Allí salió el inspector Chandler a espabilarse con el aire de la mañana, no sé si a punto de marchar para casa. Esa calle iba a matarme en cuanto pusiera un pie en ella. Al día siguiente Torres no estaría, yo no tendría dónde ir salvo a esos barrios que iban a acabar conmigo. La única solución era atacar al policía, si mordía con furia animal a Chandler en el cuello, embistiendo rápido antes de que pudiera reaccionar, me detendrían, acabaría entre rejas. Me entristece pensar que cuando me he encontrado más seguro y tranquilo, estaba encerrado, como las bestias salvajes. No lo hice, de algún modo la presencia de Torres me impedía cometer un acto como ese.

El inspector nos vio salir a los tres. Un jaleo de carreras calle arriba dejó su despedida suspendida en la boca. Un hombre venía a todo correr desde Hanbury Street. Muy apurado, gritó a los que estaban en la puerta:

—¡Han asesinado a otra mujer!

No había más que decir. La cuarta víctima del asesino. Eran las seis y diez de la mañana, y desde en punto la voz de Whitechapel estaba corriendo por cada calle, repitiendo con miedo: otra mujer muerta en Hanbury Street. Y con esta habían hecho algo más que matarla.

La entrada a la comisaría quedó en silencio.

—Encierren a este hombre —dijo Chandler señalándome.

—¿Por qué...? —Torres no pudo terminar su pregunta. Un par de manos policiales me cogieron y me llevaron para dentro de la comisaría.

Tras pronunciar esa sentencia, Chandler dio media vuelta y salió rápido seguido de tres agentes más. Los policías que quedaban me miraron. Si me alimentara de odio, ese día hubiera engordado al menos treinta kilos. Me limité a encogerme asustado, esperando un ataque de todos esos agentes. Busqué refugio en Torres, que se alejaba cada vez más enmarcado por la puerta. Los ojos de Juliette, antes llenos de fingida admiración, se abrían grandes y profundos, luminosos como faros acusadores en la niebla que me rodeaba. Ambos me estaban mirando con una intensidad que entonces no interpreté. Ahora sí, lo ven ustedes también, ¿acierto?

Pensaban que era yo. Torres lo pensaba, al menos se lo planteaba. Horas antes mientras él y el inspector Moore contemplaban, ya entrada la noche, el lugar donde murió Polly Nichols, ¿dónde estaba yo? Puede que en ese mismo instante el asesino estuviera consumando su aborrecible acto, ¿y por dónde andaba yo? Cuando tres días atrás le contara mis deducciones, le hablé de Tumblety, de su perversión, su diabólica naturaleza, le conté la muerte de Bunny Bob, y aunque no hice referencia a mi cobardía, mis palabras, muy desmañadas entonces, no pudieron ocultar mi profunda aversión hacia el yanqui. Sería un desquite cruel y siniestro, ideado hace diez años cuando volví a encontrarlo. Mi mente enferma, torturada por el alcohol y la miseria, estallaría en una orgía de deseos vengadores. Años de preparación, de planificación, de espera a que Tumblety estuviera en Londres, o yo imaginara que estaba. Entonces empecé a matar, y todo el rechazo y la mofa que el género femenino me arrojara a lo largo del tiempo me transportaron al frenesí sanguinario que produjo estas carnicerías.

No sé por cuánto tiempo esa idea bulliría en la cabeza de Torres, espero que solo fuera un pensamiento fugaz, rechazado por incongruente apenas nacido. El dolor de imaginar a mi amigo español dudando sobre mí me es aún insoportable. La única persona que consideró la posibilidad de que mi alma tuviera alguna cualidad, algún rasgo digno del ser humano... si ella también ha guardado los peores sentimientos hacia mí, ¿qué existencia ha sido la mía? Sin nadie al que haya causado una buena opinión, nadie que tuviera un pensamiento decente respecto a Raimundo Aguirre, ¿cómo puedo esperar otra cosa para mi final que esta vejez doliente? ¿Y qué me deparará la vida postrera, si es que hay tal para mí, aparte de tormentos? Esta es mi soledad.

No. Yo no soy el asesino. No sé si han llegado a pensar eso de mí, espero que no. Creo que estoy en disposición de asegurar mi inocencia, aunque si mi mente, antes deformada y ahora vieja, me engaña, ustedes podrán juzgarlo al oír este relato completo. Yo no fui, no soy capaz de cometer tales atrocidades hoy, entonces ni siquiera podía imaginarlas.

He perdido el hilo, disculpen, las emociones han sido para mí siempre un complicado misterio, y aún me cuesta dominarlas pese a la experiencia de la edad. Los policías de la división H me volvieron a meter en los calabozos a golpes; Torres se vio incapaz de objetar nada, si es que esa era su intención. Me arrojaron sin muchas contemplaciones, la frustración hacía mella en la Policía Metropolitana, y la pagaron conmigo. Quedé allí, tirado y solo, sintiéndome aliviado por estar protegido tras esos barrotes y a un tiempo inseguro de lo que ocurría fuera. Acababa de alcanzar el cénit en mi carrera delictiva: era sospechoso de los asesinatos de Whitechapel, y ni siquiera me daba cuenta.

Torres, presa de un sentimiento de impotencia y de otro más hondo de tristeza, siguió a policías y curiosos.

—Quédate aquí —dijo a Juliette, como en medio de un trance. Cuando la niña empezó a protestar, dijo a un agente que se lamentaba a su lado—. La madre de esta niña vendrá ahora a recogerla, ¿entretanto pueden cuidar de ella?

Apenas aceptó el policía, Torres ya estaba caminando. Con la misma capacidad volitiva del autómata cuyos restos descansaban en la comisaría a punto de serle enviados a la pensión Arias, dirigió sus pasos hacia la escena del último crimen. Aquel que en un principio solo mostrara un compasivo interés por los asesinatos, por sus víctimas, no dudó un segundo en salir hacia allí, abandonando a la niña que estaba a su cargo, poseído por la misma impaciencia que impulsaba ahora a todo el barrio hacia el veintinueve de Hanbury Street. Y es que nadie, ni el más sosegado de los hombres, puede resistirse a la pasión que infunden unos días inmerso entre el misterio.

No tardó en llegar, estaba muy cerca de la comisaría y era imposible perderse. Todos los caminos confluían en esa casa de tres pisos, vieja, de fachada descuidada, con la pintura amarilla cayendo, como si lo que en ella había ocurrido la hubiera enfermado; un edificio propio del barrio. El único colorido de toda la casa venía de la ventana del primer piso, llena de flores y con cortinas rojas brillantes.

La gente se agolpaba ante la entrada, y los vecinos y curiosos abarrotaban el pasaje que conducía desde esta hasta el patio trasero. Sin embargo, cuando Chandler llegó no había nadie en el propio patio, nadie se atrevía a entrar allí, ni los que descubrieron el cuerpo. Un extraño pudor, o miedo, impedía que nadie perturbara la paz final del cadáver.

La policía no tardó en apartar a los curiosos, que aumentaban por momentos en la calle. Hacía un día agradable y despejado, aunque frío y a ese frío se le añadía otro, ajeno al tiempo atmosférico que gobernaba la mañana. El murmullo de todos los reunidos iba aumentando de volumen, indignados, furiosos. Es posible que por la cabeza de Torres pasaran las palabras del inspector Moore horas antes, cuando llegaron a esa misma calle en su paseo nocturno. Allí aseguró que el asesino tenía plena movilidad en esa ciudad, que la siguiente víctima podía estar en una de esas casas. Qué profético... ¿no?, Moore no podía ser el asesino, era un pensamiento ridículo, casi tanto como que lo fuera yo, o cualquier otro ser humano. Esto era obra de monstruos.

Toda la ciudad acabó congregada allí. Las voces, ya airadas, corrían por el aire.

—Han matado a otra mujer. Está tirada ahí en el patio.

—Dicen que la han destrozado.

—Está matando a una por semana, una por semana.

El terror había ganado esta guerra. Londres ya era suyo. Pronto aparecieron mejores trajes y sombreros, la gente de los barrios decentes también acudía a Hanbury Street, y antes que ellos ya estaban los periodistas, esforzándose por entrar en aquel patio.

Sí, señor Shaw, el asesino había triunfado. Whitechapel, por fin, figuraba en los mapas.

Llegó a los pocos minutos un hombre apurado, superada la cincuentena, vestido muy a la antigua, al que los policías franquearon el paso; el médico de la división. Mientras examinaba el cadáver, en lo que no tardó demasiado, Torres intentaba fuera abstraerse de las voces furibundas y justas, y escuchar los comentarios de los policías que salían de la casa, casi todos con el semblante demudado pese a los años de servicio que llevaran.

—Es un monstruo...

—No he visto nada igual...

—Menos mal que no he tenido tiempo de probar bocado esta mañana...

Serían ya las siete cuando llegó una ambulancia, el mismo coche pequeño y sencillo que transportara el cadáver de Polly Nichols la semana anterior. La policía empezó a empujar para hacer sitio. Sacaron un cuerpo en una camilla de tres ruedas, cubierta. El griterío aumentó, los insultos a la policía se mezclaban con expresiones de horror. Torres, como el resto de los que allí estaban, no vio una gota de sangre, eso no evitó que sucumbiera al espanto, al aroma del asesinato reciente que impregnaba la calle.

BOOK: Los horrores del escalpelo
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