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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (87 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Al momento me calmé, bendiciones que trae la escasa capacidad de concentración. Solo era un berrinche, claro, ya se hará a la idea. Eso pensé, y volví mi atención a mi complot y al infausto destino de Burney. Primero, debía hacerme habitual a ojos de los judíos, conseguir que me tomaran por un simple, tarea no muy difícil tratándose de mí, que vieran en mí un tipo inocuo, un bruto asustado y atrapado entre sus garras. Al día siguiente, en cuanto me sacaron de la pensión, acabado el tiempo que tenía de cama, fui de nuevo a Stepney, al burdel hebreo. En esta ocasión no busqué la ayuda de Burney, tenía que empezar a moverme sin él. Antes de llegar, el Esqueleto se plantó a mi lado; era tan esquivo a la luz del día como de noche, cosa nada desdeñable, pues su aspecto no era en absoluto común.

—¿Qué haces aquí, Ray? —me dijo.

—T... tengo que p... que hab...

—No puedes venir cuando se tantoje.

Yo insistí, dije que quería ver a Potts, a alguien, que necesitaba ayuda que... lo que fuera. Burney no era barrera suficiente para cerrarme el paso. De modo que llegué a la puerta de la casa y allí se me interpuso un Tigre blindado; eso era otro cantar. Insistí, protestando, diciendo que no sabía qué hacer... Potts no estaba, pero el centinela, cansado de mi queja, entró y salió con Moses, a medio vestir.

—Drunkard, ¿qué demonios quieres? ¿No te dijeron que fueras a esa casa...?

—No... p... p... puedo. Ya sabrr... sabrán que les he r... robado y no me dej...

—No mientas, Ray —dijo Burney—. El miércoles volviste, y no parece que te hayan causado problemas... —¿Ven como tenía que eliminarlo? Con él pegado a mi espalda era imposible hacer nada.

Seguí protestando, pidiendo ayuda, diciendo que necesitaba dinero, procurando resultar molesto e insignificante a un tiempo. Le fui, con la cargante advertencia de Burney, exigiéndome que recurriera a él siempre que quisiera contactar con mis nuevos patronos, y con el desconcierto de Moses, que no estaba muy seguro de lo que quería. Nada, solo que me vieran.

Y por supuesto no me arredré, esa misma tarde volví por el barrio de los de Besarabia. Era imprescindible hacer de mi estampa parte del entorno, ser algo frecuente, alguien en el que no pensaran más que como un estorbo o una herramienta manipulable. No, no me volví inteligente de un día para otro. Aunque la necesidad, el miedo y, por qué no decirlo, el amor agudicen el ingenio, no obran milagros. Lo que ocurría es que esto era lo que sabía hacer, conseguir pasar desapercibido, ser ignorado, llevaba más de veinte años haciéndolo.

Tampoco pedí esta vez ayuda a mi guía y escolta, me presenté allí, y Burney no se materializó para amonestarme. No sé si no me seguía o si había desistido pensando que mi pequeño cerebro no daba para más. Me planté en la puerta del lupanar, y se me dejó pasar. Pregunté por Potts, que no estaba de nuevo. Esta vez ni siquiera vi a Moses, alguien de la banda, que no conocí me aclaró que Perkoff estaba cansado de mí y que había dejado un recado.

—Trae lo que se te ha pedido, no vuelvas otra vez por aquí sin ello a no ser que quieras problemas.

Era una bronca a un subordinado cargante, nada más, lo que quería conseguir. Dos días de insistencia y ni los hombres de confianza se dignaban en hablar conmigo, el jefe dejaba recados para mí. No era conveniente apurar mi suerte y arriesgar mi cuello en exceso, en mi estupidez, ahora creía tener una mujer que dependía de mí. Tenía que volver a Forlornhope, en busca del dichoso aparato.

La señorita Trent me atendió con su habitual mal carácter lleno de bondad. Habían preparado ropa de trabajo para mí y me hizo cambiarme en una alacena de la cocina.

Haga el favor de darme esos harapos que lleva —me gruñó con cariño tras la puerta cerrada del improvisado vestidor—. ¿Cómo puede ir tan sucio? Ande, que se la lavaremos. Alguien que trabaja en Forlornhope debe ser ejemplo de aseo y compostura, señor Aguirre. —Era cierto que las ropas del difunto señor Arias andaban ya muy sucias—. El señor Tomkins es muy estricto en cuanto al aspecto y los modales del servicio de esta casa. Siempre dice: «Representamos a nuestro señor en nuestro ambiente. No debemos consentir que se diga ni esto —marcó el gesto con las manos— de lord Dembow por nuestra desidia».

Vestido de faena, con mis herramientas y en mi jardín, sentí algo extraño, peligrosamente confortable. La vida se presentaba perfecta, para alguien como yo. Tener un trabajo, ropa limpia, puede que con el tiempo un techo, servir donde vivía un ángel como Cynthia, terminar con la calle, las peleas, la muerte... Todo parecía ideal, de no ser porque el dueño de la casa era lord Dembow, enemigo a todas luces de Torres, con el que tenía contraída más de una deuda. También estaba Liz, y Potts, que tenía mi cuello y el de ella en sus manos. Maldita mi suerte... ¿por qué la vida te muestra lo mejor que puede darte, para al instante negártelo? Dios es un ser cruel, cada vez estoy más convencido.

Me puse a trabajar con las plantas. Así pasaría la mañana para por la tarde volver con Liz, y con mi mundo. Pasadas un par de horas de tarea, ocurrió algo. Entró en el jardín desde la cocina un hombre pequeño, con barba poblada y rubia, impecable en el vestir, de la edad de Tomkins y con su misma autoridad, aunque algo más enérgico que este.

—Señorita Trent —dijo—, este hombre parece fuerte, nos puede ayudar.

—Se está encargando del jardincillo de momento...

Bueno, no habrá problema. Tú —se dirigió a mí—, ven, necesito que nos eches una mano.

—Señor Ramrod, el señor Aguirre está a mi cargo y...

—No pretendo meterme en sus pucheros, señorita Trent —el hombre encaró a la buena mujer, y cualquier observador mediocre, no yo, hubiera visto cómo la tirantez entre ambos era mucha—, no se entrometa usted en mis asuntos. Esto es un encargo directo de lord Dembow, y tiene que hacerse hoy. Ahora.

La señorita Trent torció el gesto, sacudió su mandil siempre luminoso, y se fue. Y yo hice caso al señor Ramrod. Entré en la casa y, junto a una cuadrilla de cinco lacayos, me condujeron al sótano, lugar que ya conocía a causa de mi subrepticia incursión días antes.

Fuimos frente a la bodega, a esa otra dependencia en el dédalo de pasillos que era el subsuelo de la casa, que entreviera como un trastero abandonado.

Era amplia y bien iluminada por una decena de lámparas que brillaban con buen tiro de gas. Una vez en ella, parecía más taller que un almacén, lleno de herramientas, recipientes, cables y toda utilería mecánica, electrónica o artesanal que cualquier amigo de estas disciplinas deseara. Le hubiera gustado a Torres. Siendo lord Dembow ingeniero de talento, este podría ser su antiguo taller o laboratorio. Estaba limpio, aunque no parecía muy usado. Allí había una serie de objetos, grandes objetos que debíamos trasladar al piso superior. Estatuas de metal, que al cargarse sobre nuestros sufridos hombros hacían notar las piezas móviles que llenaban sus entrañas. Eran figuras de animales, animales fantásticos de una hermosura inusitada, mi memoria viajó al verlos de un salto hasta el sobrecogimiento que sintiera diez años atrás, en los altos salones de Spring Gardens. Había un gracioso monito vestido de árabe que portaba un tambor. Una mantis del tamaño de un perro mediano, con dos cabezas, con hermosas joyas engarzadas en sus élitros y formando sus ojos facetados. Un sapo coronado, gordo y orondo como un gorrino, y un cerdito vestido de tirolés que se mantenía a dos patas, con una jarra de cerveza unida a una de sus pezuñas delanteras. Había una preciosa serpiente de casi dos metros de largo, costó lo indecible sortear puertas y pasillos cargando con ella, que tenía cara de mujer, de bellísima mujer, toda ella de metal dorado decorado con filigranas verdosas. Espectacular.

—Muy despacio, y con mucho cuidado —ordenaba severo Ramrod—. Son objetos de artesanía, preciosos y muy caros para el señor. El que les haga el mínimo arañazo, se las verá conmigo.

Tuvimos que subir, en varios viajes, dos pisos con nuestra carga. Montacargas había en la casa, me constaba, pero sin el espacio suficiente para aquellos bultos. En el piso superior había un gran salón, era todo él un gran salón... en efecto, veo que goza de excelente memoria: el mismo que visitara Torres durante el almuerzo de la semana pasada, cuajado de pájaros cantores, flautistas, móviles diversos, animales, soldados, bailarinas; todos de metal, como el zoológico fantástico que traíamos nosotros... cierto de nuevo, veo que están atentos a mi relato. Sí, estos animales de metal serán los que romperá Cynthia en su ataque de histeria días después... pero no adelantaré acontecimientos, cierto que ya lo he hecho, pero déjenme contarlo a mi manera, se lo ruego.

En ese salón todo era tan hermoso, brillando entre los espejos...

No tuve mucho tiempo para la contemplación. Ahora lo lamento; si no hubiera tenido tanta prisa, si hubiera dejado que mi espíritu se dejase dominar por el embeleso de esos objetos, de ese lugar... Me limité a hacer de mulo de carga. Terminé el trabajo, me fui con el dinero bien ganado, escamoteé una herramienta del jardín y decidí matar a Burney. Nunca fui un hombre paciente, y el tiempo jugaba en contra de Torres. Esa noche, de nuevo, no hice uso de mi cama ya pagada con anticipación. Callejeé, buscando la soledad y el silencio, y seguro de que no estaba solo.

Llegué a Christ Church, con el reloj, tan alto y tan serio, a punto de señalar las dos de la madrugada. Quedé por un instante ensimismado contemplando las alturas de la iglesia contra la noche clara, con el cuello casi partido de tanto mirar hacia arriba sin apenas ver el capitel, oculto por la opacidad de los humores de mi ojo. Me pareció tan majestuoso, llevaba una vida viéndola allí, rigiendo el tiempo en Spitalfields, mirándonos con desprecio y de pronto la vi hermosa, acogedora, como si la precisión de su reloj calmara todos los pesares. No importaba lo que yo hiciera, el futuro de Liz, o incluso el de Torres, no importaba las veces que el asesino matara; Christ Church seguiría marcando las horas, haciendo avanzar el tiempo, hasta que Londres se hundiera bajo sus pecados.

Dieron las dos y yo me libré de su hechizo.

—¿Burney? —dije. El Esqueleto Humano apareció junto a mí, envuelto en sus ropas de espectro.

—Ray, llevas horas andando por ahí, hace frío. ¿Qué es lo que quieres?

—¿C... c... crees que dejamos
L'exh
... la...? ¿Crees que salimos del c... del callejón?

—¿Qué estás diciendo? ¿El callejón...?

No le dejé acabar. Mi mano izquierda se cerró con violencia en torno a su cuello. Le cayó el sombrero y su calva blanca y enferma brilló en la noche, junto con la excrecencia metálica que brotaba de su coronilla. Sus ojos pitañosos, esferas perfectas más negras que el cielo que nos cubría, se abrieron de par en par. Boqueo. Iba a morir. Miré mi reflejo en sus corneas metálicas, mi ojo real tan abierto como el camafeo que ocupaba el perdido, no parpadeaba, aquel rostro medio enmascarado que se deformaba por la curvatura de sus globos oculares, me pareció más propio de la muerte que el cadavérico de mi víctima. Entonces vi que sus lagrimales exudaban una substancia oleaginosa. De pronto sus ojos estallaron.

Me vi envuelto en un polvo que me llenó los pulmones y me hizo llorar, toser, soltarle. Era humo de hollín. Agité la mano, golpeando al aire; se había ido y no había oído ni un movimiento. Abrí el ojo soportando el escozor como pude, no podía dejarlo escapar, si salía con vida de allí, yo estaba muerto.

Lo vi, intuí una sombra correr Commercial Street abajo, una sombra negra que dejaba tras de sí una estela de humo fantasmagórica manando de sus ojos y manos. Debía estar delirando, un ciego cegado. Si se hubiera detenido, esa nube de oscuridad le hubiera hecho prácticamente invisible. Corrí tras él, sacando la hacheta sustraída en Forlornhope de entre mi abrigo. No avanzó mucho, subió por las escalinatas de la iglesia y llegado a la esquina, donde da al Itchy Park, comenzó a trepar, con la velocidad de un insecto, convertido de verdad en el Hombre Araña que Potts inventara para él, pegándose a la pared, subiendo hacia el cielo mientras derramaba tras de sí velos de negrura.

Lo iba a perder allí arriba, viendo cómo subía podía llegar con facilidad al agudo y eterno capitel y desde allí ascender al cielo, ser noche, yo qué sé. Estaba aterrado, no por lo que veía, sino por lo que iba a venir si Burney se desvanecía allá arriba. Christ Church es mi iglesia, siempre lo será, y no iba a traicionarme. A eso solo puedo atribuir el error que el Hombre Araña cometió. Si hubiera subido hasta el reloj, y más arriba, yo no podría haberlo atrapado, imposible. Allí hubiera podido desaparecer entre sombras, con sus propias brumas. Que digo tal vez; seguro, ese sería el plan de escape de alguien con más serenidad, pero Burney era un cobarde. Estoy convencido de que no pensaba más que en salir de allí, lo más rápido posible, y delatar mi traición a Potts y sus socios circuncidados. Siendo así, no se le ocurrió otra cosa que bajar, y entrar en el muy concurrido jardín, donde una veintena de desdichados pasaban la noche del modo más económico que permite la ciudad.

Itchy Park estaba rodeado por una alta verja metálica, con los postes terminados en puntas de lanceta, como todos los parques de Londres, para evitar que entraran indigentes en ellos. Claro que algunos indigentes sabían saltar y no temían al frío, o temían otras cosas más que al frío. De modo que si de día el jardín estaba abarrotado por familias enteras de pordioseros, de noche se colaban a dormir un buen número de gentes. Guardé mi arma y trepé por los barrotes metálicos, sin la habilidad de Burney, pero con suficiente solvencia.

Hice ruido al caer dentro, vi cómo los cuerpos allí amontonados se agitaban, pero la sorpresa desaparecía pronto, yo no era más que otro paria buscando refugio. De Burney no había ni rastro, él no hizo sonido alguno al entrar, y ahora era imposible verlo entre las sombras de las que sería ya parte. El jardín no era más que un césped sucio y lleno de calvas, roturado por caminos de grava que en algún momento condujeron a las lápidas, de las que aún quedaban restos. Debajo del suelo que ahora pisaba descansaban muertos desconocidos, encima, futuros cadáveres, igual de anónimos.

No me quedé quieto, sabía cómo despertar los miedos de los londinenses.

—¡Delantal de Cuero! —grité—. ¡Est... está aq...!

Fue suficiente. Todos despertaron, se movieron, corrieron huyendo o persiguiendo al asesino. Oí a niños llorar y vi un par de tipos que se levantaban amenazantes hacia mí, lo que hizo que apretara con fuerza el hacha bajo mi chaqueta. No fue necesario enfrentarme a ellos. Alguien, a lo lejos, ya hacia el final del jardín había tratado de escapar de lo que fuera, y en su carrera tropezó con un trozo sólido de oscuridad.

BOOK: Los horrores del escalpelo
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