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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (85 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Dos asesinatos en la misma noche, uno de ellos el más sanguinario y repulsivo hasta el momento. Imaginen cómo disfrutó con eso la prensa. Aquella pintada escrita en el portal que daba a los números ciento ocho al ciento diecinueve de las viviendas Wentworth, en la calle Goulston, encontrada justo sobre un trozo de delantal manchado de sangre y materia fecal, fue borrada de inmediato por el propio comisario Warren, antes de que pudieran fotografiarla. No tardaron en comprobar que el jirón de delantal correspondía a una de las finadas, Catherine Eddowes. Se copiaron esas crípticas frases, por dos veces, pues el lugar estaba justo en medio de las competencias de la Policía Metropolitana y la de la City, y quedó por tanto constancia que la palabra «judíos» había sido mal escrita, aunque dentro de una frase de tan dudosa gramática, no desentonaba. Por supuesto, el borrado trajo un aluvión de críticas sobre la policía en general y sir Charles en particular. Para desgracia de Torres, no pudo comparar la letra con la nota que aún conservaba en su poder, ni el CID pudo hacer lo mismo con la que tenían de Tumblety.

El fotógrafo se retrasaba demasiado, no se atrevieron a esperar. Aquel edificio de Goulston estaba lleno de judíos, como todo el barrio. No era la primera pintada antisemita que aparecía por esas calles, y no sería tampoco la primera vez que algo así provocaba un tumulto peligroso. Una frase que tal vez implicaba a los hebreos en los asesinatos, podía levantar más que ampollas.

La presencia del comisario Warren y el superintendente Arnold en las escenas de los crímenes les dará una idea de lo crítico que se había convertido este caso. Si ya se habían tomado medidas especiales, a raíz del doble incidente se multiplicaron por diez, y aún a principio del mes siguiente iban a llegar más sorpresas de carácter morboso. Solo yo, en todo el mundo, sabía que al menos uno de los asesinatos del treinta de septiembre no lo cometió el Monstruo. Imagino que están preguntándose qué hacía ese día en Dutfield Yard, y cómo salí de allí. Para eso tengo que retroceder algunos días.

Si hacen memoria, la última vez que hablé de mis andanzas estaba a las puertas de la casa de lord Dembow, acababa de ser sorprendido por el fiel Tomkins en un pequeño hurto. La suerte hizo que no me despojara de todo y así tenía algo que mostrar cuando Burney dio conmigo. Esa noche, de camino a mi pensión, el bosquejo filiforme de un hombre me abordó.

—Ray —dijo Burney bajo su enorme sombrero—, Potts quiere verte. —Mi antiguo colega resultaba hasta digno desde su altura y envuelto en su gabán largo y oscuro. Dignidad era algo nuevo en él, nunca la tuvo, y se notaba la felicidad que eso le daba en el tono de sus palabras. Sin embargo, en lo que decía, mostraba que seguía siendo un esclavo, una clase distinta de esclavo—. Espero que tengas algo para él.

Así era, algo tenía, me giré rápido hacia el Esqueleto, y el pobre Burney dio un respingo, asustado. Seguía siendo un cobarde, el miedo es lo más difícil de olvidar. Junto a Burney acudí con mi botín al encuentro con los Tigres de Besarabia, hasta una barbería de Stepney. Allí me esperaba Moses, sentado ante un vaso de vino, sin ese órgano de tubos que cargaba a la espalda cuando había jaleo.

—Drunkard —me saludó—. Sigues entre los vivos y con buena salud, tienes mucha suerte.

Miré alrededor, buscando algo o alguien que pudiera preocuparme. No había clientela alguna.

Ray tiene algo para vosotros —dijo Burney, con ese nuevo tono espectral que había aprendido a emplear.

—¿A sí? Acaso... —interrumpí a Max Moses. No tenía ganas de bromas ni juegos entre matones.

—Ya l... l... lo tengo. —El enorme judío me miró entre sorprendido y divertido. Creo que en un primer día solo esperaban que trajera algo de información, nada más. Se levantó exudando pereza y voceó:

—¡Eh, vuestro monstruo dice que ya lo tiene!

A través de una cortina que daría a la trastienda o algo semejante asomaron el Bruto y Potts. Los dos parecían furiosos y yo acababa de llegar, luego el problema no tenía que ver conmigo, de momento.

—¿Qué dices? —preguntó Potts. Antes que el judío volviera a insultarme, prefería hablar.

—Ya lo t... t... t... tengo.

—¿El qué?

—La c... la cosa. —Saqué el cachivache que cogí prestado de Forlornhope. Nada más mostrar el artilugio O'Malley dio una sonora palmada y gritó:

—¡Bien! Vamos a ver a Perkoff, ahora quiero lo mío. Dios te bendiga Drunk...

—No vayamos tan rápido —interrumpió Potts—. ¿Qué es esto? —Expliqué que lo había conseguido en casa de lord Dembow, como me habían indicado. No dije nada de los papeles que me arrebató el mayordomo, lo que no veían no podían echármelo en cara—. Esto... no sé si se parece en algo a lo que tenías que traer.

—Es un... un ap... un trasto elec... eléctrico.

—A mí se me parece —dijo O'Malley.

—Lamento decirte, Bruto, que tu opinión no es relevante en nada. Solo importa lo que diga el Dragón, y no estando él, quedo yo. Tendré que hacer la prueba.

Los cuatro, los cinco conmigo, quedamos en torno al mostrador donde había dejado el artefacto, rodeado de peines, tenacillas y navajas. Un quinteto de imbéciles asombrados y atemorizados por esa maravilla tecnológica.

—Hazlo —dijo el Bruto—, haz esa prueba. —Los dos miraron al judío, que sonriendo se encogió de hombros. Luego me miraron a mí, que no hice nada.

—Muy bien —terminó por acceder Potts—. Ayúdame, Burney. —Se quitó el bombín que parecía tener clavado a la cabeza. Lo que sí tenía enquistado a la parte superior de esta era una especie de enorme remache broncíneo que le ocupaba desde la coronilla hasta la frente, marcando justo la línea de nacimiento del pelo—. Aquí no habrá alguna toma de corriente o semejante, ¿no? Lo imaginaba.

—Me adelanté a ese posible contratiempo —dijo Burney. ¿Dónde había aprendido a hablar tan bien? Entró decidido en la trastienda sin que yo pudiera apartar la mirada de ese hierro clavado al cráneo con que se coronaba Potts. Volvió con una maleta y otros cacharros, herramientas y cables. Se quitó el sombrero y mostró su cráneo calvo, sus ojos negros sin pupilas que exudaban unas lágrimas sucias continuamente y un artefacto similar al de Potts, más pequeño, brotando también de la cima de su cabeza—. ¿Prefieres que lo haga yo?

Mi antiguo patrón negó con la cabeza. El esqueleto pidió una silla y dispuso en el mostrador todo ese equipo, junto a mi aparato robado. Allí tenía una batería, que descubrió pavoneándose, como quien exhibe conocimientos recién aprendidos frente a ignorantes. Eso creo que era, Burney había hallado con el paso del tiempo que tenía cerebro, y lo sabía utilizar. Me temo, no obstante, que esa «carrera intelectual» empezaba con treinta años de retraso. Con gestos de prestidigitador y rodeado de las miradas de un idiota (yo, y dos salvajes boquiabiertos), conectó los bornes al aparato de Cynthia, que empezó a zumbar y a moverse por la mesa.

—¿Qué es eso? preguntó el judío. Potts lo cogió, el cacharro no dejaba de vibrar en sus manos mientras lo examinaba.

—No lo entenderías, ni hace falta.

Paró el artilugio y de inmediato empezó a conectar y enganchar a su cabeza cachivaches y piezas que había traído Burney, haciendo girar palomillas, tuercas y palancas ayudado por este, hasta convertirlo en una suerte de casco, abigarrado y estrambótico, lleno de pistones y relés. Coronaba la estructura un complejo de dioptrios y catadióptricos colocados sobre un raíl que se asomaba hasta medio metro por delante de la frente de Potts, y por último, como empenacho en tan estrambótico yelmo, cuatro pértigas se alzaban, como patillas de anteojo y desplegaban un lienzo, un paraguas blanco y cuadrado sobre su cabeza. No podía cerrar la boca de asombro, en cualquier momento esperaba que mi antiguo patrón empezara a soltar fuegos por la cabeza y echara a volar, o algo peor.

—¿Duele? —preguntó el Bruto.

Potts y su socio se rieron con suficiencia. El primero sacó una llave y dio cuerda a su cabeza. Pensé que le envidiaba, qué irónico me parece ahora, deseé poder dar cuerda a mi cerebro, para que corriera más. Los añadidos metálicos a la cabeza empezaron a moverse a ritmo, a traquetear y a hacer suaves ruidos chirriantes. El dispositivo óptico empezó a emitir una luz titilante, Pottsdale parpadeó con fuerza, más un tic que un gesto, puso un segundo los ojos en blanco, y luego dijo:

—Veamos. —Conectó una llave, y el lienzo descendió ante sus ojos, quedando iluminado por la luz de su cabeza, la primera vez que algo luminoso brotaba de semejante testa enfermiza. Burney cogió el artefacto robado, lo examinó una vez más, sin dejar de hacer ocasionales contracciones y muecas. Abrió el aparato, y conectó parte de la máquina a la cabeza de Potts. Entonces lo encendió.

Ahora lamento mucho, no se hacen idea de cuánto, no saber en ese momento lo que sé ahora: que Efrain Pottsdale se estaba metiendo un consolador en el cerebro. El dildo empezó a vibrar, la máquina de la cabeza de Potts empezó a vibrar, la luz parpadeó, emitiendo extrañas imágenes, manchas sobre la pantalla, que a su vez se agitó como una vela mal izada, y con ella todo su cuerpo convulsionó. Cayó de la silla, todos nos apartamos mientras se agitaba en el suelo, con los ojos en blanco y espasmos propios de un loco. Burney me lanzó una mirada furibunda con sus ojos metálicos sin pupila, y se arrodilló junto a su amo, apartando las lentes y piezas rotas y diseminadas ya por el suelo. Echó mano a su cabeza y le arranco la pantalla ya hecha jirones y luego con fuerza hizo otro tanto con el consolador, junto con un par de piezas más. Potts dejó de agitarse. Ayudado a duras penas por el Esqueleto, se incorporó y se sentó babeando y guiñando lo ojos como un anormal.

—¡Qué es esto! —dijo, tirándome el consolador a la cara.

—Yo... es elec... elec...

Me agarraron de malos modos, yo no opuse resistencia alguna, me temo que estaba demasiado confundido para enfadarme. Me dejaron en la trastienda, a solas, y allí me quedé, sin hacer nada, mirando los restos del artefacto que había robado, ahora muerto, arrancado de los cables que lo alimentaban.

Un par de horas pasé mirando
le percuteur
, maravillado no sé muy bien de qué, pues nada entendía, ni de ese artefacto ni de lo que acababa de ocurrir. Lo único que tenía claro es que había salvado el pellejo, pese a los gritos y zarandeos.

Después volví a ver a Potts, ahora con su sombrero bien calado y el genio encendido. Había sido objeto de la burla de todos sus amigos judíos, no porque tuvieran la menor idea de lo que había pasado o de qué era ese aparato vibrador, pero Moses y el Bruto no habían ahorrado detalles en cuanto al espectáculo de la barbería, incluso aderezándolo con algo de su propia cosecha. Las mofas de esa gentuza no eran la causa principal de la irritación de Potts. Parece ser que su jefe, ese Dragón al que se referían, se había enfurecido mucho, por mi torpeza y la de él. En lo que a nuestra historia atañe, lo importante es que Potts descargó su ira contra mí. No con violencia, me gritó y me insultó, nada que me perturbara en lo más mínimo, y me volvió a mostrar el dibujo de aquello que querían, aquel conjunto de cilindros o conos labrados, que desde luego en nada se parecía al aparato terapéutico del doctor Granville.

Para contentarle, a él y los Tigres, les dije que había conseguido un puesto de jardinero ocasional.

—Jardinero, tú! —exclamó el Bruto al enterarse. No dije nada de que había sido sorprendido en un robo, y que por tanto veía complicado mi regreso a Forlornhope. Con esas me dejaron salir a la calle ya de madrugada, una vez prometido que iba a seguir buscando allí el extraño tesoro.

Ese sábado por la tarde vi a Liz en el Ten Bells, por fin, y todas mis angustias desaparecieron. Estaba viva, y bien, aunque muy borracha. La venganza del Green Gate hacia mí no se había producido. ¿Se habían olvidado de esa desdichada o Potts y los judíos me la habían cuidado? Me dijo que esa misma mañana había conseguido ayuda de la iglesia sueca, y empezaba a gastar esa ayuda.

—D... d... debieras pagar con ess... eso a los ch... ch... chicos del G...

—¡Qué dices! Que lo pague Mike. —Se refería a Kidney . Además, con lo que me dan no tenía ni pa...

Y siguió bebiendo, y yo con ella. Allí, escuchándola, tuve la vaga sensación de que su salud dependía de lo que estaba haciendo. No me refiero a mis acuerdos, sé que en el fondo esa puta les traía sin cuidado tanto a los judíos como a los de Benthal Green. Intuía que había un delicado equilibrio entre el Green Gate Gang, los Tigres, Pottsdale y ese Dragón, y que mis acciones y el objeto tan codiciado de lord Dembow eran las piezas clave.

La dejé sin que pudiera convencerla de saldar sus deudas con Dandi y sus camaradas. Los judíos se habían ofrecido a darme alojamiento, peligro este que pude eludir. Seguía manteniendo mi habitación en Flower & Dean, de hecho tenía para dos semanas en ella, no era un tipo despilfarrador, alguna virtud he de tener, la bebida me la pagaba Liz, o los judíos, y poco gasto más necesitaba, por lo que el dinero que le sacara a Dandi me podía durar bastante.

Empecé a idear cómo volver a casa de lord Dembow. Lo más fácil, lo único posible era apelar al buen corazón del ángel que vivía allí. Consumí todo el domingo tratando de encontrar el valor para enfrentarme a Cynthia, pedir perdón por mi «frustrado robo» y continuar espiando en su casa. Al día siguiente recibí la visita del Bruto. No fue una visita formal, como seguro supondrán. Pasé la tarde con Liz, mirándola. Al caer la noche nos separamos. Quedé caminando no muy sobrio, él me abordó. Debió haber sabido de mi deambular a través de Burney el Sigiloso. No lo vi. Al entrar en Flower se me echó encima por mi lado izquierdo.

—Bueno Drunkard, tenía ganas de verte.

—Q… qué quieres.

—Recordarte que te salvé la vida. Que me debes una. —Estaba solo, no le tenía miedo. Sé que era un formidable luchador, pero yo no era ningún pelele—. Tienes que hacer lo que te dicen...

—Déj... déjame en paz. —Seguí caminando y me cortó el paso de nuevo.

—No sé si entiendes bien la situación. Si dejas a esos judíos bastardos contentos, ellos estarán contentos conmigo. Me ayudarán a acabar con Dick, y entonces todo será mío, y yo seré generoso con quien me ha ayudado, ¿entiendes? —Y si por el contrario desairaba a esos rabinos, O'Malley estaría vendido, para los Tigres y el Green Gate Gang, no era difícil de entender.

El miércoles siguiente al mediodía fui a Forlornhope. Mis esperanzas se cristalizaron mejor de lo que esperaba y de lo que auguraba el aspecto de la finca. Estaba rodeada por hombres vigilando. Un par de detectives caminaba por los alrededores, haciéndose ver por cualquier posible intruso sin resultar ofensivos para el barrio y seguro que media docena más andaría por ahí, a cubierto y sin perder de vista la calle. Pensé que estaban por mí, pero era a causa del pasado atentado, del que yo no tenía idea.

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