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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (88 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—¡Cristo Redentor! ¡Aquí está Delantal de Cuero!

—¡Matadlo!

Había dado con Burney, envuelto en sus brumas. Ahora veían a un espectro delgado, como salido de esas viejas tumbas que ahora pisaban, con ojos negros que emanaban terribles vapores; todos esos pobres aturdidos por el sueño y el alcohol no necesitaban mucho más para montar un linchamiento. Todas las turbas son iguales, en cualquier país. Lo golpearon, se echaron sobre él pese a que, acorralado, Burney desenfundó un puñal, que pronto perdió. Iban a matarlo a golpes, mejor no podía ser la situación para mí, mi sombra asesinada por una turba enloquecida, Potts no podría culparme. Cuando iba a dar media vuelta, su voz se alzó entra la jauría.

—¡Ray! ¡Ayúdame! ¡Me debes una!

¿Deberle? ¿A esa comadreja delatora? La indignación hizo que me detuviera, que intentara decirle algo, insultarle, o mejor, quedarme ahí contemplando cómo lo despedazaban. Lo tiraron al suelo y él siguió gritando, hacia mí.

—¡Yo salvé a Larry! ¡Por ti, lo hice porque...!

Poseído por más ira de la que recuerdo haber sentido enarbolé la hacheta de nuevo y rugí. Aparté a golpes y empujones a los cinco que se cernían sobre el Esqueleto, y los encaré. Me quité con la otra mano la máscara, para causar más pavor. Supongo que mi medio rostro y el esperpento de Burney fue suficiente espectáculo para una noche, y todos quedaron helados. El huidizo Esqueleto aprovechó para salir sin dar tiempo a reacción alguna. Esta vez no lo siguieron sus brumas, o ya no era capaz o el miedo lo hacía más torpe. Lo vi filtrarse por entre los barrotes, por un hueco que ningún hombre adulto normal hubiera podido pasar. Salí tras él, volví a trepar la verja y caí rodando y magullado por las puntas de la verja al otro lado. No podía dejarlo marchar. Salté, corrí casi a cuatro patas, como un animal salvaje, maldiciendo mi cojera errática.

Hubiera escapado de tener un poco de valor. Se detuvo y dio media vuelta para implorar algo. Mi mano llegó certera a su cara y Burney cayó allí, ante la impasible mirada de Christ Church. Lo levanté del suelo por el cuello cuando oí una algarabía a mi espalda. La jauría de indigentes salía alborotada, trepando a duras penas la verja, deseosos de participar en el asesinato de un asesino. Abracé con fuerza mi presa, y sin soltarle el cuello salí al galope.

Burney apenas pesaba. Crucé hasta Dorset desbocado, a punto de perder pie a cada paso. Allí mi carga me instó entre susurros a parar.

—Bájame. Espera, antes de que nos sigan. —Me detuve entrado ya en la calle, en un callejón oscuro por el que se accedía a varias casas comunales—. Quédate muy quieto.

Pronto el humo de Burney nos envolvió, y dejé de ver. Sujeté fuerte a mi presa, no quería que se esfumara entre sus vapores. El jaleo de los mendigos desapareció. No veía nada, no sé si nos persiguieron o volvieron a su sopor alcohólico, pero la calle quedó en silencio. Tomé con fuerza a Burney por el vuelo de su pesado abrigo y lo zarandeé, salí andando con él de la oscuridad que nos rodeaba. Sus ojos y sus manos dejaron de verter noche.

—¿Q... q... qué has...?

—Salvé a Larry, te lo juro. ¿Recuerdas el día...? —Cómo olvidarlo—. Larry sobrevivió, yo rogué a Potts que detuvieran a ese monstruo, y él le dijo a Eddie que parara... luego consiguieron, lo convirtieron en un sapo... ¿recuerdas lo que se reía Potts de él? Al final se lo llevaron y... es el Demonio, Ray.

—¿Quién?

—El Dragón. Y Tumblety le ha vendido su alma... —Viendo en mí su sentencia de muerte, Burney se sinceró, contándome en susurros, rápido y sin concierto, aquello que había omitido o disfrazado durante nuestras charlas en el patio de Pentonville—. ¿Recuerdas lo que te conté cuando Tumblety llegó con tos esos policías y su caballo blanco? A quien quería ver era a Eddie... ya Potts, ellos conocían al Dragón, al verdadero demonio, su señor...

—Potts... yo creí q... q... que había m... m... mu...

Por lo poco que sabía Burney, Pottsdale escapó de la pelea ileso, o casi ileso. Huyó, y temiendo que los de Dembow hicieran una razia contra sus posesiones en el viejo callejón, se escondió. Según el delirante relato de Burney, Tumblety, el anticristo capaz de resucitar al tercer día, buscaba al Demonio a través de Potts, para culminar una venganza hacia lord Dembow y los suyos, no tenía idea del motivo de tal inquina. El doctor indio interrogó a todos los presentes, y Burney, tan asustado entonces como ahora, le explicó que él conocía bien los escondites de Potts y que podía conducirlo a él. Así lo hizo... no pude escucharlo más. Sabía bien la clase de monstruo que era Tumblety, y oír cómo se unía con el mismo Satán y planeaba oscuros horrores, cómo mutilaba los cuerpos de Burney y de otros tantos en atroces sacrificios ofrecidos al Maligno en ritos y misas negras... tenía miedo y me enfurecía sentir miedo.

—¡Calla! —dije—. ¿Q… qué tiene que ver esto c... c... con Law...?

—Con él hicieron.... No sé qué conjuros, ofrendas a Satán...

—Dijiste que t... tú lo s...

—Lo salvé, sí... aunque no sé si al final le hice bien alguno... yo no quería que le hicieran lo que... lo que luego hicieron conmigo. —Golpeó sobre sus corneas metálicas—. Dios me perdone... —El día que Potts me torturó a través del martirio de mi amigo Lawrence, yo cerré los ojos, ¿recuerda que se lo dije? Pues lo que a mis oídos sonó como el maldito oso
Pete
devorando a mi amigo, no fue más que dos zarpazos y medio mordisco, que no lo mató, aunque lo dejó malherido. Burney, siempre según él, suplicó por la vida del pobre Lawrence, y Potts, cansado y sin interés real de que ese desgraciado muriera, detuvo a Eddie y a su animal. Burney recuperó los despojos y entre él y el resto de los fenómenos atendieron sus heridas, sin muchas esperanzas—. No creo que hubiera sobrevivido más de una semana. Encima, cuando quedamos solos, Eliza le dio lo suyo mientras estuvo con nosotros...

—P... p... puta.

—Le ayudé lo que pude... te lo juro. Y cuando entró la policía con el doctor T., insistí en que lo llevaran a un hospital. Entonces, Tumblety habló conmigo... le había oído decir que él nos cuidaría, cuando llegó, ya sabes, que sabía de medicinas y... le pedí que curara a Larry. —Mi rostro debió cambiar, mi ojo debió ensombrecerse hasta parecer la cicatriz vieja de mi cuenca vacía, porque la palidez de Burney se hizo traslúcida. Había entregado al pobre Lawrence al Monstruo, y yo sabía lo que gustaba de hacer con los enfermos—. ¿Qué podía hacer yo? Dijo que le sería muy útil, que le daría la vida eterna... ¿lo oyes? Para siempre... también me lo prometieron a mí... Dios mío. —Creo que estaba llorando, aunque de esos ojos negros ya solo podía manar oscuridad—. Hicieron un sacrificio, él y Potts, entregaron al pobre Larry a Satán...

—¿Están juntos?

—¿Tumblety y Potts? Sí, desde entonces... aunque hace mucho que no vemos al doctor T., por fortuna. Se llevaron a Larry, como se llevaron a todos, uno a uno, a Mary y a Jane, a Georgi, a Amanda... a todos. Creí que a mí también me ofrecerían, que me transformarían en algo y mira... ya lo están haciendo... que Dios me perdone...

—¿Q... qué fue de...?

—Lo convirtieron en sapo, lo vi con mis propios ojos. No lo sé, dijeron que sería un buen regalo... creo que se lo querían ofrecer a Dembow a cambio de... perdóname... yo solo tenía miedo... p...

Pensé en mi trabajo en casa del lord. Transportando todos aquellos animales, conté el número de criaturas mágicas, y el número de mis amigos. ¿Recuerdan el zoológico de fantasía que tanto atormentaba a Cynthia? No quise desvelarles antes nada, imagino... sí, ahora el horror les sobrecoge como a mí. Sentí que me temblaban las piernas. Toda la familia, mi familia, toda
L'exhibition de Phénoménes et d'Horreurs de toutle monde du monsieur Pott
convertida en tributos al Maligno, por obra y gracia de las dos criaturas más despreciables que caminaran por este mundo. Y yo hui, me fui nadando por el río, sin hacer nada, escapé... de pronto mi nariz estaba llena de olor a carne quemada, y me eché a llorar.

Abrí el ojo cuando oí el sosegador sonido del cuello de Burney al quebrarse. Lo miré, inerte, con un «perdón» helado en sus labios, un monstruo más que desaparecía. Aún quedaban los mayores. Ahora todo cambiaba, ahora el caos de Raimundo Aguirre se desataría como no lo hizo antes. Lo juré.

Con esfuerzo conseguí soltar la presa de su delgado cuello, cubrí mi rostro con la mascará; y esperé. Allí en aquel callejón frío había matado otra vez y lo había hecho con la impunidad con que obraba el asesino de Whitechapel. Como él haría, pensé en el mejor modo de llevar a cabo mi plan apenas pergeñado. Fue una fortuna que no dejara hacer el trabajo a los mendigos de Itchy Park, pues entendí que no me interesaba que Potts y sus judíos encontraran el cadáver de Burney; si desaparecía, menos problemas para mí. Incluso, dado lo elusivo de su persona, puede que tardaran tiempo en echarle en falta y, lo que era mejor, pensaran que estaría cumpliendo sus funciones, siguiéndome allá donde fuera. De modo que tenía que deshacerme de ese cadáver.

Cargué con él, y sentí un dolor en el vientre. El corte que me hiciera la verja del parque sangraba. Rasgué una manga y con ella me apreté las tripas. No parecía un corte profundo, pronto cicatrizaría, pero debía evitar dejar un reguero por las calles. Volví a alzar los restos de Burney, apenas pesaba, y era extremadamente flexible. Tome sus piernas, y noté que se doblaban mucho, por más lugares de lo normal y hacia direcciones poco naturales. Era más delgado de lo que recordaba, mucho más, sus manos y pies no eran ya de carne, sino de madera y metal, recubiertos de un caucho negro, y grandes, palmeados, ¡sus pies parecían manos! Entendí su horror; el Monstruo lo había convertido en un mono, otro monstruo. Me lo até al cuerpo, como lo oyen, podía atarme a Burney en torno a la cintura y el torso, y cubriéndolo con mi abrigo y el suyo, no parecía más que un hombre muy corpulento, más de lo que ya era.

Salí a las calles andando torpe, situación que no me era desconocida, y así con mi paso borracho atravesé toda la ciudad, hacia el río. Llegué allí sin percance alguno, sudando por el esfuerzo, pues aunque la carga no era muy pesada, sí incómoda. Caminé junto al río, apartándome de los solitarios con quien me cruzaba, escapando en la noche con el cadáver de mi víctima, como el asesino. Baje al agua, no lejos de
London Bridge
. Ya amanecía, y había gente, pero desde joven aprendí que entre las multitudes, en lo evidente, es donde más desapercibido pasan las acciones más abominables. Vi cajas y telas apiladas allí, junto al agua, y entre ellas empecé a desmembrar a Burney. En ese momento no vi la semejanza de mis horribles actos con los que llevaba a cabo ese criminal que aterraba todo Londres, solo me urgía deshacerme de los restos del Esqueleto. Fue trabajo fácil, los miembros de mi antiguo amigo estaban hechos ahora de metal y madera, unidos por tendones, algunos naturales, con los que naciera, y otros como cuerdas de guitarra. Tiré brazos y piernas, su torso, todo, todo se lo tragó el Támesis.

Qué fácil es volver al salvajismo. Qué cerca del monstruo está el hombre. Quién soy yo ahora para condenar lo que hiciera aquel asesino de Whitechapel, quién soy yo...

El domingo ya brillaba en el cielo. Tiré el arma sustraída de entre los aperos de Forlornhope, que me sirviera de macabra herramienta y marché de allí. Dirigí mis pasos hacia Kensington atormentado, no por mi reciente acto, sino por lo que bullía en mi mente.

Otra verja más que saltar hoy, esta era menor que la que rodeaba Itchy Park, al menos en altura, aunque su dificultad aumentada teniendo en cuenta que era de mañana, y el ajetreo matutino del servicio estaba ya en marcha. Sé que podía haber llamado con cualquier excusa, para volver a mis quehaceres de jardinero o lo que fuera. No en esta ocasión, no cuando mi intención era otra. Sorteé el obstáculo, corrí por el bosque escapando de la mirada de los guardias armados. Llegué a las cocinas. Con sigilo entré por la ya familiar carbonera hasta el sótano. No había nadie por allí, subí por las escaleras y comprobé la puerta que subía a la primera planta desde la bodega. Había estado abierta toda la mañana del día anterior, mientras subían los juguetes del lord al salón de arriba. Esperaba que hubieran olvidado cerrarla, y en efecto, así estaba aún.

Entré despacio, el primer piso parecía muy ajetreado, con todos preparando el desayuno, limpiando... si no me encontraba con la señorita Trent, con Tomkins o con alguien de semejante importancia, podría pasar sin tener que responder muchas preguntas. Iba sucio, y sin mi ropa de faena, pero eso podría explicarse con cualquier excusa. Llegué a la gran escalinata y ascendí tratando de darme aires casuales.

Sin más llegué al salón de exhibiciones iluminado por la luz que entraba a través de un espléndido mirador, con las ventanas abiertas para oreo temprano de la casa. Entonces no me percaté del insólito hecho de que hubieran abierto aquel segundo piso al exterior, esa segunda planta siempre cerrada al mundo, disponía de una magnífica balconada, que hoy estaba de par en par. Mi andar pasó del huidizo caminar del sigilo a la parsimonia de la veneración; sentía miedo y dolor, y temor por el dolor. Todos los pavos mecánicos, las cabezas parlantes, los húsares, las representaciones de batallas, las estrellas, los relojes; todos brillaban esplendidos e inmóviles en la mañana, todos rodeando, venerando a la figura del flautista chino, con sus primorosos vestidos, su delicado trabajo y su perfección.

Más apartadas, al final del salón, tímidos ante la magnificencia de sus hermanos más importantes, estaba el zoo fantástico que ayudé a subir aquí hacía un día, seis o siete piezas todas tapadas con blanquísimas sábanas.

En medio de todos esos fantasmas blancos, vi los picos de la corona del sapo. Aparté el lienzo que lo cubría, estaba sobre una mesa, dormido, mirándome. A través de sus ojos de vidrio no pude ver nada, nada vivo.

Sabía cómo funcionaban, creía saberlo. Vi cómo el señor Ramrod examinaba cada pieza que subiéramos, tenían un mecanismo diabólico que los devolvía la vida. Busqué en el anfibio de metal, y encontré palancas y artilugios móviles. Lo accioné, oyendo cómo el animal respondía con una serie de suaves chasquidos. Quedó un tictac apagado, y el sapo no se movió.

Di dos pasos hacia atrás. Sus ojos negros seguían fríos.

—¿L... Lawrence? —Nada. Qué locura, ¿cómo...? El tictac cambió, se hizo más seco. El sapo parpadeó. Y croó.

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