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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (91 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Se estuvieron matando todo el día, y llevaron la peor parte los judíos; bueno para Torres y malo para Liz. No fueron solo mis antiguos compañeros, los Blind Beggars, los del Hoxton High Rips, los Titanics, hasta los que quedaban de la de Odessa se apuntaron al exterminio de los Tigres; todas las bandas del East End confabuladas para acabar con la supremacía de los judíos, no fue mal conspirador Dick Un Ojo.

En Whitechapel tenían un asesino de putas por el que preocuparse, y una de ellas iba a morir por mi culpa.

Recorrí todo el barrio, corriendo deprisa, febril, seguro de que cuando pudiera verla estaría muerta. En Commercial me dieron una esperanza. Preguntando en Bricklayer's Arms, un pub de la calle Settles, un par de trabajadores algo alegres dijeron haber visto a una mujer como Liz. Había muchas como ella, y mi capacidad de descripción no era digna de reseñar, así que aquellos a los que pregunté, los que no me ignoraban, solían decir: «sí... creo que vi a una así... en tal y cual...», y me tuvieron dando vueltas bajo la lluvia toda la noche. La diferencia con estos dos fue que dijeron haberla visto en compañía de un tipo muy elegante, con bombín alto, cuello blanquísimo de plastrón, bigote negro... Dandi. Se habían fijado en la pareja, que estaba a la puerta del pub, refugiados de la lluvia intensa. Ella llevaba una bonita flor amarilla al pecho. Él, que parecía un caballero, se esforzaba en besarla y abrazarla, eso les llamó la atención. Uno de los obreros que entraba con sus amigos, se quedó mirando y lo invitó a entrar y tomar un trago.

—¿Por qué no entras dentro con la mujer? Llueve mucho ahí fuera. —El tipo los ignoró, por lo que se dirigieron a ella—: Eh, cuidado. Ese es Delantal de Cuero merodeando...

La pareja se fue deprisa, hacia la calle Berner, todo ocurrió poco después de las once. Pregunté la hora.

—Pues serán las once y cuarto o y media... los habré visto hace veinte minutos como mucho...

Corrí desesperado. No la encontré allí, en la calle Berner. Solo había lluvia y gente paseando y un tipo vendiendo fruta... a Liz le gustaban las uvas. Salí de la calle, di una vuelta alocado, me crucé con judíos serios, charlando, y volví otra vez por Commercial hasta el principio de Berner. Entré una vez más por ella, había un callejón o un patio al fondo, esa clase de sitio que suelen emplear las putas.

Allí la vi. En pie, a la entrada del patio de Dutfield, con una bonita flor prendida en el vestido que podía ver desde lejos, hablando con un hombre al que reconocí en el acto sin apenas verlo, por su porte. El Dandi. La tiró al suelo y ella empezó a quejarse, no muy fuerte. Había un hombre enfrente, otro judío, y uno más allá encendiéndose una pipa o algo así. Dandi gritó:

—¡Lipski! —Y el judío salió corriendo, perseguido por el tal Lipski, o tal vez había insultado al judío llamándolo así y los dos corrían. Dandi levantó a Liz. Corrí hacia allí, él debió oír mis pasos, miró—. Drunkard... la vida es buena a veces—. Sujetaba a la mujer, callada, algo bebida, no sé, solo podía ver la flor en su pecho.

No había nadie en la calle, se oían cantos de un coro masculino dentro del patio. Dandi agitó la mano, el cuchillo saltó a ella, se frotó el bigote con él y pasó el filo por las cicatrices ya casi desvaídas que yo le hiciera dos semanas atrás. Nos separaban doce metros, quince a lo sumo, mi maldita cojera me impediría llegar a él antes que su cuchillo a ella. Todo era un ciclo, ahora lo veo, mis errores de la juventud, era ahora cuando los iba a pagar, mis deudas con tantos muertos, con esa vida que había acabado transformándome en un monstruo. Como un eco de mis pensamientos, Dandi dijo:

—¿Vas a pagar la deuda de esta zorra? —Yo asentí—. No, esta vez paga la puta.

Entró dentro del patio, rápido. Yo arrastré mi maldita pierna hasta allí. No vi nada en el primer momento. Estaba junto al club socialista, de ahí salían los cánticos y alguna luz. La había tumbado en el suelo, con delicadeza. Él me miró, sonrió y la degolló de oreja a oreja.

No tuve tiempo.

Iba a matarlo, él estaba en guardia, esperándome, y entonces llegó un carro. El se metió en sus sombras y yo en las mías. Si me veían allí, con una mujer degollada en Whitechapel, me matarían a golpes sin esperar justificación alguna. Si tenían que elegir entre el Dandi o un monstruo como yo, era yo el asesino. Me quedé muy quieto, viendo cómo el cochero descubría su cuerpo. Todavía se estaba muriendo, todavía estaba viva. El cochero se había bajado de su vehículo, encendió una cerilla y la vio. A ella sí, a Dandi saliendo a la calle a su espalda no. Yo no podía moverme, pero a él lo protegía el propio coche y el triste animal que tiraba de él. El hombre entró en el club de judíos, donde cantaban mientras ella se moría. ¿Y pedir ayuda? Aunque perdiera el cuello tal vez pudieran ayudarla... no, lo había visto degollarla, Dandi sabía hacerlo bien. El asesino ya no estaba, y yo seguía allí.

El hombre salió otra vez con un candil y otro tipo, una mujer quedó en la puerta, mirando desde allí. Iluminaron,

—¡Santo Dios! Le han cortado el cuello.

—Otra mujer...

Más judíos. Un par de ellos, el chofer y otro habían salido corriendo, aullando:

—¡Policía!

—¡Asesino!

Empezó a acumularse gente espantada en torno a ella y yo me mezclé con la turba, así de fácil. El resto ya lo conocen. Llegaron personas de fuera, atraídas por los gritos de auxilio. Dos agentes de policía... me acerqué más. Tenía el paquete de caramelos en la mano, el que yo le compré, lo tenía en su mano cuando le cortaron el cuello. A lo mejor puede que pensara en mí mientras moría y puede que fuera un pensamiento tranquilo.

Cerraron las puertas para que nadie saliera, registraron la zona, nos preguntaron y examinaron en busca de sangre; el asesino no estaba con nosotros, andaría bebiendo ron en algún antro, celebrando su hazaña y el fin de sus enemigos.

Nunca volví a ver a Dandi. Es mentira que las malas acciones acaban pagándose. Es mentira. Ni las buenas reciben su recompensa... no.

Vi a Torres. Seguí sin hacer nada. Me bastaba con saber que al menos él estaba bien.

A las cinco de la mañana nos dejaron ir. Cuando me preguntaron, inquietos como siempre por mis taras y la suciedad de mis ropas, apenas hablé. Me tuvieron por tonto, un pobre imbécil, un pobre imbécil incapaz de nada, de nada, sin más. Sin más...

¡Eh! ¿A dónde...?

____ 42 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Jueves, acto seguido

De una tremenda patada Alto abre la puerta de vaivén, golpeando en la cara a Celador. Cae al suelo. La sangre de la nariz rota es un surtidor. Alto corre. Tira una patada a la entrepierna que no llega a acertar, Celador está hecho un ovillo, sangrando y aturdido. Le da otra vez, y otra.

—¡Coja el arma! —grita en medio de toses Lento. El perro ladra, gruñe, araña contra una puerta no muy lejana. Alto agarra la escopeta que ha caído al suelo como a un salvavidas, resbala y cae a su vez.

—¿Dónde está? —dice apuntando a todos sitios a un tiempo—. ¿Dónde...?

Lento asoma por la puerta en su silla, dolorido. Celador se mueve.

—Hijo de puta... me ha roto la nariz...

—¡No se mueva! El oso, ¿dónde tiene a ese oso? —Los ladridos del perro siguen atronando, sin acercarse.

—El oso... —Se ríe escupiendo sangre—. Ese es el menor de... tus problemas... cabrón...

—¡Tenemos que correr, rápido...! —Lento sale con mucho esfuerzo del cuarto. Alto se levanta para ayudarlo. Celador tiende la mano hacia la silla de ruedas y recibe una patada más en el vientre que casi lo levanta del suelo.

—Vamos. —Empujando la silla, traqueteante a la carrera, salen del pasillo estrecho que conduce de la habitación de Aguirre a un distribuidor algo más grande, de allí cogen otro pasillo, iluminado por cuatro velas mortecinas, a través del que se oyen los ladridos con más claridad.

—No importa —gime Lento a punto de caer de la inestable silla—. Por ahí está salida... habrá que matar.

Los velones de las paredes dan poca luz, saben que han llegado al oír ruidos y arañazos. Una puerta, cerrada.

—¡Las llaves! —Alto suelta la silla que va a dar contra la puerta cerrada. El perro ladra con más furia. Da media vuelta—. ¡Espere! La escopeta. —La llevaba Lento en el regazo, mientras corrían. Alto vuelve, la coge, y otra vez echa a correr. Celador parece inmóvil, tendido sobre cuajos de sangre y babas. Apunta con la escopeta, temeroso. Se acerca a él, le molesta el arma. La deja en una esquina. Mueve el cuerpo al registrarlo. Celador gime y no hace nada.

Encuentra un manojo de llaves y de nuevo a correr con ellas en una mano y la escopeta en la otra.

—No puedo... —Al llegar está sin aliento—. Si abrimos, ese perrazo...

—Deme eso. —Señala la escopeta—. Usted abra y yo... aléjeme de la puerta.

No hace falta explicar más. Alto mueve la silla unos metros atrás y da el arma a su compañero, que apunta tembloroso hacia la puerta. Luego vuelve a esta, busca nervioso la llave que encaje en la cerradura.

—Tenga cuidado, por Dios. —Gira la llave. Tira con fuerza de la manija procurando protegerse tras la gruesa hoja reforzada de la puerta. El perro entra como una sombra entre sombras, llena de dientes. Lento dispara. La silla se mueve hacia atrás por el retroceso. Choca contra la pared. Grita de dolor. El rugido del animal se convierte en llanto.

—¿Está bien? —dice Lento tratando de ver algo a su espalda; los nervios, el golpe y la agitación han hecho que se de media vuelta. Las velas se han apagado—. Conteste...

—Buen disparo. Lo ha dejado seco. —El perro gime con la cara y el pecho destrozados—. Vámonos.

Vuelta a empujar la silla. Llegan a las escaleras. Carga con Lento, es una operación que lleva haciendo ya días, siempre en situaciones de menos premura. El enfermo grita dolorido, pero suben los dos tramos sucios y oscuros. Lo deja en el suelo del primer piso y vuelve abajo.

—¡Deje la silla! ¡Salgamos! —Vuelve a cargar con él y Lento se lo impide—. No es... Deje que me apoye.

Así caminan los dos por el primer piso, arrastrando miedo y dolor, hasta llegar al enorme y desocupado vestíbulo de la residencia. El lugar está tan sucio como las dependencias inferiores, y apenas iluminado. Los ventanales enrejados están pintados por dentro. Los papeles, cubos de pintura vacíos y diseminados, andamios, herramientas, son toda la decoración. Dos puertas sólidas cerradas. Ninguna llave del manojo abre ninguno de los candados, siete, como la entrada al infierno.

—Mierda —dice extenuado Alto—. Es muy pesada, no podremos derribarla.

—Yo desde luego no. —Lento se ha desplomado sobre un sillón mohoso, junto a una mesita donde se acumula la prensa de hace semanas. Su compañero suspira, se tranquiliza.

Se sienta junto a él. Miran las ventanas, muy altas cuya pintura gris se ha desgastado y deja pasar una mortecina luz diurna.

—Tampoco veo posible salir por ventana. Tiene que haber... —Un gemido de dolor lo hace callar—. No... tranquilo, soy bien. ¿Dónde son las malditas llaves?

—Je, je... eso es una canción infantil, ¿sabe? O casi. Tiene razón. Las buscaré, espere aquí. —Se va corriendo.

—Si encuentra una forma de pedir ayuda... —Se duerme.

Pasan dos horas.

Lo despierta el traqueteo sobre las cerraduras. Alto está de rodillas, probando una y otra llave. La luz ha menguado, la del exterior. En la mesita tiene una garrafa con agua y una lámpara de aceite encendida.

—¿Salimos...? —musita amodorrado Lento. Tiene un aspecto aún peor que cuando quedó dormido.

—¡Qué va! He encontrado toda clase de llaves tiradas por ahí, ninguna vale. Ahí le he dejado agua, por si tiene sed.

¿Es...?

—¿Potable? Yo la he bebido hace un rato, y aún me encuentro bien, dentro de lo que cabe. —Abandona su esfuerzo y se sienta junto a su compañero, arreglándole como puede los vendajes—. No hay salida.

—Tiene que haberla... no...

—Aguante, seguiré buscando. No creo que tarden en venir por nosotros.

—¿Quién? —Ya no puede contener más las lágrimas—. ¿Quién sabe...?

—El detective que usted contrató...

—¡Le dijo...! —No puede decir más. Abraza a su amigo con la poca fuerza que le queda—. Nunca más quejaré de su... indiscreto...

—Indiscreción. Entretanto descanse, es lo mejor que puede hacer. Esperaremos aquí.

Sirve agua en dos tazas. Las saborean ambos con tanta ceremonia como si fuera el mejor café.

—¿Qué día es hoy? —pregunta Lento.

—Miércoles... no, es Jueves, quince de mayo. Fiesta.

—Vaya —ríe, y al momento se queja de sus heridas—. Su país y sus fiestas... ¿Cuánto hace que somos aquí?

—Quince días o un poco... ¿se refiere a encerrados los dos? El domingo le hirió ese monstruo, desde entonces...

—¿Dónde es? ¿Lo ha visto? —Los dos callan, esperando oír en ese momento algún gruñido—. ¿Encerrado?

—No se preocupe. Ahora descanse. En cuanto nos saquen de aquí...

—¿Y si quién viene es... señor Solera?

—Ya vio cómo reaccionó nuestro amigo al amenazarle con que iríamos con el cuento a él... no creo que estén en buenas relaciones, ni que ese tal Solera, sea quien sea, sepa lo que pasa aquí. Además, aún tenemos la escopeta...

Pasa el tiempo.

La luz que se filtra por los cristales tintados va cambiando su inclinación muy despacio. Alto pasea por la enorme sala. Mira tras el mostrador de recepción, en los armarios. Se va al piso de arriba. Encuentra más basura, más abandono y más llaves inútiles. Sube otro piso y vuelve con varios papeles entre las manos; cartas y capítulos de la novela de R. T. William. Al volver, Lento está despierto.

—Mientras esperamos... —dice—. Podíamos seguir hablando con Aguirre... creo que... sabemos cómo atenderle.

—¿Se encuentra con fuerzas?

—No. Tampoco para quedar aquí.

—Y si llega alguien... Puedo bajarle mientras yo...

—Le necesito, no soy seguro de mi capacidad... si viene... espero que oigamos antes... tenemos...

—La escopeta.

—Sí.

—Como quiera. —Carga de nuevo con él—. No se preocupe, vamos a salir de esta.

Llegando al sótano lo deposita en la silla, ahora el camino es más sencillo.

—¿Cuántos cartuchos tenemos? —pregunta Alto mientras va a buscar una vela que encender.

—Yo... disparé al perro, queda el otro cañón. Habrá más munición.

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