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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (90 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Las sanguijuelas asoman en estos lugares, ¿lo ves Drunkard? —Poco veía, la silueta macilenta de Will bien podía ser un alma en pena en semejante entorno.

—¿Os han seguío? —ignoró Willy el insulto.

—¿Tienes miedo, Willy? —El Bruto extendió sus fornidos brazos y giró en torno a sí, abarcando todo el camposanto—. Aquí nadie puede hacernos daño. —Entonces fijó su mirada en el muchacho y se quitó la gorra—. Yo solo veo muertos.

—Creí que estabas dacuerdo —chirrió la voz de Will—. Si no, ¿a qué has venío?

—Tengo curiosidad por lo que tengas que decirme.

Will se acercó más, apoyó un pie en una losa y adoptó actitud de confidente.

—Dick está loco, y va a por ti. Te tiene miedo y va a hacer algo grande, y no quiero estar con él cuando pase.

—Te entiendo. Eras mi amigo y tampoco quisiste estar conmigo cuando las cosas se torcieron.

—¡Que te jodan, Bruto! ¿Quesperabas quiciera? Este anormal casi nos asesina, y estaba atado, y tú vas y lo dejas vivo... y le cortas las pelotas a Patt.

—Las tuyas no las hubiera encontrado.

—Mu bien, como quieras. Insúltame hasta que se te acabe la saliva, ¿no quiés saber qué piensa hacerte Dick en cuanto tatrape?

—Claro que sí, por eso he venido.

—Vale. Y a cambio, ¿qué me das?

—¿Qué quieres?

—Estar de tu parte, como antes. ¿Has hecho un trato con los judíos? Yo quiero ir en él. ¿En qué habéis quedado?

—Yo no estoy con los judíos ni dejo de estarlo, voy por mi cuenta.

—Mentira... —Dick Un Ojo y el Dandi asomaron por entre los mármoles. No habían podido aguantar más—. Estás mintiendo, O'Malley. Vas por mi cabeza.

—Has tardado viejo amigo. —El Bruto se quitó el abrigo mostrando su torso peludo y musculado al frío, con el desvaído tatuaje de un perro brillando en él—. Si voy por tu cabeza, tú fuiste antes por la de Joe, lo uno por lo otro.

—Mentira otra vez. —El ojo de Dick se movía de un lado a otro. Decían, y yo lo creo por lo que pude comprobar, que era capaz de ver con ese ojo en la mayor oscuridad. Si los Tigres estaban al descubierto, los vería—. Jamás he hecho nada contra Ashcroft, lo único que quieres es hacerte con todo. Ya veríamos si de estar Joe fuera no le jugabas otra semejante a la que me intentas jugar a mí.

—Eres un cobarde, Dick. —Eran pocos para el Bruto. No es que entre el Dandi y Will no pudieran con él, dos hombres bien coordinados pueden despachar a un tercero, por muy fuerte que sea este. Era la falta de valor entre los secuaces de Un Ojo la que daba ventaja al irlandés. Me extrañó la poca previsión por parte de Green Gate Gang, al menos debían haber traído diez hombres—. Y has convertido el Green Gate en un rebaño de borregos.

Dandi y Will se habían ido moviendo despacio, rodeando al Bruto, que no daba señales de que le importara. Will hizo chasquear sus manos y sacó las garras, Dandi balanceaba un garrote y dijo:

—Pues estos borregos también saben morder.

El Bruto soltó una carcajada y acto seguido dio un salto hacia adelante, amagando y divirtiéndose del respingo que dieron Will y Dick. El Dandi ni se movió, amigo de no complicarse la existencia, en cuando el irlandés se plantó enjarras, riendo de su bravuconada, le tiró el palo con tan buen tino que fue a acertarle en la sien izquierda. Cayó al suelo.

—¡Raja a ese cerdo! ¡Como a las putas! —gritó Dick lleno de furia. Will se cernió sobre la presa caída, y entonces los Tigres despertaron. Corriendo, cayendo desde las alturas en saltos de más de cinco metros, gritando bajo sus sombreros con luz y sus plumas de pavo, con sus chaquetas cargadas de armas, aparecieron una docena entre tumbas y mausoleos—. ¡Qué sorpresa! —exagera Dick entre risas—, el marica se ha acompañado de la basura judía.

—Ya está bien de monsergas —dijo Max Moses con su Nordenfelt brillando a la espalda, y fue decirlo y accionar la palanca que los disparaba. Dos de los cañones no hicieron fuego. La ventaja de esas armas es que aunque un tubo se encasquille, el resto sigue funcionando. Disparó por tanto solo cuatro tiros, y podía haber seguido disparando y una y otra vez y hacer buen destrozo, pero la falta de ese fuego adicional, por obra y gracia de un servidor, lo distrajo.

—¡Sangreeeee! —gritó Dick mientras sacaba una pistola, y los muertos se alzaron de dentro de sus sepulcros. No puedo calcular cuántos y no creo exagerar cuando digo que todo Green Gate Gang salió de la tierra, armado con palos, piedras y cuchillos. Alguien los había avisado de la trampa, alguien que de verdad jugaba al juego de la muerte y el engaño, no aficionados como yo.

Dick disparó su arma y dio contra el blindaje de las chaquetas judías. Daba igual, cada hombre acorazado y armado de los de Besarabia valía por tres del Green Gate, pero eran doscientos, doscientos contra treinta; los Tigres estaban muertos. Cayeron sobre ellos como jaurías, muchos se llevaron disparos de Moses hasta que lo acallaron. Oí los chasquidos de los brazos y piernas hebreas accionando sus músculos de metal y las cuchillas y dardos saliendo. A Kid McCoy se le quedaron enganchados los brazos atrás, también por mi causa, lo vi gritar de dolor cuando los flejes de acero le partieron los brazos, y las piedras de los de Benthal, la cabeza; ahí acababa Josué renacido, se iba la promesa del boxeo del pueblo de Abraham.

El otro púgil, el irlandés, se había levantado aturdido, sangrando por la sesera y seguro de que si se dejaba llevar por ese mareo acabaría muerto. Will estaba sobre él, extasiado como su jefe por el espectáculo, y en cuanto lo vio moverse preparó el golpe definitivo con sus garras. No tuvo tiempo. Bruto echó mano a la estatua a su espalda, le arrancó la mano de piedra y con ella aplastó la cabeza de Will. Luego, empezó a correr.

En cuanto a mí, visto mi plan en curso un tanto desbocado, aunque a ciencia cierta nunca estuve seguro de qué podía considerar éxito y qué fracaso, intentaba hacerme uno con las estatuas inanimadas que empezaban a mancharse de sangre de Tigre. No pudo ser. El ojo de Dick me enfocó, este alzó su pistola, furioso y exaltado por la masacre, y gritó:

—¡Estás muerto, Drunkard! ¡Ahora quiero tus pelotas!

Me fui por él. Con Will fuera de combate solo tenía a Dandi a su lado como guardián, poca cosa para mí. Nunca tuve miedo a morir en una pelea. Disparó, pero ya no tenía balas, agotadas en tiros al aire. La tiró y sacó su lanceta flamígera. No le di tiempo a encenderla, pegué una patada, lo tumbé, agarré ese feo tubo que salía de su cara y tiré.

—¡Y y... yo quiero tttttu jodido ojo!

Costó sacarlo, y cuando me hice con él tenía jiras de sangre y yo qué sé qué más humedades colgando. Cayó temblando en medio de convulsiones grotescas, di media vuelta y me pegué de cara con Dandi y su cuchillo de juguete. Amagué con tirarle el ojo mecánico. Dandi alzó la mano y dio un paso atrás. Me paré. Él señaló lo que lo rodeaba, la victoria indiscutible del Green Gate Gang, y no era difícil deducir que a esta seguiría otra carnicería en los guetos judíos de los Tigres, persiguiéndolos uno a uno, antes de que reaccionaran. Dick estaba muerto, y él no. Collins, el hombre de confianza de Un Ojo podía caer esta noche en la refriega, o más adelante, si no era el traidor. Él seguía vivo y entero.

Torció el gesto. Me estaba diciendo: «vete, ¿para qué pelear? Tú me has proporcionado esto». Marché, y él empezó a reír. No iba a matarme, no iba a pelear conmigo, ¿para qué?, tenía otro modo de torturarme. Imbécil, imbécil... tenía que haberlo matado.

HUÍ con mi trote arrítmico. Dandi no me persiguió y yo no lo toqué. El resto del Green Gate no iba a ser tan clemente con mi persona, un par me vieron y gritaron por mi cuello, presa más fácil que los judíos blindados debía de ser. Dandi hizo la pantomima gritando: «¡Coged a ese deforme!», y así salió una jauría de asesinos detrás de mí. Mis perseguidores no contaban con luces, como los Tigres, y metidos en el interior del cementerio, la oscuridad, siempre mi amiga, me acogía.

No corrí durante mucho tiempo. Una sepultura abierta, sobre la que se alzaba la figura de un hombre, un poeta o un militar, con las manos en la cabeza en actitud atribulada, estaba abierta a mi paso. Mi vista enferma no vio la enorme losa apartada a un lado y los tablones de madera pintados para dar el pego como lápida; eso había cubierto la tumba, esta como las otras, hasta que salieron sus improvisados inquilinos. Uno de los escondites de los del Green Gate Gang fue ahora el mío sin buscarlo. Caí allí, sobre el féretro viejo de quién sabe quién y sentí la herida de mi vientre reverdecer. Quedé quieto. Mis perseguidores pasaron de largo.

Oí los gritos y el jaleo de la pelea, disparos, llantos, que fueron menguando, mientras mi mirada se clavaba en el rectángulo de noche sobre mí. Pensaba en Liz, en cómo ayudarla ahora, recé para que todos murieran, todos. Cuando apenas oía voces, nada más que ecos lejanos, empecé a incorporarme. Apareció una figura, su cráneo calvo contra la noche me dijo quién era: el Bruto.

—¿Crees que te has escondido bien, Drunkard, bastardo traidor? En buen lugar estás, te ahorras el entierro, voy...

Oí el disparo, aunque no lo identifique como tal hasta que la sangre irlandesa se derramó en mi cara. Un instante suspendido en la noche y cayó sobre mí, oí cómo el cofre en el que descansaba se quebraba. Quedó encima, su cabeza en mi pecho. Los pasos del Green Gate Gang se acercaron, y sus voces.

—¡O'Malley! ¡Viejo cerdo y degenerado!

—¡Ya ties lo tuyo! ¡Traidor!

—¡Ahora estarás con tus amigos judíos!

Llegaron, vi un par de sombras rodeando la tumba, cabezas curiosas y manos armadas bajo el cielo negro. No llevaban luces, el Bruto era enorme y yo bajo él más parecía los restos del finado que moraba allí, gracias a Dios.

—Jodidos hijos de puta... —susurró el Bruto sobre mí.

—¡Está vivo! —dijo uno de los de arriba—. Vamos a...

—No. —Era la voz engolada del Dandi—, No debemos perturbar a los muertos más. Dejemos que nuestro viejo camarada O'Malley descanse en paz.

Una algarabía de festejos vino desde fuera. Voces indicando qué hacer: tirar aquí, empujar allí, coger esa palanca. Resonar de piedra sobre piedra. Salivazos, pedradas. Al instante mi rectángulo de noche fue menguando, reducido por una oscuridad aún mayor.

—¡Aguanta el aire, irlandés maricón!

—¡Esto por si tentra sed! —Meados calientes sobre nosotros. Risas. El ruido final al quedar sepultado en vida.

—¡Hijos de puta! —El grito del Bruto no salió mucho más allá de nuestro confinamiento por toda la eternidad —¡Volveré del infierno por vosotros...! Por vosotros...

¿Eso era todo? Así iba a morir. Si fuera por la voluntad de mi compañero de nicho, así sería. Se movió en nuestra estrechez y echó manos a mi cuello.

—No moriré antes que tú —dijo mientras apretaba mi garganta con la enorme fuerza de sus manazas. No podía hacer nada para evitarlo, estaba inmovilizado, me limité a tensar mi cuello. Noté cómo la presión menguaba a media que la respiración del pecho de O'Malley, pegado al mío, se acompasaba. Me soltó.

Llegó el silencio. No tuve miedo ni sentí la angustia o el agobio por la estrechez del tétrico lugar que sería mi postrer dormitorio. Tampoco noté falta de aire. No es valor, era ignorancia y cansancio mental. Ya no podía pensar más, ni en mi propio final. Lamenté mucho no poder ayudar a Liz, pero al menos tenía la paz de no ser partícipe de su destino, nunca lo sabría. Me dormí, plácidamente en mi lecho mortuorio, sobre el cadáver de un poeta o militar olvidado y bajo lo que quedaba del que fue el hombre más peligroso del Green Gate Gang, en justicia tal honor le pertenecía más a él que a mí.

Me despertó un golpe y un dolor en el pecho. Estaba oscuro, como no podía ser de otro modo en una tumba. Otro golpe, era el Bruto, empujando una y otra vez hacia arriba, gruñendo, golpeando con la espalda y la cabeza la losa que nos cubría, apoyando sus brazos de bronce sobre el ataúd en el que descansábamos. Me notó despierto.

—No vamos a morir aquí, Drunkard. —Un golpe. La madera cedió por completo debajo de mí, caímos sobre los restos del ocupante original, y él siguió empujando hacia arriba, ahora con más recorrido—. Luego te arrancaré el corazón con mis manos, pero no nos encerrarán aquí esos maricas.

Oí romperse, agrietarse la piedra. Esa placa de mármol era sólida como los cimientos del mundo, pero quien la envestía era el Bruto, Atlas irlandés, el orgullo de Paradise Row, el campeón absoluto de boxeo británico. Y Drunkard Ray, que yo también estaba allí y fui de todo menos un alfeñique. En cuanto oí la piedra crujir, empujé con él.

La lápida estalló, luz y tierra entraron a raudales y ambos asomamos por la tumba. Gritos y gente corriendo, espantados por nuestra resurrección. Era tarde a juzgar por la luz, tarde en un día plomizo.

—¡Eh...! ¿Qué demonios...? —Un agente de policía se acercaba, uno con suficiente aplomo para no correr al ver a un gigante y a un monstruo salir de su tumba.

Mi resurrección me había encendido, tal como me incorporé lo golpeé en la cara con mi contundente puño izquierdo. Me hubiera aplaudido O'Malley si hubiera visto cómo lo noqueé con ese
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magnífico, si estuviera vivo. Se había quedado allí, sentado en el nicho, con las piernas colgando en él y la cabeza gacha. Había perdido mucha sangre. Me había salvado la vida, dos veces esa misma noche, y no iba a ser en vano, porque con la mía estaba salvando la de Liz. Salí corriendo, sacudiendo el polvo de cadáver de mi ropa.

Eran cerca de las nueve de la noche. Todo un día enterrado. Cuando llegué a Flower & Dean, llovía a cántaros; buena cosa para sacarme toda la suciedad y el barro de encima. No estaba en la pensión y la señora Tanner nada sabía de su paradero. Por la mañana había arreglado un par de habitaciones por lo que la misma señora Tanner le dio seis chelines. A las seis y media fue a un pub, el Queen's Head, con la misma encargada, y luego volvió a la pensión. Estuvo en la cocina hasta las siete, según me contaron dos inquilinos que allí la vieron. Entonces se fue.

¿Dónde estaba ahora? Tal vez con ese Kidney, tal vez había vuelto con él y eso puede que la salvara. O quizá ese malnacido la había matado a golpes quitándole el trabajo al Green Gate Gang.

Se oían referencias, rumores de la guerra entre Green Gate y los de Besarabia. Con envidiable coordinación, mis antiguos compañeros asaltaron los sectores hebreos de la ciudad. Stepney en especial se vio inundado por una ola de vandalismo. Sacaron a judíos de sus casas, pertenecientes a los Tigres, a la banda de Odesa y a cualquier pobre desgraciado que estuviera en mal lugar; los apuñalaban y los dejaban allí abandonados. Sir Charles Warren sacó los caballos a la calle, otro domingo sangriento que esta vez caía en sábado. Cuánta sangre en ese maldito otoño.

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