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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (43 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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En cuanto a la identificación de la difunta, se consiguió ya de mañana. Era una prostituta de cuarenta y cinco años conocida como Dark Annie. Su nombre real era Annie Sievey, Sieveo o Siffey, o Chapman. Fue identificada por un compañero que vivía donde ella, Frederick Simmons, y por otra amiga, Amelia Palmer, a las once y media de la mañana, en la morgue de Montague Street. Annie había vivido los últimos días en la pensión comunal de Crossingham, donde yo escondí el Ajedrecista. De hecho, días después, tanto Donovan como Evans, encargado y vigilante nocturno del lugar, tuvieron que declarar e identificar el cuerpo. Y yo, por supuesto, fui requerido para esta misma fea obligación.

Me llevaron pasado ya el mediodía a ver el cadáver de aquella mujer. Estaba tumbada en una mesa de madera, en ese lugar frío y cargado de humedad, con paredes de ladrillo sucio y desgastado por tanto fregar. Sentí un olor desagradable, no ha muerto, era como a rebotica de farmacia abandonada. Ella estaba tapada por un lienzo hasta el cuello, dejando ver su cara, abotargada, pero plácida, como durmiente. Era una mujer cansada, debió estar cansada toda su vida, ahora le quedaba el resto de la eternidad para dormir.

Quería identificarla. No podía consentir que me mandaran a la calle, a ser pasto del Green Gate otra vez. No la conocía, de nada, es posible que me hubiera cruzado con ella en el pasado, incluso puede que la atormentara cumpliendo algún encargo de mis jefes, pero si fue así no dejó huella alguna en mi memoria, como a tantos otros seres a los que afligí. ¿Cuántas penurias debió padecer? ¿Tal vez pensó que la muerte traería descanso a su existencia? ¿Un fin así puede traer algo que no sea dolor? Ni siquiera en la muerte hallaría paz o reposo, recibiendo el peor final, porque las profanaciones hechas a los cuerpos, las mellas y taras infligidas, repercuten en el alma, se lo digo yo y sé de lo que hablo.

Desvarío. El caso es que con estas, yo quería identificarla, decir que la conocía, que la había matado que... Imbécil. No entendía que el final de una soga era lo que aguardaba al que hubiera cometido esas atrocidades. No atendía a razones, porque lo único en que podía pensar era en que el Bruto me había salvado, me había dejado ir, ¿por qué? No era hombre al que le moviera la compasión, todo lo contrario. ¿Qué le habría empujado a abstenerse del placer de matarme, a mí, a alguien tan inútil y despreciable a sus ojos? Tenía más miedo a O'Malley que a la horca, y actué en consecuencia, aunque sin lograr fruto alguno.

No fui creíble al identificar a la Chapman. Grité y pataleé, juré que conocía a esa mujer, que había dormido con ella, que la deseaba y por eso la mate... no pude dar datos que satisficieran a la policía, ahíta ya de confesiones fingidas. Solo era otro tarado con ínfulas de grandeza. El detective sargento Godley de la división J, Benthal Green, que me conocía bien, dijo tras contemplar mi pobre actuación al ver el cuerpo:

—Este desgraciado solo busca estar sin trabajar y conseguir un plato de comida caliente todos los días. —En ningún momento me creyeron. Ni siquiera atribuyeron mi arrebato a la demencia, sino a la maldad.

Para certificar más mi inocencia, a mi pesar, la viuda Arias vino al día siguiente en mi rescate, cómo no, acompañada de su sobreexcitada hija, que no paró de asaetear a todo agente que encontró con preguntas sobre los asesinatos. La mujer juró que me conocía y alabó mis virtudes todo lo que su engañada caridad le impulsó a hacer. Mis horas en el confort de la reclusión estaban contadas. Aun así el lunes diez, el mismo Godley me llevó al sanatorio de Seaside Home para ser identificado por los testigos, que parecía haberlos, junto a otros tantos trastornados, maníacos y delincuentes sexuales que hubieran abandonado psiquiátricos en fechas próximas. Me tuvieron en pie, junto a un polaco de gesto obtuso, ante una mujer que no debió reconocerme. Las descripciones que circulaban sobre el asesino no armonizaban en nada con un tullido como yo. También fueron a visitarme Evans y Donovan al Seaside Home, y pronto dieron noticias de mí, del viejo Drunkard Ray y sus tropelías, me achacaron de nuevo el secuestro de Juliette, que ya había quedado aclarado, me acusaron de moroso, de ladrón, de todas las faltas que me conocían, que eran muchas. La policía ya tenía un buen retrato de mí.

La mañana del día once, Torres vino a por mí. Me dejaron a su custodia, aventuro que eso fue fruto de la mediación del bendito señor Ribadavia. Le encontré en un estado de ánimo muy diferente a aquel que exhibió cuando nos separamos. Cierto es que era hombre que no dejaba traslucir sus preocupaciones al semblante, y así ante cualquier problema mantenía un espíritu tranquilo y analítico y un humor dispuesto. Teniendo en cuenta esto, es también cierto que el aciago sábado en que mataron a Annie, noté cierta confusión o tristeza en su persona, ahora desaparecida. No quedaba ni rastro de ese mirar que fijó en mí mientras la policía me devolvía al calabozo. Ahora veía alegría en él, tal vez un cierto entusiasmo. Durante el trayecto a la pensión de la viuda Arias apenas hablamos, se preocupó por mi salud, que algo había mejorado en los últimos dos días, siempre he gozado de no poco vigor y muy buena encarnadura, si no de qué habría sobrevivido hasta semejante edad. Mis magulladuras aún dolían y puede que una de mis costillas anduviera maltrecha o incluso rota; nada a lo que no estuviera acostumbrado. Lo único que me dijo en el coche que pudiera ser de interés para lo que nos atañe fue:

—¿Sabe, don Raimundo?, un banquero judío llamado Samuel Montagu ha ofrecido cien libras por la captura del asesino, como usted predijo. De acuerdo, no ha sido la policía, pero este caballero resulta ser un miembro del parlamento, es importante que los políticos se ocupen del bien de la ciudadanía. De hecho, esta debiera ser su principal preocupación, y le aseguro que no suele ser así...

—¿Jjjj…judío?

—Claro. Parece que la gente se ha echado encima de esta comunidad, ha habido conatos de revueltas contra ellos. Ya habrá oído los rumores que acusaban a un «extranjero» de ser el asesino, el asunto de Delantal de Cuero... este señor Montagu parece ser un gran benefactor para los suyos, y esta recompensa es una más de sus buenas acciones. Lo importante es que usted, una vez más, tenía razón: hay una recompensa. Y fíjese, puede que acabe cobrándola.

Esas palabras acompañadas de su sonrisa hicieron que Tumblety, en quien no había vuelto a pensar durante ese fin de semana lleno de miedos y maltratos, volviera a mi cabeza. Sus palabras no podían significar otra cosa: el español había descubierto algo que ratificaba mi hipótesis. No voy a negar que cierta satisfacción me embargara; yo, el tonto, el retrasado, había resuelto un crimen que traía a Scotland Yard y al mismo gobierno británico en jaque, y lo había hecho por puro instinto.

Llegados ya a nuestro destino, la señora Arias me hizo un recibimiento propio de un héroe.

—Señor... don Raimundo, no puede hacerse una idea de... —Los bonitos ojos verdes de la mujer que había heredado Juliette se llenaron de lágrimas. La voz se le cortó y su hija, que llevaba un buen rato dando saltitos a nuestro alrededor, se abrazó a ella—. No sé cómo...

Torres tendió una mano a la viuda, que la tomó con fuerza y gratitud, incluso noté cómo la mujer apoyaba levemente su cabeza en el brazo, no llegaba a la altura del hombro, del español. Este no le dio importancia al gesto, pero sin querer presumir de buen conocedor del espíritu femenino, ninguna mujer hace nada sin motivo.

—Vamos, amiga mía —dijo Torres—. Don Raimundo ya está bien y entre nosotros. Todos le agradecemos lo que ha hecho...

—Yo más que nadie, don Leonardo. Bien se nota de la cuna que viene. En voz muy bajita añadió—: Confíen en mi discreción, se lo ruego.

Ambos quedamos pasmados, y volvimos al tiempo la mirada a Juliette, que bajó vergonzosa, falsa vergüenza la de ese diablillo. Luego Torres sonrió, encogió los hombros hacia mí y dijo:

Por supuesto que confiamos en usted. Nadie mejor guardaría tan importante secreto. —Y subimos. La viuda Arias me tenía reservada una más.

Había dispuesto unas habitaciones más amplias para Torres, las primeras según se subía a la segunda planta, compuestas de dos cuartos y una coqueta salita mediando entre ellos. Un pequeño cuarto para mí, con una cama de verdad. No fui capaz de agradecer nada a la buena mujer, todo me aturdía, mi transición desde las fronteras de la mendicidad hacia este desconocido confort ocurría muy rápido y me temo que el miedo por mi incierto futuro ocupaba la mayoría de mis pensamientos, miedos de los que no me atrevía a hacer partícipe a Torres.

Le pedí este favor a la señora Arias —dijo cuando la viuda nos dejó a solas en nuestras nuevas habitaciones—, aquí estará cómodo —me señaló el que habían dispuesto como mi cuarto, donde humeaba una palangana de agua y jabón—, hasta que cobre esa recompensa al menos.

—No... —dije mientras me aseaba sin ganas, por no desairar a Torres ni a una patrona tan dispuesta como la viuda Arias— ¿no se va...?

—No. —Apartó su mirada, cosa que no era nada habitual en él—. Usted y yo conocemos a Tumblety, siento que tenemos cierta obligación en ayudar a su detención. Además —ahora sonrió—, me gustaría esperar a ver cómo consigue la recompensa del señor Montagu. Ahora tengo una razonable certeza de que usted no se equivocaba, don Raimundo, y lamento haber dudado, comprenderá que hasta estos últimos acontecimientos su teoría parecía un tanto estrafalaria. Ahora me inclino a pensar... ¡Va!, dejémonos de medias tintas: estoy convencido de que el asesino es el doctor Francis Tumblety.

—¿P... por qué? —De momento me resistí a revelarle mi encuentro con aquel jinete y su montura blanca, el que tuve durante el sepelio de la Nichols.

—Por una conversación que tuve ayer mismo con el inspector Abberline y por otro par de detalles que no tardaré en aclararle, si tiene paciencia. Esa ropa es para usted. —Había un traje gris, camisa limpia, sombrero, todo dejado sobre la cama. ¿Para mí? Junto a la ropa había una máscara de cuero, de media cara, bien cosida, con cuatro cintas firmes para sujetarla y un hermoso botón blanco en el lugar de la cuenca vacía que tapaba; muy bonita. La cogí para contemplarla más de cerca, sobre mi ojo permanecía una persistente niebla y no dejaba de llorarme. Comprobé que se fijaba bien a mi rostro—. Sí, la ha hecho con un par de botas de su difunto, una mujer muy hacendosa nuestra viuda... —Me animó con un gesto a ponérmela. Observé que el botón era en realidad un camafeo de marfilina, con el perfil estilizado de una dama en altorrelieve sobre él—. Volviendo a nuestro asunto... no es sencillo explicarlo, y debo mostrarle los datos uno a uno, en su orden, para que comprenda mis conclusiones, que no son otras que las suyas. Prepárese para una larga historia.

»Bien, Abberline es uno de los detectives que se encargan de estos asesinatos y amablemente se ha brindado a explicarme la situación, entiendo yo que para contarme como aliado en la caza del doctor indio. Según cuenta, el señor Tumblety ya era objeto de una investigación que en nada tiene que ver con los crímenes, a cargo de un departamento secreto de Scotland Yard llamado Sección D, ¿tiene idea de a qué se dedica este departamento?

—No. —Salí ya vestido y enmascarado, recibiendo una sonrisa de aprobación de Torres, que se sentó y me invitó a mí a hacer otro tanto a su lado, a una pequeña mesa de té, rodeados por esa habitación, acogedora y algo recargada, como era costumbre en la viuda.

—Yo tampoco sabía nada, hasta que el inspector Abberline me lo aclaró. Este grupo especial de la policía emplea su tiempo en asuntos delicados, de carácter político. Parece que investigaban a Tumblety en relación con actividades de radicales independentistas irlandeses,
fenians
, les llaman.

—¿Tumblety es... essss irlandés?

—De origen, así es, aunque pasó su juventud en Canadá. Según me contó el inspector muchos de estos luchadores por la independencia irlandesa vienen de las américas, y no me tomo yo el juicio del señor Abberline a la ligera en lo tocante a esto, que ya se vio involucrado en una investigación hace tres años referente a un intento de dinamitar el parlamento y la Torre de Londres por los fenians. El caso es que Tumblety era nombre conocido ya por la policía; cuando mencioné sus sospechas a los inspectores Moore y Abberline, indagaron y encontraron mucha información a su disposición. Tumblety ha protagonizado ya un par de escándalos: unos diez días antes de la muerte de la señora Smith, y el otro en el mismo del asesinato de Polly Nichols, ambos por temas referentes al orden público, exhibición indecente, etcétera. Visto esto, otro compañero de ellos, Andrews se llama, ha sido encomendado con exclusividad a seguir la pista al señor Tumblety. Parece ser que incluso frecuenta altos círculos de la ciudad, o esa es su intención. No es la discreción una habilidad que practique nuestro «buen doctor». No creo por tanto que tarden mucho en dar con él y si es así, y pueden demostrar que es el asesino, de lo que estoy convencido, el señor Montagu no tendrá inconveniente en dar el premio prometido a la persona que primero señaló al americano como culpable.

Quedó Torres muy callado, como cuando cavilaba en sus cosas, cuando repasaba sus ideas y sus fórmulas, o lo que sea que ven en su mente los hombres de ciencia mientras los demás pensamos en el modo de conseguir un par de chelines. Había algo con lo que parecía no estar cómodo.

—¿Q… qué le d... dijo el inspector Ab...?

—Hablamos del asesinato de esa pobre mujer, esa señora Chapman, y de Tumblety y...

—Algo lll... le molesta.

—¿Molestarme? —Lastrado por mi torpeza en el habla, me limité a señalarme la frente como toda explicación—. Es usted muy perspicaz, don Raimundo. No podía ser de otro modo en el hombre que ha descubierto al asesino. —Sonrió—. Tiene razón, hay algo que me ha venido incomodando en estos últimos días, algo de lo que no estoy seguro que guarde relación alguna con los asesinatos. Se refiere a eso. —Señaló a la cabeza del Turco, que reposaba ahora limpia sobre el estante de mampostería cercano a la ventana, junto a un montón de cursis figuritas chinas.

—¿El Ajedd... drecista? ¿Lo r... recuperó?

—Sí. Por cierto, ¿sabe que volví a visitar a lord Dembow? No podía permanecer por más tiempo en esta ciudad sin verle después de las atenciones que tuvo conmigo, con nosotros. Y de nuevo, el encontrarme con esa familia fue fuente de un extraño desasosiego. ¿Le he hablado de mi pasada estancia en su casa, hace diez años?

BOOK: Los horrores del escalpelo
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