Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (45 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
13.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Su esposa además de su hermana.

—En efecto. Y amigos, y gentes de valía cuya muerte no trae más que dolor al mundo. Qué desperdicio tan lamentable...

—Extraño blasón.

—¿Eh...? Oh, sí, y algo siniestro sin duda —rió—. Lo adoptó mi padre, hace muchos años, aunque no tiene una relación directa con mi familia ni mis antepasados. Es la copia de un escudo en piedra que hay en un torreón normando de mi propiedad, la torre de D'hulencourt. Unas piedras viejas y sin valor alguno, lo más antiguo que poseemos, ese es su único atractivo. Veo que ha estado curioseando.

—Espero no haberle importunado con ello.

—En absoluto.

—Madrugo mucho, y mataba el tiempo ojeando sus cuadros, y su trabajo...

—Me temo que no soy muy ordenado en esto último, señor Torres —dijo el lord una vez sentado en el señorial sillón que gobernaba toda la habitación—. El madrugar es una cualidad propia de los poseedores de un genio vivo, no le gusta desperdiciar horas del día, ¿me equivoco?

Torres sonrió y respondió:

—Usted también se ha levantado muy temprano, señor.

—Lo que no hago es dormir. Este tormento tiene sus compensaciones: más tiempo para trabajar y para leer.

—Si me permite la pregunta, ya que deduzco que cura no habrá, ¿no existe alivio para su mal? Tal vez abandonar la ciudad, al campo, o a un clima más cálido...

—¿Como el de su país? —Sonrió—. No, me temo que esos remedios ya han sido probados. Solemos pasar las primaveras y buena parte del verano en el campo, en Kent, y aunque me alivia el ver ese hermoso lugar, los dolores persisten.

Torres dejó el volumen que ojeaba sobre la mesa, y ansioso por dirigir la conversación hacia esos textos, dijo:

—¿Y trabaja aquí?

—En efecto, en la biblioteca. Empezó siendo un arreglo momentáneo, para los días en que no estaba con ánimo para subir a mi despacho del piso de arriba, pero ya... abra allí. —Señaló una puerta pequeña, de madera, encogida contra la pared entre dos grandes anaqueles cargados de libros. Al abrirla como le indicaron vio que daba a un pequeño cuarto, sin ventana al exterior, cuyo propósito original era difícil de imaginar, y que ahora se había convertido en una alcoba espartana. Una cama hecha, prueba de que Dembow no se había acostado aún, un galán de noche, una mesita con una lámpara y una bacinilla... poco más había—. Ahora duermo ahí, cuando lo hago.

Cerró la puerta y volvió de nuevo la mirada al desorden sobre las mesas.

—Espero que alguien le ayude.

Mi hijo. Sería más correcto decir que soy yo el colaborador, él lleva las riendas de todo desde hace tiempo.—Torres cuestionó con un gesto el contenido de ese «todo», a lo que lord Dembow contestó sonriendo—: Señor Torres, creo que lo que a usted le llama la atención es que dedique tiempo a estas cosas. Soy ingeniero, como usted. Sí, y creo que no solo compartimos eso, además también siento gran interés por todas las ciencias. —Torres contempló los libros y papeles una vez más—. Mi pasión es la mar, la náutica. Dispongo de activos en muchos de los astilleros y empresas dedicadas a la construcción de buques de este país. Miré allí. —Señaló el cuadro con la titánica imagen de ese buque fantástico—. El
Great Eastener
, durante tiempo conocido como Leviathan. Una cubierta de setecientos pies de largo, dos motores capaces de generar once mil caballos de vapor, con una autonomía de veintidós mil millas sin tocar puerto, quince mil toneladas de peso en total; no hay nada más pesado hecho por el hombre que flote sobre el mar.

—Lo conocía, señor —recordó Torres al oír el nombre del navío—, un magnífico buque. ¿Lo diseñó usted?

—No. Mi padre ayudó en parte al señor Brunel, un viejo amigo, y formó la Great Eastener Steam Navigation Company financiando buena parte de su construcción, montando la Sott, Russell, Abbercromby & Co. —Quedó un momento abstraído—. Yo tomé el relevo de esta empresa cuando regresé de América, mi primer empeño para esta casa, para esta familia... Un bonito sueño, que podría repetirse, y mejorarse, si aún me quedara tiempo...

—Por lo que dice entiendo que ya no está en servicio.

—Hace pocos años que se oxida atracado en New Ferry, otro viejo cansado, como yo.

—Creo haber leído que tuvo una vida un tanto azarosa, llena de desastres...

—¡Accidentes! Mi estimado amigo —espeto sorprendiendo a Torres—. El Great Eastener ha plantado más de treinta mil millas de cable de telégrafo submarino, nada lo puede igualar. —Lo cierto es que la singladura del Great Eastener fue algo más que azarosa, un continuo devenir de desastres, que hicieron que el titánico esfuerzo industrial y tecnológico fuera de una rentabilidad dudosa. Torres no objetó nada a las palabras ofendidas del «orgulloso padre» del barco, sobre todo porque otro aspecto le interesaba más en ese momento.

—¿Y combina su interés por la náutica con la afición por los autómatas? —Mostró una de las láminas del Turco para ilustrar su duda.

—Cualquier avance científico es de mi interés, ya le digo. Tras la conversación de la noche pasada, busqué lo que tenía al respecto, para ilustrarme.

—Y no es poco...

—Existen auténticos prodigios en ese campo, de una precisión y un preciosismo...

—El prometido de su sobrina, el teniente Hamilton-Smythe, parece que conoce bien a ese autómata de nuestra apuesta nocturna, mostró saber mucho...

—El teniente Hamilton pasa mucho tiempo con nosotros, y es un joven ávido de conocimientos. Suele dedicar largas tardes a la lectura en esta biblioteca, sentado ahí mismo, haciéndome compañía y satisfaciendo su curiosidad científica con preguntas.

—Creí entender que ambos reprobaban estos autómatas.

—La ciencia, estimado amigo, como todas las obras del hombre tiene sus luces y sus sombras. Tal vez Harry sea un tanto vehemente en su oposición, pero es preferible cierta intransigencia que la ciega aceptación de todo lo que viene de la mano del saber de los hombres, como si de palabra divina se tratara.

—Por supuesto... —No tuvo oportunidad de seguir argumentando, la señorita William entró como un torrente de luz en la biblioteca, reclamando a ambos caballeros para el desayuno.

En un salón se había dispuesto el opíparo bufete; huevos, riñones, salchichas... un almuerzo que redimía a la gastronomía británica, hasta cierto punto. Torres dio buena cuenta de él, tenía buen apetito. Hubiera sido una comida agradable, sobre todo por la exuberante presencia de Cynthia William que no pasó desapercibida por Torres, de no ser por el primogénito de lord Dembow, que procuró en lo posible arruinar la mañana con su antipatía y sus modales portuarios. Devoraba la comida en cantidades desproporcionadas y como si jamás hubiera recibido la mínima noción de urbanidad, que un caballero de su posición sin duda debe conocer.

Su desagradable actitud era recriminada con la mirada por su padre, aunque por sus gestos parecía que no se trataba de una situación extraordinaria. Sin embargo, su «prima» Cynthia parecía ignorar o tolerar con excesiva magnanimidad las faltas de su pariente, como si no fueran tales, e insistía en introducirle en la conversación a la mínima oportunidad. Invitación que este rechazaba a base de monosílabos secos y poco corteses y del trasiego de gran cantidad de vino de su copa siempre rebosante a su gaznate, deglutido a tragos largos y sonoros.

En medio del torrente alegre de conversación que proponía de continuo Cynthia, se cuestionó el resultado de la apuesta de la pasada noche. Como Torres era el único participante de los presentes, tuvo que responder:

—Pues no creo que tengamos resultado concluyente alguno, señorita. Me temo que la interrupción violenta de la noche frustró el debate. —¿Qué otra cosa podía decir?

—Lo entiendo, pero mi tío asegura que es usted un ingeniero brillante en su país...

—Espero que no, por el bien de mi patria. Milord es muy amable, pero solo soy un recién...

—Vamos don Leonardo, abandone esa modestia. Sabe que resulta encantador en usted, y se aprovecha de ello. —Mi amigo, según me contaba, sonrío divertido. Aquel descaro en la muchacha la hacía aún más atractiva—. Díganos su opinión respecto a la cuestión de fondo: ¿Ese ajedrecista era real o un truco de prestidigitación?

—Si por real se refiere usted a que si es una máquina capaz de jugar al ajedrez sin ayuda humana alguna... no lo creo, aunque si jugamos dentro del reino de la teoría y del mero artificio intelectual, no pienso que sea imposible. —Esta respuesta, repetida a mi persona en el saloncito de nuestro cuarto en la pensión de la viuda Arias, era la primera opinión al respecto que yo recibía de Torres. No sé por qué, había tenido siempre la impresión de que el español era partidario de creer que todo fue un embuste. Si a mí me sorprendió, otro tanto le pareció a Torres que se sorprendía lord Dembow—. Tendría que examinarlo mejor para decidirme, sin embargo le diré que quedé estupefacto al verlo evolucionar.

—Amigo Torres —intervino entonces lord Dembow, que parecía aburrido del tema—, por nuestra conversación previa en la biblioteca sé que el Ajedrecista no le es del todo desconocido, y convendrá conmigo que la máquina de von Kempelen siempre pareció un engaño, sofisticado y merecedor de todo encomio, pero un truco de marionetas al fin y al cabo.

—Siempre y cuando este Ajedrecista sea aquel Ajedrecista. Sea el original o una copia, no me atrevo a pronunciarme con su misma seguridad, en ningún sentido. —Con tan enigmática respuesta el español zanjó el tema.

Terminado el desayuno, Cynthia invitó a Torres a que la acompañara a cabalgar por Hyde Park, afición esta que parecía estar entre las favoritas de la joven. Allí se encontraría con su prometido, y luego ambos seguirían haciendo de cicerones para él. La joven llamó a Tomkins y se ocupó de que se le procurara a su huésped ropa adecuada, oportunidad que no desaprovechó una vez más el señor Percy Abbercromby para mostrarse lo más grosero posible.

—Usted sale mañana para su país —dijo—, antes deberá pasar por aquí para devolver esas botas.

—Por supuesto —respondió serio Torres sin amilanarse.

Una vez más Cynthia terció ignorando la desfachatez de su primo:

No hay problema alguno, aún debe cenar esta noche con nosotros, y no admitiremos una negativa.

Fueron entonces hacia el parque, donde los esperaban los tenientes Hamilton-Smythe y De Blaise. Durante el trayecto la joven William se mostró tan locuaz como era su costumbre, preguntando sin recato alguno si Torres estaba casado, tal vez prometido, coqueteando entre inocente y divertida, y haciéndole partícipe de sus ansias por contraer matrimonio y de su amor por el joven teniente Hamilton. La boda, según aseguraba, estaba fijada para la primavera del año próximo.

—Imagínese mi sorpresa —me decía Torres—, cuando me enteré el otro día que el enlace se estaba celebrando en estos momentos, el fin de semana pasado, creo, con diez años de retraso.

Sin embargo ya la joven manifestó aquel lejano día que temía que la fecha se pospusiera uno o dos años más. Se lamentó de ello, no con excesivo pesar, sino más bien cargada de una leve molestia esperanzada. El poner fecha definitiva, según le comunicó la joven, dependía solo del futuro de su prometido. Lord Dembow tenía muchos contactos con el Alto Mando, era amigo personal del señor Disraeli, el primer ministro, y era muy probable que buscaran un buen destino para el joven teniente. Algún lugar donde hacer nombre en la carrera de las armas durante un año, dos a lo sumo. Siendo hijo de quien era, dijo la muchacha de camino a Hyde Park, no podía otra cosa que destacar en la milicia. Ella quería un puesto donde medrara sin arriesgar la vida en exceso, y volviera dispuesto a desposarse y, por qué no, a ocuparse de los negocios del lord.

—Aunque sé que esa perspectiva no es del todo del agrado de Henry —añadió, y luego se explicó—: Es hijo del general Hamilton-Smythe, hombre muy respetado en el Alto Mando, y de él ha heredado un talento para los asuntos militares.

—Entonces, tal vez su padre pudiera ayudar en eso de encontrarle un buen destino.

—No están en buenas relaciones, y aun de estarlo, el General es hombre muy severo, no admitiría dar trato de favor alguno a su hijo.

—Eso le honra.

—Sí. Pero Henry no va a parar hasta hacer carrera en el ejército, es muy valiente.

—Desde luego que lo es, señorita William —respondió Torres recordando la intrepidez que el joven mostró en los lances de la noche anterior—. Puede estar orgullosa.

—Y lo estoy, lo que pasa es que la idea de que un solo centímetro de su piel salga malherida, me quita el sueño. Sé que debe seguir ese camino, es propio de su valor y su hombría, pero un año o año y medio son más que suficientes. Luego que vuelva a mí, entero, y sé que por mí dejará las armas sin dolor alguno. En cuanto vuelva, haré que no desee pasar un minuto lejos. —Sonrió con excesiva picardía, que casi escandaliza al español—. ¿Le parece que soy muy egoísta, señor Torres?

Egoísmos que por amor se perdonan. Encontraron a la hora acordada a ambos oficiales, y juntos tuvieron una agradable mañana de hípica. No pudo ser más grata para mi joven amigo español; gozar de la camaradería recién hallada y de la compañía de una exquisita joven, que derramaba alegría sobre los que la rodeaban. Una mañana de equitación sazonada con la interesante conversación del teniente Hamilton-Smythe, del buen humor de su compañero John De Blaise, y las insinuaciones agudas y no del todo inocentes de Cynthia William.

Como es natural, Torres no tardó en sacar el tema del juego de la noche anterior, y tras eludir con galantería los comentarios de la señorita William, entre elogiosos y burlescos, con respecto al aciago encuentro con
les phénoménes
de Potts, obtuvo las opiniones sinceras de cada uno. Hamilton-Smythe consideraba la apuesta ganada, como no podía ser de otro modo. Nada, según afirmaba, le hacía creer que lo que vio en la Isla de los Perros no fuera otra cosa que una farsa de vodevil bien urdida. El hecho de no poder decir en dónde estaba el truco, afirmaba el inglés, no restaba un ápice de fuerza a la verdad incontestable de que el hombre no puede imitar a Dios, cuestión que residía en el fondo del reto a su juicio. No tenía intención de cobrar el envite, pues según dijo:

—Ese yanqui sinvergüenza se negará a dar su brazo a torcer, y de seguro que nos someterá a un sinfín de revanchas y nuevos retos, intentando deslumbrarnos con sus trucos de espejo. Además, no quisiera yo repetir una velada tan desagradable como esa con la que nos obsequió el doctor. —En eso estuvieron todos más que de acuerdo. Sin embargo, su amigo De Blaise era de otro parecer respecto al resultado del reto. Consideraba, hasta cierto punto en concordancia con Torres, que el asunto quedaba aún en el aire. Pretendía obligar a Tumblety a que continuara la apuesta, eso sí, en lugar más saludable, lejos de fortuitos ataques de indeseables. No sabían estos caballeros que nada tuvo de casual aquel encuentro, que todo se produjo por mi causa.

BOOK: Los horrores del escalpelo
13.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Darkest Risings by S. K. Yule
Men of Courage II by Lori Foster
Stillness in Bethlehem by Jane Haddam
Halt's Peril by John Flanagan
Infinite Dreams by Joe Haldeman
City of Spies by Nina Berry