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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (47 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—¿Ya esss... esstá? —pregunté aburrido.

—Casi.

A la mañana siguiente, salió hacia la estación en compañía de Hamilton-Smythe, pero antes quiso volver a despedirse de su amable anfitrión, y tal vez, por qué no, ver una última vez a la señorita Cynthia. Encontró la casa presa de una fuerte agitación. Cuando él y el teniente llegaron, Percy Abbercromby salía apresurado y de mala cara, aunque en él no era esto nada que sorprendiera. Por supuesto, no hizo ni el amago de un saludo a los visitantes. Un accidente en los muelles, en Millwall, según contó el servicio sin entrar en mucho detalle. No era poco común que las casuchas, almacenes y dependencias que se alineaban a la ribera en las instalaciones portuarias de la Isla de los Perros prendieran en llamas por cualquier causa. Decían que en esta ocasión el incendio se había extendido bastante, siendo en proporciones el mayor que muchos recordaban. Los buques apagafuegos llevaban toda la noche faenando, proyectando el agua del Támesis contra las llamas...

—¡Ese d... día...! —interrumpí, una vez que por fin encontraba algún dato familiar en todo ese relato—. Esa noch... noche fue cuando yo...

—En efecto. La noche pasada, según me contó usted, tuvieron ese encuentro sus antiguos compañeros y los hombres capitaneados por Tomkins, el mayordomo de lord Dembow. Yo entonces nada sabía de sus aventuras, don Raimundo, ni de que el almacén donde viéramos al Ajedrecista era el foco de ese incendio, usted mismo dijo que se enteró más tarde de que había ardido.

—Sí. Fue un inccc... incendio muy grande.

—Hay mucho fuego en esta historia. Entonces no di ninguna importancia al hecho, y no sé cuánta darle ahora, si le soy sincero. Ni siquiera me llamó la atención cuando a la salida de la casa, minutos después, me topé a la cocinera sentada en una silla, ocultando llantos en soledad. Cuando Hamilton-Smythe y yo le preguntamos, nos dijo que había habido heridos en el incendio, sin especificar nombres. «Otro maldito fuego —dijo—, dicen que han visto por ahí a Jack el Saltarín...»

—Es más fácil acusar de las desgracias a personajes míticos que a la negligencia de los hombres, o a su maldad —continuó Torres—. Ese almacén ardería durante la refriega, o tal vez prenderlo fuera la última villanía de su antiguo jefe. Por cierto, ¿ha vuelto a saber algo de él?

—No. —Nada sabía de Potts. Puestos a aventurar, lo más seguro es que estuviera muerto. En todo caso a mi viejo patrón se lo había tragado el abismo, ese que devora a los que ocupan el escalafón más bajo en todas las ciudades del mundo, el mismo que me devoraría a mí.

Ese asunto del incendio no era lo que Torres quería contarme. Su interés era en la despedida que hizo a Dembow, o para ser más preciso, en los prolegómenos de ese encuentro. Al llegar a la casa del lord, tras la sorpresa de la conmoción reinante por el desastre del puerto, le dijeron que el señor estaba recibiendo a alguien en su biblioteca. Muchos abogados y miembros de aseguradoras estaban ya en la casa, y supuso que era a ellos a quién atendía. Pidió que transmitieran sus saludos, y se dispuso a irse, pero un criado insistió en que se quedara, que en unos momentos podría pasar. Aguardó, y a los pocos minutos las puertas se abrieron de golpe y un airado doctor Tumblety salió, pavoneándose con sus ropas llamativas y congestionado de ira.

—Tendrá noticias mías, señor, se lo puedo asegurar —dijo, casi lo gritó, e inclinando la cabeza ante el teniente y Torres, salió de la casa, subió a un blanco corcel que lo esperaba y desapareció por completo de la vida del español.

Lord Dembow les recibió junto a su secretario personal, hombre muy eficiente con quién estaba despachando abogado tras abogado, recaudador tras recaudador, atraídos por la desgracia de la familia. Lo único que comentó a la reacción del doctor indio fue:

—A los mentirosos les cuesta enfrentarse a sus mentiras.

Torres se despidió de todos, tomo su tren y volvió a España. Su vida continuó, conoció a su actual esposa, se casó con ella, tuvo hijos, trabajó en el ferrocarril de su país, cambió de domicilio, y apenas volvió nunca la cabeza hacia el norte, hacia esos extraños días en esa enmarañada ciudad, conviniéndolo todo en un recuerdo, en una vieja historia casi soñada. Quién le iba a decir...

Ya... Ya veo que han quedado tan pasmados como yo aquel once de septiembre del ochenta y ocho. ¿A qué venía toda esa historia de educados caballeros disfrutando de sus educadas distracciones? Yo, menos discreto que ustedes, hice saber mi queja sin disimulo alguno:

—¿Ya está? —repetí enojado—. ¿Quiénes era esss... esos tipos que seguían al t... al t...?

—No lo sé... aunque hice mis conjeturas, bien fundadas creo yo tras las observaciones del día. Durante la última velada con la familia, comenté el tema al teniente De Blaise con franqueza. Era un asunto molesto, sobre el que pensé que todos los allegados a Hamilton-Smythe tendrían algo que decir, y si se lo dije a él fue por su carácter más abierto. No me aclaró nada de viva voz, se limitó a mirar de modo significativo hacia Percy Abbercromby, quién reía y disfrutaba como un niño en su cumpleaños. —Miré sin entender nada—. ¿No lo ve? Ay, don Raimundo. He oído decir que cuando al káiser Guillermo... Guillermo II le comentaron que en el Imperio Británico no se ponía nunca el sol (cita por cierto que los ingleses nos arrebataron, se decía antes de nuestro imperio que del suyo), contestó que no le extrañaba, porque Dios no se fía de los británicos en la oscuridad. No se ofenda, don Raimundo, usted solo es inglés de nacimiento, pero tiene alma de español. Y desde luego es injusto criticar a todo el país por el comportamiento de Perceval Abbercromby, he encontrado personas honestas y cabales, tantas aquí como en mi patria. Aun así creo que si la envidia es el pecado propio de los míos, la miseria en el comportamiento y la mentira no les es ajena a los británicos, y juraría que esos hombres que atormentaban a Hamilton-Smythe cumplían órdenes del heredero de lord Dembow. Tal vez detectives privados contratados para espantar al prometido de su amor secreto, o para encontrar turbios asuntos en el pasado del teniente que mostrar al lord, y evitar así una boda. No lo sé, puede que no sea más que mi imaginación sobreexcitada estos días.

—P... pero no entiendo q... q... qué tiene que ver...

—¿Sigue sin ver lo estrambótico de esos días? Eso... Eso... Eso es debido a que aún no le he contado todo. Saltemos una vez más en el tiempo y volvamos a mis andanzas durante su lamentable cautiverio. Fui ayer temprano a Forlornhope, a saludar a lord Dembow, esperando que hubiera regresado de la boda. Así fue, me recibió Tomkins, y me comunicó que todos estaban de vuelta. Lord Dembow había decidido quedarse unos días en el campo, reposando de los ajetreos de las nupcias, y con él su sobrina y el marido de esta. Allí estaba el señor Abbercromby, vuelto ya de su fin de semana artístico, quien accedió a recibirme.

«Ninguna prevención tenía contra este señor.

»Ninguna.

»Sabía todo lo que le he contado respecto a su despecho contra Hamilton, pero no le daba la importancia que le doy ahora. Solo le recordaba como un caballero desagradable, y supuse que lo estaría mucho más a consecuencia de la boda. No estuve muy atinado en mi pronóstico esta vez. Fue cortés. Fue cortés dentro de lo que cabe. Debe haber cumplido ya los cuarenta —como yo, pensé, aunque seguro que mi aspecto era mucho peor—, y la edad le ha conferido cierta pátina de sobriedad. Ahora es un hombre adusto y seco más que antipático y descortés. La visita fue breve, no daba para más. El me recordaba, más de lo que habría esperado. Presenté mis respetos, pregunté por el estado del lord y de la feliz pareja. Todos bien, me dijo... felices, su padre agotado pero contento por la dicha de su pupila. Se interesó por mí, y por el tiempo que pensaba quedarme y repitió al menos tres veces no solo que era siempre bienvenido en esa casa, sino que consideraría una ofensa el que no la frecuentara lo más posible mientras estuviera en Londres. Al poco rato, rechazando como pude sus invitaciones para tomar un té o un licor... me desp... pedí—. Por supuesto que volveré a visitarles —dije—, y espero... ver a lord Dembow.

—Creo que en un par de días vendrá a la ciudad.

—Pues... por si no le veo, trasmítale mis mejores deseos y mi enhorabuena. A él... y la señora Hamilton-Smythe.

—¿A la señora...?

—Sí... a su prima.

—Oh, entonces usted se refiere a la señora De Blaise.

Tras...

Tras una hora larga de relato tedioso, por fin me desperté, a punto de corregir lo contado por mi amigo. Su mirada... me dijo con claridad que no... no había sido un equívoco.

—Será... Ham... ¿y el teniente...?

—Hamilton-Smythe... está muerto, don Raimundo... muerto.

____ 20 ____

Dios no se fía de los británicos a oscuras

Sábado, apenas un cuarto de hora después

—¿Cómo? —pregunté, aunque si les digo la verdad, no tenía interés alguno en las vicisitudes de ese buen teniente.

—En Asia —contestó Torres—. Cumpliendo su deber como militar, así me lo explicó el señor Abbercromby. Fue en agosto del año pasado, en Birmania, si no me equivoco. Acudió junto a De Blaise y todo su regimiento a una campaña por esas tierras, y por desgracia allí quedó.

No le di importancia alguna. Otro muerto. Con el tiempo, ya lo verán cuando envejezcan, son más siempre los muertos que conoces que los vivos. El teniente Hamilton-Smythe me dejó el recuerdo de un caballero educado y de buen corazón. Mostró hacia mí, tras nuestro primer agrio encontronazo, una buena disposición, sin excesos; el mejor grado del comportamiento que cabe esperar entre personas tan alejadas en todos los sentidos como lo estábamos ambos. Aunque no tenía reproche que hacer a su persona, tampoco vi necesidad de derramar lágrima alguna o a hacer duelo por su muerte más allá de un resignado encogimiento de hombros. Torres no era de igual opinión, así que siguió.

—Según entendí de las escuetas explicaciones que me dio, la campaña de Birmania no fue una empresa excesivamente sangrienta. Los problemas vinieron una vez terminada. Los lugareños se organizaron a modo de guerrilla e hicieron más estragos que en el combate directo. En una acción de este tipo, un ataque por sorpresa de los locales o algo similar, Hamilton-Smythe cayó. Todo esto me dijo Abbercromby sin mudar el gesto en lo más mínimo. Creo que la situación no podía serle agradable en absoluto. Piénselo, su rival muerto, dejando el camino libre hacia su amada y esta se casa con De Blaise, alguien que, estoy seguro, le desagrada tanto como el finado. Triste e incómoda la situación de este señor Abbercromby. Y ese matrimonio...

—P... perdone —interrumpí una vez más aburrido y sorprendido por el interés que mostraba por esos temas—. ¿Qué ti... tiene que ver toda esa his... toda esa his... historia con los muertos?

—Muy poco, me temo —rió divertido con su propia digresión . No acostumbro a irme por los cerros de Úbeda, sin embargo, este asunto... Menos mal que está usted aquí para contenerme. Todo esto me tiene algo confundido. Sí que parecía ofuscado. Cierto que no estaba en su carácter el dispersar su atención de un lado al otro, todo lo contrario, gustaba de centrarse en un problema, resolverlo, y perseguir sus consecuencias hasta donde pudieran llevarle. Aquí estaba la causa de su desasosiego: todo este entrecruzarse de situaciones, desgracias y encuentros fortuitos, parecía tener algo en común que se le escapaba. Se empeñaba que todo tuviera relación, y era en la búsqueda de esa concordancia donde nacía su frustración—. Volvemos a Tumblety y al asunto de su recompensa, si quiere.

—Sí, por favor —me apresure a rogar. Y él... ¿Qué...? Oh... sí, por supuesto, pero no sé... sí, como deseen, aunque no entiendo...

¿Continuo...? De acuerdo. Si lo que preguntan es si yo esperaba cobrar la recompensa que ofrecía aquel judío, pues no, creía que todo ese nuevo entusiasmo nacido en mi amigo estaba originado en su bondad, en el deseo de ayudarme o de que la fortuna me sonriera de una vez por todas, y no en realidades objetivas.

—Es que... ¿no le parece que hay una relación? No, claro, es imposible. Usted no dispone ahora de todos los datos. Tumblety, el Ajedrecista, lord Dembow y familia, los asesinatos... todos son parte de un mismo esquema, engranajes de un mecanismo que resuelve una ecuación... sí es una analogía un tanto rebuscada, pero sirve para explicar lo que siento. Falta alguna pieza, y la solución de la ecuación se aclarará. Tengo en mi poder el factor, el componente que une a todo, ahora se lo mostraré, sin embargo falta algo, algo no ajusta. En cuanto a su recompensa, es claro que el doctor Tumblety es responsable de los asesinatos...

¿Los asesinatos? Sé que yo fui quién lanzó sospechas sobre el doctor indio en primer lugar, pero yo soy imbécil. ¿Qué le proporcionaba a él esa repentina seguridad en mi sospechoso? Principalmente la conversación que mantuvo con el inspector Frederick Abberline el día anterior. Aunque yo aún no lo supiera ni lo deseara, a esas alturas ya estaba más que probada mi inocencia, y pronto iba a ser mi liberación. Ciertos hechos que en nada tenían relación conmigo, esos de los que había hecho Torres sucinta referencia antes de embarcarse en la historia genealógica de los Dembow, habían causado que la policía buscara con intensidad al doctor indio, y por ello Abberline quiso hablar con Torres y llamó a la pensión pidiendo que, si el español tenía un instante, se pasara por la comisaría de Leman Street, donde podrían conversar.

Allí, el detective comentó todo lo referente al caso con mi amigo, como de colega a colega, supongo que esperaba obtener alguna información sobre el yanqui que Torres considerara superflua. Ese mismo día, a las ocho de la mañana, el sargento Thick había detenido a un tal John Pizer en su casa, arrestado por ser el tan buscado Delantal de Cuero, y llevado a esa misma comisaría. El individuo no se resistió, se mostró sumiso y resignado, esperaba la detención y supongo que fue un alivio salir escoltado por la policía a la vista de la multitud que empezó a formarse a la puerta de su casa.

—Sí —confirmó Abberline a Torres—, a ver si nos quitamos de encima esta pantomima de Delantal de Cuero. Es un pobre desgraciado y poco más, pero sacándolo de las calles evitaremos problemas, a él y al resto de la población. —No sé si ese comentario tan ilusorio era propio de alguien como Frederick Abberline, del que no se podía decir precisamente que fuera un alma Cándida. Más bien trataba de calmar a Torres, como trataba de hacerlo con cualquier ciudadano. Pero el miedo y el caos no habían desaparecido de las calles por encerrar al pobre Pizer. La muerte de Dark Annie había echado leña al fuego de la ira y el pánico que ya ardía en Whitechapel. Disturbios y carreras se repetirían a lo largo de los siguientes días—. Personalmente no creo que ese tal Pizer tenga nada que ver, pero alguien vio a Delantal de Cuero molestar y amenazar la mañana del ocho a una mujer, que pudiera ser la señora Chapman. Hay que seguir todas las pistas. Hay una decena más de detenidos, sospechosos...

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