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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (44 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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No, no lo había hecho. Torres permaneció un día más en Forlornhope tras yo abandonarlo aquel septiembre del setenta y ocho, y durante ese día, y el siguiente cuando embarcó para regresar a casa, disfrutó de la compañía de sus dos nuevos amigos, los dos tenientes de fusileros con los que había compartido tan extraña aventura. Y es que pese al poco tiempo desde que se conocían, la intensidad de una experiencia así hermana los espíritus; si lo hizo conmigo, cuanto más no lo haría con aquellos dos caballeros, algo más parejos a él en edad, y mucho más en cultura y conocimientos. También tuvo oportunidad de compartir tiempo con la encantadora señorita Cynthia, y como cualquier varón joven, quedar fascinado por la joven pupila de lord Dembow. La muchacha emanaba alegría y vida con tan generosa efusión que deslumbraba, muy diferente era su carácter al de su tío y primo, grises y taciturnos, y a la sobriedad de su prometido. Pero, sobre todo, ese día más en compañía de aquellas personas le hizo volver a tomar contacto con el misterio que rodeaba a la familia.

—¿Misterio?

—Así es, don Raimundo. En nuestro primer encuentro, del que usted fue testigo y parte, hubo algo que me resultó inquietante, algo indefinido que no se ajustaba a lo que allí veíamos.

—Sí. Mmm... me lo mmm... mmmencionó.

—No se trata de algo que me obsesionara, o que me haya perseguido estos años, no crea. De hecho, hasta que recibí su carta, no creo que haya tenido un solo pensamiento para la familia Dembow. Les escribí unas letras nada más regresar a España, por cortesía, repitiendo de nuevo mi reconocimiento por su hospitalidad; eso es todo. Sin embargo, cuando leí su nota y recordé de nuevo aquel extraño día... verá, hace mucho tiempo y no soy capaz de precisar qué era lo que no me resultaba normal, salvo por dos aspectos. ¿Recuerda lo versado que parecía el teniente Hamilton-Smythe en el Ajedrecista de von Kempelen? El teniente se mostró como un hombre culto en extremo, pero esa familiaridad con aspectos científicos no es tan normal en un caballero de su posición. He observado que la ciencia no es una disciplina que suela interesar demasiado a las clases altas, con excepción de la medicina tal vez, y desde luego interesa mucho menos a estos pretendientes a nobles. Aún más, se trata de un conocimiento muy específico. Yo, siendo ingeniero, no tenía más que algunas vagas nociones al respecto, mientras que Hamilton-Smythe sabía fechas y datos sobre la vida de los que estuvieron involucrados en el Ajedrecista. ¿No lo ve singular? —No. Me parecieron en ese momento esas deducciones algo alambicadas y sin ninguna relación con los asuntos que hacía dos minutos me contaba. ¿A qué venía ahora recordar a esos británicos estirados y esnobs cuando se hablaba de los asesinatos más importantes de la historia? No dije nada A raíz de aquella apuesta en la que participé, creció en mí cierto interés por este autómata, por la automática en general, y aunque no me resultó difícil encontrar información referente al Ajedrecista, no es algo que aparezca en la mayoría de los textos, nada que un oficial amante del polo y la caza encuentre entretenido. Este misterio quedó aclarado en parte al día siguiente. En cambio el otro, el que más me inquieta... para que pueda explicarle este tendrá que hacer algo más de memoria.

No tenía entonces la mente tan ordenada como ahora, pero hice un esfuerzo por Torres.

—¿Recuerda cuando nos tropezamos con Tumblety? Tras presentarse, los tenientes lo reconocieron, dando a entender que la señorita William tenía algún trato con el americano. Más tarde, ya en casa de lord Dembow, la propia señorita William habló de él, y dejó bien claro que tan solo vio una vez a Tumblety, y no parecía darle gran importancia. Extraña discrepancia, ¿cómo podía elogiar tanto al médico indio a sus amigos, cuando solo había coincidido una vez con él? ¿Lo recuerda, don Raimundo? —No, ni él tampoco a juzgar por lo que decía.

—¿Y q... quién mentía...?

—No lo sé. Ya le digo que no estoy seguro de todo. El día que siguió a nuestra despedida muchas cosas se aclararon, aunque no todas.

Me contó esa jornada que me perdí, esa que pasé torturado primero, y luego asesinando a Irving, el Hombre Lobo. En su memoria había quedado guardada como un día agradable en compañía de amigos recién encontrados, lleno de la curiosidad que las amistades nuevas provocan siempre en jóvenes como él. Sin embargo, la jornada no comenzó bien. Pasó una muy mala noche, cuajada de sudores, pesadillas y fiebre. Su agitarse despertó a toda la casa, que con amabilidad más allá de la necesaria prodigaron sus cuidados al huésped enfermo. Lord Dembow quiso llamar a su doctor Greenwood, que dado lo precario del estado de salud del noble, estaba siempre a disposición de la casa. Incluso el antipático Percy Abbercromby dispuso de inmediato lo necesario, y mandó por otro médico, un profesor suyo, pero tras un examen del enfermo a cargo de Tomkins, cuyo amo dijo que disponía de conocimientos clínicos, este aseguró que Torres solo tenía una indisposición pasajera, diagnóstico con el que estuvo de acuerdo el español, poco acostumbrado a estar enfermo, y que sentía más el apuro del cargo que generaba su malestar en sus huéspedes que molestias por su enfermedad, cuyos síntomas no consistían más que en un estado algo febril y cierta flojera intestinal. Un buen caldo y una tisana para mejor dormir consiguieron que el resto de la noche fuera, si no apacible, al menos tolerable para el bueno de Torres.

El día siguiente fue de un color muy distinto a esa noche de sudores y revueltas sobre el colchón. Fue un amable y feliz modo de despedirse del mundo británico, o así lo recordaba Torres; sin embargo, en medio de esa evocación de agradable comodidad, había molestas espinas.

La primera surgió nada más amanecer. Madrugador como siempre, pese a lo molesto y cansado que se encontraba, fue a dar un corto paseo, disfrutando de la placidez y elegancia del barrio. Al regresar, se encontró a Tomkins despidiendo al doctor Greenwood, quién acudía todas las mañanas a visitar a su paciente.

—Este es el caballero que se encontró indispuesto esta noche, doctor —les presentó el mayordomo.

Greenwood era un hombre atlético, de un vigor y una alegre disposición que contagiaba optimismo a cada paso. Se encontraba en un envidiable estado físico, y tal circunstancia y lo negro de su pelo y barba, le conferían un aspecto mucho más juvenil del propio de su edad, pues ya era un reputado galeno, médico de la Casa Real.

—¿Se encuentra más aliviado, señor Torres? —No le dejó responder—. Lo mejor que le puedo prescribir es que se ponga en manos de la señorita Trent, un desayuno de esa bendita mujer cura todos los males, mire. —Mostró una tartera que llevaba entre las manos—. Me llevo su bullabesa para otros pacientes míos —rió—, lo digo en serio. No guarde cuidado, imagino que su malestar se debe a tanto viaje como me han informado que lleva haciendo. Eso incomoda al organismo, seguro. Si se encontrara peor...

Torres agradeció su interés y ambos se despidieron con cordialidad. Tomkins preguntó entonces si, haciendo caso a las instrucciones del médico, pensaba desayunar, y de ser así, si iba a esperar al resto de la familia. La señorita Cynthia no solía despertar hasta las diez o las once de la mañana, excepto cuando iba al campo, circunstancia que no se daba hoy. Torres prefirió aguardar, dejar que su estómago se asentase un poco más leyendo algo o escribiendo alguna carta para España, y el mayordomo lo condujo a la magnífica biblioteca de la casa, una sala amplia, acogedora, alumbrada con luz natural a través de hermosos ventanales y surtida de una buena cantidad de volúmenes.

La decoración era singular, inapropiada para una biblioteca de la importancia de esta, que uno imagina debiera estar cargada de sobriedad y aromas a madera y a sabiduría almacenada. Aquí todo era más hogareño. Había sillones y cojines propios de una sala de estar. Los retratos abundaban, en especial los de Cynthia, que ya fuera en fotografía o en pintura, resultaba de un atractivo hipnótico, atrapada inmóvil en esos recuerdos gráficos.

Junto a un retrato de la joven en elegante vestido de fiesta destacaba un grandioso cuadro de un buque atracado en un muelle. «¿No es eso Millwall, en la Isla de los Perros?», se preguntó Torres. La nave era de proporciones tan descomunales que llevaba adosados a las bordas dos vapores de cien pies de eslora como barcos de apoyo, que parecían dos pequeñas lanchas junto al Goliat de acero. Quedó un rato contemplándolo, dudando de si se trataba de un barco real o una fabulación del pintor.

Al lado había un pequeño tapiz colgado con un escudo heráldico bordado en él en vivos colores, aunque el blasón allí representado era en nada alegre. Sobre campo de sinople con una bordura en sable, se veía una fúnebre carga en plata: la muerte. Un esqueleto, guadaña en mano, que con la siniestra sostenía un reloj de arena partido, del que caía su contenido al suelo. Bajo él, una leyenda rezaba:

Mortem Deletricem Laete Vincebo In Immota Ira Iustorum

Era un tapiz reciente, y el emblema también lo parecía, muy a tono del romanticismo reinante el que los nobles «inventaran» o «recrearan» sus armas acordes con sus gustos, y en este caso, esos gustos le resultaron a Torres un tanto morbosos. Enseguida volvió a su idea original de buscar lectura.

Aunque no se veía por entonces capaz de leer con fluidez en inglés, esperaba que hubiera algún libro en francés, que en la biblioteca de alguien de la cultura y posición de lord Dembow no sería extraño. Tan solo encontró un ejemplar de
Histories Extraodinaires
, la colección de relatos del autor americano Edgar Allan Poe traducidas por Baudelaire. Lectura más entretenida no cabía encontrar, sin embargo otros títulos en inglés llamaron más su atención.

Encontró innumerables manuales y libros sobre medicina y anatomía, así como tratados de matemáticas y física. No le pareciera extraordinario en exceso el encontrar enjundiosos tratados científicos en la biblioteca de un lord británico, intereses singulares por el saber puede haberlos entre cualquier clase social. Lo llamativo era que se encontraban abiertos y diseminados sobre la mesa y los dos atriles que constituían lo principal del mobiliario de la estancia. Estaban siendo usados a menudo y no hacía mucho tiempo, a juzgar por su estado y por la profusión de notas escritas con desorden, casi improvisadas, y diseminadas por aquí y por allá, y esa dedicación más allá de la mera curiosidad no parecía propia de un noble, normalmente más interesados en las humanidades que a las ciencias, y en muchos casos ajenos a ellas. Ajeno y pronto en denostarlas se mostró lord Dembow la noche pasada, muy del mismo parecer del teniente Hamilton-Smythe, que no cejaba en manifestar la tendencia perversa que veía en el saber científico.

Hasta el momento el asunto no pasaba de ser llamativo, y hete aquí que al curiosear sobre una de las monografías de física que reposaba en el principal de los atriles, y en el que se había guardado láminas y dibujos, topo con varios planos y esquemas de autómatas, los más conocidos de Vaucanson y otros, y lo que fue más inesperado, un par de dibujos del Ajedrecista de von Kempelen. No eran imágenes artísticas, parecían diseños o planos, aunque muy estrafalarios a los ojos de un experto, como Torres. Varios de ellos, los menos abstrusos, tenían un considerable parecido al autómata que viera el día anterior en la Isla de los Perros. Para mayor sorpresa, entre las páginas del mismo libró halló recortes, escritos y cartas, en inglés, francés y alemán, que parecían hacer referencia a la vida y obra del propio von Kempelen, y de todos aquellos por cuyas manos el Ajedrecista pasó, textos estos subrayados y comentados con profusión.

Aquí Torres hizo una pausa enfática en su relato, y lo mismo hago ahora yo. ¿Están sorprendidos? Pues yo no lo estaba aquel día. No entendía nada, cosa que no desalentaba a la enorme paciencia de mi amigo español. Me miró y sonrió buscando complicidad en mí, poca se podía encontrar en un tonto con medio cerebro.

—Un tanto excesivo para ser una coincidencia —dijo—, ¿no cree? —No tenía idea de qué suponía que debía creer, ni siquiera sabía qué relación había entre eso que me contaba y lo que me estaba ocurriendo. Seguí escuchándolo con mi expresión estulta.

Encontró más y más información guardada al descuido referente a cualquier avance científico en general y a los autómatas en particular, había una decena de octavillas anunciando la exhibición en Spring Gardens, y numerosas referencias sobre ingeniería náutica. A fuer de ser sincero, esta última materia era la más abundante, abrumando al resto, aunque sin duda no era en ese momento tan atractiva como los textos sobre marionetas móviles.

En una de las mesas, sobre la que abundaban tinta y pluma, reglas y papeles, encontró una fotografía, un daguerrotipo antiquísimo y desvaído, en el que se podía apreciar un estanque, y cerca de la orilla un bote sobre el que posaban tres jóvenes, espadas en mano, en actitud de burla. Dos muchachos haciendo equilibrios, pie sobre borda, uno alto y enjuto y el otro tocado con un gorro de marinero, quienes tomaban de la mano a una preciosa niña sentada en popa. No se precisaba ser un gran fisonomista para reconocer el parecido del mayor de los muchachos con lord Dembow. Estaba observando el retrato cuando la puerta se abrió y el propio lord entró, arrastrándose casi sobre dos bastones.

—Admirando esa joya, señor Torres —dijo sonriendo, en un perfecto francés—No esperaba menos de usted. Es un daguerrotipo del treinta y nueve, debe de ser de los primeros hechos por el propio Daguerre. Una pieza única.

—Interesante. ¿Quiénes son los modelos? Creo verle a usted...

—Oh, sí, una foto de mi juventud. Estoy allí con mi viejo amigo, el capitán William...

—El padre de la señorita Cynthia.

—Sí. Siempre le llamamos capitán por esa gorra que acostumbraba a llevar y su gusto por imaginar aventuras exóticas.

—Vaya, creía entender que era de verdad capitán... ¿y la joven?

—Mi hermana Margaret. Falleció siendo muy joven. Una pena... —Dembow avanzó renqueante hacia el sillón principal. Torres estuvo pronto para ayudarlo, pero el anciano lo retuvo con un simple gesto, y el español rehusó seguir prestando su auxilio por no rebajar la altivez del noble—. La muerte se ha mostrado implacable con mi familia.

—No es señora amiga de hacer favores...

—Vaya —se sentó resoplando por el esfuerzo—, diría que ha tenido malos encuentros con esa dama. —No, por entonces mi amigo no había sufrido los embates de la Parca, que hacía poco había sentido de la forma más cruel, ahora las palabras del lord parecían proféticas. Entonces, mientras Torres negaba con una sonrisa de alivio, Dembow señaló el cuadro con el tétrico escudo—. Maldita; he perdido mucho en sus huesudas manos.

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