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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (41 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Perfecto.

Me levanté. Envolví el órgano en un lienzo limpio empapado en vino que traje para la ocasión y lo guardé bajo las amplitudes de mi abrigo. Entonces miré a la mujer, tendida, con las piernas dobladas y mostrando su interior al sol. Ahora descansaba, ahora daba igual su vida de excesos y depravación, ahora era hermosa.

Descansa en paz, Annie Chapman.

Vi como Tumblety robaba alguna sortija de las manos de la muerta, me enfurecí. También había cogido un pequeño bolsillo que llevaba bajo las ropas, se lo arrebaté, y a punto estuve de degollarlo a él. Dentro, no pude evitar la tentación de contemplar la poca femineidad que pudiera transportar consigo aquella desdichada, había objetos de aseo: peine, cepillo, una tela haciendo de pañuelo.

Con rapidez, como con urgencia, dispuse esos pocos objetos a los pies del cadáver, ordenados, como lo hubiera hecho sobre mi tocador, de aún tenerlo. Ahora en su fin, Annie debía tener la dignidad y la alegría de las mujeres. Cepillo de dientes, del pelo, caja donde los guardaba... todo aguardando a que ella despertara, a que la luz del sol...

No. No había monedas. Solo la que le diera Tumblety, que bien se ocupó en recuperar. El americano se impacientó, pese a que no me retrasé más que unos segundos en esa operación, no podía entender que quisiera dignificar el lecho mortuorio de esa mujer, ahora que sus pecados no importaban. Nos marchamos. La muerte salió con la misma suavidad con que vino a esta calle, en silencio, dejando su carga de horror para los que aún vivían. Nadie nos vio, o nadie nos quiso ver, o nadie supo qué veía.

Yo tenía mi útero, por fin. Pensé que este era el camino. Me volví a equivocar. Tuve que matar otra vez. Tumblety estaba en lo cierto: necesitaba luz... no para matar, para vivir otra vez... no hay luz... nunca hay luz...

____ 16 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Noche de viernes a sábado

Lento no duerme esta noche. Aunque el miedo y la tensión deben haberlo agotado, se esfuerza en no cerrar los ojos.

Tal y como su compañero le contara, aquella celda inmunda y falta de todo confort está abarrotada de documentos, documentos que para un erudito como él son golosinas. Las cartas... conoce muchas de ellas, ha leído copias, incluso recuerda la desaparición de algunos de los originales. Otras son una novedad. Los escritos sobre Torres y sus hallazgos resultan demasiado enjundiosos para sus conocimientos científicos, muy dispares de los históricos. También hay fotografías, imágenes de Londres y sus calles, una foto de grupo donde se ve toda la dotación de una comisaría posando ante un edificio, una foto antigua, casi desvaída que muestra a tres muchachos posando atolondrados sobre una barca...

Todo parece fascinante y entre todo destaca el bastón. Una elegante vara de fresno con una extraña empuñadura tallada en forma de cabeza humana. Un hombre, o tal vez una mujer de rostro anguloso, cubierto por una capucha o un pañuelo. Sobre la caña del bastón hay lacado un círculo en el que se lee la siguiente inscripción:

PRESENTED

TO

INSP. ABBERLINE

as a mark of esteem

by 7 officers

engaged with him

in the Whitechapel

murders

of 1888

—Siete oficiales... ¿cuáles? Reid, Moore, quizá Andrews, Nairn... los sargentos Thick, Godley, Pearce... difícil, hubo muchos policías. —Se da cuenta que está hablando solo, y empieza a reír—. No estoy hecho a la soledad... Vuelta a reírse. Se levanta del colchón, inquieto. Abre la puerta con cuidado. Fuera todo es oscuro.

Antes de salir toma una veintena de velas. Hay un cubo lleno de ellas, luz no le va a faltar. Cuando las coge mira a su lado, sobre una de las cajas llenas de cartas y papeles, ve unos librillos amontonados, con una ilustración recargada en la cubierta; una greca formada por rosas y calaveras entrelazadas que rodea el título:

El 13.er trabajo de Heracles

por

M. R. William

Una novela por entregas, un folletín. Coge el primer librillo. Sale del cuarto, su celda, y camina a oscuras por el sótano, tan despacio como se mueven las estrellas en el cielo que ahora no ve. Apenas hace ruido, sus pies, descalzos sobre el frío y la suciedad, no suenan más que los de la pequeña fauna que llena el laberinto, ni que las humedades goteando aquí y allá.

Poco a poco va acelerando el paso, a medida que su soledad se manifiesta casi absoluta y sus pupilas, dilatadas al máximo, aprovechan el mínimo brillo que pueden encontrar. Solo la cautela por no tropezar con obstáculos ocultos en la oscuridad lo retiene. Llega, un poco por azar y otro gracias a su buena orientación, al lugar donde el día anterior Alto viera al oso bailar. Se agarra a los barrotes y espera, muy quieto. Es imposible ver nada. Pasa un tiempo allí, hasta que un estornudo lo sorprende. Tapándose la boca aguarda, su mano busca a tientas algo, un arma.

Nadie responde a su descuido, nadie acude, su captor confía más en las buenas cerraduras y candados que en una vigilancia más activa. Vuelve a caminar, a recorrer las oscuridades. Llegado al cuarto donde reposa el señor Aguirre, lo nota por las puertas batientes, encadenadas ahora, y el estrecho ventanuco acristalado. Prueba a entrar, está bien cerrada.

—Mierda... —Es un susurro que muere devorado por el polvo y la soledad. Permanece ahí. Debiera ser imposible no dormirse en esa situación, solo en la oscuridad, sin nada que ver ni oír. Ni siquiera la respiración de quién yace tras esa puerta llega a sus oídos. Sin embargo, mantiene la vigilia. Será el miedo lo que impide que se duerma.

Demasiada oscuridad. Enciende un fósforo.

Nada. Ningún sonido. Insectos noctámbulos alejándose de la pequeña llama.

Arrima el misto a una de las velas. Espera a que algo de cera se funda y la pega sobre el brazo de una pequeña silla, y sentado bajo la protección de esa luz, lee, procurando que cada palabra dure el doble, ahuyentando al sueño.

____ 17 ____

Lee Lento

El 13
er
trabajo de Heracles por

M. R. William

Capítulo 1: Sobre casas antiguas y secretos

Jim Billingam nunca imaginó que se hubieran escrito tantos libros. Miraba los anaqueles abarrotados de polvorientos volúmenes, ocupando todas las paredes de la habitación más grande que había visto jamás, imaginando la edad que debía tener la persona que los había leído todos.

—Si no sales de aquí de inmediato, morirás.

Jim se quedó muy quieto. Llevaba dos semanas en
Château Ravin
, y no se había atrevido a salir de la pequeña vivienda que compartía con su padre, ni mucho menos cruzar el camino de los abruptos acantilados hasta el negro edificio principal. Al oír aquella voz aflautada a su espalda, en lo primero que pensó fue en cómo iba a explicar a su severo padre qué había ido a hacer allí, cuando el pobre hombre encontrara el cadáver de su único hijo.

Muy despacio, notando el sudor que corría por su espalda, dio media vuelta. Un hada azul se había materializado en el centro de la biblioteca, de pie, mirándolo, más que eso, traspasando su joven cuerpo con la mirada hasta alcanzar los lugares más tiernos de su alma, hasta el punto que Jim tuvo que hacer acopio de todo su valor para resistir el poderoso hechizo gris de esos ojos. Y todo ese valor era mucho para un chico de once años recién cumplidos, suficiente para atreverse a carraspear, dar un paso adelante y decir:

—¿Tú vas a matarme?

—No —dijo el hada, transformándose al hablar en una niña—. A mi padre no le gusta que nadie ande por aquí. El va a matarte.

—No he hecho nada.

—Mi padre no necesita motivos para matarte. Es tu amo, y puede hacer lo que le venga en gana. Si yo se lo pido te matará.

—Nadie es mi...

—Tú eres el hijo del preceptor Billingam, ¿verdad? Tu padre trabaja para mí, así que tú también estas a mi servicio.

Déjame en paz. — Jim dio la espalda, enfadado consigo mismo más que con la niña, con esos desconocidos sentimientos que afloraban en su tierno corazón.

—¿Sabes leer?

—Que me dejes.

—No sabes. Tienes dos años más que yo y no sabes leer.

—Déjame.

—Esta es mi casa y puedo estar donde quiera. Y decir lo que quiera.

—Di lo que quieras.

—No sabes leer.

—Déjame en paz.

—Eres tonto. No sabes leer.

—Déjameeeeeeeee.

—No sabes leer.

—Sí sé.

—No.

—Sí.

—Eres tonto y no sabes leer.

Jim era un muchacho apacible, pero no aguantó más. Dio media vuelta de golpe, amedrentando a la niña que dio un saltito hacia atrás al ver a esa vorágine de ira de once años cernirse sobre ella.

—Jim. —Fue la voz de su padre la que le hizo detenerse avergonzado. El profesor Billingam estaba en la puerta, junto a un hombre de imponente altura—. Ven aquí.

Jim avanzó temeroso, mientras la niña quedaba sonriente, jugando distraída con el vuelo de su falda. La llegada a la mansión sobre los acantilados tras el largo ascenso bajo la lluvia, le había sobrecogido y preparado para cualquier maravilla, no para la presencia del señor de la casa. Era enorme, vestido de negro de pies a cabeza como un reverendo, y con una melena blanca que caía sobre sus hombros, de mirada intensa y azul a la que nada se ocultaba. Jim lo miró y supo en ese instante que el viejo conde sabía que hacía un segundo, llevado por la furia, había intentado pegar a su hija.

—Señor —dijo su padre—, este es mi hijo, James Stuart. Hijo, este es monsieur Louis Felipe Faubert, conde de Gondrin y vizconde de la Tour Aubelle. Desde ahora entrarás a su servicio, y al de su hijo. Espero que nos honres tanto a él como a mí.

El conde estrechó la mano de Jim, con fuerza, sin apartar sus ojos de fuego de los del muchacho, y habló con voz de trueno en la que no quedaba una brizna de los suaves tonos de su Francia natal.

—Señor Billingam... interesante. Sea bienvenido en mi casa. —Después de soltarle y recuperar su titánica figura, continuó mirando a su hija—. Sepa que su padre es muy querido y respetado en esta casa, espero que esté a su altura.

—Gracias, conde.

—No es halago, profesor, me limito a constatar un hecho. A usted, señor Billingam, no se le exigirá menos que a su progenitor. Espéreme ahora aquí, mientras acompaño al profesor a la salida. Camille, ven con nosotros.

Jim quedó de nuevo solo en ese santuario de antiguos volúmenes, que lo atraían y le producían cierta temerosa reverencia a la vez. Le gustaba leer. En aquella isla no había otra cosa que hacer, no había otros niños, nada, solo la casa y el furioso mar rompiendo contra las piedras negras y afiladas una y otra vez. Aún joven, ya había leído un buen montón de libros, y sin embargo nada de lo que vio allí le era familiar. No había libros de historia, ni atlas o biografías de personas de renombre, ni tratados de aritmética o libros de poesía. Tampoco novelas de aventuras, su pasatiempo favorito aunque a su padre el profesor le pareciera una lectura en exceso frívola y poco edificante para un muchacho de su edad, y tampoco historias románticas o piadosas. Por el contrario, sí abundaban los libros de temas mitológicos y de leyendas, materia ésta en que Jim estaba muy versado para su edad, y que su padre, profesor y amante de la cultura clásica, aprobaba y fomentaba en su hijo. Pero la mayor parte de aquellos anaqueles estaban repletos de volúmenes oscuros de indescifrable temática, de los que emanaba el misterio de lo arcano y lo prohibido. Tomó uno:
De Tinctura Physuicorum
, escrito por un tal Paracelso. Lo ojeó fascinado, sin entender nada de lo que allí se contaba, un extraño tratado que bailaba entre la ciencia y la magia, entre el rigor de la alquimia y el veleidoso capricho de lo sobrenatural. Siguió mirando títulos, nombres de autores, de sabios que años después le acabarían por ser tan familiares: Claudio Hermippus, Johannes de Philadelphia, el muy misterioso conde Saint Germain, Salomón Trimosín, el ocultista toledano Don Enrique de Villena, Jan Lallemant... alquimistas, brujos, eruditos, sabios, criminales, santos, monstruos...

La presencia fría que erizó los pelos de su nuca fue más inquietante que todos esos libros misteriosos. El conde estaba a su espalda ocupando toda la sala con su mirada.

—Señor Billingam, imagino que se estará preguntando al respecto de la naturaleza de las labores que tendrá que desempeñar aquí, en mi casa.

—Disculpe, señor... solo sentí curiosidad...

—No se excuse por tal circunstancia. Aquí, bajo mi techo, la inquietud intelectual siempre será bien acogida. Podrá leer cuanto y cuando quiera. Lo que nos ocupa ahora es su trabajo aquí, para el que su padre ha ponderado tanto sus aptitudes, ¿quiere saber los detalles?

—Por supuesto, señor. Si no es molestia.

—A partir del día de hoy se dedicará a atender a mi hijo. Quiero que sea su condiscípulo, su compañero de juegos, su rival en el deporte, su amigo si tal circunstancia llegara a producirse. ¿Entiende?

—¿Cómo...?

—Su padre le habrá informado que a partir de hoy residirá aquí.

—Sí, señor.

—Pues eso es. Vivirá con mi hijo, eso es todo lo que se le requiere. Recibirá una educación que jamás podría obtener dada la posición de su familia, debe agradecer esta oportunidad.

—Lo hago, señor.

—Debe cumplir simplemente las normas de esta casa, lo que es natural, y una en especial: en lo que a usted respecta, mi hijo es como yo, su palabra es la mía, ¿entiende?

—Sí, señor.

—Bien. Le acompañaré a conocerlo, y a conocer sus habitaciones. —Se apartó de la puerta, cediendo el paso al asustado Jim. Él avanzó y al pasar junto al conde, este puso una mano sobre su hombro, cuyo tacto y presión le pareció aún menos acogedor que el de la propia muerte. Apretó con fuerza hasta hacerle daño, y entonces dijo—: Una última indicación, señor. No vuelva a molestar a mi hija. En realidad, no tiene por qué dirigirse a ella, le prohíbo que hable con ella. Supongo que no habrá ningún inconveniente en ello.

Podría protestar, argüir que fue la preciosa Camille quien le habló primero y quien se esforzó por sacarlo de quicio. Prefirió callar. De hecho, esa última instrucción que le diera el conde pensaba llevarla a cabo a rajatabla, aunque no hubiera sabido los deseos del padre de Camille. Siguió caminando en silencio por los interminables salones del castillo, guiado solo por la presión firme de la mano cruel de su nuevo amo.

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