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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (86 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Con solo aproximarme a la verja, algo deteriorada y derribada en su puerta, dos individuos hediendo a policía se interpusieron.

—¿Qué estás buscando aquí?

Antes de decidirme a correr, atacar a esos tipos o tartamudear alguna excusa alguien abrió la puerta de metal. No fue Tomkins, por suerte. Un mozo del servicio aclaró a los policías que me estaban esperando, y me acompañó hasta la trasera de la casona. La cocinera me atendió allí, en el jardincito que me habían pedido cultivar, y nada más verla di el nombre de la señora De Blaise. Esperaba temeroso la acusación de robo por parte de ella, contuve la respiración.

—Claro —dijo fría pero amable la señorita Trent—, la señorita le espera. —Parecía incapaz de elevar el tratamiento a su Cynthia, para ella, como para muchas niñeras, sus pupilas jamás crecían.

Cynthia estaba en casa, me saludó y se mostró gratamente sorprendida por mi vuelta y aún más amable que la cocinera.

—¿Viene por el jardín? ¿Va a quedarse con nosotros? —Asentí—. Bienvenido sea, que a esa jungla le hace falta una buena mano. —Hizo que me dieran herramientas y ella misma me acompañó de nuevo hasta el patio trasero—. Si necesita cualquier cosa, pídamelo a mí o dígaselo a Nana. Cualquier cosa. No es necesario que se moleste usted en buscarla, o coja lo primero que encuentre. Pida lo que precise. —Enrojecí de vergüenza. Cuánto más daño hacen suaves palabras de reproche dichas por una hermosa cara que el más mordiente látigo.

Pronto estaba escarbando en los rosales con las herramientas que me habían proporcionado. Un lacayo no me quitaba la vista de encima, y escuchaba los comentarios de él y el resto de servicio respecto a la peligrosa excentricidad de su ama, que yo ignorada enfrascado en el trabajo. He nacido para jardinero, ahora lo sé, nunca nada me distrajo de mis penurias como eso.

De inmediato me di cuenta de que si seguía siendo continuo objeto de tan estrecha vigilancia sería muy difícil satisfacer los requerimientos de Potts. Por fortuna había trabajo de sobra que hacer en esa casa, y llegué a estar a solas en el pequeño jardín. En cuanto me dejaron con mis rosas me puse a buscar, no encontraría otro momento mejor. Descubrí que había paso franco a la casa a través de la puerta de la carbonera. Entre por allí, y eso me condujo a los sótanos. No me costó orientarme, y pronto encontré una escalera que conducía hacia el piso superior. Como es lógico, viendo que el sótano estaba acondicionado como almacén y despensa, supuse que esa puerta estaría cerrada y la llave en poder de Tomkins, la cocinera, el propio lord y algún otro personal de confianza. De modo que mi acceso por allí estaba cortado. Pensé en volver al jardín y entrar por la puerta trasera, la que conocía bien, fingiendo buscar algún apero para mi labor si era sorprendido. Entonces se me ocurrió, chispas de luz que a veces deslumbraban en mi cerebro oscuro, que si ese tesoro que buscaba era de tanta importancia, bien podría estar en el sótano escondido. Todo esto lo cavilaba junto a la puerta que daba al primer piso, esa que imaginaba cerrada, y que por algún impulso probé. Estaba abierta. Alguien andaba por los sótanos, junto a mí. Bajé con mucha cautela, y vi la luz del pasillo a mi derecha. Luz que salía de una puerta abierta, frente a un recodo del corredor que daba a un amplio cuarto lleno de bultos cubiertos con lienzos y mantas. A través de la puerta entreabierta mi casi ceguera vislumbró, casi imaginó, los anaqueles de una bodega. Allí había al menos dos hombres conversando, lord Dembow y alguien más. No sé si fue afortunado el que me quedara a escuchar la conversación; sin duda fue revelador.

—... ese americano... se ha convertido en más que un ligero contratiempo. —No reconocí esa voz, sí la de quien respondió: lord Dembow.

—Lo sé. Ya hablé con Matthews y saben que es prioritario capturarlo, es el eslabón más débil, el que...

—Un eslabón que usted incluyó, este asunto...

—No me diga lo que hay o no que hacer, señor mío. —La voz del lord se volvió un susurro amenazante, como el de una serpiente—. Yo soy el motor de todo esto, es por mí por lo que hemos llegado a donde estamos, y a través de mí se abre el futuro. ¿Acaso usted, o sus amigos pierden más que yo de no conseguirlo?

—Ya no se trata de nuestros intereses, ni mucho menos de su pelea personal; si involucramos a la policía...

—Matthews me ha explicado que solo harán falta algunos hombres de confianza de la sección D. Ese simpatizante de los irlandeses ya ha tenido problemas con ellos, no levantará ninguna sospecha.

—Y una vez capturado... ¿Acabará todo?

—Empezará todo, querido amigo, todo para todos. Él nos conducirá a nuestro enemigo, y todo seguirá como debe ser. —Escuché un sonido mecánico, un zumbido irreconocible para mí. Luego el descorchar de una botella, y el licor alegre corriendo sobre una copa—. Hay otra posibilidad. —Un prolongado silencio, imagino que cargado de significado, precedió de nuevo al sonido del cristal y el vino—. Una solución más a largo plazo, quizá intolerable para mí y mi estado, pero en mi mente siempre está el bien de mis buenos amigos, y de mi patria.

—No le comprendo.

—Es mi regalo para todos ustedes, una muestra de agradecimiento por la confianza con que me han obsequiado durante tantos años. Un español.

—¿Español...?

—Un ingeniero. Tiene las capacidades necesarias para suplir al enemigo. Está construyendo un ajedrecista.

—¿Cómo el de...?

—Dele tiempo. Yo me ocuparé en orientarle, y pronto no necesitaremos a ese monstruo...

—Tengo entendido que aglutina a ciertos criminales de baja ralea a su alrededor, bandas.

—Lo lleva haciendo desde tiempo atrás. ¿Qué esperaba?, se une con los de su calaña de modo natural. Esta situación incómoda acabará cuando mi amigo español obtenga resultados, y confío que no tardará demasiado. —Guardaron silencio, el tiempo suficiente para que yo comprendiera que ese español no podía ser otro que Torres—. Me mira con escepticismo.

—Si un simple ingeniero es capaz de asegurar el futuro del reino, no sé por qué andamos perdiendo el tiempo, por qué hemos perdido más de veinte años en...

—He dicho que es una posibilidad, y que requiere tiempo, y algo de suerte. Ambos somos jugadores, ¿cierto? —Sonaron copas entrechocando.

—¿Y si a su español no le gusta? Hay ciertos aspectos que pueden escocer a los escrúpulos menos exigentes.

—Solo hombres con poca visión de futuro, o con escaso compromiso con la Corona, pueden tener reservas ante nuestra empresa. Yo me ocuparé de «mi español», hoy mismo he puesto manos a la obra. Ustedes encárguense de Tumblety. —El Monstruo... su nombre resonó en esa bodega como tañer de muertos.

—¿Por qué? Parece que esta segunda opción es más segura que su lucha interminable con ese sujeto...

—Me muero. Pese a mi confianza en mi amigo mediterráneo, no puedo esperar. Les doy otra opción, pero no dejemos lo que tenemos en mano. Eso es seguro. Subamos.

Escapé al jardín. Torres estaba en peligro, eso creí entender. Ese «Yo me ocuparé de mi español» dejaba poco espacio a otras interpretaciones. De nuevo sentía que yo era la pieza clave de algo que no entendía. Me fui, cobré mi jornal de manos de la cocinera y corrí a casa de la viuda Arias. Estuve ahí vigilando, y no vi nada. De Blaise había estado esa misma mañana allí, tiempo después lo sabría, pero ahora no vi rastro de nadie. Excepto de Juliette, paseando sus fantasías. Me vio antes que yo reparara en ella.

—Señor Aguirre. —Me sorprendió y se echó en mis brazos de golpe—. ¡Qué alegría verle! El señor Torres...

—Shhh —chisté—. No q... q... quiero que me vea.

—¿Pero por qué? Seguro que le da una alegría. No entendió por qué tuvo...

—¡Déjame niña! —gruñí. Sus enormes ojos verdes se abrieron sorprendidos más que asustados—. Ad... adiós —dije algo avergonzado por arruinar tanta alegría. Di media vuelta para irme y ella me detuvo, tocándome el brazo con la suavidad de un colibrí.

—Señor... entiendo que no quiera vernos... ¿pero qué le diré al señor Torres? —Tenía lágrimas en los ojos, aunque hacía esfuerzos por contenerlas. No me siento mal por ello ahora, sé que ese sofoco era más por el susto de mi grito que por pena real. Esas lágrimas me hicieron pensar; ¿por qué no quería ver a Torres? ¿Era de verdad mi intención alejarlo de peligros que yo atraía, o era yo quien pretendía eludir todo problema? De una forma o de otra, ahora se me ofrecía la oportunidad de hacer algo por él.

—D... dile que tenga cu... cuidado con D... D... D... Dembow y los suyos. ¿Lo harás?

—Claro.

Me marché. Tenía que hablar con Potts, sabía cómo dar con él. A la noche siguiente me demoré algo antes de entrar en mi pensión. Caminé con mis andares ebrios, que me granjearan mi sobrenombre en el bajo mundo. Había pasado el día de jarra de cerveza enjarra de cerveza, lo que no menguaba mis actitudes en gran medida. Quedé sentado en el suelo, fingiendo estar adormecido. Cuando noté la calle desierta, hablé.

—B... B... Burney...

Surgió de las sombras, no muy lejos de mí. ¿Cómo podía hacer semejante cosa? Sé que yo ya no veía bien, de hecho el velo que nublaba mi vista iba tupiéndose día a día. Contando con mi progresiva ceguera, la invisibilidad de Burney era excesiva. Parecía que su abrigo estuviera hecho de la misma sustancia que la noche, y se envolvía en él y se hacía parte de ella. Avanzó hacia mí, con un aire temeroso que me recordó al Burney de siempre. Le rogué que me llevara con su jefe, tenía algo que decirle.

Potts se paseaba entre los Tigres como por su propia casa, no parecía que cayera bien, más bien le tenían alguna clase de respeto basado en no sé qué origen. Burney me llevó a Stepney, territorio de los de Besarabia. Recibimos el saludo incómodo de los miembros de la banda, armados hasta los dientes, que nos franquearon el acceso de malos modos. Pottsdale pasaba la noche en un burdel, que también los tienen los judíos. Era una taberna vieja y abandonada, que hacía las veces de casa de citas, humilde y sin lujos, pues la estricta moral hebrea impedía que fuera de otra forma.

Al verlo, no supe qué decir; mi habitual dificultad con las palabras y las ideas. Algo me bullía en mi sesera, y no estaba seguro de qué. Lo único que sentía como cierto, era que Potts era el enemigo, mi peor enemigo, y que lo que le dijera no debía ser tan claro como para que descubriera mis planes, si es que tenía algún plan. La forma más sutil que fui capaz de pergeñar fue preguntarle si el robar esa máquina a Dembow perjudicaría de alguna forma al lord.

—A quien van a hacer daño si no lo consigues es a ti, viejo Ray. Tu única posibilidad es hacerlo y rápido.

—P... p... pero. ¿Le hará d... daño?

—¿Le tienes ganas, eh Ray? —Asentí, por dejarle hablar—. Lo entiendo, esos ricachones siempre te han mirado por encima del hombro, ¿verdad? Echas de menos a los tuyos, claro. Sí Ray, joderemos a ese viejo entrometido, y todos saldremos beneficiados. —Todos menos Torres. Si había entendido las palabras de aquel caballero de la bodega del lord al decir: «... aglutina a ciertos criminales de baja ralea a su alrededor, a bandas...», el enemigo de Dembow era Potts, y los Tigres de Besarabia, y el Green Gate Gang, y los Blind Beggars y todo el hampa londinense. Y si a ellos les iba bien, la otra opción del noble era Torres, eso había dicho. Si yo hacía lo que me pedían, Torres se convertía en el objetivo de los extraños planes del lord, su codicia recaería sobre él, y si no lo hacía Liz estaría muerta. Mucho que decidir para tan poca materia gris.

La solución fue la que se espera de los ignorantes: decidí ayudar a todos los que me interesaban, a los que quería, sin prestar atención a cómo los destinos de unos y otros se oponían. No iba a colaborar con Potts, eso no era ningún esfuerzo, el saber que mi fracaso podía, además de beneficiar a Torres, hacerle algún daño me satisfacía. El resto del plan era más delicado: escapar con Liz, ir a América. Sé que es una idiotez, sé que ninguna mujer, por muy desesperada que estuviera, vería en mí otra cosa que alguien de quién apiadarse. Sé que era ilusorio tratar de eludir a la banda más poderosa de Londres, y sé que he demostrado a lo largo de esta historia que era incapaz de ceñirme a un plan que durara algo más de veinte minutos.

Y con todo esto no lo hice tan mal. Sabiéndome imbécil en general e incapaz en el aspecto más concreto de la intriga, me agarré a lo que hacía bien, mejor dicho, a lo que me funcionó en el pasado. Si lo hice entonces, cuando enfrenté al Green Gate con los chicos de la Dover, bien podía repetirse. Tenía que ver a Dick Un Ojo, y eso era imposible si una sombra me seguía por todo Londres.

Un cerebro completo y un alma completa hubieran tomado otro camino, hubieran tratado de no enlodar más mi espíritu. Puede que debiera haber intentado convencer a Burney, hacerle abandonar su vida de esclavo, volverlo de mi bando. Yo, como las bestias, solo pude pensar en el asesinato. Que Dios me perdone una vez más. Justificaciones para este nuevo pecado tengo muchas.

Burney había sido un ruin lacayo de Potts toda su vida, incluso cuando fingió su amistad en Pentonville seguía a las órdenes de su amo, seguro. Además, por mi causa era probable que murieran muchos hombres. Uno más, aunque la sangre de este manchara mis manos directamente, no podía aumentar demasiado mis faltas... tales excusas me sirven para sosegar las quejas de la conciencia ahora, entonces, si he de ser sincero, solo pensaba en Liz y en mí, en Torres, mi único amigo; a la vista de eso, otra vida no era algo que me resultara difícil arrebatar. Pese a no ser la gran mente criminal del siglo XIX, no se me escapaba que si aparecía Burney muerto en un callejón, yo sería el primer sospechoso. Debía idear algo.

Ese mismo jueves Liz recibió de nuevo ayuda de su iglesia, y lo celebramos como de costumbre. Ella estaba muy contenta, más que lo que de natural causa la cerveza. Decía que iba a ver a sus hijas, que eso le habían dicho en la iglesia, donde afirmaba que cuidaban de ellas. No creí que fuera verdad, como mucho de lo que contaba Liz sería fruto de su imaginación o sus deseos. Sin embargo, esa confidencia me animó a explicarle mi plan, parte de él, mi deseo de irme con ella de Londres, a Liverpool.

—¿Y qué hago yo allí? ¿Contigo...? —Vi entonces desprecio. Pienso ahora que más del que en realidad puso en sus palabras, años de escarnios alteraban mi percepción, seguro. Lo que para mí era la única puerta, no digo a la felicidad, sino a la supervivencia, a cualquier persona con el cerebro entero le parecía por fuerza un disparate. Me marché furioso, sin detenerme a explicarle lo precario de su situación.

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