Los horrores del escalpelo (113 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Tomkins, prestando sus manos y pies al impedido lord, fue exhibiendo los entresijos del ajedrecista mientras Dembow recitaba la presentación de su artefacto con un hilo de voz. No se diferenciaba mucho en la exhibición que presenciara diez años atrás de manos del huidizo Tumblety, la actual en lugar más acogedor, y debía reconocer que aquí los presentes rodeaban por completo al artefacto. En esta, como en la otra, había algo que le incomodaba, un «nada por aquí, nada por allá», un «abracadabra» muy alejado de la simpleza y claridad con que debiera presentarse un logro científico.

—Nos encontramos en los lugares más insólitos. —El doctor Purvis había maniobrado con disimulo por el salón hasta llegar junto a Torres.

—Le puedo asegurar que nuestros encuentros son siempre casuales.

—Por supuesto, no pretendía sugerir nada.

—No se apure, doctor, no soy amigo de andar contando chismes, y por otro lado no sé de nada digno de ser contado.

—No quiero parecer empalagoso ni cargante —pues lo era, y mucho—, pero les estoy muy reconocido por su discreción. —Torres quitó importancia al tema con un gesto—. Y no sé si sería abusar rogarle un esfuerzo más a su prudencia.

—No alcanzo...

—La visita del viernes a Bedlam... no quisiera que se me acusara de arrogarme atribuciones que no...

—Descuide, mi memoria es muy flaca, no recuerdo de qué visita habla.

—Se lo agradezco. —Dembow seguía presentando su muñeco entre expresiones de sorpresa de los presentes.

—¿Frecuenta mucho esta casa, doctor Purvis?

—Me honra ser invitado en ocasiones.

—Una especie de club privado... los que frecuentan Forlornhope, me refiero.

—Un grupo de amigos y admiradores de lord Dembow, así prefiero verlo. Sé que mi presencia no es debida a otra cosa que a la mediación de mi benefactor el eminente doctor Greenwood, aun así es un orgullo. Lord Dembow es uno de los hombres más influyentes de este país.

—Eso tengo entendido. Está muy enfermo, ¿no?

—En efecto. Es lamentable. No creo que llegue a navidad.

—Desde luego que no lo hará enfrascado en locuras como esta. —La incursión en la conversación que ingeniero y médico llevaban en el tono más bajo posible, incursión no exenta de cierta impertinencia, fue a cargo de sir Francis, quien se había aproximado a Torres.

—Perdón, sir Francis —se disculpaba Purvis—. No era mi intención ser desconsiderado.

—Ha sido directo y franco, amigo mío, y esas cualidades son tan necesarias en su profesión como la caridad y la misericordia. Señor... ¿Torres?

—Así es.

—Le ruego que trate de disuadir a mi buen amigo de esta locura. Esta obsesión suya por... por las máquinas no puede traer...

—Torres —alzó la voz en lo posible Dembow. Al parecer habían terminado las presentaciones, y llegaba el momento de la demostración—, ¿nos haría el favor de ser usted el oponente del Ajedrecista?

—¿Yo?, mala elección, señor. Si no soy un experto en autómatas, en cuanto al ajedrez soy un principiante.

—Modestia; es muy propio de su carácter. Estoy seguro de que en los últimos días ha estudiado mucho el juego, siendo así, y conociendo la «automática», como dice usted, no hay rival mejor para juzgar a mi ajedrecista.

Era un buen argumento. En el fondo cualquiera hubiera valido para Torres; ya fuera por orgullo profesional o simple curiosidad científica, estaba desando probar esa máquina. Se sentó enfrente, rodeado de los ancianos caballeros allí presentes, que contemplaban escrutadores cada uno de sus movimientos, y de Potts, para quién Tomkins se ocupó de procurarle el lugar con mayor visibilidad. El beefeater mecánico jugaba con blancas. Cuando Dembow dio cuerda y activó el mecanismo, el autómata soltó la alabarda, en eso parecía superar al de Maelzel, y movió el peón de rey. La partida comenzaba, partida que tenía más importancia en el movimiento de los espectadores que la rodeaban que el de las piezas.

El juego no fue como esperaba. Ganó sin apenas dificultad. Torres conocía el ajedrez y disfrutaba de él. No era un gran maestro, desde luego, pero alguien con mucha menor pericia habría detectado que este oponente era muy inferior que él. El ajedrecista de Dembow parecía un jugador demasiado bisoño. Nada que ver con la habilidad que mostrara el otro, el de von Kempelen. Desde luego, si los que jugaban eran mis antiguos compañeros, ahora convertidos en un guardia de la reina británico, poco tenían que hacer, no creo que ni Tom, ni George, ni por supuesto Amanda hubieran siquiera visto en su vida una pieza de ajedrez.

Mientras los invitados hacían sonar sus copas en afectada señal de aplauso y admiración, Torres procuraba que sus facciones no traslucieran el pasmo que lo embargaba. Sí, había ganado a ese artefacto, jugaba mucho peor que el ajedrecista original, sin embargo, durante toda la partida estuvo atento al funcionamiento del autómata, buscando un truco, un engaño, algo que tirara por tierra la imposible evidencia de que en unos pocos días lord Dembow había construido el ajedrecista mecánico perfecto, capaz de jugar una partida entera, perderla, sí, pero jugarla. No vio hilos, trampa ni cartón. Era imposible. Si hubiera sabido entonces, como yo le conté ahora, que mis amigos estaban dentro del beefeater de metal y madera, tal vez hubiera sido más creíble, no lo sé.

—Enhorabuena, señor Torres —decía Dembow—. Como le decía, su modestia no hace honor a su conocimiento del juego. Y ahora, ¿su veredicto?

—No le entiendo.

—Todos estamos esperado, ¿qué le ha parecido mi ajedrecista? Necesitamos su versado juicio.

Tal vez yo pueda darle un veredicto, padre. —Lejos, en la entrada del salón estaba Percy. Había irrumpido sin contemplación alguna, haciendo que las pesadas puertas de roble chocaran contra las paredes espejadas al abrirlas, rasgando las lunas. Tenía el mismo aspecto desaliñado con el que había llegado a la casa, al que se añadía los evidentes efectos del alcohol recién tomado en abundancia. El mismo aspecto no; empuñaba en su mano derecha la temible Lancaster.

—Perceval, qué estás haciendo. —Incluso en su lamentable estado, lord Dembow resulto un padre severo recriminando a su «disoluto» hijo.

—Oh, no se preocupe, señor —Percy avanzó hacia el grupo balanceando el arma como si de un ramo de flores se tratara. Los hombres que acompañaban al secretario Mathews, así como Tomkins y el mismo De Blaise dieron un paso adelante, lo que no hizo mella alguna en el comportamiento del joven lord —, si es el escándalo lo que teme. Estos caballeros le conocen bien, y no les importa la clase de monstruo que es, y en cuanto a este señor... —Señaló con el cañón de su pistola a Potts, que dio un respingo asustado y dijo:

—Oigan... no he venido aquí para que...

—Maldito imbécil —De Blaise se adelantó, aún más—, tenía que haber...

—Con esto no creo que pueda fallar. —Quedó quieto, apuntando directo a la cabeza de su odiado primo. Todos quedaron quietos.

—Muchacho —dijo sir Francis—, ¿has perdido el juicio?

—Por favor, tire esa arma, señor —rogaba con firmeza Tomkins.

—Deberán disculparnos, caballeros —dijo Dembow sin mostrar temor en la voz—, me temo que mi hijo no aguanta bien la bebida.

—¿Eso crees, padre? Pues a mí me parece que conservo un pulso excelente. —Abrió fuego. En la sala casi diáfana por completo, sonó como el más iracundo de los truenos. Todos se agacharon, los asistentes más devotos de algunos de los presentes trataron de cubrir a sus señores. Torres no tuvo más tiempo que de sobresaltarse. La bala no acertó a nadie, a nadie vivo al menos. Un enorme agujero había aparecido en el frontal del lujoso mueble que formaba el autómata, ante el que solo momentos antes se había sentado Torres—. Vaya, he de mejorar mi puntería... ¿o sí he hecho blanco?

—¡Yo sí voy a hacer blanco en tu...!

—Quieto. —De Blaise frenó en seco su acometida ante la negra mirada de la Lancaster, cuando Percy hizo girar los cañones del arma y apuntó directo al mayor—. Solo estoy practicando con esa marioneta de feria, ese monstruo... no haré daño a nadie, a menos que se interponga. Dígame padre, ¿he acertado? ¿Más a la derecha... a la izquierda?

De Blaise se apartó despacio de la línea de fuego. Percy empezó a hacer puntería contra el autómata, guiñando un ojo y haciendo lo que él entendía como gestos intimidatorios.

—Deja esa arma, hijo y...

—Tal vez usted, señor, podría indicarme un blanco más oportuno. Aunque entre tanta alimaña junta es imposible equivocarse. Acabemos con la mayor. —Apuntó directo a lord Dembow y disparó.

La bala fue a dar contra la aparatosa silla de ruedas, en su costado derecho. Su volumen evitó que al anciano saliera dañado. Todos volvieron a agacharse, menos De Blaise que no se lo pensó. Percy debía volver los cañones del arma si quería disparar de nuevo, en rigor estaba desarmado, y no era rival para su primo. Lo arroyó, y luego a él se le unieron una decena de hombres, ancianos y sus ayudantes, deseosos de acabar con el intruso, como una jauría provecta y furiosa. Garras sarmentosas, bastones, ruedas, bocas desdentadas trataban de despedazar a Percy, sin importar que sus ataques zahirieran también a De Blaise, quien se había hecho ya con el Lancaster.

Torres se preocupaba por el estado de lord Dembow, que muy alterado trataba de comprobar los daños en su silla, ignorando su propio estado.

—Estoy bien... —decía apartando de sí a Torres y Greenwood, que también se había interesado por el noble—. ¡Tomkins! Maldito... ese imbécil me ha disparado y ha destrozado... por el amor de Dios, espero que no haya...

—No parece nada, señor —calmaba el fiel Tomkins a su señor, mientras el doctor trataba de hacer otro tanto con el sobresaltado Torres.

—No está herido, es la conmoción por el disparo, dejémosle descansar...

—Agarrad a ese imbécil —ordenaba el anciano. El caos no duró mucho. Sir Francis, más entero que el resto de los asistentes, consiguió calmar algo la situación, interponiéndose en medio de la horda de ancianos enfurecidos.

—¡Calma, señores! ¡Ya es suficiente! Nadie está herido...

Alguno de los presentes había desaparecido, Pottsdale entre ellos.

—Señor, debemos salir de aquí —dijo alguien al señor Mathews.

—Nos quedaremos hasta que todo quede en orden. —La hidalguía mostrada por el secretario de estado no fue compartida por la mayoría. Hombres apenas incapaces de moverse, ayudados por jóvenes enfermeros salieron del lugar, agolpándose fuera una vez que Percy fue reducido, y no linchado gracias a la intervención del doctor Purvis y sir Francis, que no solo consiguieron apartar al joven lord de los ancianos enloquecidos sino de las más peligrosas manos de John De Blaise.

Terminada la reyerta, quedaron en el salón diáfano el grupo más joven de la concurrencia, en silencio salvo por el lejano eco de las protestas de los invitados exigiendo sus coches, queriendo salir antes que sus compañeros. Purvis sostenía a un maltrecho Perceval, el doctor Greenwood y Tomkins restañaban los daños del trono de Dembow, Mathews, sus ayudantes, sir Francis y alguno más permanecían expectantes. También estaba Torres.

—Sacadlo de mi presencia —ordenó Dembow, muy furioso—, está borracho.

—Señor, esto es un delito, un atentado —dijo un caballero solemne que no había sido presentado a Torres—. La situación política no es la mejor, si esto trasciende, sin que haya la menor respuesta...

—Llévenlo a su cuarto. Tomkins, ocúpese, y llame luego a Scotland Yard.

—Yo me ocuparé de esto en persona, Dembow —afirmó rotundo Mathews.

Torres no vio oportuno interceder por Percy, no veía cómo y eso le causó no poca frustración. A mí, si me permiten la opinión, me parecía un caso perdido. Demasiadas desgracias para un alma cuidada entre rezos y bienestar. Creí, aunque no dije nada mientras Torres me contaba todo esto, que el señor Abbercromby acabaría colgándose, seguro. Entretanto, Torres se dispuso a marchar, nunca se sintió tan extraño en Forlornhope como en esa ocasión.

—Señor Torres —le despidió un Dembow algo más calmado, espantando a Tomkins de su lado con un agitar de la mano—, lamento el espectáculo.

—No era un invitado esperado, así que de poco me puedo quejar.

—Usted es siempre bienvenido aquí. Me avergüenza que haya tenido que contemplar... olvidemos todo este enojoso conflicto doméstico. ¿Qué opina de mi ajedrecista?

—Sorprendente. Espero que no haya sufrido ningún daño irreparable.

No, no lo creo. Un placer verle, como siempre. —Estrechó su mano temblorosa, a Torres le parecía más endeble que nunca— . Si aún sigue en el país, espero que nos visite. Por favor, Franc, si no te importa acompañar a nuestro invitado español a la salida, me temo que me he quedado de momento inmovilizado, por fortuna, solo inmovilizado...

Tuttledore no tuvo mayor inconveniente, a la vista que Tomkins estaba ocupado «encarcelando» a Percy en su cuarto. El hombre del Foreing Office se limitó a acompañarlo con una sonrisa, sin decir nada hasta la puerta. Torres no pudo contenerse, o no quiso, y preguntó:

—¿Agradable su estancia en el «continente», como dicen ustedes? —Ante la mirada de asombro de sir Francis, continuó—: Su hermano me comentó que usted estaba...

—¿Conoce a mi hermano?

—Apenas, me gustaría gozar de la amistad de un caballero tan distinguido, como de la suya.

—El honor sería mío,
señor
Torres. Adoro España, su cultura, Goya, Cervantes... lástima que no podamos vernos más, pronto vuelve a su país, ¿no?

—En un par de días a lo sumo. Mi mujer no se encuentra bien.

—Espero que se reponga. —Ya franqueaban la salida. Al abrir los portones que daban al salvaje patio, la lluvia los sorprendió—. Pediré un coche.

—No hace falta...

—Un paraguas.

—No, en serio, estoy hecho a lluvias peores que estas.

—Si no puedo hacer nada por usted... —Le tendió la mano despidiéndose.

—Sí puede. ¿Conoce a la señora De Blaise, verdad?

—¿Cynthia? Sí, por supuesto —se entristeció—, la tengo por mi ahijada. Lamento que...

De momento solo está en paradero desconocido.

—En efecto.

—¿Tengo entendido que la vio un día antes de su desaparición? ¿Le preguntó por su padre, el capitán William?

—En absoluto... sí, en efecto la vi, pero... no era eso...

—Así me lo contó su hermano, el coronel Tuttledore.

—No... mi hermano suele malinterpretar... me hizo una visita cortés.

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