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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (55 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—¡Reagrúpense! —gritó mientras, sin tardanza y pistola en mano, iba al socorro de su amigo. Lo incorporó. No estaba inconsciente, solo aturdido. Disparó a discreción y vio cómo toda la compañía se defendía a duras penas de un ataque voraz y sorpresivo. En eso Bowels dio cuenta con su dah confiscado del resto de los crucificados, que parecieran formar el cierre de esa estratagema. Cardigan Sturdy vio la vía de escape abierta.

—¡Teniente! —dijo—. ¡Por allí hay salida!

Aunque era imposible precisar el número de atacantes en esa situación, desde luego superaban en mucho la decena con la que contaban para defenderse.

—¡Retírense ordenadamente, caballeros! —mandó Hamilton-Smythe, y con pesar en el corazón pero sin un ligero temblor en la voz, dijo—: ¡Abandonen a los caídos! —Cosa que, por supuesto, él no hizo con De Blaise.

La retirada no fue tan disciplinada como hubiera deseado. Corrieron sobre terreno incómodo, disparando, apuñalando, y dejando atrás al que no podía avanzar. Hamilton-Smythe y Sturdy condujeron a De Blaise, que aunque confuso podía caminar, hasta la línea que formaran los falsos mártires. Bowels se había movido en dirección contraria, tratando de imprimir coraje a sus hombres y de dar alguna coherencia a esa fuga en medio de la lluvia. El teniente agotó el tambor de su revólver y antes de recargarlo miró a su alrededor. Pasada la cresta de la colina el terreno caía a pico en un pequeño valle y remontaba de nuevo, hacia una escarpadura mucho más abrupta que la que acaban de coronar, todo en muy poca distancia. Justo al inicio del ascenso, vio un agujero, menos que una gruta y más que una madriguera, una abertura en el suelo de cuatro o cinco metros.

—¡Allí! —gritó—. ¡En esa cueva nos haremos fuerte!

—Teniente, no creo... —repuso el capitán Sturdy, a lo que Bowels terció de inmediato.

—¡Eso podemos defenderlo bien, señor! ¡Entre estas piedras estamos muertos!

La voz experta del sargento mayor rara vez se discutía, y así Hamilton-Smythe dio la orden:

—¡Vamos! ¡En desbandada!

Corrieron por su vida, perseguidos por los gritos de los dacoits, entre furiosos y divertidos. Estaban a menos de doscientos metros y De Blaise ya más repuesto era capaz de correr. No tardaron en llegar, todos saltaron al agujero, deseosos de ser tragados por su húmeda salvaguarda. Todos menos Sturdy, cuya edad le hacía el más lento y torpe con diferencia.

—¡Canary! ¡Trapshaw! ¡A tierra aquí, en la entrada! —dispuso Bowels la defensa de inmediato— ¡Disparen siempre a los más cercanos! ¡El resto, carguen fusiles! —El resto no era mucho: dos hombres más, el sargento Bowels, los dos oficiales y Sturdy que aún corría a trompicones con los dah silbando a pocos centímetros tras de sí. De los demás, de alguno de ellos, todavía se oían gritos desde detrás de la lluvia—. ¡Apunten a los más cercanos! ¡No quiero una bala malgastada!

Canary y Trapshaw hicieron sendos blancos en los dos perseguidores del capitán. Uno de ellos lo agarraba ya de los correajes y armaba su brazo para dar el golpe definitivo cuando la bala inglesa le entró por la nariz. Sturdy saltó por fin dentro del refugio. Ya con la espalda a cubierto, la defensa, si no fácil, fue posible. Sus rifles escupían fuego y eran de inmediato reemplazados por otros cargados, tras ellos, los tres oficiales daban cuenta de los escapados con sus armas cortas. Los cadáveres de los birmanos caían a escasas pulgadas de los ingleses. La carga dacoit cedió en menos de dos minutos, sujeta por la firmeza del fuego inglés que les recibía. Los birmanos ya se apostaban tras rocas y árboles, disparando sus armas y olvidando el tan ansiado cuerpo a cuerpo. La trinchera improvisada había resultado.

—Muy bien, Harry —dijo De Blaise, ya recuperado en sus funciones, cuando el ataque escampó—. No les va a ser fácil cogernos en esta posición.

—Incluso puede que no les haga falta —dijo Sturdy, apagando con su petaca el ardor del combate, un buen motivo para beber, como muchos otros. A la pregunta muda del mayor, continuó—: Recen porque no llueva con más fuerza como la semana pasada, o nos hundiremos en barro. A mí me es igual, pero no sé si se ven capaces de pelear bajo el barro, es incómodo, por no hablar de la asfixia...

De Blaise y los demás miraron hacia el interior de su guarida, no más de diez metros cuadrados de humedad, raíces y barro, con un charco de agua en el centro. Estaban llenos de lodo hasta las rodillas. En efecto, la pequeña cueva parecía haberse formado no hacía mucho por el desarraigo de un gran árbol o por el hundimiento de parte del terreno, y ahora era el final de una escombrera que caía desde el pico. Si llovía de verdad, no como ahora, eso se llenaría de agua. Es más, la inclinación de la abertura a la cueva, de casi treinta grados, les proporcionaba muy escaso refugio si llegaba la inundación. Los apoyos que Trapshaw y Canary habían improvisado para tirarse cuerpo a tierra y afinar puntería no contendrían la corriente de agua y légamo.

—Tiene razón, capitán —convino De Blaise—. Tal vez si encontráramos unas maderas...

—¿Dónde? No creo que nuestros amigos nos dejen salir.

Se oían gritos:


¡Kala hpyu...! ¡Thei-de!
—Seguro que eran provocaciones, y sonó algún disparo suelto que poco daño hacía, en eso había quedado el ataque. Pero seguían allí, y no les permitirían salir.

—¿Cómo estamos de munición, sargento? —preguntó De Blaise.

—Tenemos para aguantar una semana a esos desarrapados, señor.

No iban a disponer de tanto tiempo. Fuera parecía la algarabía de una fiesta. En el interior el silencio y las miradas de los hombres, la humedad, la creciente umbría, todo vaticinaba que el húmedo vientre de Indochina iba a ser su sepultura.

—Debimos seguir corriendo —dijo Sturdy.

—No —dijo De Blaise—. Ya estaríamos muertos.

—Y lo vamos a estar, mayor. Mire el cielo, va a llover más y moriremos ahogados, y si no, en cuanto caiga la noche estarán aquí. Maldita...

—Calle de una vez, capitán, y deje de beber, por lo que más quiera... —Percibió entonces un reguero húmedo que caía por el cuello de Sturdy, más oscuro que el agua sucia que lo empapaba—. Está usted herido. —El ingeniero se quitó el casco y se palpó sorprendido. Un corte corría por su nuca, desde la oreja izquierda al hombro derecho.

—Esos malnacidos estaban más cerca de lo que pensaba.

—¿Le han cortado? —De Blaise examinó la herida, que parecía profunda.

—Eso parece. No me había dado cuenta.

—Sargento. Atienda al capitán y releve a esos hombres. —Se refería a los dos que panza en tierra miraban hacia fuera.

—Jones, Colé, reemplacen...

—Un momento sargento —interrumpió Hamilton-Smythe—. Me pondré yo. Soy buen tirador y puede que desde aquí les envíe algún regalo. —Así se hizo. Eran ocho, todos tendrían que luchar y que morir por turnos. Bowels se ocupó de la herida de Sturdy. Era escandalosa, el filo del dah había hecho buen trabajo, sangraba con profusión, pero de ella no moriría, si detenía la hemorragia. Puso un pañuelo a modo de venda, sabiendo que de poco servía.

—Debiera coserle esto, señor —dijo—, aunque aquí la infección...

—Dele de esto. —Sturdy tendió su petaca—. Escatime, que más voy a necesitarlo yo que ese corte.

Bowels hizo lo que pudo y el capitán ni se inmutó. El jaleo del exterior aumentaba, aunque nada podían ver. Toda la región llegaba para disfrutar de la matanza.

—Señor —dijo Colé—, ¿cree que seguirán...? —No pudo, o no se atrevió a acabar la frase. Sin duda se refería a los compañeros abandonados.

—No se distraiga, soldado —dijo Hamilton.

Algo tenían que hacer. A De Blaise no se le escapaba que mantener la posición no era posible, ni tenía sentido alguno, y nadie vendría en su ayuda, no antes de que hubieran muerto.

—Bowels, ¿qué piensa? —Buscaba la voz de la experiencia—. Quiero decir, ¿qué cree que harán?

—Si yo fuera ellos, señor, esperaría al anochecer como ha dicho el capitán, no tienen prisa. Luego, mandaría a algunos hombres en sigilo, y echaría por el agujero una rama encendida, o algo que hiciera humo, para hacernos salir. El resto no creo que tenga que contárselo.

Dos disparos, Colé y Hamilton-Smythe habían visto movimiento al tiempo. Un hombre caía, y por las trazas, todos hubieran jurado que era el cacique de la aldea, aquel que alardeaba de cómo trataba a los enemigos de la corona británica. Antes de morir, el dacoit disfrazado consiguió lo que quería: arrojó la cabeza de un hombre hacia los ingleses.

—¡Es Brennan! —gritó Colé aterrado—. ¡Señor, es Brennan!

Y no fue el único, los lugareños envalentonados arrojaron partes de los soldados caídos. Lo cierto es que no era preciso tanto esfuerzo para minar la moral muy mermada ya de los británicos, pero qué sabían ellos. Hamilton-Smythe abrió fuego, más por alentar a los suyos que por causar daño alguno al enemigo que permanecía bien parapetado.

—Esto es una ratonera —dijo De Blaise—, llueva o no. Tenemos que salir.

—No veo cómo —dijo Bowels—. Parece que han llamado a toda la región para disfrutar de este momento. No tengo idea de cuántos serán...

—Vamos a salir, como sea —zanjó el mayor la discusión—. En tres horas se hará de noche, y la oscuridad vale para ellos tanto como para nosotros...

—Excepto... si me permite la aclaración —interrumpió Cardigan Sturdy, tirado en el lodoso fondo de la cueva, muy borracho, sangrando como un cerdo y confortable en medio de todo eso—, que ellos saben dónde estamos, no necesitan luz para apuntar hacia nuestra posición.

—Lo sé, capitán. ¿Y si creáramos una distracción?

—No le entiendo, señor —preguntó Bowels.

—Cuando caiga la noche, abrimos fuego con toda la intensidad que podamos, antes que se aproximen a la cueva para hacernos salir como usted indicaba, sargento. Entonces, uno de nosotros puede salir arrastrándose...

—¿Por esta abertura? ¿Frente al fuego enemigo?

—Sí, ¿cree que no es posible, sargento?

—No sé —sopesó Bowels—. Tal vez, si la suerte sonríe...

—Pues esta noche esa señora Suerte tendrá que estar del lado inglés...

—Es una puta, si me permite el comentario, señor.

—Entonces le pagaremos bien.

—Más que bien habrá de ser...

—¡Basta! Quien escape podrá correr hasta el fuerte Kamayut y regresar mañana con ayuda. Si aguantamos nos sacarán de aquí. Todos guardaron silencio. Entre la humedad y el miedo se filtraba un brillo de esperanza en sus miradas—. ¿Alguien tiene alguna objeción que plantear?

—Estamos muertos —dijo Sturdy.

—Que el señor nos asista —susurró Bowels.

—Yo puedo hacerlo, señor —dijo el cabo Canary—, si necesita un voluntario...

—Con esa altura apenas se te ve de día —dijo el sargento Jones—, así que de noche pasarás por entre las piernas de esos salvajes.

—Harry, ¿tú qué dices? —buscó De Blaise el apoyo de su amigo una vez más. Permanecía muy callado, cuerpo a tierra y apuntando hacia el exterior.

—No dudo que alguien pueda salir a hurtadillas, en la oscuridad y entre el fuego. El resto no aguantaremos hasta que llegue la ayuda.

—¿Y si nos rindiéramos? —dijo Colé.

—Por fin una voz sensata —dijo Sturdy—. Claro que sí, hijo, no tenemos por qué pagar las estupideces del Alto Mando...

—Colé —dijo Bowels—, si quisieran prisioneros, ya nos habrían hecho la oferta.

Hamilton se incorporó, atrayendo hacia él todas las miradas.

—Si nos entregáramos, puede que algún oficial sobreviviera. —Dudo, como lo dudó De Blaise, que pensara eso con sinceridad. Más bien todo lo contrario—. Tú acabarías muerto, soldado.

—Tienes algo en mente —dijo De Blaise, reconociendo un despertar en su amigo, hacía tanto tiempo perdido en un marasmo de locura y fanatismo.

—Tu idea es buena. ¿Pero por qué escapar solo uno? De la distracción pueden encargarse dos hombres. Quedarán aquí cinco o seis fusiles cargados, y dos revólveres, creo que les bastará para su misión. El resto, uno a uno, pueden ir saliendo en la confusión.

—Señor —intervino Bowels—, si pensaba que necesitábamos pagar bien a la Suerte para que un hombre pueda salir, seis...

—Alguno sobrevivirá.

Nadie veía mejor solución. El enemigo que los cercaba no era una tropa organizada, en la noche bien podría sorteárselos. Ninguno quiso pensar en el terreno desconocido, en lo familiarizados que estarían con él los dacoits, en la desorientación por la noche, en la lluvia; si alguien lo hizo, no habló.

Bien, a falta de nada mejor haremos como dice el teniente. Yo me quedaré cubriéndoles, necesitaré otro voluntario...

El primero que interrumpió el alarde de valor de De Blaise fue el capitán Sturdy, que se levantó, tropezó en el barro, volvió a incorporarse riendo y dijo:

—¡Cuánto arrojo! Es usted todo un héroe, mayor. ¿Cree de verdad que...?

Hamilton-Smythe le propinó un empujón que lo llevó de nuevo al charco donde reposaba su ebriedad.

—Eso te honra, pero es una necedad. Los que salgan necesitarán a su oficial. Me quedaré yo...

—Maldita sea, no puedes decir...

—Espera, John. Escucha. Soy un buen tirador, mejor que tú, y oficial. Puede que muestren clemencia por mí, es la mejor opción. Teniendo en cuenta mi reciente popularidad, mejor que vayas tú con los que sobrevivan...

—Yo me quedaré con usted, señor —dijo Bowels—. Canary no acertaría a uno de esos salvajes ni aunque estuviera sentado sobre su fusil, sin embargo para escabullirse es el mejor. Jones está casado y Trapshaw por casarse. Nadie me espera a mí, a parte de esos salvajes malnacidos de enfrente.

—Escucha Harry, tú... —No podía decir nada. La falta de intimidad que ofrecía la proximidad invasiva de ocho hombres asustados, impedía que pudiera explicar a su amigo las razones de peso que en su mente bullían, por las que su sacrificio era la peor opción. Sabía, o sospechaba, que el impulso enfermizo a probar su hombría y valor era el motor detrás de esta decisión, y si en otras ocasiones tal apetito por el riesgo era tolerable, encomiable o hasta útil para la unidad, hoy quedarse en ese agujero era la muerte. Y por encima de toda razón, estaba Cynthia. No podía volver, mirarla, y decir que le dejó allí. Nada de eso se atrevió a explicar, no con todos mirando. Solo pudo decir—. Cynthia te espera...

—Precisamente. Por eso debo ser yo.

Y así acabó la discusión. De Blaise no confirmó a los dos voluntarios más que con su silencio. Volvieron todos su atención al exterior, a la luz que ya iba desapareciendo. Nadie habló, no había sitio para confidencias entre tanta estrechez y tanta incómoda humedad. Quedaban las miradas cómplices entre Bowels y sus camaradas, censurando la locura de la decisión del sargento.

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