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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (26 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—No entiendo... —dice Alto.

—Mañana será otro día, amigos. Ahora les acompañaré a fuera y ya...

—¿Qué ha pasado? —interrumpe Lento—. No le hemos cansado, apenas veinte minutos. Aguirre parece más animado. Hemos sido cuidadosos... no entiendo. ¿Es problema dinero? Le advierto que soy hombre rico. —Celador saca un pañuelo para secarse el sudor y resopla, mirando de un lado a otro. Parece pensárselo, luego toma a Lento de la solapa y tira de él.

—Fuera. No puedo arriesgarme.

—Vamos, ¿qué problema? Todos ganamos...

—Yo apenas saco nada, y arriesgo todo. Mi familia depende de este trabajo, y si al viejo le pasa algo...

—Pero... llegamos a un acuerdo.

—No es suficiente. Yo me la juego, y ustedes solo me dan...

—Veo que es problema de dinero. —Se zafa del Celador y saca su cartera de la levita—. No hay...

—Esto que hace usted aquí... —interviene Alto—. Actúa por su cuenta y riesgo, ¿cierto? ¿Es eso? ¿Tiene miedo?

—Me estoy exponiendo mucho al...

—Sus jefes no saben nada, ¿no? —Celador duda de nuevo. Se detiene. Asiente mirando al suelo—. El señor... Solera no tiene idea que usted está cobrando «visitas».

—Piensa que vinieron una vez y ya no han vuelto. Por eso no podemos seguir. Yo necesito dinero, señores míos. Mi señora está esperando y... aquí apenas se gana. Se me ocurrió pedirles algo el primer día, y viendo lo poco que les había contado el patrón...

—Pensó —dice Lento mirando con aprobación a su compañero— que podía aprovechar nuestra...

—Buena voluntad —termina Alto.

—Señores, yo... —El corpachón de Celador tiembla como una montaña al derrumbarse mientras se postra y lloriquea—. Les juro por lo más sagrado que no quiero hacer mal a nadie, es que paso muchas calamidades, lo que saco aquí no da apenas para un plato caliente para los míos...

—¿Piensa que no damos... daríamos cuenta? ¿Tan Cándidos estamos?

—Somos.

—Creí que podía sacar unos cuartos antes de que nadie cayera en... Por las obras ahora no hay nadie. Los hombres vendrán la semana que viene, hasta entonces tenía unos días... miren, váyanse y yo les prometo que les devolveré...

—No es necesario. Permítanos entrar otra vez...

—¿Ahora?

—¿Por qué no?

—Por el amor de Dios. —Vuelven sus llantos—. Antes me dejé llevar por la codicia. Si le pasa algo a Aguirre y se entera mi jefe...

—Tendrá que arriesgarse —dice Alto—, si quiere conservar su empleo.

—Y no acabar con... huesos en presidio —dice Lento.

Celador gime y suplica, ya solo con gestos, y recibe el consuelo de una mano en el hombro, y la firmeza de la mirada de los visitantes, implacables en su deseo.

—Una más —continúa Lento—, y nos vamos.

—¿Y no volverán... ?

—Eso ya veremos.

—Pero se acabó el sacarnos así el dinero —dice Alto.

—Caballeros... tengo que comer...

—Usted verá. Hablamos con el señor Solera y... —Celador suspira y se incorpora derrotado. Se seca las lágrimas y se encoge de hombros.

—Me lo tengo merecido... Les juro que nunca he robado ni... en fin, pasen. Les ruego que no digan nada...

—Descuide.

—Y tengan cuidado...

—Tranquilo.

—Esperen. —Les corta el paso con lo poco que le queda de decisión—. Prepararé al abuelo. Y estén una hora, no más.

Entra al cuarto de Aguirre. Los visitantes quedan satisfechos, sonriendo con una mezcla de suficiencia y alivio en la mirada.

—Bueno —dice Alto mientras observa a Celador atender al interno a través del ventanuco de la puerta—, problema solucionado.

—Ajá... Yo quiero venir de noche, si a usted no le parece mal.

—Si lo ve oportuno... espero que no haya guardeses armados.

—No creo. No creo que aquí haya nadie.

____ 9 ____

El éxito del Asesino

Todavía jueves

Al día siguiente, jueves, enterraron a Polly Nichols. Una nutrida multitud llenaba Old Montague Street, mucha para despedir a una prostituta borracha de cuarenta y tres años. El miedo y el odio hacia el asesino, Delantal de Cuero o quien fuera, unió a todo el East End, los más desdichados de Londres, del Imperio. Ahora sus mujeres eran las presas de un monstruo, si alguna vez estas gentes se sintieron desamparadas y solas fue esa tarde.

Una serie de artículos publicados tres años atrás en el Pall Mall Gazette, a cargo de su muy beligerante, socialmente comprometido e insigne editor W. T. Stead bajo el título:
A Maiden Tribute to Modern Babylon
reflejaban los horrores de la prostitución infantil en esta ciudad, el abuso, la trata de mujeres que no encontraban otro modo de subsistencia que la pérdida total de su dignidad, el abandono al alcohol y a todo tipo de excesos que consumían los callejones de Whitechapel y Spitalfields. Aunque el artículo tuvo una importante relevancia y fue comentado y discutido en los más altos círculos, pocas medidas se llevaron a cabo para acabar con la espeluznante situación de las gentes del East End, con el dislate urbanístico en que se sumergía todo el barrio, salvo el subir la edad de consentimiento de las féminas de trece a dieciséis años. Los artículos poco pudieron, incluso tras su reciente publicación en modo de libreto, todos juntos, y tuvo que llegar la muerte para que alguien mirara hacia esta parte del mundo. Ya lo dijo Bernard Shaw en una carta dirigida al editor del Star y que se publicaría el veinticuatro de aquel mismo mes de septiembre. Comenzaba: «Señor, ¿me permitirá que haga un comentario respecto al éxito del asesino de Whitechapel en llamar la atención por un momento sobre el problema social?». Y continuando con su mordaz estilo, decía más adelante: «Mientras nosotros, los socialdemócratas convencionales, perdíamos nuestro tiempo en la educación, la agitación y la organización, un genio independiente se ha hecho cargo de la situación y simplemente asesinando y destripando a cuatro mujeres, ha provocado la conversión de la prensa de opinión en una forma inepta de comunismo». El señor Bernard Shaw tuvo razón: en pocos días, medio mundo se enteró de la existencia del otro medio, gracias al Monstruo.

Hay quien pudo pensar, llevado por una moralidad estricta y sin sentido, que llegaba ahora el castigo merecido, la plaga para purgar tanto pecado como fermentaba en las calles de la
Modern Babylon
del artículo. Nada, ninguna falta merecía tales muertes, ni el terror que trajeron en los siguientes meses. Todos ahí, yo estaba entre ellos pese a que frecuentar las calles no era esos días un hábito saludable para mí, maldecían a quien fuera que traía este reino de la sangre y el terror sobre nosotros. Raterillos y gente honrada exigían a la policía y a las autoridades que pusieran todos los medios para proteger a los que hasta el momento habían abandonado a la peor de las suertes. Ahora no podían olvidarse de ellos, no con ese asesino en las calles.

Y no había hecho más que empezar.

La multitud se agolpaba esa tarde cerca de la morgue donde descansaba el cuerpo de Polly, en espera de la salida del cortejo. La fecha del funeral era conocida por todo Londres, pero no la hora, así que ahí todos aguardábamos para despedir a la pobre Polly, aunque la mayoría no la conocíamos, o si la vimos alguna vez no nos habíamos molestado en tenderle una mano. Ahora Polly pasaba a la historia, un símbolo para los desamparados del East End.

Mi osada presencia allí se justificaba por lo mismo que había visitado ya Buck's Row y George Yard en días pasados. No a causa del morbo que impulsaba al todo Londres a frecuentar los lugares de los asesinatos, yo buscaba pruebas, algo que relacionara a Francis Tumblety con los crímenes. Esperaba ver al doctor indio regocijándose en el sepelio de su tercera víctima. No apareció. Ni él ni el carro mortuorio que llevara los restos de Mary Ann Nichols a su descanso definitivo.

Viendo el tumulto, el sepulturero ideó junto a las autoridades una estratagema para evitar el posible caos. Tan sencillo como acceder a la morgue por detrás, por Chapman's Court, y ahí cargar el cadáver sobre un sencillo coche de dos caballos. De allí fue llevado con disimulo al ochenta y siete de Hanbury Street, el domicilio del enterrador, a esperar al resto del cortejo, que básicamente lo formaban su padre, Edward Walker, su marido William Nichols y su hijo Edward John Nichols. Todos, que en vida poco se habían ocupado de ella, acudieron tarde a su final. No crean que les culpo, es muy probable que la existencia junto a esta desgraciada fuera insoportable para aquellos que la rodeaban; nadie es completamente inocente ni culpable de su infortunio. El caso es que la tardanza en salir hizo que las voces, que tan rápidas se propagan por Whitechapel, se apuraran en anunciar que un sombrío carro estaba parado en Hanbury Street.

Cuando el cortejo, el coche fúnebre y dos duelos más salieron hacia el cementerio de Ilford escoltado por la Policía Metropolitana, todo el Londres pobre y asustado los rodeaba. Giraron seguidos por nosotros hacia Baker's Row, pasaron junto a la esquina de Buck's Row, la calle donde habían encontrado muerta a Polly, y allí más gente se unió a la comitiva, gente que miraba a lo lejos el lugar del asesinato, con miedo, sucia curiosidad y rabia mezclados. Llegamos a Whitechapel Road, la principal arteria del barrio junto a Commercial Street. A lo largo de toda la avenida los policías se colocaron cada poco, custodiando el séquito, como si del funeral de la Reina se tratara. Todas las contraventanas de las casas estaban cerradas, en señal de luto y respeto, todo eso por una puta.

Fue enterrada en una tumba sencilla, con una simple lápida. Sobre su féretro estaba escrito: «Mary Ann Nichols, 42 años. Muerta el treinta y uno de agosto de mil ochocientos ochenta y ocho». Nada más se podía decir de ella. Qué tristeza la de aquellos que pasan a la historia así, cuánto hubieran preferido desaparecer en el dulce olvido donde se entierran a los que el destino no les guarda papel especial en la vida, a la mayoría de nosotros.

Había policías, hombres de Scotland Yard y periodistas de todos los diarios, hasta el Times hizo reseña del sepelio. Todos estaban ahí, todos menos mi amigo español. Torres ocupó esa tarde en asuntos muy distintos. La víspera, tras nuestra conversación acompañada de todo el té que fui capaz de beber, la encantadora señora Arias preparó una cena tardía que además tuvo la gentileza de subir hasta nuestro cuarto, quiero decir el de él.

—Señor Torres, pensé que querrían tomar un bocado, su invitado y usted. —El modo en que me miró mientras dejaba la bandeja llena de pequeños bocadillos y un pastel sobre la mesa, e incluso café conociendo los gustos de su inquilino, me hizo pensar que el agasajarnos no fue el principal motivo por el que la buena mujer subió.

Torres apenas cenó mientras que yo devoré. Entre bocado y bocado, se ratificó en su intención era abandonar Inglaterra en dos o tres días; al día siguiente por la mañana quería ultimar ciertos asuntos, que supuse debían ser la compra de un pasaje, o arreglarlo en la embajada de su país, que mostró tan buen trato con él. Nada lo retenía ya allí. Tal vez quisiera hacer una visita a casa de lord Dembow, consideraría una descortesía no hacerlo después de la hospitalidad exquisita que desplegaron con él en su anterior estancia en Londres.

Me pidió que pasara la noche, había un pequeño sillón en el cuarto que me serviría bien de acomodo, una cama con dosel para mí. Acepte de nuevo. Me indicó con insistencia dónde estaba el baño, al final del pasillo y a mi vuelta me aclaró un par de condiciones respecto a mi estancia, breve por necesidad, junto a él.

—Será mejor que mañana salga temprano. Aunque creo que puedo calmar el genio suspicaz de la señora Arias, no le gustará verle por aquí.

—A... al amanecer me iré...

—Bien, pero luego vuelva. No quiero perder de vista a mi medio paisano.

Me comentó entonces que, ya cruzado el canal, bien podía dar una oportunidad a mi historia... a la del Ajedrecista, claro está.

—En caso de que sea cierto que aún conoce su paradero. ¿Puede enseñarme el Ajedrecista? —Asentí, triste, y él fue sensible a mi desilusión—. Podemos hacer lo siguiente, si a usted le parece bien. Mientras examinamos lo que queda de ese autómata, pensaré en su hipótesis. Si tuviera razón, es obligación de cualquier hombre de bien ayudar a capturar a semejante criminal. ¿Está conforme?

El problema es que ver al autómata iba a ser algo complicado. No me había podido llevar al Turco a Pentonville, y desde el día que lo encontré tuve miedo a perderlo, pensaba haber hallado un verdadero tesoro en lugar de un armatoste antiguo o la falsificación de uno. Hice lo que todo patán hace con el tesoro que encuentra, lo enterré en el único lugar que se me ocurrió: el local que regentaba Donovan, donde había dormido en ocasiones, sin pegar ojo, asustado por los cuchillos que pudieran brillar en medio de la oscuridad. Tomé una cama por dos o tres semanas, que no pagué, y allí lo oculté. Si queríamos recuperar al Ajedrecista debía volver a la cocina de la Pensión Comunal de Crossingham bajo la que lo escondí, con la esperanza de que ningún inquilino hubiera encontrado el tesoro. Difícil parecía que Torres pudiera convencer a Donovan de que le permitiera rebuscar por ahí sin despertar alguna sospecha.

—Y nnnn... necesitaríamos un martillo.

Torres mostró cierta aprensión. Creería que todo eran excusas, que o ya no tenía idea de dónde estaba el autómata, o que nunca lo encontré y era todo una trampa para timarle. Lo que desde luego era incapaz de asumir es que yo fuera tan estúpido como para enterrar al Turco en el suelo de una pensión, donde no estaba seguro de poder pernoctar dos días seguidos. Sin duda se inclinó por pensar que se trataba de una treta para hacerle olvidar el muñeco y así conseguir que me ayudara en mi nueva idea descabellada. Y la supuesta artimaña no funcionó.

—Decidido, don Raimundo. Mañana después de almorzar intentaré conseguir que el señor Donovan me permita buscar en su pensión, por si el Ajedrecista siguiera allí. Vendrá conmigo, supongo.

No, me disculpé ¿Qué me importaba a mí ya ese muñeco? Mi intención era prestar mis respetos a la pobre Polly, y seguir buscando al doctor indio. Estaba seguro que en algún momento tenía que encontrármelo, tenía que estar por aquí, matando putas, buscando su próxima víctima, y Whitechapel no es tan grande. De hecho, tras haberlo visto ayer mismo... oh, ¿no se lo he contado? Aquel tipo que creí conocer y que causó que me persiguieran como al asesino, era el auténtico asesino, o eso pensaba yo. Estaba tan seguro aunque solo fue una fugaz imagen, que hubiera apostado mi único ojo a que era el mismo Tumblety. Tal vez, si se lo hubiera dicho así a Torres...

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