Los horrores del escalpelo (27 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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No lo hice. Madrugué, salí de casa sin despertar a nadie, y dediqué la mañana a buscar el rostro del Monstruo entre los londinenses apesadumbrados. Las calles no eran lugar seguro para mí, no podía dejarme ver en exceso, pero si quería conseguir mi recompensa debía pagar un precio, o al menos arriesgarlo. Pregunté, tratando de disimular mi aspecto, abordando a los más inocuos de entre los vecinos del barrio, aquellos que no conocía y, aventurando demasiado dada la flaqueza de mi memoria, suponía que no me conocían a mí y no habían sido víctimas de mis pasadas actividades. Tenderos, parroquianos de los pubs, a los que por cierto no me atrevía a entrar, carreteros, repartidores... Tumblety no podía pasar desapercibido, ni le era posible ni era algo que su descomunal vanidad le permitiera.

Oí decir que un herborista americano había abierto una tienda en Commercial Street, con el filantrópico fin, según sus palabras literales, de: «aliviar a los londinenses de todas sus dolencias». No podía ser otro que mi doctor indio, entiendan y dispensen el uso de este posesivo que me repugna. No encontré tal herboristería. También oí que pudiera ser un sujeto que frecuentaba desde hacía poco los ambientes teatrales, el Beefsteak Club, para ser más concreto, que no era otro que un club de amantes del arte dramático sito en el teatro del Lyceo y dirigido por el mismo director de este, sir Henry Irving. Recordé este nombre en relación con la cena que tuvo Torres y sus amigos en casa de Tumblety, o de su amigo Caine, y tal coincidencia se me hizo intolerable. Fui al teatro, cerca de Covent Garden, lugar más seguro para mí que el East End, aunque mi presencia allí pasara menos desapercibida, y quedé quieto entre las seis columnas del frontispicio, esperando ver llegar al Monstruo. Nada.

Al atardecer, mientras yo despedía a Polly, Torres trataba de recuperar el Ajedrecista de von Kempelen. Conseguir excavar en Crossingham en busca de un tesoro sin levantar las suspicacias del propietario era tarea complicada, más si lo que pretendía sacar del suelo tras los fogones era un autómata, y luego llevárselo. Supuso, y no le faltó razón, que el dinero le abriría las puertas y aplacaría curiosidades malsanas. El problema es que no se encontraba cómodo con su inglés al tratar un asunto así, después de sus experiencias hablando con los habitantes del East End, con su acento y sus suspicacias. Cualquier malentendido en un entorno como ese podía acarrear consecuencias funestas. No disponía de mí para hacerle las veces de traductor y guía por esos andurriales, se vio forzado a pedir ayuda a la solícita viuda Arias.

Dedicó las primeras horas del día a buscar una iglesia católica. Más tarde acudiría a la legación española, a saludar y comer con el amigo Ribadavia, y a reiterarle su agradecimiento. Volvió de su almuerzo y se dispuso a solicitar ayuda de su patrona, con el mayor tacto posible y derrochando ese buen humor que tanto desconcertaba a la viuda. No entró en detalles respecto a lo que precisaba. Dijo tener que hacer unas gestiones y que para ello necesitaba a alguien que conociera bien la ciudad y el idioma. No era necesario que supiera español, y de serlo hubiera sido tan necesario como imposible el encontrar a otro hispanohablante por esas latitudes. Él explicaría lo más claro posible lo que quería al intérprete, ayudado por la misma señora Arias si fuera preciso, y este luego podría desenvolverse en el encargo con soltura y a su discreción, sin el impedimento de una deficiente comprensión del inglés. Si la buena mujer conociera a un muchacho listo, él podría recompensarlo con un par de chelines...

—Por supuesto, señor Torres, no tiene ni que preguntarlo —contestó de inmediato la viuda, a la que sin duda ya recompensaba con creces la embajada española por las atenciones que prodigaba al ingeniero—. No es necesario que usted gaste un penique, faltaría más, puede pedir lo que quiera, que mientras permanezca en mi casa... —Y así siguió la mujer, toda amabilidad y buena disposición. Problema solucionado, o eso creía Torres. Cuál no sería su sorpresa cuando en la puerta de la calle encontró a la persona que la señora Arias había contratado para ayudarle en esta empresa.

—Aquí tiene a mi hija. Es resuelta, discreta y muy espabilada; le atenderá encantada. —La muchacha de apenas doce años miraba con sus ojos verdes, brillantes y muy abiertos.

—Su... su hija —dijo azorado Torres—. Señora, no sé...

—Le digo que es muy despierta para su edad, podrá hacer cualquier mandado que usted le pida. Y habla español, mejor que yo incluso.

No podía llevar a esa niña al East End, no a la calle Dorset, en cuyas pensiones vivían una considerable fracción de las diez mil prostitutas que atestaban la ciudad, junto a ladrones y gentes de mal vivir. Mi amigo era incapaz de hacer eso.

—Señora, el asunto que me ocupa no es el apropiado...

—Puedo hacerlo, señor —se apresuró a decir la niña en perfecto español, y con una voz en exceso estridente para el gusto de Torres, y de cualquiera. La señora Arias le hizo callar con un tirón suave del vestido.

—Ya ve lo dispuesta que está.

El español se encontró abrumado. La insistencia de la madre y la mirada verde de la niña derrotarían todo reparo que pudiera poner, a menos que confesara que su intención era pasearse por Whitechapel y registrar en una habitación de un dudoso establecimiento. Tenía que salir de esa situación lo más airoso posible, sin ofender a la señora Arias, sin contar demasiado de su empeño y, sobre todo, sin que la joven corriera peligro alguno, físico o moral.

—De acuerdo —concluyó—, una vez más me abruma con su amabilidad, señora Arias. ¿Puede la niña subir ahora un momento conmigo, para explicarle lo que quiero que haga con calma?

Subieron hasta su habitación iluminados por una deslumbrante sonrisa de la viuda. Dentro, sin cerrar la puerta por supuesto, Torres miró a la cría, aún pensando qué hacer. La muchacha solo era ojos, una niña feúcha, muy delgada, alta para su edad, embutida en un vestido gris y soso y con el pelo recogido sin gracia en una fea pañoleta. Todo lo destacable en ella eran esos dos enormes luceros verdes que adornaban su cara y que miraban sonrientes, esperando cumplir lo que el caballero, español como papá, tuviera a bien pedirle. ¿Qué podía hacer con ella? La solución más simple era olvidarse del asunto, volver a España y listo, adiós al autómata y a este grotesco viaje. O tal vez pagarle unos peniques a la niña por nada, e ir él mismo al Crossingham.

—¿Cómo te llamas?

—Es por los asesinatos, ¿verdad, señor? Por Delantal de Cuero. —Torres tropezó con la butaca que había junto a la estufa. La niña cayó pronto en la pregunta que le habían hecho, y avergonzada bajó su mirada y continuó—: Perdone, señor. Me llamo Juliette.

—Julieta. —Sonrió Torres—. ¿Qué te hace pensar que esto tiene que ver con esos asesinatos? —La pregunta era ociosa, porque Torres ya imaginaba que los oídos de la niña habían estado pegados a la pared la tarde de la víspera, fascinada por la llegada de esos dos extraños inquilinos a la casa de su madre, como solían estar pegados a las puertas de todos los huéspedes. Temo que no he sido honesto al contar esta historia, debía haberles hablado antes de Juliette, cuando la vimos por primera vez, pues tendrá mucha importancia en lo que queda por suceder. Quería reservarles la sorpresa, la misma que se llevó mi amigo Torres. El mundo de Juliette Arias era la pensión de su madre, y era un mundo que la fascinaba. No era un lugar de lujo; una pensión limpia y acogedora, nada más, donde llegaban caballeros de viaje, jóvenes de visita, y todo tipo de personas que hechizaban la mente soñadora de la niña, especialmente viajeros que venían de la tierra de su padre. Ahora, pillada en la pequeña falta de su fisgoneo, su rostro siempre pálido enrojeció.

—No se lo diga a mi madre, señor, se lo ruego. Si se enterara... —No ocurriría nada. La viuda Arias adoraba a su hija, consintiéndola en exceso. Además, disfrutaba de la habilidad de la cría de moverse en sigilo y pasar desapercibida por toda la casa, y si la niña lo hacía impulsada por sus ganas de vivir, de conocer la vida, la madre satisfacía su curiosidad chismosa.

—No te preocupes. Pero sabes que no está bien espiar en las habitaciones de otros.

—No lo haré más, se lo prometo. —Torres sonrió ante esa mentira.

—Contestando a tu pregunta, nada de lo que quería encargarte tiene que ver con esos crímenes. —La expresión de tristeza en Juliette le divirtió aún más. La muchacha, viendo llegar al caballero español junto a aquel extraño monstruo de feria, servidor, y escuchando nuestra conversación, dejó correr al galope a su excitable imaginación, y así supuso que éramos una extraña pareja de detectives dispuestos a resolver el terrible misterio que cada tarde devoraba en las páginas impresas que encontraba tiradas por la calle—. ¿Podrías conducirme a un barrio... a Whitechapel? —La niña asintió, con una seguridad que desarmaba—. ¿Y podrías vestirte de chico?

La luz volvió a los ojos de la chiquilla, embargada por la promesa de una aventura en medio de su vida de fregar suelos y vigilar hornos. Torres se encontró encandilado por la niña e imagino que se dejó llevar por ese sentimiento, y se mostró dispuesto ahora a servirse de su ayuda. Había pensado que un cuerpo tan desgarbado como el de la chica podía pasar por un muchacho, y así ahorraría problemas a la niña en los barrios a los que pensaba ir. No pretendía exponerla a peligro alguno, desde luego, aun así un chico siempre está más seguro.

—Sí —dijo la niña—. Tenía un hermano...

—Bien. Yo bajo ahora, te espero en la calle cuando estés lista.

Salió corriendo. Torres no dijo explícitamente que no pudiera comentar nada a su madre, pero sabía que así sería. Su tono de voz y el carácter de Juliette lo aseguraban. No tardaron en reunirse. Ella se había vestido con pantalones, camisa y chaqueta que le quedaban demasiado amplias, y solo gracias a su altura daban el pego. Ocultaba su espeso pelo castaño bajo una gorra. Era suficientemente fea como para pasar por un pillastre, solo restaba esperar que sus ojos no llamaran mucho la atención.

Llegando a Dorset Street, la idea no le pareció ya tan buena. Entrar en un lugar como ese con una niña, aunque nadie viera que se trataba de una niña, le incomodaba. Y si creían que se trataba de un niño el asunto no mejoraba mucho. La Pensión Comunal de Crossingham era el tipo de lugar donde acababa los más desdichados de Inglaterra. En esta clase de pensiones,
doss-houses
las llamaban los lugareños, por cuatro o seis peniques uno podía alquilar una cama por una noche, en algunos casos compartirla, alguien dormía en ella de día y alguien de noche, y entre los propietarios más ambiciosos empezaba a cundir la costumbre de hasta alquilar la cama a tres personas, habilitando tres turnos. En habitaciones pequeñas se acumulaban las personas, seguro que el término «insalubre» se acuñó para establecimientos como estos; el lugar no podía ser peor. Era el refugio de los trabajadores más humildes, y como no, de prostitutas y toda la patulea que suele acompañarlas.

—¿Quiere que vaya yo? —dijo la niña ante las dudas de Torres frente al Crossingham—. Tengo amigas en este barrio, sé cómo... —El español estaba más que escandalizado. Ya había notado la facilidad con que la joven Juliette se desenvolvía en esas calles, en las que parecía más excitada. Conocía el barrio con la familiaridad de cualquier vecino y le gustaba. Lo que a todas luces era muestra del desastre y la injusticia del mundo moderno, a ella le parecía un lugar de aventura. Torres no podía imaginar cómo se manejaba en aquellos andurriales con tanta soltura. Alguna vez, más que alguna, había escapado de casa y recorrido la ciudad en busca de mundo, que gracias a la intervención divina, y la ayuda de esas «amigas» que debieron sentir pena y alegría ante la juventud e inocencia de la chiquilla, no encontró. Este ardor por la aventura le venía del padre. El marino acostumbraba a contar a su hijita historias de sus viajes, a cual más cautivadora. Comparar ese mundo de mar, exotismo, indígenas peligrosos y lugares de maravilla con su vida la hacía ansiar cualquier nueva experiencia.

—Puedo ir y preguntar lo que quiera. Usted espere aquí y luego saldré y le contaré todo... o si quiere viene conmigo...

El instinto de Juliette le había dicho qué era lo que preocupaba a su benefactor. Lo que ella ofrecía no era solución: tenía que entrar y romper las paredes con la piqueta que cogiera en la casa de la viuda Arias, eso no podía hacerlo Juliette sola. La necesitaba para hacerse entender bien con Donovan y su inglés de las calles, engañarle y conseguir tiempo para desenterrar el «tesoro», y llevárselo sin que... imposible, y menos arriesgando a la pequeña. Tomó una decisión, la única opción posible: en caso de dificultad, era siempre mejor ir con la verdad por delante.

—No, Julieta...

—Mi nombre es Juliette.

—Ese nombre suena a francés. —La chicha se encogió de hombros. Su nombre era fruto del gusto romántico y ñoño de su madre. La mujer poseía una espléndida recopilación de novelitas rosas y folletines que coleccionaba desde joven, vayan a saber de cuál de esas heroínas llenas de ardor y pasiones desatadas sacó el nombre para su hija—. ¿Sabes que Julieta es la protagonista de la historia de amor más emocionante que se ha contado? —La muchacha rió divertida.

—Mi padre me llamaba Julita.

—Bien, pues yo te llamaré Julieta, ¿te parece bien? —La niña se sonrojó de nuevo, sonrió y asintió—. Quédate aquí y vigila la puerta. Yo entraré dentro y no tardaré mucho. No hables con nadie.

Juliette quedó triste al ver en qué quedaba su imaginada aventura en pos del asesino de Whitechapel, pero no rechistó. Torres cruzó la calle. Bajo el arco alto y amplio que daba al Crossingham se agolpaban gentes, caras cansadas que salían y entraban. Antes de atravesar esa cimbra de soledades le llegaron los desagradables olores que ya lo recibieran el día anterior en su primera visita. Había pensiones comunales enormes en la ciudad, con más de cien camas, Crossingham, sin llegar a eso, no era en absoluto pequeña, en sus habitaciones podían amontonarse dieciocho o veinte personas; el calor y los olores eran insoportables, y por supuesto, los parásitos y toda la fauna de la inmundicia campaban felices en aquel antro.

—¿Qué quiere? —le atendió John Evans, un hombre mayor que solía cumplir labores de vigilante de noche de Crossingham. Una suerte que ya no estuviera su jefe, así no sería reconocido. Era más que probable que Donovan anduviera receloso si la persona que un día le preguntaba por un antiguo inquilino, moroso y desagradable, al siguiente pidiera permiso para rebuscar en el establecimiento.

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