Los horrores del escalpelo (30 page)

Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
10.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Estoy siendo investigado?

—En absoluto —dijo Abberline—. Permítame que me explique: ayer, según informó el sargento Thick, usted intervino en un tumulto, ayudando en todo momento a ese señor Aguirre, que se vio mezclado en lo que pudo ser un grave incidente ciudadano...

—Del que era completamente inocente, como luego se vio. Le confundieron con un delincuente, parece ser...

—Con «otro» delincuente —puntualizó Moore.

—Como guste. La visita empezaba a resultarle un tanto impertinente al ingeniero—. El asunto es que encontré a mi amigo en un apuro y lo ayudé, no veo qué tiene eso de extraño.

—Eso es... cuestión de puntos de vista — dijo Abberline—. No es muy usual que un caballero extranjero ayude desinteresadamente a un sujeto como Aguirre, un delincuente habitual, perteneciente a una banda de forajidos conocida, y menos que sea «amigo» de él. Verá, tras su heroica intervención de ayer por la mañana...

—Yo no diría tanto. Dejémoslo en afortunada.

—... salimos a curiosear, a hablar con la gente, tenemos oídos por el barrio. Parece que le vieron preguntando por ese individuo desde su llegada a esta ciudad.

—Ya le dije que vine a visitarle. —La paciencia de Torres se agotó—. Inspector Abberline, le insisto, ¿todo esto tiene que ver con algo, con algún delito?

Ambos policías se miraron. Parecía como si ese encuentro no fuera deseado por ninguno de ellos, o más bien como si no estuvieran seguros de qué hacían allí.

—Últimamente —habló Abberline—, en esta ciudad, todo comportamiento extraño puede tener que ver con «algo».

—¿Se refieren a los asesinatos...? Saben que se trataba de un equívoco. Quedó claro que don Raimundo no es ese tal Delantal de Cuero.

—Delantal de Cuero es un asunto más de la prensa que nuestro. Lo extraño de su proceder no acaba con su relación con «don Raimundo», como usted lo llama. Esta misma tarde se ha visto usted involucrado de nuevo en un altercado en Dorset Street, en una pensión comunal...

—¿Y dicen que no me están investigando?

—El vigilante asegura que un forastero del continente le ofreció mucho dinero por «inspeccionar su cocina», presentándose como miembro de cierta organización filantrópica, organización por cierto en la que no consta que nadie hiciera semejante visita. No importa, se trata de gentes con buen corazón, que se ocupan más en hacer bien que en llevar un riguroso registro de idas y venidas, y tal vez el señor Evans no entendió bien al extranjero, dificultad con el idioma... Lo curioso es que en esa misma pensión, el día anterior, el encargado asegura que un caballero extranjero le preguntó por el paradero de Raimundo Aguirre...

—Me están siguiendo, caballeros, esto es una desfachatez.

—Cumplimos con nuestro deber, señor —dijo Moore.

Torres respiró hondo, miró a ambos inspectores. No debió sentir hostilidad ni antipatía hacia ellos, se puso en el lugar de aquellos hombres desesperados, buscando sin descanso al causante de tan horribles crímenes y por tanto agarrándose al menor de los indicios, por peregrino que este fuera.

—Investigan a quien se comporta de manera poco habitual —explicó él por los policías—, y que sea extranjero, como ese Delantal de Cuero.

—En Crossingham, la pensión, dicen que usted salió de allí con un saco, no están seguros porque había allí un extraño altercado en el que, según testigos, estaba envuelto un hombre grande, de andares torpes y con media cara desfigurada mal tapada por un pañuelo, que secuestró a una chiquilla. No ofenderé a su inteligencia recalcando quién se adapta a esa descripción con exactitud. —Torres guardó silencio—. ¿Podría mostrarnos lo que había en ese saco?

—¿Piensan que yo puedo ser ese asesino?

—Usted llegó el domingo a Londres —aclaró Moore—. Está fuera de toda sospecha...

—¿Entonces, tal vez creen que lo es el señor Aguirre?

—Hasta el primer día de este mes le fue imposible cometer delito alguno. —Moore resopló ya muy incómodo—. Si cualquier cosa que hayamos dicho el inspector Abberline o yo le ha inducido a pensar que albergábamos algún recelo respecto a usted, le pedimos disculpas...

—Señor —insistió Abberline—. ¿Nos permite ver el contenido de ese saco?

De nuevo el español se demoró en responder, sopesando la necesidad de hacer lo que le pedían, para al final responder con un suspiro de desagrado:

—A menos que me den razones de lo contrario, mis actos en su país no tienen nada que ver con su investigación. Entiendo que mi comportamiento no haya sido muy convencional, y que ustedes se ven en la obligación de investigar, pero nada tengo que ver con ningún delito, menos con uno tan horrible como el que insinúan. De haber tal saco, y no aseguro que exista ni que deje de existir, no sería de su incumbencia.

No sabría decirles por qué Torres se negó a enseñarles entonces los restos del Turco. Les aseguro que no fue plato de gusto para él, en nada era acorde a su carácter el obstaculizar a la policía. Tal vez considerara que el autómata no era suyo y que el modo como se había hecho con él era un tanto irregular o le preocupaba que se me acusara a mí por robar el Ajedrecista, o a él mismo, no lo sé; algo lo empujó a desairar de ese modo a los inspectores del CID, incluso a desafiarlos, pues no quedaba claro que no pudieran obligarlo a obrar como ellos querían.

—Por otra parte —continuó Torres arrepentido de la sequedad con que despedía a los detectives—, ¿qué creen que puede haber en ese saco? ¿El botín robado a esas pobres mujeres? ¿Restos de una de ellas?

—No es algo para tomarlo con tanta frivolidad, señor —dijo Moore.

—Disculpen, no pretendía... —Los dos policías se cubrieron casi a un tiempo—. No me expreso con propiedad en su idioma...

—Nada más que hablar entonces —dijo Abberline, seco—, buenas noches y perdone si le hemos importunado. —Ambos dieron media vuelta.

—Un minuto, ¿ofrecen alguna recompensa por información respecto a esos asesinatos?

Se volvieron despacio, sorprendidos. Primero habló Abberline:

—No es política de Scotland Yard hacer tal cosa. Las recompensas suelen acarrear centenares de declaraciones falsas, hechas por oportunistas en busca del dinero. Acaba siendo más perjudicial que beneficioso para la investigación.

Moore añadió con cierta socarronería:

—No imaginaba que necesitara liquidez, señor Torres.

—No, era simple curiosidad. De todas formas, puede que sí tenga información referente a esos crímenes.

Abberline y Moore se miraron, incapaces de disimular su sorpresa.

—¿Sabe algo sobre los asesinatos...?

—Con franqueza, creo que lo que les voy a contar puede no tener nada que ver con ellos, eso deberán juzgarlo ustedes, si tienen tiempo para escucharme. —Los policías se quitaron los sombreros tan coordinados como antes se los habían puesto—. En ese caso, deberán aceptar sentarse unos minutos. Señora Arias —la mujer, que seguía junto a la puerta, dio un respingo al verse sorprendida. Su curiosidad, esa que heredara su hija, solo era superada por su miedo a incomodar a un inquilino, así que volvió a enrojecer hasta que su rostro tomo igual tono a su pelo—, ya que está aquí, ¿le molestaría traer té para estos caballeros? Gracias.

Una vez sentados, con un pastel y sendas tazas humeando entre ellos, que los policías no tocaron arguyendo lo tarde que era, Torres empezó a contar las sospechas que yo le transmitiera. Fue discreto más allá de lo prudente. No habló ni palabra del Ajedrecista y aunque sí lo hizo de Tumblety, no mencionó de momento su nombre, no se atrevería a acusar a un hombre de semejantes atrocidades sin más prueba que las elucubraciones de un monstruo de media cara. Dijo haber conocido al médico indio hacía años, y mencionó sin entrar en detalle su extraño y un tanto siniestro carácter. Sin el entusiasmo que yo le hubiera puesto comentó el desprecio que exhibió por las mujeres y su repugnante afición al coleccionismo de vísceras, así como su implicación, según algunos rumores, en delitos de importancia en los Estados Unidos. Dijo que parecía un timador, un vendedor de ungüentos y jarabes falsos, pero se ahorró hacer referencia a sus aparentes inclinaciones «torcidas» en cuanto a apetitos sexuales se refiere, le pareció algo mezquino poner en tela de juicio la moralidad de nadie sustentándose en conjeturas.

Según iba repitiendo cada uno de mis disparatados argumentos, iba sintiéndose incomodo; oídas ahora todas esas historias, sin la pasión de mi locura y mi ignorancia, sonaban más absurdas si cabe. Sin embargo, sus invitados lo escucharon con atención. Yo hubiera asegurado que esos sabuesos de Scotland Yard le atenderían con medias sonrisas displicentes, con esa superioridad británica de algunos funcionarios del Imperio: «aquí viene el españolito a enseñarnos a investigar crímenes, a nosotros, a Scotland Yard». Todo lo contrario, escucharon con interés lo que dijo, hasta que llegaron a la cuestión principal.

—Bien... señor Torres —interrumpió por fin Moore—. ¿Por qué piensa que ese hombre que conoció hace diez años, es el asesino? No veo relación...

Nadie podía verla, nadie que no estuviera maldito desde su primera juventud, atormentado por la imagen de ese loco depravado, violador de moribundos, que lo perseguía en sueños, nadie que no hubiera visto todos los horrores y hubiera contemplado con espanto cómo ese monstruo se crecía ante ellos, ante el sufrimiento ajeno, ante la degradación de todo lo puro. Nadie que no fuera yo, en definitiva. Torres no era en absoluto semejante a mí y se encontró ahora apurado, incapaz de defender una tesis que había presentado ante esa severa audiencia por tres motivos: amistad hacia mí, adhesión para con los policías que le impedía despedirlos con la desazón de haber perdido el tiempo, y una cierta obligación moral al pensar: «¿y si don Raimundo tiene razón, aunque sea por mero instinto o fortuna?». Llegados a este punto, era el momento de sacar a la luz la prueba final, la más tonta de las obsesiones de Raimundo Aguirre.

—Ahora les enseñaré lo que tiene ese saco que tanto les interesa.

Los dos inspectores abrieron mucho los ojos. Se vio forzado a hablarles del Ajedrecista, a explicarles por encima su relación con él, conmigo y con Tumblety, y por consiguiente el motivo concreto de su viaje a Londres. Todo lo contó con detenimiento, y cada vez con menos fe en sus palabras, en las mías. El escuchar todas esas digresiones en alto, repugnaba a su mente inquisitiva. Aun así acabó el relato, y mostró las piezas envejecidas del autómata.

—A ver si puedo entenderlo, señor Torres. —Abberline trató de compilar todos esos datos de un modo coherente—. Hace diez años conoció a un sujeto siniestro y desagradable, al que cree capaz de cometer actos como los que aquí se están llevando a cabo en los últimos meses...

—No es una seguridad...

—Permítame continuar. Ese individuo, americano para más señas, estaba en posesión de... de esto —señaló el saco que ahora examinaba Moore—, que era el principal motivo por el que ambos entraron en contacto. Ahora vuelve a dar con el artefacto, al tiempo que se producen los crímenes, y deduce entonces que ese hombre puede ser el autor de los asesinatos. ¿Es así?

—Es evidente que no son hechos irrefutables, tal vez proporcionen indicios...

—Perdone mi franqueza, señor, pero no tienen sentido alguno —dijo Moore—. Aunque ciertamente explica sus movimientos desde que llegó a la ciudad, que es de lo que se trataba.

—Entiendo.

—¿Ha visto a esa persona desde que llegó aquí? —preguntó Abberline, y eso hizo que Torres lamentara no haberme hecho a mí tan sencilla pregunta, y le hizo comprender a un tiempo el hecho de que no poseía la mentalidad de un investigador de lo criminal, muy distinta por otro lado de la del científico—. ¿O tal vez el señor Aguirre...?

—No lo sé... me temo que no, de ser así me lo hubiera mencionado.

Los dos policías se incorporaron.

—No hay entonces nada más que hablar —dijo Abberline.

—Lamento que hayan perdido el tiempo —se despidió Torres.

—No se preocupe, es nuestra obligación comprobar todo —dijo Moore—. De todas formas, señor Torres, tenga cuidado con ese Aguirre, le aseguro que no es de fiar.

—Debiéramos llevarnos esto —señaló Abberline el saco que contenía al Turco.

—¿Creen que les puede ayudar? No quisiera empecinarme en mi negativa si...

—Quién sabe.

Los acompañó hasta abajo, donde de inmediato la viuda Arias y su hija Juliette salieron a despedirse, la madre toda hecha amabilidad y sonrisas. Antes de que se marcharan, Torres preguntó:

—Inspector Abberline, lo que le he contado, ¿cree que puede guardar alguna relación con los crímenes?

—No acostumbramos a comentar los casos, señor —contestó amable y firme el policía—, el divulgar información puede complicar su resolución. —Y luego, como pensándolo mejor, añadió ya con un pie casi en la calle—. Una última pregunta. ¿Sabe el nombre de ese falso médico? —Torres se envaró. Una cosa era contar hipótesis, jugar con las posibilidades y otra era la calumnia. No quería manchar el nombre de una persona, aunque este ya estuviera sucio de por sí, sin tener certeza alguna. Abberline percibió sus dudas—. Señor Torres, si nos dice el nombre, en caso de saberlo, podríamos averiguar si se encuentra en Londres, eso daría más fundamentos a su teoría o exculparía completamente a ese caballero. —No cabía duda de ello, pero dar su nombre... presumió que de todas formas esos policías me lo sacarían a mí en cuanto me encontraran, y puede que no de buenas formas.

—Tumblety. Francis Tumblety, creo.

—Gracias.

—¿Cuándo vuelve a su país? —preguntó Moore.

—El sábado. Me gustaría quedarme más en su interesante ciudad, pero mi familia me espera...

—Bien, el sábado por la mañana le devolveremos su... máquina. —Movió el autómata. Torres no se encontró con fuerzas para objetar—. Lo más seguro es que no sea relevante y no creo que nadie por aquí la quiera.

—Puede que sea un poco tarde. Tengo intención de salir muy temprano.

—Oh... tal vez pudiéramos acabar con esto mañana a final de jornada. Quizá... si usted pudiera...

—No es problema para mí ir a buscarlo a su comisaría — leyó las intenciones del inspector.

—Tendría que ser ya anochecido. Yo estaré a eso de las diez por la comisaría de la calle Leman, si no es muy tarde para usted.

—No es problema.

Y marcharon. Torres quedó sorprendido por el último ofrecimiento del inspector Moore, gratamente sorprendido. No se consideraba propietario del Turco, no del todo, no sabía cómo sentirse respecto a él. Aun así, la perspectiva de llevarse los restos a casa, e intentar estudiar al autómata no le desagradaba.

Other books

A Death in Valencia by Jason Webster
My Reluctant Warden by Kallysten
The Tokyo-Montana Express by Richard Brautigan
Triple Dare by Regina Kyle
Dying to Tell by T. J. O'Connor