La muchacha iba a llevarse una buena tunda si no llegaba algún policía alarmado por el disturbio, y es que los que daban voces en su defensa lo hacían con demasiada timidez, siendo partícipes de mi filosofía de que cada cual cargue con sus pesos. Entonces, oí una voz de mujer entre muchas que me llamó la atención.
—Esa putita... la conozco bien, menuda pájara. Iba con el señor extranjero ese tan trajeado.
—¿Con un judío? —Torres no tenía aspecto semítico en absoluto, pero por entonces y por allí «extranjero» solía ser un eufemismo para judío.
—¿Cómo? —respondió rápido y no de buen carácter un sujeto enorme con un sombrero negro de Panamá ladeado y adornado de una ostentosa pluma de pavo prendida en su banda, sombrero del que salió con un sonido mecánico unos anteojos con los que miró a la niña. Uno de los Tigres de Besarabia, gente peligrosa la de esa banda de judíos del este que a cada día aumentaban su control sobre buena parte de las calles. El asunto se ponía feo si gentes así intervenían en el tumulto. Pensé que ese jueves, un caballero trajeado en la puerta del Crossingham no podía ser otro que mi amigo, aunque se me escapaba qué relación podía guardar con la golfilla. Me acerqué y vi sus ojos, recordé esa mirada de un modo impreciso, sin todavía ubicarla en la pensión de la viuda Arias; me fue suficiente. Fui para ella, empujé a dos tipos, entre los que estaba el iracundo feo que trataba de patearla de nuevo, la tomé por un brazo y casi levantándola en vilo pregunté:
—¡D... d... dónde está el ssssssss... el ssssseñor Torres?
Juliette no se asustó, todo lo contrario. Al ver mi horrendo medio rostro tan cerca de ella sonrió aliviada y sus lágrimas cesaron de caer.
—¡Vámonos! —me urgió de pronto la niña—. Hay que ayudarle.
En ese instante el gordo al que empujé me echó mano insultándome. Yo ya no necesitaba oír más. Mi codo al girarme fue directo a su nariz venosa, y echó a sangrar. Cogí a la chica de la mano di un puñetazo a una mujer que estaba en medio y salí corriendo calle abajo, gritando enloquecido y preguntando.
—¿D... dónde está?
—Corra —respondió la pequeña—. Haga que nos sigan todos.
No fueron todos. La mayoría quedó quieta ante el violento arranque y los gruñidos de animal que tanto me enseñara a desarrollar mi viejo patrón, Efrain Pottsdale. Hubo quien fue más osado. Armado con una porra me seguía los pasos un tipo joven y al parecer hecho a las peleas, ataviado con chaleco verde sucio. Viendo que era mi único perseguidor, paré un segundo para despacharlo, y entonces recordé esos colores familiares.
—Malnacío —dijo poniéndose en guardia para un ataque—. Vas a lamentar haber salió...
Lo conocía, un muchacho del Green Gate, un mozo que había entrado poco antes de que yo lo dejara, y que pese a su inexperiencia mostraba buenas maneras. Tenía que ir rápido si no quería perder mi ventaja. Cargué sobre él. Si hubiera tenido más uso en las riñas, me habría intentado esquivar en lugar de atacarme. Me dio un golpe en el hombro que no significó cambio alguno en mi ataque, he recibido muchos y peores como para asustarme. Del topetazo caímos los dos al suelo, él sin aliento, y ahí lo mordí como un sabueso a un conejo. Gritó asustado, y con él llegaron más gritos, muy parecidos a los que oí el día anterior.
—¡Es una bestia!
—¡Asesino!
—¡Delantal de Cuero!
Dejé allí al chico sangrando aparatosamente y me fui por Juliette, que andaba saludando como una boba. Salimos corriendo, preguntándome yo si el resto de mis mañanas iban a ser iguales: huir de una barahúnda de londinenses que quisieran lincharme por los crímenes de Whitechapel. No, esta vez la carrera terminó al torcer la esquina, mientras se oían ya silbatos de policía lejanos. Nos empezamos a mezclar entre la multitud, sabía que de momento nadie más había intentado seguirnos, y contábamos con los segundos de sorpresa que preceden a la indignación de las masas para salir de allí. Juliette me soltó la mano.
—Deje —gruñó—. Ahora márchese, ya ha salido de allí. Mejor separarnos para que no nos encuentren...
—¿Q... qué? —Con su hablar agudo y atropellado me explicó lo ocurrido. Cómo Torres había entrado solo en el Crossingham, cómo había visto a algunos tipos hablar entre dientes sobre el dinero que tendría el español, y cómo vio hasta a dos de los peores entrar tras Evans y Torres. Entonces pensó que si montaba algún escándalo el buen inquilino de su madre podría escapar. Hizo que robaba a aquel tipo, mal, para que la pillara, que era muy capaz de vaciar el bolsillo de alguien sin que se enterara—. P... p... pero... —Yo no sé si estaba más asustado por el paradero de Torres o por el cerebro de ese diablillo, o más bien por esa vocecita irritante.
—No se preocupe, él ya ha escapado, lo he visto. Ahora váyase por ahí, yo me iré a casa de mi madre. Estarán siguiendo a un hombre con una niña.
Y se zafó de mí. Se fue entre la gente, y con mi tartamudeo y mis dudas no hice nada mientras ella desaparecía. Me limité a plantearme horrorizado qué sería de Torres, cómo se le había ocurrido semejante dislate, arriesgando la vida por esos trozos de metal viejo.
Allí quedé, embobado y sin saber qué hacer. Mejor regresemos con aquel de entre los protagonistas de esta historia que conservaba un cerebro entero y funcional. Torres se encontraba mucho menos ofuscado que yo, aunque un pinchazo de miedo lo atormentaba. No sé si dudaba del bienestar de la niña Arias a mi lado; me gusta pensar que no, pero desde luego temía por la desazón que sintiera la madre al ver a su hija en compañía de alguien como yo, si es que íbamos allí. Ese era su mayor fuente de disgusto, el no saber del paradero de Juliette. Sin otro camino que tomar, decidió volver a la pensión con el autómata, y rezar por que todo hubiera ido bien, o si no fuera así, ponerse a disposición de la viuda en lo que esta tuviera a bien exigir.
Tardó, el desconocimiento de la ciudad y un cierto nerviosismo fueron los culpables, y al llegar encontró a la puerta a la niña, vestida sin gracia como era habitual en ella, pero como una señorita al menos, y a su madre al lado. Tomó aire. Se dispuso a ponerse a los pies de la viuda, a pedirle disculpas y a ofrecerse a lo que fuera por compensar el terrible dolor que había producido a esa pequeña familia, y el que pudo haber causado, aún mucho mayor.
Nada de eso hizo falta. Antes de poder decir media palabra, fue la señora Arias quien le besó la mano y le dio infinitas gracias.
—Y transmítaselas a su... amigo —dijo—. Ese hombre tan desventurado. ¿Quién lo iba a decir? Mire usted en qué recipientes pone el señor sus virtudes. Lo que ha hecho por mi hija... no podré pagárselo... a los dos...
Torres no dejó de mirar a Juliette, que se mantenía llorosa pegada a las faldas de su madre. La niña había inventado algo, sin duda, y en ese embuste figuraba yo como su salvador, y Torres como el protector de ambos. Nada menciono, estoy seguro de ello, del lugar donde los hechos ocurrieron, ni de la finalidad del encargo que hizo para nosotros. Torres no preguntó y sin querer saber de qué terrible encuentro, real o inventado, yo había salvado a la niña, se despidió, dijo cien «no hay de qué», y subió a su cuarto con el botín conseguido tras tanto quebranto.
Una vez arriba, lo primero que hizo fue volver a examinar la cabeza del Turco, ahora con algo más de detenimiento. Estaba renegrida, y mostraba un agujero a un lado, un pequeño orificio perfecto, astillado levemente en los bordes. Aunque no era un especialista en armas las había empuñado alguna vez, y estaba seguro de que se trataba de un agujero de bala. No encontró nada más que le llamara la atención, salvo tal vez los restos de tubos de caucho y extrañas urnas. En un principio le sorprendieron, no era propio del mecanismo de relojería que constituye a todos los autómatas... entonces recordó la voz del Turco diciendo: «jaque». Había leído bastante sobre autómatas en estos años, espoleado por el interés científico que siempre le impulsó, y en especial sobre el trabajo de von Kempelen, sobre su máquina parlante sin ir más lejos. Esta utilizaba «partes blandas» hechas de caucho. Eso estaba claro, pero el tiro en la cabeza de una máquina... un tirador haciendo puntería y sin ningún respeto por los prodigios de la ciencia, falsos o auténticos.
Dejó tales cavilaciones, su mente estaba incómoda, acuciada por problemas más serios, como era la suerte que yo pudiera haber corrido, de la que se sentía responsable. Salió a la calle que empezaba a iluminarse de farolas y encontró a Juliette barriendo el suelo. La niña no alzó la vista cuando él preguntó.
—¿Sabes dónde está don Raimundo?
—Nos separamos —contestó con una timidez que no había mostrado conmigo, y menos aún al meter su manita en los pantalones de aquel patán que yo desnarigué—. Así evitábamos ser perseguidos...
Sorprendido por la respuesta y aún más angustiado por mi paradero, volvió a su cuarto. Se marchaba pronto, y no se sentía bien yéndose sin saber de mí, no podía hacerlo. En la embajada le habían conseguido billetes para el ferry que salía el sábado ocho, pensaron que le agradaría pasar un par de días visitando la ciudad, pero si quería irse mañana mismo se podía arreglar. No, le pareció bien. Ya añoraba a Luz y a su hijo, y a su Santander, pero disfrutar del Museo Británico y alguna que otra visita sería agradable, alejaría de él la imagen que hasta ahora se había hecho del país en dos días de encuentros desagradables. Si iba a quedarse esas dos jornadas, le era preciso tener noticias de mí, para su tranquilidad espiritual. ¿Qué hacer? Aguardar, poco podía él en una ciudad extranjera y la opción de pedir ayuda a las autoridades, a la vista de mi mala relación con la justicia, no se le antojaba venturosa. Si les he despertado cierta inquietud, sepan que de momento, y digo de momento, no es importante dónde estuve. Lo relevante es que no volví esa noche a ver a Torres, y me perdí el encuentro que tuvo, que fue de lo más revelador. Paso ahora a contarles.
Serían cerca de las nueve de la noche, mi amigo andaba pensando ya en cenar y acostarse, era hombre de amaneceres tempranos. Oyó voces abajo. Extraños, la viuda era muy estricta con las horas de visita. Llamaron a su puerta. Tras permitirle el paso, la señora Arias dijo una de esas frases que uno no desea oír cuando llega a Londres.
—Señor Torres, unos caballeros de Scotland Yard quieren verle.
—Hágales pasar si es tan amable.
Dos hombres entraron en el cuarto, ambos ayudándose a caminar de un bastón, que de inmediato se identificaron como los señores Moore y Abberline, inspectores del CID, el
Criminal Investigation Department
. Torres ignoraba que estos eran dos de los tres inspectores que Scotland Yard había despachado con urgencia a la división H, o división de Whitechapel de la Policía Metropolitana, para que se encargaran de los asesinatos; la
creme
de la fuerza policial británica encomendada a resolver esa grave situación.
Sin duda, el que los dos llevaran bastón le pareció algo muy singular al español, e incluso llegaría a pensar divertido si esto no sería enseña y parte del uniforme de los inspectores del CID. Sin embargo, ambos eran muy distintos y empleaban de forma casi opuesta sus apoyos. Frederick Abberline padecía una ligera cojera a causa de una variz en la pierna, una molestia más que un impedimento al andar. Era un hombre ya con los cuarenta años bien cumplidos, algo relleno sin llegar a ser gordo, con una calva incipiente que quedó visible al descubrirse y unas patillas abultadas a la moda,
side-whiskers
que decían los ingleses, que se unían al bigote marrón oscuro como su escaso pelo. Era alto y de aire tranquilo, con una mirada despierta, pero no la propia de un sagaz investigador; su aspecto sugería antes el de un empleado de banca o un procurador que el de un inspector de Scotland Yard. En ese semblante de hombre cordial había hoy cierta severidad y un brillo astuto en sus ojos almendrados.
Su compañero, el inspector Henry Moore, era muy diferente. Un par de años más joven a lo sumo, tan alto como Torres y muy corpulento. De pelo castaño y tupido, y cierta arrogancia en el mirar, era un ejemplo mejor de policía que Abberline, arquetipo del aspecto de los agentes que salen en los vodeviles de humor. Moore no era cojo, manejaba el bastón como algunas mujeres el abanico. Ese adminículo parecía ser parte de él, una seña de identidad, como lo era para Pottsdale el suyo, sin que quiera yo emparejar la catadura de estos dos personajes muy alejados el uno del otro en todos los aspectos, entiéndanme.
—Caballeros —les recibió Torres con la calma del que se encuentra ante la autoridad estando siempre en el lado del bien—. ¿A qué debo esta visita? ¿Tal vez pueda ofrecerles algo...? —Miró en busca de ayuda a la señora Arias, que se mantenía en la puerta.
—No será necesario —dijo Abberline, en el tono suave que acostumbraba a usar—, solo queríamos hacerle unas preguntas.
—¿Qué quieren saber?
—Es usted español, ¿no es así? — Moore callaba, parecía preferir el papel de observador.
—Sí.
—¿Puedo preguntarle la razón de su viaje?
—Por supuesto, vine a visitar a un amigo que conocí en mi primer viaje a esta ciudad, hace ya años.
—¿Y su amigo es...?
—El señor Raimundo Aguirre. Es británico, pese a lo que indique su nombre...
—Sí. ¿Su visita es solo de... cortesía o tiene alguna clase de negocio con el señor Aguirre?
—¿Negocio...? No. —No creo que Torres mintiera, él no había considerado en serio comprarme el Ajedrecista. Se mantuvo sereno, estaba seguro de no correr peligro alguno ante la ley. Poca experiencia tenía en enfrentarse a ella.
—Me alegro de ello.
—No le entiendo, inspector.
—Los negocios del señor Aguirre no suelen ser muy legales, me entristecería que un caballero como usted se viera envuelto en ellos.
—¿Ha cometido algún delito?
—Sería difícil encontrar un delito en el que no haya incurrido esa buena pieza —intervino la voz de tenor de Moore.
—Sí —continuó Abberline tras mirar a su compañero—. Le estamos buscando, si es eso lo que pregunta, pero no son las cuentas pendientes del señor Aguirre lo que nos ha traído aquí.
—Van a disculparme, no entiendo qué sentido tienen entonces sus preguntas.
—Solo necesitamos que nos ayude...
—Sí —Torres se mostró firme—, ¿pero ayudarles en qué? Si pudieran decírmelo tal vez me sería más fácil...
—Ayudarnos a entender su extraño comportamiento desde que ha llegado a esta ciudad —intervino Moore. Más impaciente que su compañero, ese nerviosismo molestaba a Abberline, a juzgar por la tirantez con que miraba a su colega a cada palabra de este.