Allí abajo no se mueve nada, parece que no haya nada vivo salvó él, custodiando la celda del anciano. Vivo y casi dormido a juzgar por sus cabeceos. Apenas duerme un par de horas al día desde hace tres, no aguantará mucho más.
Se levanta de un respingo. En la completa oscuridad estira sus músculos agarrotados. Tose, fuerza la tos. Luego silba. No hay eco, la soledad y el polvo lo llena todo.
—¡Eh! —da un grito seco, tímido. Espera respuesta que no llega—. ¿Estoy solo?
Echa mano a las velas que lleva consigo. Coge un fósforo, lo enciende contra la pared. La pequeña claridad no desvela nada que no conozca: el deprimente entorno de la residencia, que ahora resulta más temible al haberse convertido en su cárcel. Duda y apaga la luz de un soplido. Suspira hondo y se va, caminando por los corredores sin iluminar, sin vacilar casi. Al torcer por un pasillo su andar se vuelve más cauto.
Sigue recto.
Al fondo está la celda donde vio a un oso bailar. Esta vez no hay música, ni el sonido de respiración, está solo. Poco a poco da contra la reja que cierra la celda. Dentro sabe que hay una bestia salvaje, o la había. Aspira, con fuerza. No huele nada. Los animales huelen, algo más que a cerrado, a polvo y a vejez, eso es lo que emana de esa covacha, lo mismo que de todas las habitaciones de ese sótano. Tampoco oye la pesada respiración que debiera surgir del pecho del animal, de estar dormido.
Hay algo diferente y lo nota al apoyarse en la verja, una vez que supone que no hay animal dentro, o tal vez asume el riesgo de que pueda estar allí, acechando. La puerta está abierta. Salta hacia atrás sobresaltado. No pasa nada. Otra vez nada. Entra. Al verlo, si pudiera alguien verlo en tan absoluta oscuridad, se diría que la falta de luz es su medio natural, como los murciélagos.
De una patada involuntaria tira algo, un banco, un cubo, cualquier cosa. Al caer suena música. La concertina chilla. Y entonces algo se mueve en la oscuridad.
Atrápeme cuando pueda
Domingo
¿Mi nombre?
Sí. Tengo entendido que mi identidad es de interés general y motivo de debate. Les aseguro que no era mi intención alcanzar tal notoriedad. Sin duda, cuando las buenas personas piensen en mí, creerán que soy un monstruo, que disfrutaba con lo que hacía, que me burlaba del mundo creyéndome superior, más lista.
Si es que alguien piensa alguna vez en mí y no solo en lo que hice.
Yo solo quería ser feliz.
Mi nombre. Pueden llamarme Eleanor, ese nombre me gusta. Perdónenme por darles mi nombre artístico, el de verdad lo he olvidado, como otras tantas cosas, he hecho grandes esfuerzos para olvidarlo. Recuerdo poco: la sangre, la suciedad, los muertos y el amor. Eso es todo.
Polly Nichols. Seguro que quieren saber de Polly Nichols, habíamos olvidado a la pobre Polly. Fue precipitado y torpe.
Descansa en paz, Mary Ann Nichols.
Tenía mucho miedo entonces y lo hice mal. Esa misma noche tuve que luchar contra el Demonio...
Sí. El estado en que me dejó mi encuentro con el Gran Mentiroso, mi lucha tanto física como moral, fue la causa de que no lo hiciera bien con esa pobre desgraciada... No saben a qué me refiero. Creo que sin duda les gustará más esta historia que la otra.
Fue la segunda. Tumblety se empeñaba en que volviéramos a hacerlo por allí, no muy lejos de donde había muerto la señora Tabram. Yo tenía mis propios planes. Confesé que estaba muy asustada, insegura con respecto a nuestro proceder, y solo la intensidad del deseo, de la necesidad, me impulsaba a intentarlo de nuevo, pero había de ser lejos de donde vivíamos; aún no confiaba en mis capacidades.
El puerto, eso estaba alejado lo suficiente. El verano era frío y lluvioso. Una tormenta con aparato eléctrico había descargado por la tarde y aún lloviznaba; eso no me afectaba, al contrario, pensé que era yo, mi alma atormentada, quién atribulaba al clima de Londres. Durante todo el camino Tumblety se quejaba, asegurando que caminar tan lejos era arriesgado, si alguien nos veía... su esfuerzo era tan inútil como desagradable; yo no iba a matar otra vez en Whitechapel mientras siguiéramos en la pensión de Batty Street.
Empezó a llover de nuevo cuando llegamos a los muelles, rodeados de los enormes almacenes de South Quay. Eran las ocho de la tarde, el cielo se había oscurecido, y a veces ardía por un relámpago lejano. Los muelles cerraban a las cuatro, no había nadie allí.
—Ha sido muy impaciente, señorita —decía Tumblety—. Hemos salido temprano.
—Dijo que tardaríamos.
—Algo más, dije que tardaríamos algo más. Aquí no hay nadie, salvo policía de guardia. No entiendo su empeño en venir ni qué espera encontrar...
—Aquí vive él.
Tumblety me miró inquieto y yo agarré con fuerza mi crucifijo como toda repuesta. En los muelles de Londres vive el Demonio. No es ese el emplazamiento del infierno ni la residencia real de su señor. Él vive en un lupanar, ¿dónde si no? Sin embargo, ese mendaz y cruel monstruo gustaba por pasear cerca del río, no sé en busca de qué. Tumblety lo sabía tanto como yo, y no esperaba hallar en mí una pobre mujer triste y asustada, la firme decisión de encontrarme con el Oscuro, de desafiarlo, de obligarlo a decir la verdad por una sola vez.
—Va a matarla sin ningún miramiento —dijo asustado, y yo disfruté de ver su cara.
—Me debe algo, y lo va a pagar.
Nos fue fácil entrar y burlar la escasa vigilancia. Entramos en un almacén, una enorme nave de dos pisos. Grandes cajas que guardaban ginebra y brandy como para emborrachar a la humanidad hasta el día del juicio final, dos carros desvencijados, que poco uso podrían tener ya, vigas de madera, muchas vigas de madera, ratas, la oscuridad que entraba por las enormes ventanas enrejadas; esas eran las galas del salón del Demonio.
Yo no concerté este encuentro, como pensaba Tumblety. ¿Cómo hubiera podido, encerrada siempre en el cuarto de aquel desagradable yanqui? Él me encontró, hizo que su corte infernal me localizara, y uno de ellos, su mensajero más siniestro, me dijo que él quería verme y dónde. Yo fui, estúpida, creyendo que puedes enfrentarte al Diablo y ganar.
Estaba en pie, allí, en medio de la nave, señor entre la miseria y la suciedad, frente a nosotros, arropado por la oscuridad pero visible como la sangre en un vestido de novia. Alto, mucho más alto que yo, y verán que no soy una mujer pequeña. Pese a toda esa altura encorvaba su cuerpo de tonel; hasta él se dobla bajo el peso de su propia malignidad. Se movía nervioso, dando torpes pasos adelante y atrás, como si sobre sus pezuñas hendidas no pudiera mantener el equilibrio. Inquieto, incapaz de ordenar en su afán todo el mal que deseaba causar al hombre, agitaba unas horrendas manos de dedos el doble de largos que los de un mortal, afilados como navajas, sacudiéndolos y haciéndolos castañetear. Dicen que es paciente, seductor, astuto; mentira, yo le conozco y les aseguro que no puede atesorar ninguna de esas virtudes, ni canónicas ni teologales. Porque no son patrimonio del Rey del Mal. Él es impaciente, cruel, ladino, cobarde y muy peligroso; peligro que se manifestaba sobre todo en su cabeza, lo más horrible de su persona. Una cabeza grande, cuadrada, de espantosa boca amenazante y abierta por siempre, desde toda y hasta toda la eternidad, en grito resentido hacia las alturas. Los ojos rojos, sin parpados, no puedo olvidarlos, ya son parte de mí.
No me creen, no creen que me enfrenté al Demonio. No es un mérito del que me enorgullezca, señores, pueden creerlo. Si cometes atrocidades hasta el extremo que yo he hecho, si eres alguien tan ajeno a la humanidad como yo, él te encontrará.
Tumblety me apremió a que nos marcháramos, lo que era un error; la cobardía y la mezquindad son «virtudes» que adora el Tentador, es el señor de ambas.
—Insensatos —dijo Satán con voz grave y chirriante al tiempo—. ¿Piensan que pueden hacer cuanto se les antoja? —Es envidioso, cómo no, y odiaba el que yo me convirtiera en algo peor que él. El Demonio me envidiaba a mí, a Eleanor, al asesino de Whitechapel, a ese que no tiene nombre o tiene muchos terribles que me dieron con el tiempo. Codiciaba mi obra y aún no había hecho más que comenzar. Otra en mi lugar se sentiría orgullosa.
Tumblety trató de separarse en sigilo. Nada escapaba a esos ojos rojos. Me adelanté hacia él, y dije:
—¿Servirá para algo lo que hago? Tú me has dado esta oportunidad, ¿pero tengo que matar? ¿Tengo que matar otra vez? ¿Tanta sangre me devolverá... el amor...?
—No. Va a terminar ahora. No hay solución para usted. —Y girando su cuello grueso hacia el yanqui, gritó—: Y usted, alimaña, ¿así cumple mis instrucciones? ¿Esta es la idea que el doctor Tumblety tiene de diversión? Va a tener que venir conmigo...
Salté hacia él a través de los trescientos pies que nos separaban, dejando que mi corazón me empujara. Saqué el cuchillo con violencia mientras caía sobre el Demonio, y lo apuñalé. Su piel es inquebrantable, sonó acero sobre acero en mi ataque. Movió el brazo con tremenda fuerza y salí despedida hasta chocar contra una de las cajas de botellas, destrozándolas, vertiendo todo su contenido espirituoso sobre el suelo. No me rendí, me incorporé de nuevo a tiempo para verle cargar hacia a mí, agitando sus manos enjutas y largas, como dos gatos de siete colas.
—Si no se detiene —decía—, tendré que obligarla.
Sus uñas se clavaron con fuerza en mi torso, no me dolió. Volví a apuñalar, a intentar acuchillarle mirando los ojos rojos y muertos, mientras envolvía todo mi cuerpo con sus garras.
—¡Ahí no, maldita zorra! —gritaba el cobarde de mi compañero—. Arránquele esos ojos con su cuchillo.
Eso atrajo la atención de él.
—Voy a matarle, Tumblety. Así todo esto traerá algo bueno, por fin.
Y entonces saqué de mí toda la fuerza que el Diablo me había dado, toda la ira para empujar, para apartar a ese asesino... y lo hice. El voló y se estrelló quince metros más allá. Se volvió loco de ira, de frustración, mientras arrojaba botellas a un lado y a otro como un poseso en medio de un ataque.
—¡Corramos! —gritó Tumblety. No soy estúpida, sé cuándo el valor se torna en temeridad, pese a lo que pensaran de mí, y le hice caso.
—¡Iré por usted, Tumblety! —gritaba el Enemigo sin poder contener su paroxismo vándalo—. ¡Sé dónde están! ¡Les haré desaparecer! ¡No son nada!
—¿Sabe dónde estoy? —El falso doctor se detuvo, envalentonado al ver a su enemigo incapaz de otra cosa que no fuera amenazar, por mi causa—. ¿Y va a presentarse allí, en la pensión? ¿De verdad va a hacer eso?
Entonces el Demonio se detuvo, paralizado, como una estatua, y de su boca brotaron las llamas del infierno. El fuego se extendió sobre el licor alentado por la odiosa carcajada del dragón que lo proyectaba. Pronto saltó a las maderas, a las paredes, ascendió por las escaleras que llevaban al segundo piso.
El Leviatán volvió a escupir.
—¡Vais a arder! —aullaba entre llamas—. ¡El mundo va a arder si no obtengo lo que es mío! ¡Me lo devolverá! ¡Su alma! ¡Me debe su alma! ¡Cumplirá el contrato!
La ira, de la que es señor y causa, le dominaba, y gracias a eso huimos del almacén. Tumblety estaba paralizado, caído en el suelo, gritando rodeado de llamas que no habían prendido en él por esa maldita suerte que lo mantenía indemne. Corrí por él y lo saqué de allí... ¿por qué? ¿Por qué no dejé que Satán lo calcinara en ese mismo momento? ¿Por qué tenía que veme atrapada entre las desagradables manos de ese degenerado? ¿Por qué no estaba sola? ¿Por qué no moría?
No costó romper otra de las entradas y salir. Fuera, las llamas asomaban por entre los sólidos barrotes que amordazaban cada ventana, en ambos pisos.
El fuego nos seguía a medida que abandonamos el puerto; aunque rápido, no podían alcanzarnos.
Los cielos de Londres enrojecieron, y se convirtieron en un espectáculo hermoso para la ciudadanía. Pasadas las nueve, dotaciones de bomberos de las zonas aledañas acudieron al incendio, que se había extendido por el puerto. Pronto varios vapores regaron las llamas con agua del Támesis. Toda la noche tardaron en apagar el incendio infernal, para solaz de la perversa curiosidad de los londinenses.
Tumblety seguía temblando, quería que volviésemos a la pensión o mejor aún, que buscáramos otro refugio.
—No sea cobarde —nadie teme más al Maligno que un verdadero pecador—, usted dijo que no se arriesgaría a venir en persona tras nosotros...
—Y usted no sea ilusa, amiga mía, no está solo. Nunca está solo.
—No le temo —mentía—. Ahora ya sé.
—¿Qué...? ¿Qué piensa hacer?
—Continuar. Ahora sé que su deseo es que pare, así que no pararé. Jamás me doblegaré a su voluntad. —Tumblety me miró atónito, cierta satisfacción se vislumbraba tras su sorpresa—. Mire al cielo, parece como si llamara a la sangre.
Deambulamos por las calles mientras la gente se acercaba a visitar el incendio, como quien va a la feria. Terminamos por encontrar a Polly, sola, borracha y perdida; y la maté. Que Dios me perdone. Seguro que todos creen que no sentí remordimiento alguno al matarlas, que disfruté; no, ese era Tumblety. Pobres mujeres, rezo todos los días, en todo momento por ellas, aunque me temo que mis rezos no alcancen ya oído alguno.
Descansa en paz, Polly Nichols. Intenté que no sufriera, que ninguna de ellas sufriera, lo juro. Esas desdichadas, esos inmundos receptáculos del pecado debían morir, para que algo más hermoso renaciera.
Apreté su cuello, la tire al suelo y la degollé. Dos cortes, con fuerza, quise arrancarle la cabeza, no pude, como tampoco lo haría después con la señora Chapman. Luego le abrí las tripas, la primera vez que lo hacía. Qué asco, Señor. Tan asquerosas por dentro como por fuera. Supongo que esas entrañas jugosas y hediondas borbotando sus humores a la noche, eran corrupto fruto de tantos pecados cometidos. No pude hacer más, la repugnancia me lo impidió. Tumblety estaba a su vez paralizado por el miedo, en nada ayudó, a excepción del momento de interrumpirme, avisándome de que alguien se aproximaba.
Desaparecimos con la velocidad del último aliento de Polly. Yo, silenciosa como la muerte de los ancianos, me hice imperceptible a los ojos y oídos de los hombres. Tumblety, más basto y ruin, caminó rápido, medroso, huyendo como un asesino, aunque sus manos estaban limpias y con la osadía del cobarde, se aventuró a dirigirse a un guardés que se asomaba por la puerta de un matadero, a escasos cien metros de donde yacía la pobre desdichada, y le dijo: