Los horrores del escalpelo (63 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—¡Joderlo todo! —Espumarajos de furia salían de la boca de Dick Un Ojo mientras gritaba—. Eso es lo que haces siempre. Te gusta ir por tu cuenta, Bruto, y eso no es bueno...

—Ray me dijo algo, por eso conservó sus pelotas y su vida. La muerte del resto fue un accidente.

—¡Mentira! —chillo Will—. Los mató a todos ese monstruo, y tú lo dejaste vivo.

O'Malley fue hacia él y el chico dio un paso atrás sacando sus garras. Dandi quedó entonces solo a mi lado para custodiarme. Pude intentar escapar, si había acabado con cinco de ellos estando atado y medio desmallado, algo haría contra ese centenar, al menos vender caro mi cuero. No hice nada, sin entender mucho lo que ocurría, por fin me di cuenta que no era mi vida lo que estaba en la balanza en ese momento.

El círculo de luces que rodeaba al Bruto se abrió, se movió como un ser vivo adaptándose por el cementerio a medida que él avanzaba tras el acobardado Willy. Dick intervino, sacó una lanceta de un metro escaso que al instante brillo incandescente en su punta.

Parad —dijo—. Que un hombre solo haya acabado con cinco de nosotros no es algo de lo que me guste oír hablar.

—Debiera hacerte pensar que tal vez sea buena idea acoger con los brazos abiertos a Ray, después de todo ha sido un buen amigo tuyo, muy fiel, ¿no? —El Bruto estaba de mi parte, tenía una posibilidad.

—Dime una cosa, Tom, ¿qué fue eso que te dijo tan importante? ¿Y por qué no nos lo contaste?

Bueno, pensé que era mejor que lo oyera primero Joe. —Otra vez el silencio incómodo en aquel campo de silencio—. ¿Crees que le ha gustado oír eso mientras descansa en Holloway?

La mirada y el tono de voz de Un Ojo bajaron, se hicieron más amenazadores.

—No tengo idea de qué piensas que no le gustaría a Ashcroft...

—Que tú empleaste a Drunkard Ray para facilitarle ese agradable retiro y ocupar su puesto.

—Ahora estáis muertos, los dos. —Avanzó un pasó con su lanceta flamígera en ristre, y todos cerraron el círculo en torno al Bruto. Taggart cojeó martillo en mano. Dandi sacudió el brazo y su cuchillito saltó a su mano, y lo posó en mi cuello. O'Malley se encogió de hombros, sonriendo.

—No te precipites, tuerto maricón, puedes poner nervioso a mis amigos.

Animas en pena, luceros atormentados, fantasmas; no sé qué salió de entre las tumbas. Como reclamados por las palabras del Bruto avanzaron entre una niebla demasiado espesa y repentina incluso para Londres, incluso excesiva para mi vista turbia. Diez, veinte. Pronto se vislumbraron entre las luces la silueta de hombres, con cuerpos que parecían triángulos invertidos, unos altos, algunos demasiado, suspendidos sobre zancos articulados de dos metros y humeando por sus jorobas traqueteantes, brazos demasiado largos, o demasiados brazos: los Tigres de Besarabia.

Cuando los del Green Gate se hicieron a la niebla pudieron ver claro las chaquetas rayadas con enormes hombreras, los sombreros de panamá, las plumas de pavo real, las medias atadas con ligas a la pantorrilla, las armas llenando el aire de zumbidos y ruidos mecánicos. Mucha osadía era esa, pero los judíos no se andaban con miramientos. Desde hacía años estaban aumentando su poder, y ahora era sin duda la banda más peligrosa del East End. Empezaron extorsionando a parejas casaderas de entre los suyos, amenazando con airear virginidades perdidas y otros pecados antes de la boda. Más tarde extendieron sus coacciones a matrimonios ya formados, a comerciales, a todos. En poco tiempo la comunidad judía se les había quedado pequeña. Su superior armamento les había hecho amos y señores de la noche. Esas chaquetas rayadas estaban blindadas y escondían secretos mortales. Tenían un trato de favor en ese comercio de armas que menudeaba a pequeña escala por Whitechapel. El mismo ojo de Dick lo había obtenido a través de los judíos, ese que se proyectaba ahora para ver mejor. Así, él antes que nadie vio a quien encabezaba la comitiva de los Tigres: Perkoff, el jefe de los de Besarabia.

Era fácil de reconocer, el único que no llevaba sombrero y lucía con orgullo dos trompetillas metálicas a cada lado de la cabeza. Sus orejas habían aparecido clavadas en la puerta de un pub años atrás, cuando una puta en nómina de la banda de Odessa se las cortó en un descuido del confiado Perkoff. Odessa era una banda judía rival, que había nacido en el café del mismo nombre tratando de evitar la predominancia de los Tigres. Tras el incidente de las orejas, el café dejó de existir.

A su lado iban sus dos lugartenientes, Kid McCoy, un boxeador con futuro, ídolo del barrio que ahora lucía metal sobre sus soberbios puños. Muchos soñaban con un combate entre Kid y el Bruto, e inclinaban la balanza de sus opiniones según la religión de cada cual. El otro era Max Moses, cuyos hombros y cabeza estaban coronados por los cañones de una hermosa ametralladora Nordenfelt.

—¡Traidor! —rugió Dick Un Ojo—. Nos has vendido.

—Intento que me escuches, que me escuchéis todos.

Las dos bandas quedaron enfrentadas, con el Bruto en medio. Cerca de cien por el lado de Benthal Green, unos treinta por los Tigres, todos uniformados salvo un tipo que ocultaba su imagen bajo un amplio paraguas, y el enjuto y servicial portador de ese resguardo.

—¿Qué haces aquí, Perkoff? —saludó Dick.

He oído que los buenos chicos del Green Gate teníais problemas, ya sabes que oigo todo lo que pasa. —Se tocó sus orejas metálicas enfáticamente.

—Pues tus oídos de lata te han engañado, no tenemos ningún problema, y desde luego ninguno que os importe.

—Tu amigo, Tom O'Malley, no dice eso. Me cuenta que tú y tu monstruo preparasteis una sorpresa para el bueno de Joe Ashcroft, y ahora se vuelve contra ti. No nos gustan las conspiraciones, estropean el buen clima entre nosotros.

—¿Te has vuelto judío, Bruto? —Y el aludido por esta acusación de ecos tan clásicos, en medio, sin unirse a las filas de nadie, respondió:

—Al tiempo que tú te convertías en un jodido traidor.

El ojo de Dick se movió, un tentáculo broncíneo y chirriante, del Bruto a Perkoff y vuelta al Bruto. Agitó su arma, rozando el suelo que humeó a su contacto, la boca torcida en una mueca rabiosa.

Hijo de puta —estalló y miró hacia el Tigre—. Judío asqueroso, si tramas algo acabarás enterrado aquí mismo. —Perkoff sonrió.

Dick, dicen que ese ojo tuyo puede ver el futuro. ¿Te ves en ese futuro con cuello o sin él?

—¡Cárgatelo, Dick! —gritó el Dandi.

—¡Acabemos con esos rabinos! ¡Les doblamos en número o más! —coreó Taggart.

—¿Es que estáis locos? —dijo el Bruto—. ¿No recordáis que casi acaba con todos nosotros en la pelea contra los de Dover? Y todo por mezquina codicia.

—¡Es falso! —gritó Un Ojo, la calma ya perdida—. Siempre he sido leal a Joe, y cuando vuelva...

—Y una mierda. —Una ráfaga de disparos hizo agacharse a todos. Dos lápidas y una efigie saltaron desechas en esquirlas. Era Moses, que había lanzado una descarga disuasoria. Quedó en pie rodeado de las humeantes seis bocas de su ametralladora. Hecho el silencio, su jefe habló.

—Afirmas que eres inocente, bien, pues nada debes temer, que hable ese y diga lo que tiene que decir.

—¿Y a ti qué te viene en esto? Te has dejado embaucar por el Bruto, que solo quiere quitarme el mando. Yo jamás traicioné a nadie. —Al menos a Joe Ashcroft no, todo fue invención mía. Que acertara en algo, por pura intuición, no digo yo que no, pero desde luego no formé parte de confabulación alguna.

—No vamos a rendir cuenta ante unos judíos —dijo Dandi—. ¿Quién demonios os ha invitado a meteros donde nadie os quiere?

—Respetábamos a Joe.

—Nos vamos —sentenció Dick.

—Tú no te mueves de aquí —dijo el Bruto, y las armas brillaron de nuevo—. Deja que Ray hable, ¿qué miedo tienes? —Yo sí que tenía miedo, ¿qué podía decir?

—Déjale hablar —dijo Perkoft.

—Sí, Dick, deja que hable. —Era Collins. Su palabra acalló a todos con tanta fuerza como el fuego de Moses—. A mí me gustaría oír lo que tiene que decir. —Ahí estaba, la mano ganadora en el arriesgado juego del Bruto O'Malley. Si la duda crecía entre los del Green Gate Gang, entre gente de «prestigio» como Collins, su batalla estaba ganada, pues aunque la conspiración no existiera, otras si habría, que la rivalidad entre Dick y Joe era conocida. Un Ojo resopló, maldijo a su progenie y avanzó hacia mí, rugiendo.

—Muy bien, monstruo, ven aquí y di lo que tengas que decir. —Me arrebató de la custodia de Dandi y me sacó al centro, acercándose la vara ardiente lo suficiente para sentir su calor—. Miente, y dejaré más marcas en ese cuerpo deforme tuyo.

Quedé en medio, rodeado de tumbas y de mis antiguos camaradas, que ya ninguna simpatía me tenían cuando formaba filas junto a ellos. El Bruto, cubriéndose con su abrigo, se acercó dispuesto a dirigir el interrogatorio. Alguien nos interrumpió.

—Un momento. —Era el hombre bajo el paraguas, el que no compartía los colores de la banda. Salió a la luz, iba muy elegante, chaleco de terciopelo estampado sobre el que lucía una gruesa cadena dorada, levita negra sombrero grande y botines de piqué, algo enlodados ahora. Salió de debajo del paraguas, y mostró su cara adornada por unas cuidadas patillas—. ¿Ray? Que me lleven los demonios del mar... ¿eres Ray... mi Ray?

Efrain Pottsdale. Más cuidado, más limpio y sobrio, con más años y más kilos, allí estaba, plantado ante mí, vivo. Giró para mirar con pasmo y complicidad al suspiro humano que portaba el paraguas que, como ustedes habrán imaginado, no era otro que mi viejo y escurrido compañero de ferias y celdas: Burney, el Hombre Esqueleto.

—¿Le conoces? —preguntó Perkoff.

—Esto lo cambia todo. —Potts sonrió—. Burney me dijo que se topó contigo cuando ambos estabais... acogidos por la gracia de su Majestad, y no le hice caso. Esto lo hace mucho más interesante, ¿verdad, Ray?

Todos estaban confundidos, a excepción de Potts, el Esqueleto, y el jefe de los Tigres de Besarabia. Dick, molesto al verse excluido del centro de la acción, agitó su vara para hacerse ver. Perkoff dijo:

—Nos lo llevamos.

—¿Qué?—preguntaron al unísono O'Malley y Dick.

—A vuestro Ray. Se viene con nosotros. Creo que tiene información que aportar sobre el asunto que nos ocupa, y con vosotros no sobrevivirá. Necesita el arbitrio de un bando imparcial...

—Ni lo sueñes.

—No saldrá de aquí sin hablar —dijo Collins apoyando a su jefe, por sus propios motivos. Todos se prepararon para la pelea, los flejes y muelles chasquearon aquí y allá, la presión de los aparatos de vapor ascendió, traqueteando y bufando entre las tumbas. Moses echó atrás la mano y accionó el cargador de su enorme joroba, el arnés donde descasaba su arma.

—Por favor —dijo Perkoff—. ¿Vamos a empezar a matarnos aquí, ahora? —Nadie se movía, se requiere mucha decisión, o mucha ira, para ser el primero en iniciar una matanza. El judío hizo un gesto y el Bruto se adelantó a obedecerle, sabía que había perdido su sitio en el Green Gang. Fue hacia mí, me cogió del brazo y me llevó hacia los Tigres.

—¡No! —gritó Collins, y un hombre de su lado, el fiel Taggart, salió renqueando hacia el Bruto, martillo en mano. Kid McCoy se adelantó a todos con dos zancadas, su brazo hizo un sonido extraño y metálico al encajarse, y luego, con un gesto lo soltó. El puño acerado voló, apenas pude verlo hasta que se estrelló en la cara de Taggart, que cayó sin cabeza; su cara había quedado impresa en el guantelete de McCoy.

Moses volvió a abrir fuego sobre las tumbas, y un Tigre de piernas de dos metros se alzó en toda su altura acompañado de un zumbido eléctrico y lanzó como quien siembra trigo una decena de bombas aquí y allá, desde su ahora enorme altura, que estallaron dejando paso a la espesa niebla que les había traído. El Green Gate no tuvo tiempo de reaccionar; cuando quisieron hacer algo, ya no estábamos. Corriendo entre la niebla, protegidos por el fuego graneado de Max Moses, salimos de allí los Tigres de Besarabia, el Bruto, Potts, Burney y un servidor, yendo a un destino incierto.

No hubo persecución en sentido estricto, imagino que el Green Gate Gang tenía muchas cosas que aclarar antes de lanzarse a una guerra entre bandas que no podía acabar bien ganara quien ganase. Salimos de Gibraltar Row, y caminamos mucho y rápido. Fuimos hacia Aldgate, en terreno controlado por los Tigres, atravesando la ciudad en volandas, conducido por esos iracundos hijos de Sión. No puedo precisar mi estado de ánimo, el toparme con Potts, tantos años después, había saturado mi capacidad de sorpresa, y mi medio cerebro se limitó a desconectarse, y a atender las tareas primarias que aseguraban mi subsistencia, sin reflexionar en nada.

Acabé encerrado en la trastienda de un comercio de objetos religiosos judíos, sin que en ningún momento hubiera ofrecido resistencia a mi captura, si es que esto se trataba de un rapto. Allí, solo entre bonitos
téfilin
, pergaminos
mezuzá
, varias
kipá
, candelabros de muchos brazos y toda la parafernalia judaizante, empecé a pensar en lo que podía depararme el inminente futuro, y en los acontecimientos que acababan de ocurrir. Era el
casus belli
en medio de una conspiración de bandas de delincuentes violentas, situación que podía ser bien empleada por alguien con más recursos que yo. Siendo quien era, solo me queda aguardar a que escampara, y seguramente morir en la espera. Por si fuera poco, ¿qué hacía aquí Potts? Estaba junto a Burney. ¿Seguiría con su circo de monstruosidades, o solo el Esqueleto estaba con él? Siempre había pensado que su vida había terminado el día en que Tomkins y sus hombres atacaron a la feria de monstruos en Millwall, está claro que era más un deseo que una convicción, si lo atraparon, lo dejaron ir o escapó, nada sabía. Más adelante supe que Potts había pasado todo este tiempo sin salir de Londres, suerte que yo no permanecí mucho por la ciudad, aunque había estado el pasado año y no lo vi, qué extraño. Si seguía moviéndose por los ambientes que solía frecuentar, y eso indicaba su amistad con los Tigres, teníamos que habernos encontrado por fuerza. Sin embargo, su ropa, su aspecto respetable...

No tuve tiempo a elucubrar más, la puerta se abrió y entraron el propio Potts, Burney, quién parecía haberse convertido en su muy enjuta sombra, y acompañándolos el amenazador Moses, esta vez sin su arnés ametrallador atado a la espalda. Potts sonrió, cogió un taburete y se sentó frente a mí, que ya estaba en otro.

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