Los horrores del escalpelo (110 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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A nada de esto atendía Torres. El y Juan Martínez salieron a Duke Street. Allí, frente al club Imperial el mayordomo y el anciano apretaban el paso.

—Señor Tomkins.

El mayordomo se volvió y sacó un revólver mientras el abuelo se escabullía entre la lluvia. Martínez echó mano a sus riñones, donde sentía la reconfortante presión de su navaja, pero la dejó allí quieta, atendiendo a un gesto de Torres.

—¿Va a dispararme, señor Tomkins? No es mi intención hacerle mal alguno.

—¿Y todo eso? —Señaló con un gesto de cabeza hacia el tremendo jaleo que se oía en la plaza. Por supuesto, bajó su arma.

—No creerá que tengo algo que ver.

—¿Y qué hace aquí?

—Curiosidad, como la de tantos otros, ¿y usted?

—Lo mismo.

—¿Con ese... aspecto? Parece que se hubiera disfrazado.

—Yo no acostumbro...

—Tal vez esté cumpliendo órdenes del señor Ramrod.

El mayordomo mudó su rostro, se estiró aún más si eso es posible, dio un paso adelante y engoló la voz para decir:

—Señor, sirvo a sir Robert Abbercromby, décimo lord Dembow, a él y exclusivamente a él.

—Eso no es lo que yo he oído. Parece ser que el estado de lord Dembow ha empeorado en los últimos días. La desaparición de su sobrina... No parece que esté en disposición de darle órdenes, ni de mandarle al East End, vestido de pordiosero para... ¿para?

—No creo que sea apropiado que yo le dé explicación alguna, señor. Si me disculpa, ahora debo marcharme, ya es tarde. —La trifulca de atrás parecía menguar. Ya llegaban policías de la City a la carrera, no había tiempo.

—No soy su enemigo, señor Tomkins, ni el de lord Dembow. Todo lo contrario. Creo que su señor se encuentra en una lamentable situación, y no me refiero ahora a su salud. Solo le tiene a usted, Tomkins, ¿me equivoco?

El mayordomo se detuvo. Recuperada ahora la compostura propia de su cargo, nada se traslucía en sus facciones desfiguradas por las cicatrices. En su mirada sí, allí había un dolor profundo y secreto, una pena que solo un pecho acorazado por la lealtad y una firme educación podían contener.

—Tal como están las cosas —dijo Martínez, más atento a lo que ocurría alrededor que el resto—, de mientras hablan podíamos ir andando un poquico.

Así hicieron, apurando el trote para alejarse del tumulto y de las necesarias explicaciones que pediría la policía. A Torres no se le pasó por la cabeza pedir ayuda al inspector Abberline; seguro que andaría muy atareado, tratando de justificar la presencia de esos policías de la Metropolitana liándose a sablazos en terreno de la City.

—Dígame, Tomkins —insistía Torres—, ¿qué hacía aquí?

—Le repito que he de irme.

—¿A rendir cuentas ante el señor Ramrod?

Se detuvo, se quitó la gorra que sin duda le incomodaba, y secó la lluvia de su frente calva con un pañuelo. Estaba furioso, muy furioso. Miró a Martínez, que no dejaba de ocultar sus manos tras de sí.

—Señor Torres, creo haberle dicho ya a quién sirvo. Sin duda sé que no pretende ser impertinente, y no sería propio de mi posición ni de la suya el hacerle ver lo... inconveniente de su actitud. Es usted extranjero, y supongo que no sabe...

—Cierto, no sé nada de sus costumbres británicas, sin embargo, aquí o en mi tierra, la clase de trato que Forlornhope da a los que han servido en ella con devoción, como la señorita Trent —Tomkins tensó su mandíbula—, no puede definirse como gratitud.

Guardaron silencio los tres durante un segundo, mientras las palabras del español hacían su trabajo en el alma furiosa y dolorida del mayordomo. Policías corrieron a su lado, se detuvieron y los miraron, no viendo en el trío nada sospechoso, los instaron a que volvieran a sus casas.

—Es mejor que hagamos caso —dijo Tomkins calándose de nuevo la fea gorra—. Aquí tenía que hablar con un caballero hebreo, para acordar cierta transacción comercial... y parece ser que la noche no es adecuada para tratar de negocios. Adiós, señores.

—¿Qué clase de negocios?

—No es cosa mía los asuntos del lord Dembow. Ni me atañen, salvo por lo que él considere que así lo hacen, ni tengo yo conocimientos suficientes para entender de sus máquinas y artilugios.

—¿Máquinas? Autómatas. Va a adquirir un autómata... ¿de un caballero judío?

—Comprar no, vender. Moshem Sehram está interesado en adquirir ese endiablado ajedrecista... ahora me tengo que ir. Caballeros, buenas noches.

Torres quedó pasmado, incapaz de retener o interrogar más a Tomkins. ¿El Ajedrecista? Era él quien disponía de los restos de esa máquina, los restos sumados a sus propios avances. ¿Qué significaba esa venta, qué es lo que se supone que iba a vender lord Dembow, o su secretario Ramrod? ¿Y quién era ese Moshem Sehram, qué...?

Más preguntas, más dudas, siguieron perturbando su sueño y su tranquilidad llegado ya a casa de la viuda Arias. En dos días había sufrido un asalto en su propia casa, ya consideraba su cuarto de la pensión como tal, y había asistido a disturbios en la ciudad, sin contar con la extraña información que le facilitara el señor Tomkins.

Necesitaba recapacitar.

Ningún modo mejor para él que enfrascarse en sus cálculos, en el autómata y rendirse a los cuidados amables y solícitos de la viuda Arias y a la solaz de la alegría que irradiaba su hija.

Pasaron los días. Las noticias de los tumultos callejeros, las críticas contra Warren y la policía llenaban las páginas de los diarios de titulares cada vez más vitriólicos. Warren en persona realizó pruebas con sabuesos en el parque, tratando de probar su utilidad en el caso del Destripador, con suerte dispar, siendo fuente de más burlas. Imagino que hubo más que tirantez entre la Metropolitana y su homónima de la City a causa de la injerencia de una en territorio de la otra, tanto Abberline como Moore expresaron su malestar a sus superiores, según Torres pudo entender de sus discretas palabras. Maniobra esta, la de las detenciones masivas, de dudoso efecto. La guerra entre bandas no había sido sofocada, solo soterrada, oculta bajo el silencio habitual en los bajos fondos.

A todo esto, ni rastro de Jack.

Torres siguió sumergido en sus investigaciones y sus dudas. Su único contacto por tres días con el mundo exterior, aislado como estaba en esa fortaleza de paz construida por la pequeña familia Arias, fue la llegada de Ladrón con el regalo de un pequeño revólver.

Quedó citado con el inspector Abberline y con Percy Abbercromby el jueves por la mañana, una vez más en el club Marlborough. El joven lord era quién tenía más información que compartir. El sargento Bowels había cumplido con su encargo a placer; la señora Trent, su tía, había sido ingresada en Bedlam. El hospital de Bethlem, en St George's Fields, Southwark.

—Debí haberlo supuesto —dijo tras dar un trago largo de brandy—. Bedlam, donde encerraron a mi madre.

—¿Por qué fue ingresada su madre? —preguntó Torres. Esa conjura con esos compañeros improvisados había generado suficiente confianza en los tres, en los cuatro incluso.

—Yo era muy joven. Siempre pensé que ella había querido irse, abandonarme. Tras su muerte supe que estuvo ingresada allí. Ahora... recuerdo la tristeza y la pena.

Decidieron ir a Southwark a la mañana siguiente, no creían que nadie pudiera negar una visita del señor Abbercromby a la antigua y querida cocinera de su familia, bajo ningún concepto razonable. Abberline declinó el acompañarlos, no veía relevancia alguna en todo este asunto. Torres lo entendió; su propio interés en la querida señorita Trent solo estaba en conseguir algo de paz para el desangelado Percy.

Más importante era la segunda información que Percy traía, información que venía a colación de lo averiguado el lunes. En efecto, lord Dembow tenía un autómata con el que negociar, o lo estaba construyendo.

—Mi padre lleva varios días muy ocupado... desde el fin de semana pasado, según me he informado. Todo el segundo piso es ahora un enorme bazar...

—Disculpe un momento, Percy —interrumpió Torres—. ¿Por qué esa planta está siempre cerrada? Es de una distribución... algo peculiar.

—Eran las estancias de mi padre de niño y llegaron a ser las mías, durante un breve periodo de mi infancia. Creo que él era un joven enfermizo, una fisiología que le ha acompañado hasta la ancianidad, y allí permanecía aislado y fuera de peligro. Se han hecho varias reformas a lo largo de los años, pero parece que el lugar siempre ha traído tristes recuerdos al viejo. Daba igual, hay mucho espacio, casi demasiado en las otras plantas. Ahora sí parece haberle encontrado utilidad, como les digo. Han montado bancos de trabajo, han instalado generadores... un zafarrancho doméstico para el que no creo que el viejo goce de salud suficiente. Lo cierto es que no me importa...

—¿Con qué fin?

—Es un secreto, cómo no. Ese maldito segundo piso sigue siendo inaccesible.

—No para usted, imagino.

—No, no para mí. —Sonrió con tristeza— Trata de construir un ajedrecista, como usted Leonardo. Están empleando piezas de todos sus otros autómatas, en especial de esos animales «mágicos» de los que está tan orgulloso.

Se refería a mis amigos. Mientras Torres me contaba estos hechos, mientras narraba cómo mis hermanos, mis compañeros, mi amante, todos eran despedazados y sus partes reutilizadas en un nuevo jugador de ajedrez de feria, no dije nada. Sentí pena, mucha pena, no por su vida, que ya se había extinguido hacía tiempo, sino por la última humillación, la utilización de sus partes como si fueran mercadería de ferretero. Yo no quería acabar así, lo crean o no, decidí en ese momento elegir mi propio final.

No comenté nada, claro está, mientras Torres seguía explicando el encuentro en el Marlborough:

—¿Y seguro que semejante trabajo es obra de lord Dembow? —preguntaba entonces el español—. ¿No son órdenes del señor Ramrod?

—Él está presente en todo, sí, pero no posee los conocimientos de mi padre, sin duda es él quién dirige todo.

—¿Y tiene tales conocimientos? —intervino Abberline—. ¿Puede construir un ajedrecista, como usted está intentando? ¿Puede construir un asesino mecánico?

—Lo dudo —respondió Torres—. Si no, no se hubiera mostrado tan solícito al pedir mi colaboración. Estoy seguro de que lord Dembow no es el creador de... del «asesino mecánico» que vimos en Forlornhope.

Decidieron mantener estrecha vigilancia en la casa, prescindiendo ahora de la encomiable ayuda de los murcianos. No porque los Juanes no se hubieran mostrado útiles, al contrario, pero su presencia no podía pasar desapercibida por las inmediaciones de tan buen barrio por mucho tiempo. Prefirieron con buen juicio mantener la «quinta columna» que formaba Percy dentro de la casa. Mientras lo consideraran un beato tonto, lleno de rencor hacia su padre, sería muy útil.

Eso sería luego, por el momento, a la mañana siguiente Abbercromby y Torres salieron para el sanatorio de Bedlam. El viaje no era largo, cruzar el Támesis nada más, lo que suponía la primera vez que mi amigo visitaba el agradable sur de la ciudad. A Southwark se llega con cruzar el London Bridge. Se accede así a un distrito dedicado a la pequeña industria, donde abundaban prisiones y hospitales, como el de Bethlem; al menos así era entonces. Hacía una mañana muy soleada y la ciudad debiera estar alegre por la bonanza del clima; no era así. El día anterior había terminado la vista sobre el asesinato de Eddowes, con el consabido veredicto, aún resonaban en las calles los ecos de los tumultos, el Lunes Sangriento decían, otro más para la cuenta de Charles Warren. Esa misma tarde saldría en la edición del Star un artículo donde se mencionaba la propuesta de convertir Trafalgar Square en un jardín, para evitar más motines allí, pues se había convertido en el lugar preferido para los hambrientos y disgustados londinenses que quisieran gritar su ira al aire.

Para llegar tomaron un coche y al valiente Albert como chofer. En él, Torres y el rudo Abbercromby apenas cruzaron palabras. El joven lord hundía su cara seria en un diario, leyendo noticias del Destripador, y en ausencia real de ellas, bizarras historias de crímenes en Tejas, cuajados de imaginarios paralelismos con nuestro Jack. Torres dedicó el corto trayecto a cavilar sobre su compañero. Con el tiempo y el trato había cogido simpatía a ese hombre, un individuo sin encanto alguno, agrio de carácter, pobre de conversación, ni muy listo ni muy ingenioso; un bruto nacido de buena familia y olvidado por ella y, sin embargo, poseedor de un alma noble, como el Parsifal de las historias, y como este, en pos de un grial perdido, sin saber muy bien la naturaleza de su búsqueda.

El hospital estaba en un magnífico edificio. Toda la natural prevención que un sanatorio psiquiátrico ejerce sobre el común de los mortales, que imaginan sórdidas escenas de locura entre sus salas, desapareció al contemplar la amplia fachada de regio pórtico latino, sus enormes alas extendiéndose a cada lado y sus ajardinados accesos. Traspasaron las verjas sin cuidado y llegaron a la entrada. Hacía veinte o tal vez veinticinco años que el Bedlam había contado con un ala dedicada a los criminales dementes, pero fue derruida. En este siglo de luces, el pasado sombrío de los enfermos mentales había quedado atrás, ya no era el encierro y el hacinamiento lo que se perseguía, ahora eran tratados y cuidados en la medida de lo posible. Esa sensación también fue la que debió tener Percy a juzgar por la relajación de sus facciones, imagino que pensando en que el destino de su madre no había sido, necesariamente, las correas, los maltratos y la malnutrición que era el porvenir único para los locos de antaño.

Aun así, un manicomio siempre será un manicomio, y este no parecía desierto precisamente. Vieron a muchos internos pasear por el amplio jardín de entrada, entre la cerca que circundaba todo el hospital y la entrada misma, deambulando tranquilos junto a impecables enfermeras, y en muchos atisbaron esa mirada de locura que tanto nos espanta y que siempre, por los siglos, procuraremos encerrar entre paredes blancas y estériles. Tememos que la locura nos mire, sin saber que parte de ella siempre está en nuestros ojos.

Dentro fueron atendidos por una atenta enfermera, jefa de enfermeras en su caso, de uniforme blanco y azul, que con sonrisa congelada en una cara demasiado pálida hasta para una británica, miraba al reloj prendido en su pecho y diciendo:

—La señorita Trent... sí. El doctor le ha prescrito reposo absoluto. Me temo que se encuentra en un estado muy excitable, no le conviene recibir visitas.

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