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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (105 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—¡Fuego!

La voz le sobresaltó de mal modo. Su mano tembló, y no disparó, no antes de que lo hiciera De Blaise. Sonó el percutor al caer... y ya está. El arma había fallado, bendito sea Dios.

—Dispare ahora, señor Abbercromby —insistió Ramrod—. Debe disparar.

Apuntó de nuevo, le temblaba la mano. De Blaise miraba su arma, sin mover los pies un ápice.

—Un momento... —dijo.

—Debe esperar a que dispare, mayor De Blaise.

—El arma está descargada, ¡me han dado una pistola descargada!

—Eso es imposible, ¡un momento! —El pequeño hombre avanzó con no poco valor para interponerse al disparo de Percy, temeraria acción que no lo era tanto, pues el joven lord no había podido aún parar el temblor de sus miembros. Decidió bajar la mano y el desconocido gritó con mal acento:

—¡No! ¡Fuego! —Y sacó del cinto una navaja cabritera, cuyo tamaño y ruido de muelles al abrirse casi ya mataba antes de probar carne. Se echó sobre Ramrod. El pequeño secretario trató de alcanzar su pistola pero cayó rodando al suelo bajo el peso de su agresor, perdiendo el revólver. De Blaise avanzó corriendo, a socorrer a su padrino a punto de ser degollado. Voces y carreras detuvieron la pelea a tiempo.

—¡Alto, detengan este despropósito! —Era Torres, mi amigo Torres. Apareció al galope, acompañado de otro jinete tan apurado como él, don Ángel Ribadavia, quien gritó a su vez en español:

—¡Tente, Ladrón! ¡No me lo rajes!

Todo se detuvo, hasta el aire. Un segundo después, Ladrón (sí, era uno de los pintorescos amigos murcianos de Ribadavia) se levantaba de un respingo, navaja en mano, y ponía distancia con Ramrod, quien con más trabajo se incorporó, enjugando con la mano la sangre que manaba de su cuello y buscando su arma en el suelo, dispuesto a tirotear a su agresor.

—¡Esto es un dislate! —continuaba Torres, ya apeado del caballo.

—¡Ha intentado asesinarme! —decía Ramrod, pistola en mano ya, encarándose con Ladrón mientras mostraba un superficial corte que adornaba su cuello gordezuelo bajo la barba. Esta vez fue Ribadavia quien se interpuso.

—Este hombre trabaja para mí y trataba de detener un duelo ridículo y peligroso.

—¿Y usted es...? —preguntó De Blaise.

—Ángel María Rivadavia de Castro Retrueque, agregado a la embajada española en Londres, para servirle a usted y a su familia en lo que tengan menester.

—No entiendo nada.

—Supimos de este disparate —se explicaba Torres, dirigiéndose más a Percy que al resto. Ramrod había guardado su arma y Ladrón cerraba la navaja, ambos cruzándose miradas heladas—, el cómo no tiene importancia. —Y era sencillo de imaginar. En el último encuentro con Abbercromby, Torres lo encontró extraño, no solo en su aspecto físico. El que le confiara la dirección donde ocultaba al sargento Bowels, arguyendo que «no es bueno que lo sepa solo uno de nosotros», le dio un mal pálpito. Comentó su desazón a su amigo Ribadavia quien, cada vez más implicado en todos estos asuntos por algún trasnochado sentido aventurero y caballeresco, puso a sus «secuaces» a vigilar la muy vigilada Forlornhope. Disimulados en la calle, vieron salir a Percy y oyeron decir al cochero: «a Tothill Fields». Ladrón fue para allá mientras Martínez voló a informar a su amo, y este a su vez a Torres.

—Sé de quien usa ese descampado para batirse en duelo —comentó.

—¿Todavía hay?

—No, no en serio al menos. El último duelo del que tengo noticia es muy anterior a mi época, de hace más de treinta años. Ese señor Abbercromby parece un tipo serio y pegado a viejas costumbres...

No hubo que decir más. Salieron a galope y ya saben el resto. El retraso de Percy en su visita al notario propició la llegada a tiempo de los españoles para evitar la tragedia... pero estábamos con Torres, que decía:

—No tiene sentido esto, es una locura.

—Estoy de acuerdo —afirmó De Blaise.

—No es necesario verter sangre de nadie, sus diferencias...

—Son irresolubles —dijo tajante Percy.

—¿Y cree que un acto como este soluciona algo?

—Es una cuestión de honor.

—Ahora hay más cosas en juego que su orgullo herido, estimado señor Abbercromby.

—Disculpen, les advierto que he llamado a la policía —mintió Ribadavia—, no sabía que podíamos encontrar...

—En ese caso lo mejor es que nos vayamos —dijo Ramrod.

—Nadie se va de aquí —sentenció De Blaise—. Este cobarde ha tratado de asesinarme.

—No te consiento... —Ambos se encararon, con suficiente ímpetu como para sobrepasar a los presentes que trataban de terminar con la riña. Con mucho esfuerzo Ramrod por un lado y Torres por el otro separaron a los dos caballeros, que ya se agarraban de las levitas.

—Vámonos de aquí, rápido —dijo el diplomático.

—¿Cómo vamos a huir? —repuso Torres—. No somos unos delincuentes, con explicar...

—Hágame caso. Si hay algo que explicar, mejor hacerlo otro día. ¡Nos vamos, Ladrón!

—No pienso salir corriendo como un... —Se oyó un disparo, y al momento un:

—¡Alto! ¿Qué significa eso? —Policías uniformados. Vaya, parece que Ribadavia no había mentido, después de todo. De Blaise, sintiéndose traicionado y furioso, había arrebatado en la confusión el arma a Ramrod y con ella abrió fuego contra Percy. El pequeño ayudante reaccionó rápido y golpeó en la mano a su apadrinado, el tiro se desvió, yendo a parar al joven doctor Purvis.

—¡Por el amor de Dios! —rugió Ramrod con el arma por fin en su poder, arrojándola luego al suelo, furioso—. ¿Se ha vuelto loco? Salgamos de aquí...

—No quería... disparaba a...

—¡Traidor! —espetó Percy, y sin más hizo fuego con la pistola de duelo que aún empuñaba. Falló, claro. El único resultado de su disparo fue más gritos de los policías, que apretaron el paso.

Ramrod sacó al cada vez más furioso De Blaise tironeándolo de la manga, ambos llegaron a los caballos en dos zancadas, cuatro en el caso de Ramrod. Buenas monturas por cierto, que apenas resoplaron un poco al sonido de los disparos, y por el contrario mostraron más que nervio a la hora de desaparecer, abandonando en la fuga toda dignidad. El español por su parte corrió hacia el médico tendido, junto al que ya estaba Percy, una vez arrojada el arma al suelo.

—Perdonen que sea tan cargante —dijo Ribadavia—, insisto en que habría que irse ya. —Ladrón, por cierto, ya no estaba, había desaparecido con el sigilo y la oportunidad de quien acostumbra a evitar las situaciones delicadas. En cuanto al resto, poco podían atender ahora a las indicaciones del diplomático, pues los agentes ya estaban encima. Llegaron a incorporar al herido Purvis, cuyo brazo sangraba del roce, no fue más, de la bala de De Blaise, y que se quejaba.

—Señores, estoy acabado. Soy un pobre médico, mi mujer y mi hija recién nacida dependen de mí y ahora me veo involucrado en un delito... no podré ejercer, avergonzaré al doctor Greenwood, que tanto ha...

—¡Quietos ahí! —dijo el sargento que comandaba a los policías, ya junto a los cuatro caballeros restantes—. ¿Qué significa todo esto? —Torres debió verse atrapado; él, un extranjero, sumergido en algo tan rocambolesco como un duelo, duelo con el resultado de un herido. Demasiadas explicaciones que dar, que de pronto parecieron innecesarias cuando Perceval Abbercromby dio un paso adelante, con el arma que disparara el señor Ramrod en su mano, recuperada del suelo con rapidez inusitada en él.

—Señores, ha habido un desafortunado accidente.

—¿Un accidente? Explíquese. —Los policías miraban a un lado y a otro, escrutando a todos los allí presentes.

—Verán —continuaba Percy, serio y firme como de costumbre—, vine a hacer prácticas de tiro. —Mostró el revólver en la mano—. No vi a estos caballeros, por desgracia creo que he herido a uno de ellos, fue algo fortuito, lo lamento.

El sargento hizo un gesto y dos de sus hombres se acercaron a Purvis, comprobando en efecto que la herida era muy superficial, aunque escandalosa por la sangre derramada.

—¿Y qué hacía aquí... disparando?

—Como le he dicho, puntería. Me temo que ha sido una noche muy larga y... soy Perceval Abbercromby. Mi padre está enfermo y me temo que eso me ha afectado.

—Tenía entendido que aquí iba a celebrase un duelo.

—¿Un duelo? Yo estaba solo, ¿con quién...? —El policía miró intranquilo a Torres y Ribadavia, que trataron de transformar sus caras en bustos de mármol.

—¿Ustedes?

—Dábamos un paseo —dijo Rivadavia, con una considerable pérdida de su elegante acento al hablar inglés.

—¿Por aquí?

—Somos extranjeros; hemos debido extraviarnos.

—Repito que lo lamento —continuó Percy, ahora dirigiéndose al doctor Purvis y al resto de los «inocentes transeúntes»—. Desde luego, soy el absoluto responsable de esto, y le resarciré como es debido, a todos ustedes.

—Me encuentro bien —dijo Purvis, más abochornado que dolorido.

—Aun así, vendrán a mi casa. No puedo menos...

—Señor, mire esto. —Uno de los agentes había recogido una pistola de duelo abandonada.

—He traído varias armas para probar —inventó ágil Percy—. Es un arma vieja de mi padre.

—Esto demuestra mucha irresponsabilidad, señor Abbercromby. —El sargento no parecía convencido de la versión de Percy—. No se pueden disparar armas así, sin más...

—Lo entiendo sargento, y me pongo por completo a su disposición. Primero quisiera resarcir a estos señores por el desagradable incidente, y ocuparme de la herida de usted.

—No sé... es algo muy irregular.

—Vivo en Forlornhope, en casa de mi padre, lord Dembow. Permítame llevarles allí y atender al herido...

—No es más que un rasguño —dijo el policía que se había aproximado a examinar al doctor Purvis.

—No irán a detener a un caballero como él —intervino Ribadavia, tal vez demasiado apresurado—. Nadie ha sufrido daño irreparable, y por nosotros no...

—Lord Dembow... —masculló el sargento—. Váyanse todos, si usted está de verdad en condiciones.

—Así es.

—Pues marchen. Ya hablaremos más adelante con usted, señor Abbercromby.

Y así terminó el duelo entre De Blaise y Abbercromby, sin bajas, cosa más habitual de lo que la romántica mente de muchos imagina sobre estos trances. Alejándose ya, hacia el coche de Purvis, el médico herido se deshizo en agradecimientos hacia Percy. Había salvado su reputación; un prometedor médico del London Hospital, el delfín de uno de los más eminentes doctores del reino involucrado en duelos y aventuras.

—En cambio usted, Abbercromby, a puesto aquí su fama y nombre en entredicho —comentó Ribadavia.

—Poco tengo yo que perder. Una frivolidad más de la deteriorada nobleza. En todo Londres ya se comenta que no soy ni la pálida sombra de mi noble y emprendedor padre; lodo sobre lodo no mancha.

—Sin embargo —intervino Torres—, en alguien de su rectitud moral, no es de minusvalorar el sacrificio de mancharse el blasón así.

—Y yo la agradezco de verdad —insistía Purvis—, se lo aseguro. No olvidaré su gesto.

Ribadavia los invitó a comer en su casa, a todos menos al doctor Purvis, al que dejaron en la suya tras su insistencia de que le dejaran a él mismo hacerse la sencilla cura que precisaba. Percy no se negó al convite, cualquier lugar le parecía acogedor comparado con Forlornhope. La casa del diplomático no era nada ostentosa, aunque no adolecía de incomodidad alguna, y la comida española, tenía una cocinera de su país, unida a la amabilidad del diplomático apaciguaron la sed de sangre de Abbercromby. Al mismo almuerzo fue invitado también el inspector Abberline, quien acudió al convite de inmediato.

He oído —comentó—, que Lusk, el del comité de vigilancia, ha pedido al Home Office que se garantice el perdón a cualquier cómplice del destripador que revele la identidad de su socio.

—¿Y cree que aceptarán?

—No. Lo peor es que empiezo a creer que propuestas como esa son lo único con lo que podemos obtener resultados.

—No inspector, nosotros sabemos quién es ese Jack, lo hemos visto.

Cierto, lo habían visto, observación por cierto que no pasó desapercibida para don Ángel, aunque nada dijo de momento. De haberlo visto, a saber dónde estaba o quién era, había un abismo. Esa excelente comida, tuvo que serla tratándose de la cocina de un epicúreo, calmó el tormentoso ánimo de Percy. Torres le hizo ver que matar a De Blaise no le proporcionaría paz alguna. Además, esto lo añadió Abberline, el mayor parecía el eslabón más débil de la cadena. ¿Qué cadena? Seguían a oscuras, sospechando de no sabe bien qué. Para avivar el fuego de esas sospechas, Ribadavia contó lo que había averiguado sobre Cynthia, sobre su desaparición. Desde el veintiocho por la noche, dos días antes al doble asesinato, nadie vio a la joven en Forlornhope, nadie de su familia, pero no era su padre, su primo o su esposo las últimas personas que decían haberla visto. La policía no tenía información al respecto, al menos no la tenía Abberline, cosa que dado el secretismo en que se llevaba todo el asunto, no era de extrañar. Ribadavia tenía otras fuentes de información.

Cynthia había hablado el día veintinueve con alguien bien situado en el Foreing Office, un viejo amigo de su tío, que siempre había mostrado un cariño especial por ella, sir Francis Tuttledore. El nombre le sonaba a Torres de la recepción en Forlornhope del mes pasado. El hermano de Tuttledore, coronel de los Royal Horse Guards, era amigo de Ribadavia, como no. El asunto es que la muchacha estaba interesada en saber más sobre un tal capitán Cardigan William.

—Claro —dijo Percy—. Descubrió, como descubrí yo, que Trent era su madre.

—Imagino que siempre lo supo —dijo Torres—, o lo sospechó. Creo que algunas de mis palabras le hicieron ver que su padre, el capitán William, era aquel cochero... más que creerlo lo lamento. Me temo que esas inquietudes la empujaron a investigar y parece que hay alguien que no quiere que se sepa nada sobre la vida del capitán Cardigan William, más conocido por Sturdy...

—No podemos saberlo —señaló Ribadavia—. Lo único cierto es que ella andaba preguntando por ese capitán. Tuttledore no pudo decirle demasiado, le prometió que indagaría e hizo algunas preguntas, consiguió informes... era fin de semana y el bueno de sir Francis estaba a punto de irse a Francia, problemas de salud, por lo que no le prestó demasiada atención, pensó que serían caprichos de una recién casada, abrumada por la pérdida de una ya rancia soltería... sin ánimo de ofender, señor Abbercromby.

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