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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (109 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Sir Charles no iba a tolerar desmanes así, si era necesario a costa de que su ya muy vapuleada popularidad sufriera embates peores que durante el Domingo Sangriento. Policías de la metropolitana salieron con sables. No era común, en absoluto, pero el gusto por lo castrense había hecho que sir Charles entrenara a algunos agentes en los rudimentos de la esgrima.

Las detenciones comenzaron a las cinco de la mañana, en Benthal Green, en Spitalfields... en todo el East End se contaron por decenas y la mayoría no se practicaron de forma pacífica. Hombres a caballo cortaron las principales arterias, Whitechapel Road, Commercial Road. No estoy criticando la estrategia del comisario Warren, muy al contrario, todos los que en ese día acabaron entre rejas, todos los heridos, menos los agentes de la ley que sufrieron daños (que fueron bastantes), todos se lo tenían bien merecido. Sin embargo, hemos de reconocer que este despliegue policial bien podía tener la intención de desviar la atención de los británicos airados de los fracasos de Scotland Yard en el tema de los asesinatos. Si así fue, no surtió efecto, más bien todo lo contrario. A los pies de mi Christ Church la situación fue más que sangrienta. Sujetos de varias bandas, rivales naturales, se unieron furiosos, gritando contra la policía y la Corona, unidos a muchos vecinos en sus airadas protestas contra los desmanes que, según ellos, se estaban cometiendo contra pobres ciudadanos mientras dejaban que el asesino campara en libertad.

—¡Como ellos son incapaces de hacer nada, tratan de acabar con los que de verdad defienden al pueblo de Londres!

Piedras, palos, cuchillos, ladrillos; fuego. La policía cargó, los sables asomaron. Como era de esperar, sir Charles fue llamado de inmediato al despacho del señor Matthews, su permanencia en el cargo no gozaba de buenos augurios.

Pero no es de política de lo que versa esta historia, volvamos a nuestros protagonistas. Torres quería abandonar la pensión de la viuda Arias. Que el asalto y consiguiente incendio frustrado tenía por objeto a Torres o sus pertenencias resultaba meridiano para cualquiera que estuviera al tanto de los acontecimientos. Así se lo hizo ver el español a su patrona, que insistía en que bajo ningún concepto consentiría que su amigo, así lo consideraba ya, se alojara en otro lugar que no fuera su casa mientras permaneciera en la ciudad.

—Leonardo, es lamentable admitir tal cosa de mis conciudadanos, pero me temo que asaltos así están al orden del día.

—Ya no puedo agradecerle más todo lo que ha hecho por mí, Mary, y aun así tengo que reconocerle esta nueva muestra de valor y desinterés. Bien sabe que si entraron aquí fue por mí. No puedo arriesgar su seguridad ni la de su hija, o sus inquilinos, de ninguna manera. Buscaré otro acomodo.

Tales inquilinos empacaron nada más despuntar el día, abandonando todo lo rápido que pudieron la pensión, con la excepción del señor Bengoada, que de nada se enteró. El abogado Hernando salió espantado, y los Cornell también, aunque el señor Cornell, que tanta valentía había mostrado durante el incidente, se disculpó por su marcha.

—Entiéndalo —explicaba tanto a la viuda como a Torres—, mi mujer... ya hemos pasado demasiadas penurias. —Situación que sirvió como argumento a mi amigo español.

—¿Ve?, estoy perjudicando su negocio, además de haciendo peligrar la seguridad de usted y de su pequeña familia.

—No quiero oír hablar nada de esto, Leonardo. Si valora en algo mi amistad, no me hará este desplante. Le debo mucho, a usted y al desaparecido señor... señor Aguirre, y no me perdonaría si no les ayudara en todo lo posible.

Sin duda, Mary Anne Arias se sentía inmersa en una aventura extraordinaria, propia de sus queridas novelas, ayudando a ese valiente caballero extranjero y a sus amigos. Una aventura que la evadía de la tediosa rutina de una mujer de su siglo, viuda y enterrada en vida en su pequeño negocio hostelero. Por desgracia, la resolución de tal aventura no iba a ser tan romántica como soñaba la buena mujer. En suma, Torres cedió ante los ruegos de su patrona y permaneció en su hogar londinense. Claro está, era consciente de que las cosas se volvían más peligrosas cada día, de modo que optó por armarse. Nada más deshacer la maleta que había preparado para marcharse, llamó a su amigo Ribadavia; no se le ocurrió otra forma de conseguir una pistola.

—Vaya Leonardo, no diré que me sorprenda. Cuente con ello. Con sinceridad, siempre me ha parecido usted una persona de lo más interesante, y ese atractivo aumenta cada vez que hablamos... no, no necesito que me cuente para qué la quiere, confío en su buen juicio.

Pronto tendría un arma, esa misma con la que me disparó cuando irrumpí semanas después en sus habitaciones. Tal vez mejor le hubiera valido el tenerla ya esa misma tarde, pues si la noche anterior fue agitada, el fin de ese lunes no lo fue menos. El sol ya se disponía a descansar cuando Torres recibió la llamada de vuelta de Ribadavia. Pensó que iba a anunciarle que ya tenía su pistola, pero fue algo muy diferente.

—Acaba de llegarme el señor Ladrón saliéndole el alma por la boca.

—¿No estaba vigilando Forlornhope?

—Así es, junto a su compadre. Y vieron cómo el mayordomo, ese de la cara quemada, salía por una puerta trasera, vestido como un tunante, haciéndose el borracho, tratando de pasar desapercibido.

—Y veo que no lo consiguió.

—Poco se le escapa a mis murcianos. En fin. Lo siguieron en un buen paseo, hacia el East End. Allí se separaron, Ladrón corrió a avisarme y Martínez quedó esperando en donde ese Destripador mató a su última víctima —debía referirse a Mitre Square—. Por desgracia me es imposible acudir, imagino que usted...

—Voy para allá de inmediato.

—¿Mando a Ladrón por usted?

—No, nos reuniremos allí mejor.

No parecía oportuno perder el tiempo esperando. Sin embargo, pronto cayó en que no se veía muy desenvuelto a la hora de moverse por esos barrios. Optó por llamar al inspector Abberline. Los dos, el inspector no puso objeción alguna en sumarse, acudieron a la cita lo antes posible, no sin que el español advirtiera:

—Inspector, ya sabe lo que ocurrió anoche aquí —Abberline estaba al tanto del asalto a la pensión por los informes policiales, y de los aspectos que estos no aclaraban nada, lo hicieron las explicaciones de Torres—, no quisiera...

—No se preocupe. Pediré al sargento Godley que se pase por allí mientras nosotros salimos. Es de toda confianza, como ya sabe, y no precisará de muchas explicaciones.

Esa tarde enterraban a Catherine Eddowes, y no fue un sepelio tranquilo como el de mi Liz. La Larga era una extranjera, una solitaria cuyo único amigo fue el tarado de Drunkard Ray. Eddowes representaba a todas las víctimas. El enterrador costeó de su bolsillo los gastos, el carro, los dos caballos negros enlutados con penachos del mismo color y el pequeño cortejo. Toda la ciudad, ya airada por los violentos hechos de la mañana, asistió para despedirse de la pobre Kate, para recordar a la policía, a la indolente policía, que pobres inglesas estaban muriendo en las calles mientras ellos se dedicaban a detener insurrectos políticos y sociales por todas las calles.

Kate terminó descansando a escasos treinta metros de donde Polly Nichols yacía. No tengo idea si se conocieron, si alguna vez cruzaron una mirada en esas sucias calles donde ambas buscaban su sustento, pero ahora se harían compañía por el resto de la eternidad, hasta que el buen Dios vuelva por los suyos y todos los cristianos se alcen de sus tumbas. Menos yo, que he profanado mi cuerpo hasta estos límites...

En una tarde así, ya oscurecido, Mitre Square no estaba solitaria, asediada por curiosos de continuo, y hoy que enterraban a quien pasara sus últimos y espantosos minutos allí, menos. Tal vez eso hizo que el objetivo de Tomkins no se cumpliera. El hombre se hallaba allí, dando muestra de malestar, se sentía incómodo en ese lugar y con esas trazas. Alistair Tomkins no era un maestro del disfraz, ni mucho menos. De pie, junto al callejón de la sinagoga, era el foco de las miradas de los transeúntes, incapaz de ocultar su porte de serio mayordomo fuera de lugar tras ropas viejas, una gorra raída y una bufanda rosa que ocultaba sus características cicatrices.

Vieron cómo Martínez, inconfundible con su chistera raída, les hacía una seña, justo en el lugar donde despedazaran a Kate, donde abundaban los curiosos.

—Espera a alguien. —Todo lo que dijo tuvo que traducirlo Torres al inspector—. El penco no para de mirar a un lao y a otro, como lobo entre ovejas. Aguarda a que le diga uno, pero no sabe quién.

Por la plaza paseaba un agente de la City, atendiendo los posibles desórdenes que pudieran producirse entre la gente que visitaba el lugar del crimen.

—Qué extraño —dijo el inspector.

—¿En qué sentido...?

—Conozco a ese hombre. —Se refería a un sujeto anodino que se apoyaba bajo la trémula luz de la farola. Al momento, la mirada de Abberline se dirigió hacia la desahogada entrada que daba a Mitre Street, allí descansaban dos jamelgos atormentados por moscas que tiraban de un enorme carro negro—. ¡Cristo nos asista! ¡Qué locura!

—No le entiendo...

—Me temo que sir Charles ha perdido el juicio... —Sin explicar más caminó hacia el individuo que dijo conocer, junto a ese coche, quién a ojos vista se percató del avance del inspector, y adoptó la actitud de arrogante obediencia ante un superior propia de los agentes de la Metropolitana, descubriendo así su disfraz.

—Ahí va. —Esta vez era Martínez quién llamaba la atención de Torres. El murciano no se había enterado de nada de lo que dijera Abberline, ni le importaba, mantenía la vista fija en Tomkins y ahora había advertido que alguien se le aproximaba. El nuevo participante en esa grotesca charada era un hombre de edad, que no podía negar su raza, como muchos por aquel barrio, e iba acompañado de un corpulento joven, también de aspecto semita.

Mientras, el policía de incógnito hizo por ignorar a Abberline y dirigirse hacia Tomkins con aire de lo más hostil. El inspector no iba a tolerarlo.

—¡Ni se le ocurra! —ordenó, sorprendiendo a Torres al ver cómo el aspecto apacible de Abberline era capaz de tornarse en la imagen misma de la autoridad. El policía se paralizó, y Tomkins, junto a sus amigos hebreos, miraron pasmados la situación. Entonces sonó un silbato; el agente de paisano contaba con un compañero entre la multitud.

Obedeciendo al son del silbido policial, los transeúntes de la plaza se movilizaron, cada uno según sus hábitos. Hubo quién quedó quieto, quién salió por piernas, quién chilló sobresaltado. Torres fue de los primeros mientras que Martínez lo azuzaba diciendo.

—¡La virgen puta! Estamos aviaos. Si se entera el amo Ribadavia nos mide las costillas bien medías. —No le pasó desapercibido a Torres ni el exabrupto blasfemo, ni el «amo Ribadavia», ni, sobre todo, la mirada de halcón del murciano, que se posaba en la entrada de la plaza. Del vagón oscuro que reposaba en la calle Mitre brotaron ocho policías, sable al cinto. El hombre que los lideraba gritaba en dirección a Tomkins.

—¡Quietos ahí! —Su orden no pareció ir dirigida a Tomkins, sino al par de judíos. ¿He dicho par? No, la vista poco hecha a esos andurriales de Torres había identificado solo a dos; había más, atentos a lo que pudiera pasar. Dos hombres más se adelantaron, interponiéndose entre los policías y el viejo judío, que se unía a los que huían. Los ocho agentes sacaron sus ocho sables al unísono, brillando filosos en la suave lluvia que empezaba a caer.

En ese momento Torres deseó tener ya en su poder la pistola prometida por Ribadavia. En un avemaria la violencia se hizo hueco en la plaza, otra vez. El primer judío, el que escoltaba al anciano, extendió sus brazos con fuerza y dos esferas metálicas saltaron de sus manos. De ellas colgaba un cordel que las unía con las muñecas del tipo; la cuerda de algún sofisticado mecanismo. Las bolas rodaron por el suelo. Un fleje metálico que ceñía las esferas se soltó con un latigazo elevando los extraños proyectiles por el aire que al coger altura estallaron, o más bien se deshicieron en pequeñas agujas de metal. Al menos una de ellas, la otra debió fallar y cayó al suelo inerte. La metralla dio contra la pared, acertó a un par de agentes que cayeron al suelo, a un infeliz de gustos morbosos que pasaba por allí y al propio hombre que la había lanzado, justo en el ojo.

—¡Hay que irse a pijo sacao! —apuraba Martínez a Torres, al murciano le corría un reguero de sangre por el cuello empapando su camisa. Abberline, indemne, alzaba los brazos tratando de parar la carga de la policía. El agente de la City estaba tirado en el suelo, gritando mientras se apretaba la barriga. El segundo judío avanzaba contra los seis policías restantes vara en mano, la metralla había rebotado contra su pecho con un ruido metálico. Otro más había dado un brinco imposible, y se agarraba con un garfio a la pared del almacén de Kearley & Tonge, a cuatro metros de alto—. ¡Acho! ¡Tira palante que nos avían! —Torres tenía más que pensar aparte de su propio cuero.

—¿Dónde ha ido Tomkins? ¿El mayordomo...?

Martínez asintió y tiró de la bocamanga del abrigo del ingeniero hacia el Church Passage, junto a la sinagoga, por allí había salido rápido Tomkins. Detrás dejaron la enorme gresca, los gritos y el incesante pitido de silbatos. Abberline no tuvo más remedio que recular y evitar la imparable carga policial, que se enfrentaba al judío acorazado. El bastón de este fue parado por el filo de un sable, y otros tantos se descargaron sobre su pecho, que desviaba las estocadas con el chillido de metal sobre metal. Una fue a la corva, y otra a la cara; esas no pudo pararlas.

Su compañero, clavado a la pared por garras en su mano y espolones en pies y rodillas, extendió su brazo libre, lo meneó y de él brotaron las llamas del infierno. El chorro no parecía fácil de dirigir, fue a dar al suelo, donde no había nadie. Si la plaza ya había sido desalojada por orden del miedo, ahora los pocos rezagados iniciaron la carrera despavoridos. El judío movió el brazo en dirección a los policías que rodeaban el cuerpo de su compañero caído, al que alcanzó de lleno junto a dos agentes, que rodaron con las casacas ardiendo. Entonces dejó de escupir fuego, las llamas habían prendido su manga y el guante con que se protegía la mano. Sacudió el brazo con fuerza, y de eso se aprovechó el inspector Abberline.

Corrió al centro de la plaza. Recogió la extraña granada mecánica que había caído inerte en el suelo y con muy buen tino la lanzó hacia el judío. El bolazo le dio directo en los dientes, el tipo gritó, se soltó de su agarre y cayó al suelo. Explotó.

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