—Señor Aguirre...
—Es verdad, disculpen. Vuelvo a divagar. El caso es que teníamos hambre. Pero ni la hambruna, ni la suciedad e inmundicia reinante, ni los barrotes en las ventanas, ni la guerra perdiéndose eran lo peor de esa prisión. Lo más lamentable eran sus normas, un reglamento no escrito que pasaba de veteranos a bisoños, y cuyo incumplimiento suponía castigos muy severos, incluso el más severo. No podíamos cantar canciones del Sur, yo y mi amigo Bunny Bob, del que ya tendré tiempo de hablar más adelante, pagamos en nuestras costillas por eso. No podíamos hablar con otros prisioneros sin permiso fuera de nuestras celdas. Estábamos en medio de la capital, en la misma avenida Pennsylvania y no podíamos comunicarnos con el exterior, hacer señas, saludar y mucho menos hablar con ningún viandante. Aquello trajo muchos problemas. Los soldados andaban por la calle de guardia, y en cuanto alguien intentaba dirigirse a algún recluso, era llevado adentro, y muchos familiares, mujeres y hermanos de prisioneros dieron con sus huesos en Old Capitol por cosas como esa. Hasta hubo ocasiones en que los centinelas dispararon contra alguna ventana cerrada de barrotes por donde asomaba una mano o un pañuelo saludando. Yo recibí uno de esos disparos... eso viene luego.
»Lo único bueno de Old Capitol, lo único bueno para mí, fue Bunny Bob. Bob era un muchacho de Kentucky, un chico simple y tranquilo, grande como una muralla, con blancos y grandes dientes de conejo y muy guapo. La simetría de sus rasgos, antítesis mía, no concordaba en nada con la asimetría de su mente, porque Bunny Bob era tonto, tonto de capirote. Su cerebro entero valía la mitad que el mío dividido. Dotado de una fisonomía imponente, ese gigante asilvestrado era un bobo, y gozaba de la bondad que la estulticia proporciona. Compartía conmigo el camastro en la dieciséis, y compartió su comida, cuando el comportamiento habitual hacia mí eran puntapiés y malas palabras con solo ver mi media cara. Mi aspecto no parecía importarle, cosas semejantes habría visto en medio de la barbarie rural donde se crio, ni siquiera daba señales de advertirlo como tampoco otorgaba importancia alguna a su tamaño y proporciones. A Bob lo enrolaron en su pueblo, no me pregunten cuál, no lo recuerdo. Me contaba en nuestros largos paseos por el patio que vivía con su abuelo, que un día aparecieron unos soldados por ahí, y que al siguiente ya andaba vestido de gris. Ni siquiera tuvieron que esforzarse para convencerlo: le dieron un fusil y él obedeció.
»Puede que mi forma de hablar, que me causaba algunos problemas con los matones del lugar, hizo que me considerara como un hermano suyo. Bunny Bob me salvó de una paliza que diez hijos de Satanás querían propinarme por diversión, y siendo ambos muy fuertes (sí, lo que perdí de cerebro lo gané en vigor), nos convertimos en una pareja de solitarios respetados y temidos por todos. Caminábamos por el patio, Bunny contándome sus estúpidas historias sobre ganado y coyotes que yo escuchaba feliz. Era mi amigo, me aseguró que cuando saliéramos, los dos iríamos a la granja de su abuelo, los dos a vivir tranquilos en el campo.
»—Es el lugar más bonito del mundo, Ray —decía—. De niño cabalgaba hasta la puesta del sol, corriendo tras las nubes, qué tonto era. —Y se echaba a reír mientras me prometía que cabalgaría junto a él.
»Cuatro meses después de mi ingreso llegaron a Old Capitol noticias de que Abraham Lincoln había muerto tiroteado en el teatro Ford a manos de John Wilkes Booth, solo cinco días después de que el general Robert E. Lee se rindiera en Apomattox. Booth, un actor, lo asesinó en el palco desde donde presenciaba Nuestro primo americano, una comedieta que solo ha pasado a la historia por ser marco y fondo de tan importante momento histórico. Junto al presidente estaban su señora, el mayor Rathbone y la novia de este. Ninguno de los presentes en ese palco pudo hacer nada cuando Booth surgió tras ellos. Un disparo en la cabeza presidencial, un saltó al escenario partiéndose una pierna en la hazaña según algunos, una afectada reverencia y, emulando a Bruto, citó el lema de Virginia:
sic semper tiranis
. Luego huyó tras el proscenio.
»Bob y yo vitoreamos contentos, Bobby imitando mi reacción, y recibimos una reprimenda por ello de un oficial confederado: «Monstruo, somos soldados, no criminales». Y es que no sentó tan bien el magnicidio entre la oficialía del Sur allí reclusa como cabría esperar. Por la época de la muerte del presidente deberíamos ser en torno a los ochocientos rebeldes en Old Capitol, con presencia de todos los rangos del escalafón, y apenas recuerdo alguna expresión de alegría entre los oficiales. La mayoría consideró el hecho, o al menos eso dijo, como un acto cobarde y sin ningún beneficio para nadie, aunque hubo entre los rangos menores quien rezongó: «ese malnacido se llevó lo que se merecía», al comprobar las raciones mermadas de nuestro rancho.
»Llegó pronto el rumor de la captura de los asesinos. Recuerdo que por esa época mandaron a un sargento y dos soldados a escoltar a un par de prisioneros desde el cuartel del
marshall
hasta el Carroll; todo el mundo, toda la ciudad pensó que se trataban de Booth y algún cómplice. Hubo un motín. Primero empezaron a aglomerarse gente en torno de la escolta y sus reos, la muchedumbre poco a poco comenzó a ponerse nerviosa, a arrojar piedras y a pedir una soga; qué afición esta por las cuerdas que tienen mis paisanos. Acabó produciéndose un ataque y un intento de asalto sobre el Carroll. La escolta llegó a duras penas a las puertas, donde los guardias prepararon sus rifles apuntando al gentío, en cualquier momento podían disparar, asustados por la multitud que no paraba de tirar piedras contra los cristales de la cárcel. Por suerte para todos, obraron como profesionales, calaron bayoneta y repelieron a los agresores causando solo alguna herida.
»Ambos detenidos no tenían nada que ver con Booth, aunque durante las siguientes semanas sí que aparecieron por Old Capitol los conspiradores que ayudaron a asesinar al presidente. Fueron muchos los que ingresaron allí, y los que allí acabaron balanceándose del extremo de una gruesa soga. Recuerdo a Junius Brutus Booth, el hermano del asesino, al actor John S. Clarke, al señor Ford de Baltimore, dueño del teatro, al doctor Mudd, quien restañó la pierna rota del asesino mientras huía y luego se arrepintió, a Spangler, el carpintero del teatro que preparó los caballos ensillados en la puerta de atrás del Ford para que Booth escapara; alguno más hubo. Todos sin excepción juraban no tener nada que ver con los hechos, ni siquiera ante los aplausos de algunos de los rebeldes, como yo. Cuando algún tiempo después Junius Booth supo de la muerte de su hermano, le oímos decir: «pobre chico descarriado...».
»De entre todos, el más singular y el único importante para nuestra historia fue el «doctor indio». Llegó el diez de mayo, ya venía la primavera, justo el día en que los confederados se rindieron formalmente en Tallahassee. Era un canadiense según tengo entendido, Frank Towsend, o algo semejante se llamaba por entonces.
—Francis Tumblety —dice Lento.
—Veo que sabe de quién hablo. Creo que entonces no empleaba ese nombre. Estaba en algún punto involucrado en el complot contra Lincoln, aunque otros aseguraban que él era ese médico criminal, doctor Blakbourn, ese agente secreto confederado que trató de inocular la fiebre amarilla en la población yanqui. A mí me parece que el sinvergüenza había utilizado tantos nombres en su vida, tantos embozos para ocultarse de estado en estado y de país en país, que terminó por escoger mal nombre, y ese error lo llevó a ser confundido por quien no era y a dar con sus huesos en Old Capitol.
»Lo cierto es que Tumblety tenía algo especial, ese don que convierte a sus propietarios en el centro de atención estén donde estén, una fiesta, un funeral, un tribunal o el patio de una prisión. Por allí se paseaba, con su imponente altura y su no menos espectacular mostacho, espeso, negro, muy largo y curvado en los extremos al uso de la época, con un gabán militar de vaya usted a saber qué ejército, sus zancadas propias de trancos de jamelgo y su verbosidad irredenta. Aseguraba ser inocente, cómo no, y alardeaba no solo de ser un admirador y defensor de la política de Lincoln, sino de ser amigo personal tanto de él como de Grant, del que fue médico, uno más entre una decena de generales y otras personalidades que fueron pacientes suyos. Era en ese momento, según sus palabras, cirujano en el ejército del Potomac a las órdenes del general McClellan, y afamado conocedor de la medicina sioux. Como doctor indio se había hecho nombre en varias ciudades, bueno y malo según quien te hablara de él. Los tónicos y brebajes del doctor Tumblety curaban fiebres, hacían desaparecer los granos, deshacían la preñez y curaban lo divino y lo humano gracias a la sabiduría del piel roja del que había aprendido en su mocedad.
»Ya sé, ustedes son hombres cultos y de ciencia y piensan que este no era más que otro embaucador de poca monta, que aprovechaba la ignorancia del vulgo, y muchos delitos que lo perseguían avalan esa opinión, que no solo por lo de Lincoln pagó o estuvo a punto de pagar condena. Imaginan que semejante estafador no podría engañar a nadie, al menos a nadie sobrio. Se equivocan, no han visto sus ojos, esos ojos de pasión y fuego, que aterraban y al tiempo fascinaban. Todos buscaban su compañía, desde Bunny Bob hasta los más suspicaces de entre los que allí vivíamos. La mayoría creía sus embustes, y los que no, aunque suponían no sin razón que más de un cadáver de pobre muchacha encinta pesaba sobre su conciencia, cualidad esta que Dios nuestro Señor olvidó imbuirle, lo tenían por poco más que un charlatán divertido con un feo pasado a su espalda. Peores faltas atesorábamos muchos por allí, que los había violadores y asesinos, homicidas de compañeros como yo, ¿qué importaba si Tumblety vendía agua con azúcar diciendo que era la cura de todo mal, o si aseguraba ser amigo del maharajá de Kapurtala? Timador era, no digo yo que no, pero no «de poca monta»; era algo más. La diferencia entre un timador y Tumblety estaba en lo que yo vi y ellos no.
»Creo haber mencionado que recibí un disparo de un guardia con exceso de celo, eso fue once días tras el ingreso de Tumblety en Old Capitol. Yo miraba por la ventana del dieciséis, como siempre, huyendo del panorama aburrido y desalentador. Contemplaba las gentes paseando ante el Capitolio a primera hora de la mañana cuando un compañero, Dickens, como el autor, saludó a su hermana, que había viajado desde Maine en su busca. A Dickens le habían encontrado correspondencia sediciosa, que según él no era más que unas advertencias hacia otro hermano suyo, atolondrado y dado a los alardes. En fin, un yanqui aburrido que vigilaba el perímetro no dio el aviso, se limitó a disparar, la bala dio contra un barrote, rebotó y se acomodó en mi costado.
»Me llevaron a la clínica adosada al edificio principal, tras el dispensario. Estaba en un segundo piso al que se accedía directamente por una escalera desde el patio trasero, el de las cocinas. Cuando iba hacia allí, cargado en volandas entre Dickens y dos yanquis, alarmados por lo aparatoso de mi herida, escuché un estruendo de maderas y gritos. Ya en el patio vi el destrozo que había ocurrido. El cadalso, que estaba presto a ser usado la madrugada siguiente por cinco infelices, se había desplomado. Luego me enteré que era otro de los vandalismos propios de los hombres del Mosby, rebeldes hasta la muerte, hasta la víspera de la muerte en su caso. La desgracia fue que la caída había pillado a dos hombres: un vigilante y a mi camarada, Bunny Bob. Vi el pelo trigueño del bueno de Bob empapado en sangre y lloré, yo y mi único amigo muertos el mismo día. No morí, me dejaron en la enfermería reposando la herida limpia que había dejado la bala al entrar y salir. Bob no fue tan afortunado, una viga le había aplastado las piernas y golpeado en la sesera, dejándolo a dos pasos del hoyo. Respiraba pesado, en la cama contigua a la mía, con la cabeza llena de vendas rojas, sin piernas, que habían sido amputadas en el acto y sin contemplaciones, y con el brazo entablillado. Si despertaba, querría morir. El chico con quien toda sureña tendría sueños prohibidos, convertido en un monstruo como yo. Así le pagaba el destino el apiadarse de mí.
«Despertó a la mañana siguiente, gimiendo.
»—Ay —se quejaba—, ay que me duele, no veo —decía continuamente. Yo trataba de calmarlo, maldiciendo el dolor que no me permitía acercarme a él tanto como mi renqueante habla.
»—Tranquilo Bu... Bunny Bob —trataba de decirle—. Amigo. Est... tamos mejor aquí... la c... la c... la comida es me... mejor. Lee se... se... se ha rendido. Noss... sssoltarán a todos. Iremos de j... dej... de jornaleros tú y yo c... con tú ab... Bu... Bunny Bob, gannn... naremos mucho d... d... dinero y lo g... g... gastaremos en mu... en mmmujeres. —Buen jornalero iba a ser sin dos piernas. A todo eso él respondía con un suspiro intenso de su pecho de acero.
»A1 mediodía, el cirujano me dijo que Bob no sobreviviría a la noche, y consideró que era lo mejor que le podía pasar. Lloré, como no había llorado por Drummon balanceándose frente a nuestra cabaña, ni por mi cara perdida, ni ante la pira furtiva y funeraria de mi madre, ni por los compañeros que asesiné por mi mezquina cobardía.
»Por la noche llegó Tumblety. Estábamos Bob y yo solos dormitando en la enfermería y entró con el médico, que le decía:
»—Amigo, el muchacho está muerto. Perdió mucha sangre...
»—Cosa a lo que contribuyeron con esas amputaciones... estimado colega —respondió Tumblety—, no debiera menospreciar las propiedades de ciertos preparados o mixturas vegetales. Los pieles rojas las emplean desde hace muchos años, ¿ha observado la buena salud que conservan hasta tan avanzada edad?
»—No suelo fijarme en los indios, pero dudo que sus ungüentos hagan crecer un par de piernas.
»—En absoluto —repuso Tumblety—, pero puedo quitar la fiebre a este muchacho, y hacerle vivir aunque lisiado. ¿Imagina las vidas que mis conocimientos pueden salvar en el campo de batalla?
»—Haga lo que pueda, o lo que quiera, ya está desahuciado. —Y se fue, dejando que el médico indio intentara hacer su magia sobre Bunny Bob.
»Yo mantuve mi ojo medio cerrado, viendo la imagen que iluminaba un pequeño candil. Tumblety me miró, me examinó de cerca y me juzgó inconsciente o medio muerto. Después, el doctor indio decidió derramar su saber sobre el amputado cuerpo de mi amigo, su verdadero saber. Apartó la ropa de cama dejando ver el medio cuerpo sudoroso y desnudo de Bob. El muchacho murmuró algo y Tumblety lo apaciguo con un susurro.