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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Los ingenieros de Mundo Anillo (38 page)

BOOK: Los ingenieros de Mundo Anillo
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«La Aguja Candente de la Cuestión» entró en el haz de luz, que era la claridad solar que caía a plomo sobre el cráter de la montaña Puño-de-Dios. Estiletes de scrith esculpidos por la penetración de la antigua bola de fuego se alzaban como picos menores alrededor del cráter del falso volcán. La nave se elevó por encima de ellos.

El desierto se extendía en todas direcciones como una llanura inmensa. El impacto que originó el Puño-de-Dios, había calcinado la superficie de la Tierra. A lo lejos, muy a lo lejos, el azul de la distancia se confundía con el azul marino, y sólo la altitud de la «Aguja» les permitía ver a tanta distancia.

—Continuemos —dijo Luis—. Y pásanos la imagen de las cámaras del módulo, a ver cómo se las arregla Chmeee.

—A la orden, señor.

27. El Gran Océano

Seis ventanas rectangulares flotaban al otro lado del casco. Seis cámaras mostraban el puente de mando del módulo, la cubierta inferior y cuatro panorámicas exteriores.

La cubierta de vuelo estaba desierta. Luis buscó las luces de emergencia y no localizó ninguna.

El autoquirófano era todavía como un gran ataúd cerrado.

Pasaba algo raro con las cámaras exteriores, el encuadre aparecía borroso, se movía y los colores eran demasiado brillantes. Luis pudo distinguir el patio, las aspilleras y varios kzinti que montaban guardia, revestidos con corazas de cuero. Otros kzinti cruzaban la escena a grandes saltos, distinguibles apenas como destellos anaranjados.

¡Llamas! Los defensores habían montado una pira alrededor del módulo.

—¡Inferior! ¿No puedes hacer que despegue el módulo? Dijiste que podías comandarlo a distancia.

—Podría hacer que despegara —dijo el Inferior—, pero sería peligroso. Estamos… a doce minutos de arco hacia el giro y un poco más a babor que el mapa de Kzin, o sea a unos quinientos mil kilómetros. ¿No querrás que pilote un módulo con un retardo del orden de tres segundos y medio, condicionado por la velocidad de la luz en ida y vuelta? Los sistemas de supervivencia están en buenas condiciones.

Cuatro kzinti cruzaron corriendo el patio para abrir los portalones de la entrada. Un vehículo sobre ruedas entró y se detuvo frente al módulo.

Era más voluminoso que el vehículo del Pueblo de la Máquina en que Luis había viajado hasta la ciudad flotante, y sacaba cañones lanzaproyectiles por cuatro troneras. Un grupo de kzinti se apearon de él y estudiaron la naveta.

Podía ser que el amo del castillo hubiera pedido ayuda a un vecino, o que el vecino se hubiese acercado a reclamar sus derechos sobre un fuerte volador tan inexpugnable.

Los cañones del vehículo giraron hasta quedar apuntando a las cámaras, y escupieron fuego. Los fogonazos velaron la imagen y las cámaras retemblaron. Los gatazos anaranjados, que se habían echado cuerpo a tierra antes de disparar, se alzaron para estudiar los resultados.

En el puente aún no se habían encendido las luces de emergencia.

—Esos salvajes no tienen medios para dañar el módulo —dijo el Inferior.

Una rociada de proyectiles explosivos cubrió de nuevo la nave.

—Confío en que tengas razón —dijo Luis—. Sigue vigilando. ¿Estamos lo bastante cerca como para que yo pudiera pasar al módulo por medio de los discos teleportadores?

El titerote volvió a mirarse los ojos a sí mismo, y mantuvo esa postura durante varios segundos. Luego dijo:

—Estamos a unos cuatrocientos ochenta mil kilómetros a giro, y ciento cincuenta mil kilómetros a babor del mapa de Kzin. La distancia a babor es irrelevante, pero la existente en el sentido del giro sería letal, ya que supone una velocidad relativa entre la «Aguja» y el módulo del orden de un kilómetro y cuarto por segundo.

—¿Es demasiado?

—Nuestra técnica no hace milagros, Luis. Los discos teleportadores pueden absorber energías cinéticas de hasta sesenta metros por segundo, pero no más.

Las explosiones habían aventado la hoguera, y los guardias acorazados kzinti se acercaron a recomponerla.

Luis contuvo una palabrota.

—Muy bien. La manera más rápida de llegar allá consiste en dirigirnos a contragiro sin más rodeos hasta que sea posible usar los discos teleportadores. Luego maniobraremos a estribor.

—A la orden, señor. ¿A qué velocidad?

Luis se quedó con la boca abierta y se quedó así mientras lo pensaba.

—Ésa sí que es una pregunta interesante —dijo—. ¿Qué identificaría como un meteorito la defensa antimeteoritos del anillo? ¿O como una nave invasora?

El titerote se ocupó de los mandos que tenía a su espalda, tomándolos con sus bocas.

—He reducido nuestra aceleración. Conviene que discutamos eso. No entiendo, Luis, cómo supieron los Ingenieros de las Ciudades que se podía construir un sistema de transporte en los bordes. Tenían razón, pero ¿cómo lo supieron?

Luis meneó la cabeza. Entendía que los protectores del Mundo Anillo hubieran programado la defensa antimeteoritos para que no disparase sobre los muros de los bordes. Un corredor para el paso de sus propias naves… o de lo contrario se encontrarían con que el ordenador disparaba contra los reactores de corrección de posición cada vez que éstos soltasen un chorro de gas a alta velocidad.

—Pues yo diría que los Ingenieros comenzaron con naves pequeñas y luego las fueron aumentando. Hicieron la prueba y salió bien.

—Sería estúpido, peligroso.

—Sabemos que han hecho cosas parecidas.

—Ya tienes mi opinión. A tus órdenes, Luis. ¿A qué velocidad?

El altiplano iba perdiendo altura: un desierto calcinado y sin vida, una ecología destruida, llevada a la incandescencia muchos miles de falans atrás. ¿Qué sería lo que golpeó por debajo el Mundo Anillo? Los cometas normales no eran tan grandes. Ni había asteroides ni planetas, puesto que los habrían despejado del sistema cuando construyeron el Mundo Anillo.

La velocidad de la «Aguja» era ya bastante respetable. Empezó a verse terreno verde y cruzado por los hilos plateados de los ríos.

—Durante la primera expedición volamos a dos Match usando las aerocicletas —dijo Luis—. Eso nos costaría… ocho días, hasta estar en disposición de usar los discos teleportadores. ¡Nej, demasiado tarde! Supongo que la defensa contra meteoritos debe de disparar contra todo lo que se mueva a una cierta velocidad con respecto a la superficie. ¿Qué velocidad será ésa?

—Para averiguarlo, lo más fácil sería acelerar hasta que pase algo.

—¿Ha dicho eso un titerote de Pierson? No doy crédito a mis oídos.

—Confía en la técnica titerote, Luis. El campo de estasis funcionará. No hay armas que puedan hacernos daño mientras nos encontremos en estasis. En el peor de los casos, volveremos al estado normal una vez hayamos chocado con la superficie, a partir de lo cual seguiremos a una velocidad más baja. En el peligro también hay jerarquías, Luis. Lo más peligroso que pudiéramos hacer durante los próximos dos años sería escondernos.

—No puedo… Si eso lo hubiese dicho Chmeee…, ¡pero un titerote! Espera un minuto…

Luis cerró los ojos e intentó reflexionar. Luego dijo:

—A ver qué te parece esto. En primer lugar elevamos la sonda estropeada, la que dejamos en la biblioteca…

—Ya la he desplazado.

—¿Adónde?

—A la montaña más cercana que tuviese la cima de scrith al desnudo. Es lo más seguro que pude encontrar. La sonda sigue siendo valiosa, aunque por ahora no sirva para repostar.

—Es buena idea. Que no despegue. Limítate a poner en marcha todos los sensores de la sonda, y todos los detectores de a bordo de la «Aguja» y del módulo. Que apunten casi todos hacia las pantallas de sombra. ¿Dónde si no instalarías tú una defensa antimeteoritos? Tengamos en cuenta que, por lo que hemos visto, no dispara contra las cosas que se hallan debajo del Mundo Anillo.

—Yo no pienso.

—Muy bien. Apuntaremos las cámaras a todo el contorno del Arco. Cámaras hacia las pantallas de sombra. Cámaras mirando al sol. Cámaras mirando a los mapas de Kzin y de Marte.

—Por supuesto.

—Nos mantendremos a una altura de mil quinientos kilómetros. ¿Desmontamos la sonda de la bodega de carga, para que nos siga?

—¿Y privamos de nuestro único medio para repostar? No.

—Entonces, empieza a acelerar hasta que pase algo. ¿Cómo te suena eso?

—A sus órdenes, señor —dijo el Inferior, y se volvió hacia los mandos.

Luis, que habría preferido un poco de discusión para ganar tiempo y armarse de valor, hubo de guardar silencio.

Las cámaras lo captaron, aunque ninguno de los pasajeros de la «Aguja» lo vio. Y aunque hubieran estado mirando, tampoco lo habrían visto. Habrían visto las estrellas de blancura deslumbradora sobre el fondo negro del espacio, y un círculo negro en lo alto del Arco, donde la protección antideslumbramiento de la «Aguja» borraba la imagen del sol desnudo.

Pero ni siquiera estaban mirando hacia arriba.

Debajo del motor de hiperpropulsión estropeado, el paisaje se animaba, verde de vida. Selvas, pantanos y sabanas predominaban, aunque de vez en cuando se advertía la cuadrícula irregular de unos cultivos. Y eso que, de las diferentes especies de homínidos anillícolas que habían conocido hasta entonces, pocas parecían dotadas para la agricultura.

Había grupos de barcas en los lagos de escaso fondo. Una vez pasaron sobre una telaraña de caminos de media hora de extensión, o sea de unos once mil kilómetros. El telescopio mostró caballos que llevaban jinetes a lomos o tiraban de pequeños carritos, pero ningún vehículo a motor. Una cultura de Ingenieros había caído allí en la decadencia, y en ella se quedó.

—Me siento como una diosa —comentó Harkabeeparolyn—. Nadie más tiene una perspectiva así.

—Yo conocí a una diosa —dijo Luis—. Al menos ella creyó serlo. Era de los Ingenieros, como tú, y formaba parte de la tripulación de un vehículo espacial. Seguramente vio lo que tú ves ahora.

—¡Ah!

—No dejes que se te suba a la cabeza.

El Puño-de-Dios fue empequeñeciéndose poco a poco. La Luna terrestre habría cabido en aquella inmensa sima. Era necesario ver la montaña a aquella distancia, presidiendo un paisaje más vasto que todas las superficies habitables de todos los mundos del espacio conocido, para calibrar su tamaño. Luis no se sentía como un dios, sino más bien como un enano. Vulnerable.

En el módulo, la tapa del autoquirófano aún no se había levantado. Luis preguntó:

—¿Es posible que Chmeee tuviese otras heridas, Inferior?

El titerote se mantenía oculto en alguna parte, pero su voz se oyó con claridad.

—Desde luego.

—Podría estar muriéndose ahí.

—No, Luis. Estoy ocupado. ¡No me molestes!

La imagen del telescopio estaba confusa ahora. Mil quinientos kilómetros más abajo, el terreno se desplazaba visiblemente. La velocidad de la «Aguja» excedía ya de los ocho kilómetros por segundo. La velocidad orbital, en la Tierra.

El reflejo de la luz en una capa de nubes le hirió en los ojos. Muy lejos, a popa, desaparecía el dibujo a retales de los cultivos; abajo, el terreno totalmente llano, cubierto de hierba hasta donde alcanzaba la vista a derecha e izquierda, sobre cientos de kilómetros. Los ríos que iban a morir en aquella llanura se convertían en pantanos, distinguibles por un verdor más intenso.

La mirada podía seguir una línea irregular de bahías, rías, islas, penínsulas: una de las características costas del Mundo Anillo, diseñada para la comodidad de barqueros; pero ésa era la costa a sentido del giro, y más allá, varios cientos de kilómetros de tierra baja, salitroso, y aún más lejos, la línea azul del océano. A Luis se le pusieron los pelos de punta mientras contemplaba aquel recordatorio del impacto que había formado el Puño-de-Dios: incluso a aquella distancia se había levantado la costa del Gran Océano y las aguas habían retrocedido mil doscientos o mil cuatrocientos kilómetros.

Luis se frotó los ojos, deslumbrado. Demasiado resplandor allí abajo. Unos reflejos de color violeta…

Luego, la oscuridad.

Luis cerró los ojos, apretando fuerte los párpados. Cuando los abrió fue como si los tuviera todavía cerrados: todo negro, como un estómago visto por dentro.

Harkabeeparolyn gritó. Kawaresksenjajok azotó el aire; uno de sus brazos tropezó con el hombro de Luis, y el muchacho se le colgó del brazo con las dos manos. El grito de la mujer se quebró de súbito y luego ella preguntó, con voz que dejaba adivinar el castañeteo de dientes:

—¿Dónde estamos, Luwihu?

Luis replicó:

—Echándole imaginación, diría que estamos en el fondo del océano.

—Tienes razón —moduló la voz de contralto del Inferior—. Tengo una vista excelente a través del radar de profundidad. ¿Queréis que encienda un foco?

—Claro.

El agua estaba turbia. La «Aguja» no se hallaba a tanta profundidad como era de temer. Nadaban peces alrededor de ella e incluso, a cierta distancia, podía distinguirse un macizo de algas.

El chico se desprendió de Luis y corrió a aplastar la nariz contra uno de los mamparos. Harkabeeparolyn miraba también, pero aún estaba temblando.

—¿Puedes explicarme lo que ha ocurrido, Luhiwu? ¿Qué sentido le ves?

—Ya lo averiguaremos —dijo Luis—. Elévanos, Inferior. Regresemos a los mil quinientos kilómetros de altitud.

—A la orden, señor.

—¿Cuánto tiempo hemos permanecido en estasis?

—No puedo decirlo; el cronómetro de la «Aguja» se detuvo, naturalmente. Daré señal a la sonda para que nos envíe datos, aunque el retardo debido a la velocidad de la luz será de unos dieciséis minutos.

—¿A qué velocidad nos movemos?

—A nueve coma tres kilómetros por segundo.

—Pues reduce a ocho y quedémonos así hasta que hayamos averiguado lo que ocurre.

Las señales del módulo volvieron a llegar tan pronto como la «Aguja» emergió a la superficie. Todavía estaba cercado de fuego y el autoquirófano continuaba cerrado. Luis pensó que a aquellas alturas Chmeee debería de haber salido ya.

De pronto, se vieron inundados de luz azul. La «Aguja» se libró de las aguas y se elevó hacia el sol. La cubierta apenas retembló, mientras el océano quedaba atrás, empujado por una aceleración de 20 g.

El panorama a popa era de lo más instructivo.

A setenta u ochenta kilómetros a sus espaldas, la resaca rompía contra las orillas de lo que había sido una plataforma continental submarina. De la costa partía una zanja en línea recta. La «Aguja» no se había estrellado en el agua, sino en la tierra, convertida en una bola de fuego que siguió abriéndose paso.

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