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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (13 page)

BOOK: Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote
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—¿Han intentado algo contra usted? —preguntó César.

—No; pero el hecho de que a pesar de haber llegado hace un par de días a Los Ángeles no hayan seguido su viaje a San Bernardino demuestra que esperan algo… o esperan a alguien.

—¿A usted?

—¿A quién si no? Mi intención era alojarme en la posada del Rey don Carlos pero en cuanto supe que Luján y Ackers estaban en la ciudad me asusté mucho, lo confieso. Yo no podría hacerles frente con ninguna probabilidad de éxito. Sería como un niño frente a dos gigantes. Por eso alquilé en seguida un coche y vine aquí. Sabía que usted era amigo nuestro y que me daría cobijo.

—Desde luego —replicó, distraídamente, don César—. Aunque si es verdad que esos dos pistoleros de que me ha habla pretenden matarle, no les costará nada esperar a mañana o a pasado para hacerlo. No creo que piense usted pasarse la vida entera en mi rancho, ¿verdad?

Jeremías Rubiz miró con desorbitad ojos a don César. Luego, lentamente musitó:

—Claro… no puedo vivir siempre aquí… Y cuando salga me… me matará.

—Si quiere terminar sus días en mi rancho no vacile en hacerlo —sonrió don César—. La hacienda es muy grande y no se aburrirá por no poder salir de ella. Y si no se aparta mucho de la casa, no podrí an cazarle a tiros desde algún árbol.

Toda la paz que había entrado en atormentado espíritu de Jeremías Rubiz lo abandonó velozmente. El hombre se dio cuenta de que al refugiarse en el rancho de San Antonio no había resuelto nada. Tan sólo había retrasado su muerte.

—¿No se podría encontrar alguna solución? —preguntó al fin.

—En el mundo todo tiene alguna solución —replicó don César—. Vaya en busca de esos dos pistoleros y ofrézcales más dinero del que han recibido. Seguramente le dejarán en paz.

Jeremías Rubiz movió negativamente la cabeza.

—Esos hombres son unos canallas; pero tienen cierto código de honor por el que se rigen firmemente. Una vez se han vendido a una persona, permanecen fieles a ella hasta que han cumplido lo que les fue ordenado.

Don César oyó acercarse los pasos de Guadalupe. Con indiferente acento contestó a lo que le había dicho Jeremías:

—Una buena solución sería ir al encuentro de esos dos hombres y proponerles que una vez le hayan matado a usted y, por lo tanto, hayan cumplido su promesa, maten a todos los Matoso. Estoy seguro de que si les paga lo suficiente lo harán. Siempre le será más agradable morir sabiendo que su muerte será vengada.

La entrada de Guadalupe ahogó la exclamación de horror que brotó de la garganta de Jeremías Rubiz, quien necesitó casi dos minutos para reunir las fuerzas necesarias para saludar a Guadalupe, aunque lo hizo con voz tan débil que apenas fue oído.

Sus esperanzas de que don César de Echagüe le tranquilizara resultaron completamente vanas. Porque su principal interés estaba en quedar vivo, no en que después de él muriesen todos los Matoso del mundo entero.

Capítulo II:
El Coyote
en peligro

La cena no tuvo nada de brillante aquella noche. Si Guadalupe y su marido comieron con regular apetito, mayor en el segundo que en la primera, en cambio. Jeremías Rubiz apenas hizo ningún honor a lo que fue colocado ante él. Un par de veces consiguió hablar, preguntando en una de ellas dónde estaba el hijo de don César.

—En el colegio —explicó César de Echagüe, agregando—: Aunque no creo muy acertada la política de dejar creer a los niños que vienen al mundo traídos por una cigüeña o que nacen debajo de una col, en este caso intervenía el pudor de mi esposa. Como si mi hijo hubiera permanecido en casa no habría dejado de notar la realidad, preferí enviarle al colegio hasta que nazca su hermana o hermano.

Jeremías Rubiz hizo la reflexión de que la gente se preocupa por cosas de muy poca importancia. Aquel don César se preocupaba mucho por la ingenuidad de su hijo y en cambio le proponía a él que se dejara matar… ¡Lo suyo sí que era grave e importante! ¡Y a don César le tenía sin cuidado!

Después de cenar subió en seguida a su cuarto y se encerró en él. Confiaba en pasar una noche tranquila. Tal vez la última de su vida.

Mientras él se revolvía entre las sábanas, que pronto quedaron empapadas en sudor, ya que Jeremías no se atrevió a abrir la ventana, don César y su esposa continuaban en el salón.

—¿.Piensas hacer algo por ese hombre? —preguntó al cabo de un largo silencio Guadalupe.

—Está muerto de miedo.

—Si no le matan a tiros se morirá de hambre —dijo Lupe—. No ha probado ni tres bocados.

—En parte le está bien todo cuanto le ocurre; pero es inocente y no merece que le asesinen. Además…

Don César quedó silencioso, meditabundo, hasta que su mujer le preguntó:

—¿Además, qué?

—Si le matan ya no habrá paz entre los Rubiz y los Matoso. Se trata de dos familias honradas y nobles que no merecen exterminarse entre sí.

—Sería horrible que oso ocurriera —murmuró Guadalupe—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Esta noche he de salir a resolver una parte del problema —dijo don César—. Esos dos pistoleros que han contratado los Matoso no deben actuar.

—Expondrás tu vida…

—Hace algo más de un año yo quise arreglar una cuestión. Lo hice tan bien que debido a mi intervención dos familias se han llegado a odiar hasta el punto de incendiarse mutuamente las casas y graneros. Y hasta han alquilado asesinos profesionales; pero si yo no hubiese intervenido habría ocurrido algo mucho peor. Mañana o pasado te lo contaré. Esta noche necesito disponer de todos los minutos.

Guadalupe no hizo más preguntas por temor a descubrir las inquietudes que la asaltaban. Descendió con su marido al sótano secreto donde
El Coyote
guardaba sus ropas, sus armas y su caballo y le vio marchar por la puerta disimulada entre la vegetación. Luego subió a su dormitorio y se encerró en él, en espera del regreso de don César de Echagüe.

El Coyote
galopó a través de la protectora oscuridad en dirección a la ciudad de Los Ángeles, dirigiéndose una vez en ella al barrio mejicano, deteniéndose por fin frente a una casa a la que llamó, siéndole franqueada la entrada por la india Adelia. Doce minutos después marchaba al galope hacia una de las numerosas tabernas de la población.

*****

Killer (Matador
) Ackers estaba rodeado por un grupo, de admiradores. A los cuarenta años disfrutaba de un prestigio que había empezado a ganar a los diecinueve. Habíase hecho famoso en las poblaciones que fueron naciendo a lo largo de las paralelas de acero del ferrocarril Unión Pacífico.

—He matado a veintinueve hombres de verdad —explicaba en aquellos momentos por encima de la copa de whisky que tenía en la mano izquierda. (La derecha no la utilizaba más que para disparar y, por lo tanto, siempre la mantenía libre).

—¿Y los chinos, negros y pieles rojas? —preguntó uno de los que le escuchaban.

—A esos no los cuenta ningún buen tirador. Chinos, negros, pieles rojas y mejicanos sólo sirven para practicar. Me desacreditaría si dijese que he matado a cuarenta y dos seres de esa clase. Sólo cuento los veintinueve, y antes de ir por el que hace treinta me gustaría verme las caras con un hombre a quien hasta ahora nadie le ha podido matar ni ver el rostro. Ése sería un buen número treinta.

Vació la copa de licor, que era la quinta que bebía, y se hizo servir otra.

—¿A quién te gustaría matar? —preguntó un antiguo ferroviario que había perdido un brazo durante un choque con los pieles rojas.

Ackers bebió un sorbo de whisky y, sonriendo burlonamente, contestó:

—Al
Coyote
. Dicen que ofrecen veinte o cincuenta mil dólares por su cabeza. Es el coyote mejor pagado de que he oído hablar.

—No hay otro tan peligroso —comentó alguien.

—Ningún coyote es peligroso cuando un jaguar se enfrenta con él. Por lo menos, no es peligroso para el jaguar —rió Ackers.

Todos volvían la espalda hacia la puerta y nadie se dio cuenta de que se había abierto hasta que una voz preguntó, burlonamente:

—¿Y dónde está ese jaguar,
Matador
?

—El jaguar está…

Killer
Ackers se interrumpió bruscamente cuando al volver la cabeza hacia el punto de donde había llegado la voz, vio a un hombre vestido a la mejicana y cuyo rasgo más característico era un negro antifaz que le ocultaba el rostro.

—¡
El Coyote
!

El nombre brotó de todos los labios menos de los de Ackers, que estaban firmemente cerrados, en tanto que sus ojos parecían aguardar ansiosamente el menor movimiento del enmascarado, que estaba de espaldas a la pared, frente a él, con la mano derecha cerca de la culata de uno de sus revólveres y los dedos ligeramente curvados, como si ya se estuviesen cerrando en torno de la culata del arma, en tanto que el índice y el pulgar parecían anhelar cerrarse sobre el gatillo y el percusor, respectivamente.

Se hizo un profundo silencio, en el cual destacaba el correr de los pies que se alejaban de la trayectoria de las balas. Unos segundos después,
Killer
Ackers estuvo solo de espaldas al mostrador, tras el cual se había ocultado el camarero que había servido las bebidas. Los demás estaban a bastante distancia, esperando la consumación de la inminente tragedia.

—¿Qué quiere de mí
El Coyote
? —preguntó lentamente Ackers.

—Sólo pedirte un favor —replicó el enmascarado—. Me han dicho que habías aceptado dinero para intervenir en una lucha que nada te importa. ¿Cuánto te han dado?

Ackers no replicó. Su cerebro trazaba velozmente el plan a seguir.
El Coyote
guardaba enfundados sus revólveres. Por lo tanto, los dos estaban en igualdad de condiciones. El más veloz quedaría triunfante. Hasta entonces no había encontrado a nadie más rápido que él en el manejo del revólver. Ni más rápido ni más certero. Si mataba al
Coyote
ganaría el premio que ofrecían por su captura vivo o muerto.


Matador
, yo te daré el doble de lo que te han dado si me prometes retirarte de esa lucha. Deja que los leones se maten entre sí. Los jaguares no deben intervenir en sus cuestiones.

—¿Me daría tres mil dólares? —preguntó Ackers.

—Sí.

—Quisiera verlos antes de aceptar.

La mano izquierda del
Coyote
se hundió en uno de los bolsillos de su corta chaqueta y salió con un fajo de billetes de banco, que fue a dejar sobre la mesa junto a la cual se encontraba. Por un brevísimo instante su mirada se posó sobre el dinero. Ésta era la oportunidad que Ackers había estado aguardando sin esperanza de que se presentara; pero cuando ocurrió su reacción fue más veloz que el paso de una bala. Sin soltar la copa que sostenía con la mano izquierda, bajó la derecha hasta su Colt del 44, lo empuñó, lo desenfundó y quiso dispararlo; pero ya no pudo conseguirlo. Un rabioso moscardón de ardiente plomo se había hundido en su brazo derecho, inmovilizándolo. El revólver cayó al suelo, rebotando sobre el entarimado con el hueco sonido que produce un martillazo sobre un ataúd.

—Te has expuesto mucho,
Matador
—dijo
El Coyote
a través de la nube de irritante humo que había brotado de su revólver—. Pude haberte matado.

Se oyó otro ruido: el de una copa al romperse contra el suelo, y Ackers, pálido como un muerto, se llevó la mano izquierda a su herido brazo.

—No me mate —pidió con voz temblorosa.

—Ahora ya no es necesario —dijo
El Coyote
—. ¿Aceptas mi oferta?

—Sí; lo que usted quiera.

Sonó otra detonación y de la oreja derecha de Ackers brotó un hilo de sangre.

—¡La marca del
Coyote
! —exclamó alguien.

—Eso es por tu traición —siguió el enmascarado, guardando su revólver, después de haber soplado dentro del cañón, para extraer el humo que se apelotonaba dentro de él—. Aquí tienes los tres mil dólares. Recógelos cuando yo me haya marchado. Y no vayas a San Bernardino si no quieres ocupar la tumba que allí abrirán para ti.

Killer
Ackers, con el rostro contraído por el dolor, se iba palpando el brazo, cual si quisiera convencerse de si lo tenía o no roto.

—Retírate a la vida privada —siguió
El Coyote
—. Y no pretendas completar la cifra de treinta hombres de verdad muertos por tus revólveres.

Hizo como si fuera a volver la espalda y en seguida se dejó caer de rodillas, a tiempo de que la primera bala del Derringer que Ackers había sacado de la manga derecha pasara con seco zumbido sobre su cabeza.

El pistolero fue a apretar el otro gatillo; pero cuando lo hizo sus ojos ya estaban cubiertos por el velo de la muerte que sobre ellos había extendido la bala que
El Coyote
clavó en su corazón. Ackers permaneció aún en pie durante dos segundos y luego cayó de bruces sobre el Derringer que había resbalado de entre los dedos de su mano izquierda. Tras una breve convulsión, quedó inmóvil.

—No matará a treinta hombres de verdad —comentó
El Coyote
, poniéndose en pie—. Debía haberlo comprendido.

Siguió retrocediendo hacia la puerta y en cuanto ésta se cerró tras él todos los que estaban en la taberna se precipitaron hacia la mesa sobre la cual estaban los tres mil dólares que
El Coyote
había dejado. Durante unos cinco minutos se desarrolló una feroz lucha a puñetazos y patadas por la posesión del dinero. Algunos billetes quedaron hechos pedazos, pero al fin, cada uno tuvo lo bastante para quedar satisfecho de su suerte. Sólo entonces se acordaron del
Coyote
y, como le supusieron ya muy lejos, salieron a la calle gritando sus falsas ansias de enfrentarse con el famoso enmascarado.

Un hombre que iba a entrar en la taberna preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Han matado a
Killer
Ackers.
El Coyote
le deshizo un brazo, luego le destrozó la oreja y por último le metió una bala en el corazón. Vamos a perseguirle…

El recién llegado repitió varias veces la pregunta y al fin se enteró de todo cuanto había sucedido.

Cuando se alejaba, después de haber oído las distintas versiones del suceso, uno de los testigos del drama preguntó a otro:

—¿Ése no era Luján, el compañero de Ackers?

—Creo que sí. Seguramente se dará prisa en salir de Los Ángeles. Por lo menos yo, en su lugar, eso es lo que haría.

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