Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (16 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote
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—Dicen que salió ayer noche en dirección a San Bernardino… O hacia otro lugar del mundo. Si no fuese porque sé que no se ha movido de mi casa, creería que ha tenido usted una conversación con
El Coyote
; pero no es posible, ¿verdad, Guadalupe?

Lupe movió negativamente la cabeza. Luego con una incrédula sonrisa, preguntó:

—¿Qué iba a hacer en esta casa
El Coyote
? Además, ayer noche estuve mucho rato despierta y si
El Coyote
hubiese entrado le habría oído.

—Desde luego, le hubiera oído —replicó Rubiz—.
El Coyote
debe de hacer mucho ruido cuando entra en una casa. —Y tuvo que hacer un esfuerzo para ahogar la sonrisa que le subía a los labios y a los ojos. ¡Qué poco se imaginaba aquel par que
El Coyote
no sólo había entrado en su casa, sino que le había hecho una promesa y la había cumplido! Claro que él también tendría que cumplir su promesa; pero visto el poder del
Coyote
, no le importaba nada estar aliado con él. Seguramente se había entrevistado con Luján y le debía de haber ordenado que no molestase a ninguno de los Rubiz.

A partir de aquel momento Jeremías comió con triple apetito y recobró toda la alegría perdida durante los días anteriores. Alrededor del mediodía despidióse de don César y de su esposa y emprendió el regreso a Los Ángeles y a San Bernardino.

Cuando se hubo alejado el coche que conducía a Jeremías Rubiz, Guadalupe buscó el sombreado rincón de la terraza que ella utilizaba como sala de costura, cogiendo la tela que debería convertirse en ropita para su primer hijo, preguntó a su marido, que la había seguido hasta allí:

—¿Qué misterio hay en esas familias?

Don César no respondió en seguida, pero Lupe comprendió que la había oído perfectamente y que en su cerebro se estaba ordenando la historia de los Rubiz y de los Matoso.

*****

En el mes de octubre de 1767, un pequeño destacamento al mando del capitán Gaspar de Portolá desembarcó en Cabo San Lucas para iniciar la incautación de las misiones jesuitas ordenadas por el rey don Carlos III. Entre los soldados que acompañaban a Portolá se encontraban un Rubiz y un Matoso. Pertenecían a distinguidas familias españolas; pero cometieron el entonces grave error de venir al mundo cuando ya lo habían hecho otros hermanos suyos; por lo cual quedaban tan alejados de la herencia paterna, que hubiese sido una locura quedarse en España esperando que la muerte se llevara, oportunamente, a los hermanos que les precedían. Nueva España era un buen sitio para hacer fortuna si era verdad la décima parte de lo que allí se decía. Una vez en la actual Méjico se encontraron con que las minas de plata ya tenían dueño y los indios no se daban prisa por llenar de oro o perlas los bolsillos de los nietos de sus conquistadores. Al fin se vieron en una situación muy apurada, y como eran jóvenes, sabían manejar las armas y además tenían cierta amistad con el visitador general don José de Gálvez, quien con poderes sólo inferiores a los del rey, estaba en Méjico organizando la expedición que debía colocar en manos españolas la Alta California, antes de que pasara a manos de los rusos que desde Alaska iban descendiendo por la costa del Pacífico, el resultado fue que, a pesar de haber llegado por distintos caminos, un Rubiz y un Matoso se encontraron en los comienzos de la Historia de California. Cuando ésta fue conquistada y asegurada para España, Rubiz y Matoso se quedaron allí, en la vecindad de San Bernardino, como propietarios de las tierras que no fueron reservadas a la nueva misión.

Pasaron los años, que trajeron abundantes cambios en el sistema colonial. Los primeros Rubiz y Matoso se casaron, tuvieron hijos en gran abundancia, crearon una familia y acumularon riquezas, y mediante un hábil nadar y guardar la ropa consiguieron salvar indemnes la difícil época del dominio mejicano y luego la de los primeros tiempos de la ocupación norteamericana.

En sus tiempos más difíciles, la casa de los Rubiz estuvo gobernada por don Víctor Rubiz, en tanto que don Evaristo Matoso era el jefe de la otra familia. Jeremías, Mateo y Alejandro Rubiz eran los hijos de don Víctor, mientras que don Evaristo Matoso sólo tenía un hijo varón, Manuel Matoso, y una hija, Clara.

Las dos familias habían mantenido siempre un trato cordial, que fue acentuándose a consecuencia de las dificultades por las que iban teniendo que pasar en los alterados últimos tiempos de la dominación mejicana. No fue un secreto para nadie que Mateo Rubiz y Clara Matoso se enamoraron uno de otro, con mayor intensidad de la que permitían las costumbres que entonces regían la vida familiar en California. En un principio, don Evaristo no tuvo nada que oponer a la boda de su hija con Mateo Rubiz; pero de pronto presentóse la necesidad de reforzar la base económica de los Matoso devolviendo a ella la porción que se había llevado la otra rama de la familia. Don Evaristo dio a don Víctor Rubiz toda clase de satisfactorias explicaciones. Él no hubiera deseado nada mejor que dejar que los dos jóvenes se casaran y unieran en uno solo el apellido Rubiz-Matoso; pero las circunstancias mandan y no siempre se puede hacer lo que uno desea. Laureano Matoso, primo de Clara, estaba enamorado de ésta y había pedido su mano. Laureano era muy rico, y en aquellos momentos su fortuna era necesaria.

Don Víctor aceptó las explicaciones. Bien que se olvidara que extraoficialmente Clara y Mateo se querían, y como al fin y al cabo el compromiso no se había formalizado, ninguna de las dos familias salía malparada.

Mateo Rubiz era un muchacho impetuoso y luchador, que no se conformó con la misma facilidad que su padre. Al fin y al cabo, él era el enamorado y el que más perdía; pero al fin Clara le debió de convencer, pues la boda entre ella y Laureano Matoso se celebró y a su debido tiempo fue bendecida de un hijo: Santiago Matoso, único del matrimonio.

Por su parte, Mateo Rubiz permaneció algún tiempo soltero, como aferrado a su juvenil amor; pero al fin también se casó y tuvo tres hijos: Celso, Cosme y Marta Rubiz.

Clara Matoso vivió, si no feliz por lo menos resignada, aceptando los cuidados de su marido, que cuidó siempre de ella como lo hubiese hecho de una hija, no porque su edad fuese mayor que la de ella, sino por su carácter sereno y afable. Durante doce años cuidó de su hijo y a los trece justos de haberse casado murió tras una brevísima enfermedad, durante la cual tuvo siempre a su lado a su marido.

El día en que Clara Matoso fue enterrada en el cementerio familiar, Mateo Rubiz, en un ataque de locura (por lo menos esa fue la explicación que dio la Iglesia para no poner dificultades al enterramiento religioso) detuvo de un balazo el corazón que siempre había latido impulsado por un intenso amor a Clara Matoso.

Se hizo el mayor silencio en torno al suceso, se enterró a Mateo y los años fueron pasando y borrando los tristes recuerdos. Los hijos de Mateo crecieron y se hicieron hombres. Marta Rubiz se convirtió de niña en mujer y debido a la gran amistad que reinaba entre las dos familias, fomentada especialmente por Laureano Matoso, llegó el día en que se anunció el matrimonio de Marta Rubiz y Santiago Matoso. Ya habían pasado los tiempos difíciles de la dominación mejicana y de la ocupación yanqui. Se podía mirar serenamente el porvenir. La unión entre los Matoso y Rubiz debía celebrarse con grandes fiestas que fueron anunciadas por toda California y a las cuales se invitó a la totalidad de las viejas familias californianas. Los novios, muy enamorados uno del otro, recibieron infinitos regalos. Uno de los mejores fue el de don César de Echagüe, no porque éste fuera el más amigo, sino porque era el más dadivoso y uno de los más ricos de todos los invitados. A su debido tiempo, don César de Echagüe abandonó Los Ángeles y trasladóse a San Bernardino.

Un lejano pariente que al morir se encontró sin mejores herederos le había legado una magnífica casa en la población. Por lo menos servía para utilizarla como posada en vez de alojarse en cualquiera de los malos hoteles de que por entonces disfrutaba San Bernardino. Una de las cualidades de la vieja California era la hospitalidad de que hacían gala sus habitantes. Cualquier californiano que llegara allí tenía la seguridad de ser acogido con los brazos abiertos por los hacendados de la región. Con sólo que permaneciese un cuarto de hora en la plaza hacía tantos amigos como gente pasaba, y lo primero que hace un amigo es informarse de si la nueva amistad ya tiene donde pasar la noche. Entonces le falta tiempo para ofrecerle su hogar y las comodidades que en él se encuentran. Esto ocurre en el caso de que el recién llegado sea persona sencilla o de poca importancia; pero si el que llega es un estanciero de otro punto de California, la cosa se complica mucho más, pues entonces todos los propietarios se consideran con derecho al honor de albergarle bajo su techo, y el interesado se ve en apuro de decidirse por uno de los alojamientos que se le ofrecen, con la seguridad de que en todos los que desprecie se considerarán ofendidos y le tendrán en cuenta el desaire. Sólo en el caso de que tenga algún pariente o casa propia se le perdonará que no se divida en tantos pedazos como haciendas haya en el lugar. Si no está en ese caso no le queda más remedio que irse a una posada y explicar que lo hace porque está sufriendo un ataque de viruela y no quiere contagiar a sus amables amigos, prefiriendo que la epidemia se concentre en la posada elegida. Esta cualidad de los californianos ha redundado en el defecto de que las posadas sean, sencillamente horrendas, incómodas, sucias y carentes de todo lo que hace agradable el hogar; al fin y al cabo están reservadas a los peones, indios y a la plaga de los viajantes norteamericanos.

Don César tenía casa propia y así evitaba la posada y el hacerse antipático a los estancieros de San Bernardino. También evitaba el tener que ir a visitar uno tras otro a todos los amigos y conocidos. La visita no tenía de malo más que lo mucho bueno que en cada casa se le hubiese ofrecido. Rechazar el vino añejo que le hubiesen servido junto con los embutidos y pasteles caseros, habría sido una ofensa. Y, por mucho que fuese uno capaz de beber y comer, no podía dar abasto a los veinte litros de vino y el centenar de kilos de comida que los hubiesen acompañado. Beber menos de una botella de jerez seco o dulce hubiese sido una ofensa imperdonable. Y no se podía decir a los Gómez que ya se había vaciado una botella en casa de los Martínez, porque, en tal caso, la más elemental de las cortesías exigía que se concediera a los Gómez el honor de beberse botella y media o dos.

La casa de San Bernardino era mantenida por una serie de huertos y campos que, debidamente atendidos, proporcionaban lo necesario para que en ella no faltase absolutamente nada. Don César sólo había visitado la población un par de veces desde que heredó la casa. En aquella tercera ocasión lo esperaba todo menos lo que ocurrió en la mañana del día de la boda de Santiago Matoso y Marta Rubiz.

Estaba arreglándose para acudir a la capilla de la misión donde iba a celebrarse la ceremonia cuando, al abrir un cajón de la mesa que había utilizado como escritorio su pariente, encontró un paquete sellado con lacre azul y dirigido a don Clemente Vallejo, es decir, al pariente que, al morir, le nombró heredero de la casa.

Don César examinó curiosamente el paquete. Era ya viejo y la tinta había pasado de negra a rojiza, el recio papel amarilleaba y, sin embargo, no se advertían señales de que el paquete hubiese sido abierto. ¿Cómo era posible que se hubiese dejado sin abrir un paquete semejante? Luego, recordando que don Clemente Vallejo había sido un hombre carente por completo del vicio de la curiosidad, la cosa se hizo más lógica. Sin embargo, ¿a qué podía obedecer la falta de curiosidad llevada hasta aquel extremo? César de Echagüe estuvo a punto de dejar el paquete donde lo había encontrado, cuando, en la parte posterior del mismo, vio, escrita con lápiz y ya casi borrada, esta nota: «Me lo envió Mateo Rubiz antes de matarse. Estoy seguro de que contiene algo desagradable y creo que, a menos que sea imprescindible, es preferible no tocarlo o destruirlo. Las cosas malas es mejor ignorarlas». La letra era de don Clemente. Lleno de curiosidad, don César buscó por el cajón y encontró, entre otros papeles, una carta escrita con la misma mano y tinta que la dirección del paquete. Mateo Rubiz decía:

Amigo Clemente: Tú eres el único que conoce la verdad y que comprenderás por qué me mato. Tú sabes cómo la amaba. Y sabes también lo que ella no ha querido decir. Si ella calló, yo también debo callar; pero ¿no será algún día peligroso haber callado? Te envió las pruebas que he ocultado durante todos estos años. Tú eres el único que sabrás hacer buen uso de ellas si llegara a ser necesario. Cuando mi hija Marta se haya casado destrúyelas, pues ya no habrá ningún peligro. Me creerás un cobarde; pero muerta Clara ya nada me importa en la vida. Mis hijos me resultan odiosos porque no fueron hijos de ella. Adiós. Para ti es el último abrazo de

MATEO RUBIZ.

Don César quedó contemplando, perplejo, la carta y luego el paquete. Era indudable que Vallejo sabía lo que contenía aquel paquete sellado. Por eso no lo había abierto.

Faltaban dos horas apenas para la boda. Abajo aguardaba el coche que debía conducirle a la misión. Sin embargo, don César era tan curioso, aunque casi todo el mundo lo ignorase, que no vaciló en poner en peligro su puntualidad. Con un cuchillo cortó el cordel que ataba el paquete y lo abrió. Media hora más tarde había leído todos los documentos guardados dentro de él y su rostro tenía la lividez de un cadáver.

—¡Dios santo! —musitó, limpiando con el dorso de la mano el sudor que perlaba su frente—. ¡Dios santo!

Durante los años que habían transcurrido desde la muerte de Mateo Rubiz, aquel paquete había guardado su horrible secreto.

—¡Casi hubiese sido mejor que nunca lo hubiera revelado! —murmuró don César.

En seguida se arrepintió de sus palabras. No; más valía saberlo tarde que nunca.

Se puso en pie y guardó en un bolsillo las cartas y documentos. Iría a hablar con Santiago Matoso… No, no podía hacerlo. No era propio de don César de Echagüe dar un paso como aquel. Además, a Santiago le humillaría que uno de sus amigos supiera aquello. El golpe le resultaría mucho más rudo que si se lo daba… ¿Quién le podía dar la noticia con la promesa de que nadie más la sabía? Él tenía fama de escéptico, incluso de algo chismoso. Con semejante fama, Santiago Matoso no sentiría la seguridad de que el secreto se mantuviese encerrado en sí mismo. Y no era probable que Santiago deseara la publicidad de lo que se había encerrado dentro del paquete que antes de matarse había enviado Mateo Rubiz a su amigo.

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