Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (18 page)

Read Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote
13.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De momento no se trata de él, sino de los Rubiz. Jeremías ha vuelto esta tarde. Al pronto pensé que él era el primero que debía ser castigado; pero aguardaremos. Es un cobarde y el saber que le aguarda la muerte le hará sufrir más que la muerte misma. Hoy recibirá su condena. Usted, Luján, se la entregará. ¿Se atreve a hacerlo?

—No vuelva a preguntarme si me atrevo o no a hacer una cosa. Ordene lo que quiera, y si no lo hago, entonces puede opinar lo que se le antoje y, además, puede decirme su opinión.

Manuel Matoso tendió a Luján un papel doblado en cuatro, explicando:

—Ésta es la sentencia de muerte contra Jeremías Rubiz. Entréguesela. Y ahora pasemos a lo más importante. Mañana por la tarde los Rubiz conducirán a Fresno tres mil cabezas de ganado para entregarlas al comprador que las aguarda para llevarlas a San Francisco por el ramal del ferrocarril en construcción. No deben llegar a su destino. Miguel, Fermín y Norrell, junto con Luján os colocaréis en el Paso Perdido y con rifles dispararéis sobre los vaqueros. No importa que mueran algunos. Los demás escaparán y entonces sólo hará falta envenenar los pozos que se encuentran a la salida del Paso Perdido. Todos los animales morirán. Los Rubiz perderán sesenta mil dólares, que les harán mucha falta.

—No cuentes conmigo —dijo Norrell Foster—. Ya sabes que me interesa más mi almacén que vuestras luchas. Si necesitáis dinero os lo daré; pero no estoy dispuesto a jugarme estúpidamente la vida.

—¿Olvidas que por adopción eres un Matoso? —preguntó Manuel.

—Yo no seré nunca un Matoso cuando se trate de cometer un delito que en estas tierras se paga con la horca. Si los Rubiz pueden probar que hemos sido nosotros los culpables de la muerte de sus reses, todos los ganaderos les ayudarán a lincharnos.

—Está bien —replicó Manuel—; prescindiremos de tu ayuda. Tres hombres serán suficientes para ese trabajo.

*****

Víctor Rubiz dirigió una satisfecha mirada a su alrededor. En la estancia se encontraban sus hijos Jeremías y Alejandro y sus nietos Cosme, Celso, Teófilo, Clemente, Gonzalo y Saturnino.

—La noticia que nos ha dado Jeremías es la mejor que podíamos esperar —dijo—.
El Coyote
lucha a nuestro lado y con su ayuda venceremos a esa cuadrilla de bandidos que han contratado a asesinos profesionales para luchar contra nosotros. ¿Sabéis con qué dinero los contrataron? Con el que proporcionó Norrell Foster. Su almacén le produce muchos beneficios. Eso se ha de terminar. Mañana por la noche iréis a incendiarlo.

Cosme Rubiz miró incrédulamente a su abuelo.

—¿Incendiar el almacén de Foster? —preguntó—. Eso es muy grave.

—Lo será para Norrell Foster y para los Matoso, no para nosotros. Si te da miedo hacerlo puedes quedarte a hacer compañía a tu hermana. Al fin y al cabo Marta necesita consuelo después del insulto que le inflingió Santiago Matoso.

—Cosme tiene bastante razón —intervino su hermano Celso—. Si pueden probar que hemos prendido fuego al almacen, el
sheriff
de San Bernardino nos detendrá.

—Iréis con la cara cubierta con antifaces —replicó el viejo Rubiz—. Nadie os conocerá. Además, los que hagan ese trabajo marcharán, aparentemente, con el ganado. Y los otros se reunirán en un sitio donde haya los suficientes testigos para que puedan jurar sobre cien Biblias que a la hora del incendio estaban lejos del almacén de Foster. El incendio se declarará a las nueve en punto. Y a esa hora Cosme y Celso pueden estar en la taberna de Francisco Solano Cuéllar. Teófilo, Clemente, Gonzalo y Saturnino saldrán a las cinco de la tarde con el ganado. A las siete y media volverán hacia San Bernardino y podrán estar a las nueve en el almacén de Norrell Foster. Si intenta resistir, no vaciléis en matarle. El mundo estará mejor sin él.

—Si hacernos eso, luego ellos harán algo peor —dijo Alejandro Rubiz.

—Ahora somos los más fuertes y debemos aprovechar la ocasión —replicó don Víctor Rubiz—. Ya sabéis por qué se suicidó mi hijo. Y también sabéis por qué ha desaparecido la alegría del rostro de Marta. De todo tienen la culpa los Matoso. Y, además, han contratado a dos pistoleros profesionales para hacernos una guerra sin cuartel. Ellos han empezado. Nosotros continuaremos y cueste lo que cueste se han de arrepentir de lo que han hecho. No sé si Jeremías mató o no a Santiago; pero deseo creer que por lo menos uno de mis hijos no sólo parece un hombre, sino que además lo es.

Jeremías Rubiz forzó una sonrisa que no le resultó nada fácil.

Capítulo VI:
El Coyote
interviene

Teófilo, Clemente, Saturnino y Gonzalo Rubiz se reunieron a un lado del camino, dejando pasar la mugiente manada de bueyes que marchaban hacia Fresno. Uno de los vaqueros que debían continuar el viaje se acercó, llevando de la brida cuatro caballos negros. Los Rubiz cambiaron de montura. Si alguien había observado en qué caballos montaban al aparentar salir hacia Fresno para conducir al ganado, no los reconocería si los veía regresar.

—Si se ha de incendiar el almacén, tres de nosotros son suficientes —dijo Teófilo, el hermano mayor—. Por lo tanto, creo preferible que uno de nosotros siga con los vaqueros. Si fuimos cuatro los que salimos de San Bernardino y son cuatro los que incendian el almacén, las sospechas que recaerán sobre nosotros serán demasiado grandes. Si se interrogase a los vaqueros podrían descubrir la verdad.

—¿Lo hacemos a suertes? —preguntó Gonzalo.

—Es lo mejor —replicó Teófilo—. Tiraremos dos monedas al aire y los dos ganadores se enfrentarán. El que acierte se quedará.

Clemente y Saturnino fueron los dos que acertaron sus respectivas tiradas, y luego, en la tercera, salió vencedor Saturnino, que prosiguió su viaje hacia Fresno, en tanto que sus tres hermanos volvían, al galope, hacia San Bernardino.

Llegaron cuando ya era noche cerrada y, rodeando la población, llegaron al otro extremo de la misma. El almacén de Norrell Foster constaba de dos cuerpos: uno de ellos se destinaba a venta, y el otro, el mayor, a depósito de mercancías.

Dejando los caballos a unos veinte metros del establecimiento, los tres hermanos subieron hasta el borde de los ojos los pañuelos que llevaban al cuello; luego, calándose bien los sombreros, avanzaron hacia el iluminado almacén. Teófilo se acercó a una de las ventanas y miró al interior. Norrell Foster estaba anotando algunas entradas en sus libros y no se veía a nadie más. Volviéndose hacia sus hermanos, les indicó con un movimiento de cabeza que ya podían entrar. Cada uno empuñó un revólver y así se presentaron ante Norrell Foster, que muy pálido, pero bastante sereno, levantó las dos manos en muda señal de sumisión, preguntando luego con estrangulada voz:

—¿Qué quieren?

—Prender fuego a la casa —dijo una voz detrás de los tres hermanos. Y en seguida, antes de que los Rubiz pudieran volverse, la misma voz ordenó autoritariamente—: Suelten los revólveres y levanten las manos.

La orden fue acompañada del doble chasquido de dos percusores al ser levantados.

Teófilo, Clemente y Gonzalo dejaron caer sus armas y levantaron los brazos.

—Vayan hacia la pared de la izquierda —ordenó la misma voz, agregando—: Cuando lleguen vuélvanse hacia mí.

Los tres obedecieron de nuevo y al volverse exclamaron a la vez al reconocer al hombre que les había desarmado:

—¡
El Coyote
!

—No bajen las manos —les previno el enmascarado—. Me dolería tenerles que matar; pero a ustedes les dolería más.

—Es que usted no sabe quiénes… —empezó Teófilo.

—A pesar de sus máscaras les conozco —sonrió
El Coyote
, enviando de unos puntapiés los tres revólveres al otro extremo del almacén—. Se equivocan si creen que estoy de su parte. Si impedí que un pistolero profesional les matara, también impediré que ustedes maten a nadie. Vuelvan a sus casas y den gracias a Dios por haberme encontrado a mí en lugar de hallar a otra persona que hubiese tenido menos escrúpulos en el manejo del revólver. Se han colocado fuera de la ley y eso es peligroso. Ahora márchense y no vuelvan a cometer una locura como esta.

Los tres hermanos vacilaron un momento. Por fin Teófilo fue el primero en dirigirse a la puerta. Una orden del
Coyote
le detuvo.

—Vuelvan a su hacienda —dijo el enmascarado— y díganle a Víctor Rubiz que a sus años los hombres deben pensar en la paz y no en la guerra. Buena suerte.

Los Rubiz salieron lentamente y, desde la ventana,
El Coyote
les vio montar a caballo y alejarse como a desgana. Volviéndose hacia Norrell Foster,
El Coyote
previno:

—Procure no recordar quiénes eran esos tres hombres, Foster, y diga a Manuel Matoso que si esta vez he luchado a favor de ustedes, ahora voy a luchar en contra. Envenenar a tres mil bueyes es un grave delito que si no puede ser evitado le llevará a la cárcel por muchos años.

—Yo fui contrario a eso —replicó Norrell.

—Ya lo sé. Continúe como hasta ahora y no vuelva a dar dinero para comprar asesinos profesionales. Eso también es un delito.

Deslizándose hacia la puerta trasera del almacén.
El Coyote
desapareció, no quedando de su presencia más recuerdo que el eco del galope de un caballo que se alejaba en dirección a Fresno.

*****

La larga columna de bueyes entró, sedienta, en el Paso Perdido. Fermín Antero y Miguel Villacorta levantaban sus rifles cuando detrás de ellos sonó un golpe y un ahogado gemido. Al volverse se encontraron los dos ante los revólveres que empuñaba un enmascarado, cuyo nombre brotó a la vez de los labios de Fermín y de Miguel:

—¡
El Coyote
!

Otra vez en lucha contra ellos.

No necesitaron ninguna orden para soltar los rifles y levantar las manos.
El Coyote
estaba de pie junto al cuerpo de Mario Luján, que debía de hallarse sin sentido a consecuencia del golpe que habían escuchado un momento antes.

—¿Han envenenado ya los pozos? —preguntó fríamente
El Coyote
.

—No —contestó Antero.

Abajo, a lo largo del amplio camino que se encajonaba entre los dos muros de roca del Paso Perdido, los bueyes marchaban cada vez mas de prisa hacia el agua que presentían cercana.

—Aunque no lo crean les hago un favor —siguió
El Coyote
—. Si hubieran hecho lo que proyectaban se hubieran condenado a muerte. Vuelvan a sus casas y no se embarquen en aventuras de esta clase. Son peligrosas. Muy peligrosas.

Mario Luján lanzó un gemido y comenzó a incorporarse. Parecía haber recibido un fuerte golpe.
El Coyote
le quitó su revólver y vaciando el cilindro se lo devolvió, diciéndole:

—No vuelva a cargarlo antes de tiempo.

Dirigiéndose a Antero y Villacorta les ordenó:

—Tiren los rifles abajo.

Recogiendo los dos rifles Fermín y Miguel obedecieron. Las armas rebotaron de piedra en piedra y al fin perdiéronse entre la masa de bueyes que llenaba el camino.

—Ahora vuelvan a sus casas —siguió
El Coyote
—. Les acompañaré durante un buen rato.

Los tres hombres llegaron al lugar donde habían dejado sus caballos. La escasa luz de una incipiente luna les guió por el difícil camino. De pronto, por encima del intenso mugir de los bueyes, oyeron un galope cercano. Volviéronse y se encontraron solos.
El Coyote
había desaparecido.

Capítulo VII: Otra vez
El Coyote

Don Víctor Rubiz dirigió una furiosa mirada a sus hijos y a sus nietos.

—No fuisteis capaces de hacer algo tan fácil como prender fuego al almacén de Foster. ¿Cómo podré confiar en vosotros?

—Si
El Coyote
se lo impidió, no es de extrañar que no pudieran hacerlo —dijo Alejandro Rubiz, saliendo en defensa de sus hijos.

—¿Cómo puede creerse que
El Coyote
, que nos ayudó una vez, nos haya impedido ahora vengarnos de los Matoso?

—Indudablemente, no quiere que luchemos con ellos —replicó Alejandro.

—¡Pues lucharemos y les venceremos! Con el dinero de la venta de las tres mil cabezas de ganado compraré treinta pistoleros profesionales y los lanzaré contra los Matoso. Mañana, en cuanto llegue Lucas Madurga con el dinero buscaré los hombres que necesito, ya que no puedo fiarme de mis nietos.

—Va a ser difícil encontrar quienes quieran enfrentarse con
El Coyote
—dijo Jeremías Rubiz—. En cuanto sepan que
El Coyote
lucha contra nosotros rechazarán todas las ofertas que se les hagan, por muy elevadas que sean.

—Todo hombre tiene un precio —replicó el viejo—. Y si
El Coyote
me aconseja paz, yo le daré mucha guerra. Aunque tenga que ir solo.

Víctor Rubiz calló un momento y luego, con semblante más hosco que nunca, siguió:

—Ahora me gustaría averiguar cómo ha podido saber
El Coyote
lo que se pensaba hacer contra Foster. No creo que si es verdad que os sorprendió lo hiciera por casualidad.

—Ninguno de los muchachos conoce al
Coyote
ni es fácil que aún en el caso de que le hubiera querido buscar le hubiese encontrado. Si
El Coyote
ha decidido intervenir en nuestras luchas habrá encontrado la forma de averiguar lo que planeamos. Creo que de ahora en adelante debemos ser más reservados que nunca. Tal vez algún involuntario descuido de alguno de nosotros fue captado por algún agente de ese hombre. Sin duda alguna debe de tener agentes que le informan de todo.

—¿Sabía Marta algo de lo que proyectamos? —preguntó, de súbito, el viejo.

Uno tras otro, todos movieron negativamente la cabeza, aunque comprendiendo lo acertadas que podían estar las sospechas de don Víctor. A pesar de todo, Marta Rubiz no había dejado de amar al que había sido su novio y tal vez sus simpatías fueran mucho más hacia los Matoso que hacia su propia familia.

—Estoy seguro de que Marta, aunque hubiera sabido algo, no nos habría traicionado —declaró Jeremías Rubiz.

—Por si acaso, hablaré con ella —decidió Víctor Rubiz.

Poniéndose en pie, marchó hacia la sala donde su nieta solía pasar la mayor parte del día. No la encontró allí y, saliendo a la terraza, recorrió con la mirada el jardín en el cual pasaba también Marta mucho tiempo, cuidando sus flores predilectas. No tardó en verla. Vestía de negro desde el día de su fracasada boda y su rostro tenía una rigidez que provenía de la ausencia total de la sonrisa.

Other books

La profecía 2013 by Francesc Miralles
All the Broken Things by Kathryn Kuitenbrouwer
An Unconventional Miss by Dorothy Elbury
Trouble in July by Erskine Caldwell
Becoming My Mother's Lover by Laura Lovecraft
When I Was Joe by Keren David