Read Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
Peg movió la cabeza.
—¿Cómo conseguirlo?
—Si es necesario raptaremos a don Rómulo y se lo haremos decir, aunque sea sometiéndole a los procedimientos más extremos.
—Eso no. No conseguirías nada. Ese viejo es más duro que el acero. Deja que yo siga buscando la solución. No me costará mucho tiempo averiguar a quién fueron regalados.
—Pero yo no puedo seguir aquí, Peg —protestó Charlie—. Don César de Echagüe me ha encargado que adquiera tierras y propiedades para él, y yo no entiendo ni una palabra de las leyes que regulan ese comercio. Le estoy dando largas…
—Vete de Los Ángeles y aguárdame en algún otro sitio —propuso Peg.
—¿Y si tú no acudieses? —preguntó Charlie.
—¿Por qué no he de acudir? Siempre he sido una fiel compañera.
—Pero hace tiempo que has cambiado. De no ser por la posibilidad de apoderarnos de los jarrones, te hubieses alejado de mí.
Peg pasó una mano por la mejilla de Charlie, que, tomando aquella mano, la besó apasionadamente, bajo la fría mirada de la joven, quien sólo cuando Charlie volvió a mirarla adoptó de nuevo una expresión de infinita dulzura.
—No seas loco —dijo en voz más alta—. ¿Cómo quieres que me aleje de ti? Ningún hombre podría amarme tanto como tú me has amado. Por eso sólo yo no puedo ni podré olvidarte jamás.
—Si lo hicieses creo que me mataría; pero antes te mataría a ti. No quiero que pertenezcas a ningún otro, Peg.
—¡Silencio! —pidió la joven, alarmada por cómo había elevado la voz su compañero—. Pueden oírnos. No pienses esas locuras. Yo nunca te olvidaré ni te haré traición. Soy fiel.
—Si consiguiéramos dar ese golpe seríamos ya tan ricos que no necesitaríamos vivir como hasta ahora. En San Francisco tenemos cien mil dólares. En Nueva York otros cien mil… Pero no puedo resistir las dudas y sospechas que me asaltan. ¿Por qué quieres que me marche?
—Tú has sido quien ha dicho que no puedes seguir viviendo en Los Ángeles sin despertar sospechas. O tenemos que abandonar la busca de los jarrones o nos debemos separar. Si no tienes confianza en mí, búscalos tú.
—Ya sabes que eso no es posible; pero si tú has de dar demasiado a cambio de…
—No daré nada, porque todo cuanto hay en mí es tuyo y de nadie más.
Mientras hablaba, Peg habíase acercado a Charlie.
Justo, desde detrás de los arbustos hasta los cuales le había conducido
El Coyote
, observaba, trémulo de ira, el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Sentía como si le destrozaran a hachazos el alma y el corazón. Haciendo un titánico esfuerzo logró contenerse. Vio cómo Patricia Mendell se dejaba besar y devolvía los besos que recibía y se maldijo de su estupidez. Por fortuna no había hablado con su padre acerca de sus intenciones matrimoniales.
Cuando aquel hombre se alejó, Justo decidió desobedecer las órdenes del
Coyote
. Tenía mucho que decirle a Patricia o como se llamara. Volvióse para, pedir al
Coyote
que le relevase de su promesa y se encontró solo.
El Coyote
había desaparecido.
Entonces, apartando las ramas que le separaban de Patricia Mendell, Justo fue hacia la joven, que le miró sobresaltada.
—¡Canalla! —jadeó el joven—. ¿Quién era ese hombre?
—¿Quién te ha traído aquí? —preguntó, furiosa, Peg.
—Tú eres quien debe responder a mi pregunta. ¿Quién era ese hombre que parece tener tantos derechos sobre ti?
—No tengo por qué contestar a tus preguntas —replicó Peg—. Déjame pasar.
—Me has de decir quién era ese hombre.
—Pregúntaselo al que te trajo al jardín.
Justo la agarró por una muñeca y apretó con fuerza, pero Peg se soltó de un tirón, cuya violencia sorprendió al joven.
—¡Déjame, imbécil! —dijo.
—Mañana saldrás de esta casa, y da gracias al cielo de que no te eche ahora mismo.
Peg soltó una carcajada.
—Eres un tonto —dijo—. Un tonto de remate; pero me gustas mucho.
Alargó las manos hacia los hombros del joven y las apoyó en ellos. Justo sintió como una sacudida nerviosa en todo su cuerpo. Para librarse del peligro que tanto temía apartó violentamente aquellas manos y dando media vuelta huyó de Peg, porque tenía miedo de sí mismo.
*****
Peg le vio alejarse y sonrió duramente. Luego sus labios pronunciaron un nombre:
—¡Otra vez
El Coyote
!
Estaba segura de que aquello había sido obra del misterioso enmascarado. Había sido una locura entregar aquella nota para Charlie; pero no podía comunicar con él de ninguna otra forma. ¿Quién había interceptado el mensaje? Sólo una persona podía haberlo hecho:
El Coyote
.
Peg abandonó momentáneamente este problema para enfrentarse con otro más urgente: el de resolver su situación en el rancho Hidalgo. Recordando un viejo aforismo militar, decidió que la mejor defensa está en el ataque. Debía anticiparse a Justo Hidalgo. Luego, cuando aquello estuviese resuelto, se lanzaría al descubrimiento de la verdadera identidad del
Coyote
. Había un importante premio para quien lo entregara a las autoridades. Lo ganaría, aunque sólo fuese por la satisfacción de vencer al hombre que se había demostrado más fuerte que ella.
Marchó hacia la casa y al entrar escuchó con gran atención, por si oía hablar a Justo con su padre. No oyó nada. El silencio imperaba en el enorme edificio.
Peg sonrió. Era muy ventajoso tratar con caballeros, porque siempre se sabía cómo iban a reaccionar. Por eso ella había presentido con todo detalle lo que iba a hacer Justo Hidalgo, y él, en cambio, no podía imaginar ni remotamente lo que ella se proponía hacer.
Una vez en su cuarto, Peg comenzó a sollozar. De cuando en cuando se le escapaba un gemido más agudo que simulaba querer ahogar. Al mismo tiempo se quitó el traje y se puso el percal con que había llegado a aquella casa.
Don Rómulo tenía un sueño bastante ligero. Aquella noche se había despertado un par de veces creyendo oír el golpear de unos nudillos en la puerta vecina. También le pareció oír la voz de su hijo; pero había vuelto a dormirse en seguida. Ahora le había despertado un rumor de sollozos. Ya despierto del todo aguzó el oído y aquellos sollozos cobraron forma y personalidad. Eran idénticos a los que lanzara Patricia el día de su llegada.
Alarmado, el viejo saltó de la cama, se cubrió con una bata y saliendo de su cuarto fue al de la joven. Al llegar a la puerta notó que cesaban los sollozos. Al cabo de unos segundos la voz de la joven preguntó:
—¿Quién llama?
—Soy yo. Patricia. Abre.
Patricia Mendell aún tardó varios segundos en obedecer. Cuando lo hizo, don Rómulo advirtió claramente las señales de llanto que en vano se habían intentado borrar con agua fría.
—¿Qué te ocurre, muchacha? —preguntó—. ¿Por qué lloras?
—No he llorado, señor Hidalgo. De veras que no.
—¿Y qué haces vestida con ese traje? ¿No te compraron todos los que podías necesitar?
Patricia inclinó la cabeza.
—¿Por qué no contestas? —insistió don Rómulo.
La joven le miró fijamente, hizo como si fuese a hablar y luego pareció arrepentirse de su impulso.
—¡Contesta! —ordenó don Rómulo imperiosamente.
—Es que me… me marcho —dijo al fin Patricia.
—¿Te marchas? ¿De dónde?
—De esta casa.
Otra vez las lágrimas corrieron por las mejillas de la muchacha. Eran lágrimas gruesas, calientes, como sólo ella era capaz de derramarlas.
—¿Qué te ha pasado aquí para que decidas, a la una de la madrugada, marcharte?
—Por favor, no me haga más preguntas —pidió Patricia—. Debo irme. Es lo mejor.
—¿Por qué ha de ser lo mejor una locura así? —protestó don Rómulo—. ¿Qué te hemos hecho para que quieras abandonarnos?
—Usted no me ha hecho nada malo, don Rómulo —replicó la joven—. Usted ha sido tan bueno conmigo que por mucho que viva jamás lo olvidaré. ¡Y su hijo tampoco me ha hecho nada malo!
Don Rómulo creyó notar que esta afirmación sonaba a falso.
—¿Qué te ha dicho o hecho Justo? —preguntó.
—¡Nada, nada! —gritó Patricia—. Él no me ha hecho nada.
Al llegar aquí, el llanto brotó copiosísimo de los ojos de la muchacha.
—Pero ¿qué diablos te ha hecho mi hijo? ¡Contesta!
—No, don Rómulo. Usted ha sido muy bueno conmigo. Es mejor que yo no diga nada. Sería un pago muy malo de los favores que se me han hecho.
Los ojos de don Rómulo se inflamaron de cólera.
—¿Ha intentado mi hijo…?
—La culpa no ha sido de él, don Rómulo. Es mía. Llevo una maldición sobre mis hombros y su peso me agobia.
—¿Cómo se ha atrevido mi hijo a hacer una cosa semejante? No puedo creer…
Al llegar aquí don Rómulo recordó haber oído llamar al cuarto de Patricia; recordó un susurro que había identificado como de su hijo. Toda la verdad que él imaginaba se ofreció, deslumbradora y vergonzosa, ante sus ojos.
—¡No! —dijo con voz tonante—. No eres tú quien debe salir perjudicada, Patricia. No eres tú.
—No lo castigue a él, don Rómulo. Es joven… No se ha dado cuenta de lo que hacía. No cargue mi conciencia con el remordimiento de haber convertido en enemigos a un padre como usted y un hijo como el suyo.
—Tú no eres el juez que ha de juzgar —replicó don Rómulo—. Mi hijo ha hecho algo más que ofenderte a ti: me ha ofendido a mí; ha ofendido el honor de esta casa, que hasta ahora jamás se había manchado.
Patricia Mendell se echó a llorar convulsivamente.
—¡Ojalá me hubiese muerto antes de entrar aquí! —gritó—. Así pago sus bondades. ¡No! Antes de que le echen a él prefiero que me mate.
—He dicho que saldrá de mi hogar —replicó don Rómulo, que en su irritación no estaba seguro de haber hablado de echar a su hijo. Pero desde el momento en que Patricia se expresaba de aquella forma debía de ser que él había dicho que pensaba expulsar de la hacienda a Justo.
La joven lloró con más fuerza. Con tanta fuerza que Justo la oyó. Como aún no se había acostado, salió de su cuarto y dirigióse al de Patricia. Encontró la puerta abierta y en seguida tropezó con la borrascosa mirada de su padre.
—¿Qué ocurre, papá? —preguntó.
Al oír su voz, Patricia Mendell escondió el rostro entre las manos y lloró con más fuerza que nunca. Entre sus más preciados dones figuraba el de aquella inconcebible facilidad de derramar lágrimas a placer.
—Creo que esa pregunta sobra —replicó don Rómulo—. Sabes tan bien como yo lo que está ocurriendo.
—¿Sabes lo de Patricia? —preguntó, asombrado, Justo.
—Sí —contestó don Rómulo—. Ella me lo ha contado todo.
—Entonces… creo que me ha ahorrado un penoso deber.
—Sí, te lo ha ahorrado. ¿Cómo has podido ser tan canalla? ¿De dónde sacaste la sangre que contenía esos gérmenes, propios del más bajo de los villanos?
Justo Hidalgo, miró, sorprendido, a su padre.
—¿Qué estás diciendo, papá? ¿Qué significa eso de que…? —De pronto el joven empezó a sospechar lo que sucedía—. ¿Qué te ha dicho esa mujer? —gritó.
—No ha querido decirme nada; ha tratado de escudarte con su perdón, haciendo acopio de todas las culpas que eran tuyas.
—¡Pero si yo no…! ¡Oh! —Justo se volvió hacia Patricia—. ¡Maldita! —gritó.
Patricia Mendell lloró con más fuerza. Entre sus sollozos pudo decir:
—¡Me abrazó! ¡Me besó! Y… ¡Oh, pobre de mí!
—¡Mentira! —gritó Justo—. ¡Pero si fui yo quien la sorprendió dejándose besar por otro hombre!
—Júrame por tu honor que no has intentado nada contra esa mujer, que por estar bajo nuestro techo tenía que haber sido respetada por ti como una hermana. Júrame que no has puesto tus manos en su cuerpo.
—Eso no lo puedo jurar, papá —replicó Justo—. No puedo jurarlo; pero en cambio sí puedo asegurarte que esta noche no he faltado…
—Tengo bastante con lo que he oído —interrumpió don Rómulo—. No necesito más pruebas. En tanto que ella te ha defendido en todo momento y si algo he conseguido averiguar ha sido valiéndome de mi sagacidad, tú, un Hidalgo, has ofendido groseramente a esa pobre muchacha. ¡Sal en seguida de esta casa, a menos que estés dispuesto a reparar como un caballero el daño que has causado como hombre!
—¡Pero si yo no la he perjudicado en nada! —protestó Justo—. Si la besé fue porque ella me incitó a que lo hiciera… ¿Qué infamias te ha contado…?
—Justo: eres mi hijo y Dios me obliga a que te acepte con tus defectos y tus virtudes; pero si no estás dispuesto a reparar el daño que has causado a esta muchacha es mejor que te marches y que no vuelvas. Te daré la parte de tu herencia que fue de tu madre y lo suficiente de la mía para que vivas sin apuros. Pero no quiero verte mientras no rectifiques tu conducta. ¿Estás dispuesto a hacerlo?
—No. Y te aseguro que, antes de conocerla como la conozco ahora, estuve a punto de pedirte tu consentimiento para casarme con ella.
—Confío en que mañana no te veré ya en esta casa. Adiós.
Luego, volviéndose hacia Peg Marsh, don Rómulo declaró:
—Hija mía: has sido ofendida por un Hidalgo y un Hidalgo reparará el daño que recibiste. Confía en ello.
Peg ocultó el rostro entre sus manos y lloró convulsivamente, mientras Justo salía de la estancia dominando difícilmente su ira.
—Procura descansar —recomendó don Rómulo, saliendo también del cuarto.
Cuando se hubo cerrado la puerta, Peg levantó la cabeza y, sonriendo, se secó las lágrimas. Todo había salido como ella imaginara. Un grave y peligroso obstáculo había sido vencido, a la vez que quedaba resuelta la forma de llegar hasta los jarrones del virrey.
—Pero aún queda Charlie —murmuró Peg.
Champagne Charlie
representaba un grave peligro. ¿Querría creer que en cuanto se apoderase de los jarrones le iría a buscar? No; seguramente no lo creería y, por lo tanto, se vería obligada a deshacerse del hombre que al dejar de serle útil se había convertido en un estorbo.
De nuevo pensó en Bill Foyle. Tal vez en él estuviese la solución de aquel problema.
Nuevamente sonrió Peg. Bill Foyle era la última solución; antes había otra:
El Coyote
. Debía enfrentar a Charlie con
El Coyote
y si alguno de los dos sobrevivía… Entonces sería el momento de acudir a Bill.
—¿Un poco más de carne, señor Shubrick? —preguntó don César.