Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (4 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote
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Madame
Leclair acudió presurosa al encuentro de Justo Hidalgo y su acompañante. La atraía la posibilidad de una venta y la seguridad de averiguar algo muy interesante que poder repetir luego a sus clientes. Todas las damas de Los Ángeles sabían que
madame
Leclair se enteraba de todo lo importante que ocurría en la ciudad. A veces, el deseo de averiguar la legitimidad de algún chisme las hacía comprar cosas que no necesitaban; pero que eran el pago que la
madame
recibía por sus informes.

Justo le expuso sus deseos.

—Quisiera comprar unos trajes para esta señorita; pero yo no entiendo de ropas y ella no quiere decir lo que desea. Usted sabrá mejor que nadie lo que le conviene.

Madame
Leclair no podía apetecer nada mejor que la libertad de elegir entre sus modelos aquellos más indicados para una joven tan linda.

—Tiene un tipo muy aristocrático —declaró—. Precisamente he recibido una colección de modelos preciosos. Podríamos escoger un par de vestidos de mañana, otros dos de tarde, o quizá tres, y alguno de noche, o sea para las fiestas que se celebran en las haciendas.

—Será mucho —murmuró Patricia Mendell.

—No, no —protestó Justo—. No me parece mucho, señorita.

Madame
Leclair se llevó a Patricia Mendell hacia el probador. No estaba dispuesta a que con sus escrúpulos aquella chiquilla le estropeara un buen negocio.

Mientras le probaba las distintas prendas intentó averiguar algo. Hasta sus oídos habían llegado rumores de que los Hidalgo tenían en su casa una forastera. Doña Lola, la madre de Dolores Pabón, ya había ido aquella mañana a su casa, con la excusa de comprar ropa interior, a ver si la modista sabía algo de aquella mujer. Al pensar en ropa interior
madame
Leclair decidió que la señorita Mendell también debía necesitarla. Mientras lo sugería y mostraba lo que Patricia podía precisar, acentuó sus ataques contra la fortaleza de reservas de la joven. ¿Era pariente de los Hidalgo?

—No.

¿Amiga acaso?

—No.

¿Llegaba recomendada por algún familiar?

—No.

Todo el sutil arte de
madame
Leclair falló frente a la firmeza de la señorita Mendell, quien con su fina vocecilla iba dejando caer sus suaves pero contundentes «no». Por fin
madame
Leclair conformóse con venderle cuatro trajes de mañana, otros cuatro para salir y dos para las fiestas de tarde y uno para las de noche. Además, la equipó con un regio surtido de ropa interior, incluidos varios camisones de dormir y batas de seda.

Cuando Justo vio el total de la cuenta de la modista parpadeó un momento; pero como había oído decir muchas veces que los trajes de mujer eran inverosímilmente caros, pagó la factura y ordenó que las enormes cajas en que fueron colocados los vestidos se llevaran al coche que aguardaba fuera.

—Pero usted tenía que haber ido a la fiesta de don César —dijo Patricia.

—No importa. La llevaré al rancho y luego iré a la fiesta. La de hoy durará hasta muy tarde.

Por el camino Justo preguntó si todos los vestidos eran de su agrado.

—¡Oh, sí! —replicó, fervientemente, Patricia—. Son bellísimos; pero yo no merezco tanto.

—Merece mucho más —aseguró Justo, que ya se había olvidado hasta de la existencia de Dolores Pabón y, sobre todo, de que le estaban esperando en el Rancho de San Antonio.

—Nunca me habían tratado así —musitó la muchacha, por cuyas mejillas corrieron dos lágrimas—. Son ustedes muy buenos.

—Ya es hora de que disfrute usted de un poco de alegría después de tanta tristeza. Para nosotros es una felicidad poderla hacer… hacer feliz.

Patricia Mendell volvió lentamente el rostro hacia su compañero. Estaban fuera de Los Ángeles, en la solitaria carretera por la que ya habían pasado los campesinos que regresaban de sus labores agrícolas. Justo vio tan hermosos los ojos de Patricia Mendell, tan bello su rostro, tan frescos los labios… Y como era joven y había estado sintiendo el firme contacto del cuerpo de la muchacha, arrancóse de la conciencia todas las trabas morales que se oponían a lo que estaba deseando y, soltando las riendas, rodeó con sus brazos a Patricia Mendell y buscó con sus ardorosos labios el frescor de los de Patricia. Ésta no hizo resistencia; pero cuando Justo la soltó, en los ojos de ella vio un doloroso reproche.

La muchacha no dijo nada, inclinó la cabeza sobre el pecho y las lágrimas cayeron silenciosas hasta el polvoroso suelo.

El joven sentíase enormemente culpable. Si al menos ella le hubiera dirigido alguna censura, si le hubiese permitido defenderse, explicarle por qué se había portado de aquella manera que él era el primero en repudiar…

Pero Patricia Mendell no decía nada, y callada permaneció hasta que llegaron al rancho. Entonces bajó del coche y marchó a su habitación, siempre sin pronunciar ni una palabra; pero también, sin dejar de derramar gruesas lágrimas. Cada una de las cuales era como una gota de plomo derretido en el corazón de Justo.

Éste caviló unos instantes; por último, ordenó que los paquetes fueran llevados al aposento de Patricia. Un cuarto de hora más tarde, también él fue hacia el cuarto de la joven. Llamó a la puerta y al entrar vio a la forastera vestida con el mismo traje de percal con que llegara. Había reunido los pocos objetos de su propiedad y parecía dispuesta a marcharse.

—¿Qué va usted a hacer? —preguntó.

Patricia le miró unos instantes en silencio y luego respondió con otra pregunta:

—¿Qué puedo hacer?

Justo inclinó la cabeza y Patricia siguió:

—Sólo maldecir mi belleza o lo que hay en mí que atrae a los hombres, incluso a los mejores. Si a todos les ocurre lo mismo, he de suponer que la culpa no es de ellos, sino mía.

—No, Patricia, no. Usted no es responsable de nada. Perdóneme.

—Ya ve que soy la primera en reconocer que la culpa es mía. No es culpa de la alondra cuando ella se ve atraída por el destello del espejo. El hierro no tiene culpa cuando el imán lo arrastra hacia él. Yo debo de ser espejo o imán. Es preferible que me vaya de esta casa donde creí hallar la paz.

—¡No quiero que se marche, Patricia!

—Debo hacerlo antes de que turbe la tranquilidad en que hasta ahora han vivido. Déjeme marchar.

—No, Patricia. Si quiere me casaré con usted. La haré mi esposa, la heredera de nuestra hacienda, la dueña de todo esto.

—Yo soy una pobre campesina y usted un hombre rico, de familia noble. Seguramente, su matrimonio con una mujer de su misma clase, ya está convenido.

—Romperé con todo; pero, por favor, no se marche.

—Está bien —cedió al fin Patricia—. Me quedaré; pero sé que no hago bien. Sé que los problemas que ahora nos conmueven volverán a surgir. Y entonces no encontraremos ninguna solución. Ahora márchese. Le esperan en el rancho de don César.

—¿Me perdona?

—¿No comprende, hay algo más fuerte que yo que me obliga a perdonarle?

—¡Patricia!… —exclamó Justo, dando un paso hacia ella.

—Por favor, ahora márchese.

—¡Patricia, la amo; quiero que sea mi esposa!

—Por favor…

La voz de Patricia era apenas un susurro que de nuevo fue ahogado por los labios de Justo.

Y esta vez, Patricia Mendell devolvió el apasionado beso.

Capítulo V: L a fiesta de don César

—Su hijo se retrasa mucho, don Rómulo —comentó César, deteniéndose junto al grupo que rodeaba al hacendado—. Dolores está pasando una tarde muy poco divertida.

—No comprendo cómo ha podido retrasarse tanto —replicó don Rómulo—. Claro que le envié a comprar unos trajes de mujer para aquella muchacha y supongo que se ha visto en el mayor apuro de su vida.

Don César tenía en aquel momento la mirada fija en Benjamín Franklin Shubrick y le vio estremecerse y hacer, en seguida, un esfuerzo por dominar su turbación. Ben Shubrick estaba en el grupo del hacendado y había estado discutiendo de asuntos comerciales con don Rómulo y sus amigos. La presentación que don César hiciera de él le había valido que se le recibiera sin prevenciones. Desde el momento en que un hombre de la importancia social de don César de Echagüe lo presentaba, todas las reservas se venían abajo.

—Bien, esperemos que Justo llegue pronto —comentó don César, alejándose hacia otro grupo desde el cual pasó a la ventana junto a la cual estaba Dolores Pabón.

Ésta era una muchacha de unos diecinueve años, de serena belleza, educada en un ambiente que se conservaba tal como era setenta años antes y en el cual sólo habían variado las modas del vestir. Don César dijo mentalmente:

«Es como una buena capa de recio paño. Con ella se puede hacer frente a las peores ventiscas. Habrá prendas más llamativas, más deslumbrantes; pero ninguna tan eficaz como ella».

En alta voz preguntó:

—¿Dónde está tu sonrisa, Dolores?

La joven, forzó la sonrisa.

—Aquí la tiene, don César —respondió.

—Me parece que no es legítima.

—Para usted lo es.

—¿Te preocupa que Justo tarde tanto?

—No. ¿Por qué habría de preocuparme? Pero no puedo estar alegre si él no se encuentra a mi lado.

—Pero tampoco debes mostrarte tan seria. Estás en casa de unos amigos.

De pronto Dolores murmuró:

—Tengo miedo, don César. Presiento que algo se acaba de interponer entre Justo y yo.

—¿A qué se debe ese presentimiento?

—A nada; tal vez porque aún no ha llegado y su padre me ha dicho que está con esa mujer que se les ha metido en casa.

—Fue don Rómulo quien la obligó a quedarse, Dolores. Yo lo vi. Por lo tanto, te pasas de lista…

—Ahora llega —interrumpió Dolores.

Justo Hidalgo acababa de entrar en la sala. Su alteración era tan clara que no pasó inadvertida para Dolores ni para don César, aunque éste trató de disimular cuando la joven que estaba junto a él le miró significativamente, diciendo:

—Hace como si no me hubiese visto.

—Creo que cierta vez Mahoma ordenó a una montaña que fuera hacia él. La montaña no le hizo caso y Mahoma echó a andar hacia la montaña, diciendo que el orden de los factores no altera el producto, y que para el caso tanto daba que la montaña fuese hacia él, como querer ir él hacia la montaña. Si es verdad que no se esfuerza en verte, tú debes hacer como si no lo notaras e ir a su encuentro.

Sin que Dolores pudiese protestar, don César la cogió del brazo y la arrastró hacia Justo. Antes de que éste se diera cuenta de que se acercaba su novia, se encontró frente a ella y oyó la voz de don César que comentaba:

—Ya casi no te esperábamos. Dolores ha estado tratando de conquistarme, sin acordarse de que soy ya casado. Por cierto que por allí viene otra persona que también se ha olvidado de mi matrimonio. Adiós, muchachos. Estoy seguro de que deseáis veros libres de mí.

Don César se apartó de los dos jóvenes y dirigióse hacia Guadalupe, huyendo, casi, de Dorotea de Villavicencio
[2]
, quien aún no le había perdonado el que la hubiera rechazado como lo hiciera varios meses antes. Pero Dorotea se había propuesto algo y no había en el mundo nadie capaz de torcer su decisión.

Llegando junto a Guadalupe al mismo tiempo que don César, extrajo toda su sonrisa y la dedicó por igual a don César y a su esposa.

—Aún no les he felicitado —dijo.

—¿De veras? —respondió Lupe—. Estaba segura de haber recibido una felicitación y un obsequio. Tal vez me he equivocado.

La réplica de Lupe llegó a su destino; pero la de Villavicencio era maestra en disimular las estocadas que recibía. Además, si bien no esperaba que Guadalupe le lanzase aquélla, en cambio, el motivo de la misma no había dejado de estar presente en su pensamiento. Incluso había decidido ser ella quien lo tocara. Por ello pudo contestar.

—Sí, se ha equivocado,
señora
. Mi madre ya hizo un regalo a don César cuando se casó con la señorita de Acevedo. No es costumbre repetir los obsequios, y como la nueva señora de Echagüe no figuraba entre el número de nuestras amistades… tampoco le pudimos hacer ningún regalo. Por eso debe de sufrir usted un error,
señora
.

El rostro de Lupe se nubló tormentosamente. Don César empezó a temer que la tempestad descargara allí, y aunque por una parte no le hubiera disgustado del todo, por otra sabía que las conveniencias sociales son muy severas; mas pronto se tranquilizó al ver la sonrisa que florecía en los labios de Guadalupe; pero sólo en los labios, porque los ojos eran como dos flamígeras lanzas que se hundían en Dorotea.

—Tiene usted razón, señorita; no he tenido jamás el honor de contarme entre sus amistades, y después de las íntimas relaciones que ha habido entre mi esposo y usted, hubiera sido de mal gusto que nos hiciera regalo; pero tengo tan mala memoria que estaba segura de que nos había enviado algo. Espero que me perdonará, ¿verdad? Y, como no soy celosa, la invito a que siga frecuentando esta casa. Al fin y al cabo, usted y yo tenemos algo de común: el amor a César. Como he sido la más afortunada, me siento generosa. Aunque tal vez en su caso lamentaría también haber perdido tanto para conseguir tan poco.

Dorotea de Villavicencio respiró hondo y clavó la mirada en la cabeza de Lupe, en tanto que ésta cerraba la mano en torno a la cabeza y los hombros de una figurilla de bronce. Las dos mujeres se miraron unos segundos. Al fin, Dorotea, sonriendo como podría hacerlo una navaja de muelles, declaró:

—Puede que siga visitándoles. Su caso me interesa mucho. He oído decir muchas veces que los hombres maduros suelen acabar casándose con sus sirvientas. Veo que eso es cierto, aunque me interesa saber cómo termina.

Don César apoyó una mano sobre aquella que Lupe tenía cerrada en torno a la figura de bronce, que ya se había empezado a mover.

—Cuidado —dijo, con una sonrisa—. Podrías estropear una figurita que es una obra de arte.

Guadalupe hizo como si no hubiera oído; pero soltó poco a poco la estatuilla, y dijo:

—Seguramente terminará en que el marido se cansará de su esposa y volverá a alguna de las mujeres que, como usted confesó en cierta ocasión, en otros tiempos recibieron en la intimidad de su alcoba. Tal vez si se ha casado con la criada ha sido porque encontró cerrada la puerta de su cuarto.

—Más bien creo que nunca se molestó en empujar aquella puerta —dijo Dorotea.

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