El 10 de agosto, los voluntarios marselleses asaltaron las Tullerías y llevaron a la familia real a la prisión del Temple. Al día siguiente, la Asamblea nacional declaró depuesto al rey y al cabo de unos días proclamó la República. Sin embargo, el proceso revolucionario distaba mucho de haber concluido.
El Terror
La guerra declarada contra Austria y Prusia tuvo un trágico acompañamiento —sin paralelo en la Revolución americana— en la terrible represión desencadenada por los revolucionarios contra los considerados enemigos. Se trató de la búsqueda del exterminio de segmentos enteros de la sociedad que inspiraría con posterioridad a otras revoluciones y de manera muy especial a Marx y a sus seguidores.
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El 2 de septiembre, los revolucionarios irrumpieron en la prisión de la Conciergerie y asesinaron a varios aristócratas y a otros supuestos enemigos de la Revolución. Fue un mero episodio en medio de un verdadero océano de sangre. De manera bien significativa, el instrumento utilizado para las ejecuciones era un nuevo artefacto debido a la creatividad de otro masón, el Dr. Guillotin, que pretendía, supuestamente, aliviar los sufrimientos de los condenados a la última pena.
La victoria de los revolucionarios en Valmy el 20 de septiem-bre de 1792 tan sólo sirvió para acrecentar la inquietud en las otras naciones donde se responsabilizaba crecientemente a los masones de lo que sucedía. Razones —justo es reconocerlo— no les faltaban. Eran masones, como Mirabeau, los que habían iniciado ese proceso, y masones, como Marat y Danton, los que habían dirigido su creciente radicalización. Por si fuera poco, los masones de otros países, como Goethe o Lessing, habían saludado con entusiasmo la victoria revolucionaria de Valmy a pesar de que había implicado la derrota de su nación, y aún quedaba por producirse un episodio que confirmaría los peores temores al venir referido a la autoridad masónica más importante de Francia.
El Gran Maestro del Gran Oriente francés, Felipe, duque de Orleans, un primo de Luis XVI, se había vinculado con la Revolución desde su estallido. No sólo eso. Fue elegido diputado a la Asamblea nacional y se unió a los jacobinos, el grupo más radical. Acto seguido, renunció a su título nobiliario y adoptó el nombre de «Felipe Igualdad».
En enero de 1793, el gobierno revolucionario decidió someter a Luis XVI a un proceso, acusándolo de traición, un peculiar cargo teniendo en cuenta la conducta de los revolucionarios durante casi cuatro años. El proceso se desarrolló ante los más de setecientos diputados de la Convención que había sustituido a la Asamblea nacional. Durante la tercera semana de aquel mes, la Convención encontró al rey culpable de traición por 426 votos a favor y 278 en contra. Cuando se discutió la pena que debía imponérsele, 387 votaron a favor de la muerte frente a 314 que pro-ponían la prisión. Entre los partidarios de la ejecución se hallaba el Gran Maestro Felipe Igualdad.
Llegados a este punto, un diputado propuso diferir indefinidamente la ejecución de Luis XVI. La propuesta fue derrotada por un solo voto de diferencia, el de Felipe Igualdad. El 20 de enero se presentó una nueva propuesta favorable a ejecutar la pena de muerte de manera inmediata. Los 380 votos favorables se impusieron a los 310 contrarios y Luis XVI fue guillotinado al día siguiente.
Sin embargo, la Revolución no iba a conformarse con aquellas muertes. Durante los años siguientes fue testigo de una espantosa persecución religiosa —una circunstancia nada extraña si se tenía en cuenta el enfrentamiento entre la Iglesia católica y la masonería—, una represión terrible en la Vendée y el periodo del Terror. Ningún monarca europeo había cometido jamás semejantes excesos ni tampoco realizado tantas ejecuciones ni encarcelado a tantas personas que, en no pocas ocasiones, sólo eran inocentes que no simpatizaban con la Revolución o que tenían la desgracia de haber nacido en una clase social concreta. Al fin y a la postre, la Revolución tampoco concluyó con el establecimiento de un sistema político concebido sobre términos de libertad. Su consumación fue más bien una dictadura militar encarnada en un oscuro militar corso llamado Napoleón.
Tan sólo unas décadas antes, los masones, entre otras cuestiones, habían insistido en su respeto a las autoridades establecidas y en su aprecio por la libertad y la tolerancia. Sin embargo, la Revolución, en la que su papel había resultado decisivo y a la que habían identificado con sus ideales, no podía haber tenido, dijera lo que dijera la propaganda posterior, consecuencias más diferentes. Desgraciadamente, no sería la primera vez.
La Revolución francesa había dejado de manifiesto el papel nada despreciable de la masonería como elemento de erosión de cualquier poder constituido. Podía objetarse que quizá la propia masonería se había visto desbordada por el monstruo que había puesto en funcionamiento y que semejante acción la habían pagado con la cabeza —nunca mejor dicho— algunos hermanos masones. Sin embargo, la capacidad subversiva de la sociedad secreta resultaba innegable. Pocos extrajeron mejor las lecciones pertinentes de la Revolución que un general de origen corso llamado Napoleón Bonaparte.
Se ha especulado con la posibilidad de que Napoleón fuera iniciado en la masonería en 1798, en la isla de Malta y en el seno de una logia formada mayoritariamente por militares.
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Las pruebas no son del todo concluyentes, pero de lo que no cabe la menor duda es de que Bonaparte utilizó conscientemente la rnasonería como un instrumento político.
Los datos al respecto son bien significativos. Cuatro hermanos de Napoleón —como había sucedido también con su padre— fueron masones. Tal fue el caso de José, que sería rey de España; de Luis, rey de Holanda; de Luciano, príncipe de Cannino, y de Jerónimo, rey de Westfalia. No se trató de una excepción. También era masón Joaquín Murar, cuñado de Napoleón y mariscal; y su hijastro Eugenio de Beauharnais. Por lo que se refiere a los mariscales de Napoleón —y es un dato bien significativo de la penetración masónica en el ejército—, veintidós de los más importantes eran «hijos de la viuda».
Napoleón tenía el firme propósito de controlar las logias y, ciertamente, lo consiguió. Al tomar el poder Bonaparte, la masonería francesa se hallaba dividida entre el Gran Oriente y el Rito escocés. Logró, por lo tanto, que José Bonaparte fuera elegido Gran Maestro del Gran Oriente mientras que Luis conseguía el mismo cargo en el Rito escocés. En diciembre de 1804, ambas obediencias se fusionaron en una sola, desempeñando José el papel de Gran Maestro. En su imbricación con la masonería, Napoleón llegó hasta el punto de forzar la entrada de las mujeres en las logias para otorgar a Josefina el cargo de Gran Maestra.
Difícilmente puede decirse que Napoleón fuera un defensor de la libertad, pero sí era consciente de la utilidad de la masonería. Le permitía —como señalaría en su
Memorial de Santa Elena
— contar con un ejército que luchaba «contra el papa», sujetaba con vigor a las fuerzas armadas y a la policía en sus manos y, de manera muy especial, le proporcionaba un instrumento de captación v propaganda favorable al dominio francés de Europa.
No puede extrañar, por lo tanto, que los masones se identificaran con la dictadura napoleónica que estaba desgarrando el mapa europeo a sangre y fuego. Sería precisamente un masón el que compondría el siguiente himno de alabanza a Napoleón:
¡He aquí lo que logran el oro y la traición!
¡Solo te ves, orgulloso isleño!
¿Vas a prolongar tu lucha temeraria?
Tiembla. Los dioses sustentan a Napoleón.
Cede o muy pronto este noble grito de guerra
Resonará hasta en el seno de Albión;
¡Viva Napoleón!
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Era más que dudoso que españoles, austriacos, rusos o prusianos compartieran el entusiasmo masónico hacia Napoleón y, con seguridad, no fueron pocos los que se sintieron indignados cuando en 1810 convirtió al papa en cautivo y se anexionó los Estados Pontificios. Pero si semejante episodio provocó el horror de los católicos y de no pocos que no lo eran, sólo ocasionó el regocijo entre los masones. Napoleón no sólo estaba venciendo a las tinieblas clericales, sino que además expandía el ideario de la Revolución francesa. No causa sorpresa que cuando los prefectos franceses llevaron a cabo una investigación para saber si los masones eran leales, el resultado fuera que todas las logias se identificaban con Napoleón. La única excepción se hallaba en el cantón de Ginebra, que había sido invadido en 1798 por tropas francesas.
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En el resto de los países invadidos por Napoleón, la masonería también estaba desempeñando un papel de no escasa importancia. Las fuerzas invasoras y de ocupación iban creando a su paso logias en las que intentaban integrar a élites nacionales que así quedaban sometidas a Napoleón. Fue así precisamente, de mano de los invasores franceses, como la masonería llegó a España.
Napoleón trae la masonería a España
Aunque hay leyendas, que se repiten esporádicamente, sobre la entrada de la masonería en España en el siglo XVIII e incluso la identificación de Aranda y del mismo Carlos III como hermanos masones, es disparatado. De hecho, Carlos III no dejó de referirse a la masonería en sus cartas como «grandísimo negocio» y «perniciosa secta» enemiga del Imperio Español. Durante el siglo XVIII, los masones no existieron en España debido a la prohibición papal —que impuso la Inquisición desde 1738— y a la regia desde 1751. Existen noticias, ciertamente, de algunos hermanos localizados en España, pero eran, por regla general, extranjeros, como el pintor veneciano Felipe Fabris, procesado por la Inquisición,
No deja de ser significativo que en la relación de logias publicada en 1787 no figure España o que en el listado de grandes logias provinciales de obediencia inglesa de 1796 Gibraltar sea el único territorio mencionado.
Los primeros masones españoles fueron iniciados en Francia y formaban parte de la flota española que, aliada de la francesa, atracó en Brest el 8 de septiembre de 1799, permaneciendo en este puerto hasta el 29 de abril de 1802. Originalmente, estos masones españoles pertenecieron a logias francesas, pero en agosto de 1801 fundaron una española que recibió el nombre de La Reunión Española. Sabemos que tuvo veintiséis miembros —entre ellos varios sacerdotes— y que dejó de existir el 23 de abril de 1802 con el regreso a España. Todos ellos eran oficiales o asimilados, como los capellanes,
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pero, a su vuelta a la patria, no fueron castigados, sino que pidieron la baja o pasaron a destino de ultramar.
Aparentemente, la masonería había concluido en España. De hecho, no volvería a aparecer hasta 1807, cuando algunos agentes franceses establecieron logias en España con la intención de crear un caldo de cultivo favorable a la invasión napoleónica. Cuando ésta se produjo —y de manera bien comprensible, por otra parte—, el trabajo masónico de aquellos meses se desplomó. Por supuesto, los propagandistas de Napoleón podían hablar de que bajo sus águilas se cobijaban el progreso y la libertad. Sin embargo, lo que los españoles veían de manera aplastantemente mayoritaria era que las tropas francesas profanaban iglesias, saqueaban, pretendían imponer a un monarca extranjero, despreciaban totalmente sus creencias y aplastaban despiadadamente cualquier resistencia. A lo largo de la guerra de la Independencia, un millón de españoles vería sacrificada su vida en el altar de los planes napoleónicos. No resulta, por ello, extraño que las logias creadas por los militares franceses —los generales Laleusant y Mouton Duvener mostraron un celo proselitista realmente extraordinario— no tuvieran éxito y que se recurriera a crear logias españolas como instrumento de sumisión.
La primera logia fundada en la Península por los invasores franceses fue la de San Sebastián, el 18 de julio de 1809. A ésta siguieron otras en Vitoria, Zaragoza, Barcelona, Gerona, Figueras, Talavera de la Reina, Santoña, Santander, Salamanca, Sevilla y, por supuesto, Madrid, donde se instaló la Gran Logia Nacional de España. Establecida en octubre de 1809, su sede se hallaba en los locales de la Inquisición.
La masonería podía presentarse como un canal de libertad al que, significativamente, se unieron no pocos eclesiásticos. Pero lo cierto es que en los documentos aparece como una sociedad secreta sometida a las ambiciones de Napoleón. Desde el nombre de las logias —Beneficencia de Josefina, por ejemplo— hasta sus declaraciones no pueden ser más explícitas. El Orador de la Santa Julia, por ejemplo, denominaba a Napoleón en su discurso de 28 de mayo de 1810 «el héroe que asegura la paz de las conciencias». Se trataba de un calificativo elogioso amén de falso porque, en realidad, para millones de europeos la única paz que había asegurado Napoleón había sido la de los cementerios. No era, desde luego, una excepción. En palabras de los escasos masones españoles, Napoleón era «el emperador filósofo»
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como también lo era su hermano, el intruso José I del que se afirmaba en las logias:
Viva el rey filósofo
Viva el rey clemente
Y España obediente
Escuche su ley.
La verdad era que España, de manera aplastantemente mayoritaria, no creía que José I fuera ni filósofo ni clemente, ni estaba tampoco dispuesta a obedecerlo. De hecho, no deja de ser bien significativo que no hubo masones ni en el levantamiento nacional de 1808 contra los invasores franceses ni en las Cortes de Cádiz de las que surgió la Constitución de 1812. Los propios liberales reunidos en las Cortes gaditanas eran declaradamente antimasones —¿podía ser de otra manera con la masonería apoyando activamente a los invasores?— y mediante una real cédula de 19 de enero de 1812, una cédula que confirmaba el real decreto de 2 de julio de 1751, volvieron a prohibir la masonería en los dominios de las Indias e islas Filipinas. Este texto legal no podía ser más claro en sus apreciaciones. Señalaba, por ejemplo, que «uno de los más graves males que afligían a la Iglesia y a los Estados» era «la propagación de la secta francmasónica, tan repetidas veces proscrita por los Sumos Pontífices y por los Soberanos Católicos en toda Europa».
La circunstancia resulta especialmente relevante porque pone de manifiesto la impronta de los liberales de Cádiz. Su liberalismo era el de corte anglosajón —que no el francés que había degenerado en el Terror, primero, y en la dictadura napoleónica, después— de raíces parlamentarias, nacionales y cristianas. Precisamente, esa combinación tenía que chocar con la masonería, a la que contemplaban, con toda razón, como un instrumento de Napoleón y, por tanto, aliada de una dinastía despótica e intrusa, de una invasión extranjera y de un movimiento medularmente anticristiano.