El padre de la ciudad sub-lacustre de Leman, que está aquí presente, tuvo un precioso auxiliar en la propagación de la leyenda, en la persona de uno de sus compañeros de exilio —¿es necesario decir que también era marsellés?—, mi cofrade y amigo Henri Chabrier, aclimatado hoy, como yo, a orillas del Sena.
Estas dos anécdotas, entre cien que podría citar, han sido traídas a fin de establecer que el gusto de vuestro servidor por la grande y alegre farsa remonta a más de doce años.
Se comprenderá sin dificultad que no era demasiado cómodo, con el formidable bagaje de mis escritos irreligiosos, ser recibido en el regazo de la Iglesia sin una desconfianza todavía más formidable.
Para alcanzar el resultado que me había propuesto, era necesario, indispensable, no confiar mi secreto a nadie, absolutamente a nadie, ni siquiera a mis más íntimos amigos, ni siquiera a mi mujer, al menos en los primeros tiempos. Era preferible pasar por loco a los ojos de los que me conocían. La menor indiscreción podía hacer fracasar todo.
Así, tras la publicación de mi carta por la que me retractaba de todas mis obras irreligiosas, los grupos parisinos de la Liga Anticlerical se reunieron en asamblea general, para votar mi expulsión.
Entre el día de abril en el que hice a un sacerdote la confidencia de mi conversión, y el día de sesión de mi expulsión del librepensamiento, tuvo lugar en Roma un Congreso anticlerical, del que yo había sido uno de los organizadores. Nada me hubiera sido más fácil que desorganizarlo y hacerlo fracasar completamente. Este Congreso tuvo lugar en los primeros días de junio. Todos los librepensadores saben que hasta el fin me entregué con todas mis fuerzas al éxito del mismo; sólo la muerte de Victor Hugo, que sobrevino en aquel momento, derivó la atención pública de este Congreso.
Más tarde, cuando se supo que había tratado a sacerdotes desde el mes de abril, se dijo y se imprimió que, con la excusa de este Congreso, había ido a Roma a negociar mi traición, que había recibido una fuerte suma; se dice que «un millón».
Yo dejé decir, pues todo esto me importaba poco, y yo mismo me reía.
Pero hoy tengo el derecho de decir todo lo que sucedió de otra forma. Entre las invitaciones distribuidas para esta conferencia se encuentra la de un antiguo amigo que efectuó conmigo ese viaje, que me acompañó por todas partes, que no me dejó un instante. El está aquí y no me desmentirá. ¿Me dejó un segundo? ¿Acaso me ausenté de su compañía para hacer cualquier gestión sospechosa? ¡No!
Y eso no es todo. A lo largo de ese mismo viaje, al volver a Francia, nos detuvimos en Génova. Tenía que hacer una visita a alguien, con el que estaba unido por amistad: el general Canzio Garibaldi, el yerno de Garibaldi.
En esta visita fui acompañado por el amigo en cuestión, y por otro que vive todavía: el doctor Baudon, que recientemente ha sido elegido diputado de Beauvais.
Los dos pueden certificar esto: y es que, en el transcurso de esta visita, me retiré un momento aparte con Canzio. Y Canzio podrá, a su vez, certificar que le dije:
Mi querido Canzio, tengo que declarares, bajo el sello del secreto, que dentro de poco voy a hacer una ruptura completa y pública. No os extrañéis de nada. Y mantenedme fielmente vuestra confianza.
Tampoco insistí más, e incluso más tarde temí haberle dicho demasiado.
Canzio, durante dos o tres años, me envió su tarjeta para año nuevo, a pesar de nuestra ruptura. Después juzgó, sin duda, que la cosa duraba demasiado; se abandonó y ya no me dio más señales de vida.
Ahora llegamos a la mixtificación en sí, a esta mixtificación a la vez divertida e instructiva.
Y en primer lugar no tiene relación con el buen hombre, el vicario, un sacerdote con alma sencilla, que tuvo la primera confidencia del golpe de gracia que yo había recibido, como Saulo en el camino de Damasco.
«Este bloque enfarinado no me dice nada que valga la pena», se pensaba entonces entre la gente de la Iglesia.
Fue entonces decidido, el día anterior a mi carta de retractación, que debería hacer un buen pequeño retiro en una casa de los reverendos padres jesuitas, y se escogió a uno de los más expertos en el arte de indagar y escrutar almas. La elección no se hizo al azar. Se me hizo esperar una larga semana al gran escrutador que me estaba destinado.
Un anciano capellán militar que se hizo jesuita, ¡un maligno entre los malignos! Su apreciación iba a tener un gran peso.
¡Ah! ¡Fue una dura partida la que jugamos los dos! Todavía tengo dolor de cabeza cuando pienso en ello… el querido director me hizo practicar, entre otras cosas, los
Ejercicios espirituales de San Ignacio
. Apenas pensaba en estos ejercicios; pero, al menos, necesitaba recorrer las páginas, a fin de dar la impresión de haberme sumergido en estas extraordinarias meditaciones. No era el momento de dejarme coger en falta.
Era mi confesión general la que me iba a hacer ganar la batalla. Esta confesión general no duró menos de tres días. Para el fin había guardado un golpe fulminante.
Dije todo, esto y aquello, y todavía más; pero mi partner comprendía que no obstante había un gran pecado, muy gordo, muy gordo, que era duro de confesar; un pecado más penoso de decir que la confesión de mil y mil impiedades. Finalmente, fue preciso decidirse a hacer salir aquel monstruoso pecado.
A vosotros, señoras y señores, no os quiero hacer esperar tanto: mi gran pecado era un crimen, pero un crimen de primer orden, un asesinato de los mejores preparados. ¡No había degollado a toda una familia, no! Pero sin ser un Tropmann, ni un Dumolard, la guillotina me esperaba sin remedio si se hubiera descubierto.
Había tenido cuidado de buscar algunas desapariciones señaladas en los periódicos tres años antes, y sobre una de ellas construí una pequeña novela; pero mi reverendo padre no quiso dejarme exponer todos sus detalles. Me había juzgado capaz de los más horribles sacrilegios, y además le había causado agradables sorpresas; en cuanto a tener un asesino arrodillado ante él, no se lo esperaba de ninguna forma.
Cuando las primeras palabras de la confesión salieron de mis labios, el reverendo padre tuvo un sobresalto muy significativo. ¡Ah! Ahora comprendía mi indecisión, mis dificultades, mi forma de diferir ciertos pecados menos embarazosos. ¡Y era que tenía vergüenza de confesar mi crimen! No solamente tenía vergüenza, sino que estaba turbado, espantado… Había una viuda en este asunto; el reverendo padre me hizo prometer que entregaría a la viuda de la víctima una renta por un medio indirecto, muy ingenioso, a fe mía… No quiso conocer ningún nombre; pero lo que le interesaba era saber si había sido asesino con o sin premeditación… Tras largas dudas, hundido bajo el peso de la vergüenza, confesaba la premeditación, una verdadera insidia.
Tengo el deber de rendir homenaje a este reverendo padre jesuita. Jamás fui inquietado por los magistrados. Mi superchería me permitió, pues, poner a prueba el secreto de la confesión. Si cuento un día con detalle la historia de estos doce años, lo haré, como hoy, con la más estricta imparcialidad, y con calma, ¡señor, abate Granier!
Lo que de momento retengo es el hecho de mi primera victoria, cómo entré en campaña. Si alguien hubiera osado decir al reverendo padre que yo no era el más serio de los convertidos habría respondido con aspereza.
No entraba en mi plan el apresurarme en visitar al Soberano Pontífice. Ciertamente, mi confesión de asesinato había tenido un magnífico éxito; pero el director de mi retiro en Clamart guardaba el secreto para él. Evidentemente no pudo menos de decir al superior jerárquico que le había confiado el mandato de investigar las profundidades de mi alma:
¿Léo Taxil? ¡Yo respondo de él!
Las desconfianzas del Vaticano quedaban descartadas; ¿cómo hacerme agradable? Pues para llevar la mixtificación al máximo que yo soñaba y que tenía la indecible alegría de alcanzar, necesitaba realizar alguno de los puntos del programa de la Iglesia más queridos a la Santa Sede.
Esta parte de mi plan había sido estudiada desde el principio, desde mi primera resolución de captar exactamente el contenido del catolicismo.
El Soberano Pontífice se había señalado, un año antes, por la
Encíclica Humanaegenus
, y esta encíclica respondía a una idea muy fija en los católicos militantes. Gambetta había dicho: «El Clericalismo, ¡he ahí el enemigo!» La Iglesia por su parte decía: «¡El enemigo es la Francmasonería!»
Hurgar sobre los masones era, pues, el mejor medio de preparar las vías a la colosal farsa de la que saboreaba de antemano toda su agradable dicha.
Al principio los masones se indignaron; no preveían que la conclusión, pacientemente preparada, sería una universal carcajada. Me creían alistado de veras.
Había constatado, desde los primeros tiempos de mi conversión, que un cierto número de católicos que estaban convencidos de que el nombre de «Gran Arquitecto del Universo» adoptado por la Masonería para designar al Ser Supremo sin pronunciarse en el sentido particular de ninguna religión; estaban convencidos —digo— de que este nombre servía en realidad para velar hábilmente al señor Lucifer o Satán, ¡el diablo!
Acá y allá se citan algunas anécdotas, según las cuales el diablo hace de repente su aparición en logias masónicas y preside la sesión. Esto es admitido por los católicos.
Aunque no sea creído, hay gente honrada que se imagina que las leyes de la naturaleza son a veces trastornadas por espíritus buenos o malos, e incluso por simples mortales. Yo mismo oí con estupor que se me pedía hiciera un milagro. Un buen canónigo de Friburgo, cayendo en mi presencia como una bomba, me dijo textualmente:
«¡Ah!, señor Taxil, ¡sois un santo! ¡Para que Dios os haya apartado de un abismo tan profundo, es preciso que tengáis una montaña de gracias sobre la cabeza! (sic). En cuanto conocí vuestra conversión tomé el tren y heme aquí. Es preciso que a mi regreso pueda decir no solamente que os he visto, sino que habéis obrado un milagro ante mí.»
No esperaba semejante petición.
«Un milagro», respondí, «no os comprendo, señor canónigo».
«Sí, un milagro», repetía, «no importa cuál, a fin de que pueda dar testimonio… ¡El milagro que queráis!… ¿Qué sé yo?… Tomad, por ejemplo…, esta silla…; cambiadla en bastón, en paraguas…».
Estaba perplejo. Rehusé dulcemente realizar semejante prodigio. Y mi canónigo volvió a Friburgo diciendo que, si no hacía milagros, era por humildad.
Unos meses más tarde me enviaba un inmenso queso de Gruyere; sobre su corteza había grabado con un cuchillo inscripciones piadosas, jeroglíficos de un misticismo desmelenado; un excelente queso, por otra parte, que jamás se terminaba, y que comí con infinito respeto.
Mis primeros libros sobre la Masonería fueron, pues, una mezcla de rituales con pequeños añadidos anodinos, con interpretaciones en apariencia insignificantes; cada vez que un pasaje era oscuro, lo ilustraba en sentido agradable para los católicos que veían en el señor Lucifer al supremo Gran Maestre de los francmasones.
Tras dos años de este trabajo preparatorio, me trasladé a Roma. Recibido primero por el cardenal Rampolla y el cardenal Parocchi, tuve la dicha de oírles, a uno y a otro, decirme que mis libros eran perfectos. ¡Ah!, sí, desvelaban muy exactamente lo que se sabía muy bien el Vaticano, y era verdaderamente una fortuna que un convertido publicara sus famosos rituales.
El cardenal Rampolla me dio la clave del asunto. ¡Cómo lamentaba que no hubiese sido más que un simple aprendiz en masonería! Pero, desde el momento que había conseguido tener los rituales, nada era más legítimo que su reproducción. Reconocía todo, incluso lo que, inventado por mí, tenía el mismo valor que los tiburones de Marsella o la villa sub-lacustre.
En cuanto al cardenal Parocchi, lo que le interesaba más particularmente era la cuestión de las hermanas masonas; a él también mis preciosas revelaciones no le enseñaban nada.
Había venido a Roma improvisadamente, ignorando que para obtener una audiencia particular del Soberano Pontífice era necesario solicitarlo de antemano con mucho tiempo; pero tuve la agradable sorpresa de no tener que esperar nada, y el Santo Padre me recibió durante tres cuartos de hora.
El informe verbal que el cardenal Rampolla debió hacer al Santo Padre me valió la acogida que deseaba.
Cuando el Papa me preguntó:
Hijo mío, ¿qué deseáis?
Le respondí: ¡Santo Padre, morir a vuestros pies, ahora, en este momento, sería mi mayor dicha!
León XIII se dignó decirme, sonriendo, que mi vida era más útil todavía para los combates de la fe. Y abordó la cuestión de la Masonería. Tenía todas mis nuevas obras en su biblioteca particular; las había leído de cabo a rabo, e insistió en la dirección satánica de la secta.
Habiendo sido sólo Aprendiz, tenía un gran mérito al haber comprendido que «el diablo estaba ahí». Y el Soberano Pontífice insistía en esta palabra
el diablo
con una entonación que me es fácil recordar. Me parece que le oigo todavía, repitiendo: «¡El diablo!, ¡el diablo!»
Cuando marché había adquirido la certeza de que mi plan podría ser puesto en ejecución hasta el fin. Lo importante era no adelantarme hasta que el fruto estuviera maduro.
El árbol del luciferismo contemporáneo comenzaba a crecer. Lo había cuidado con esmero durante algunos años… finalmente, rehíce uno de mis libros, introduciendo en él un ritual palládico, por supuesto obtenido en comunicación, y de mi total invención, desde la primera línea hasta la última.
Esta vez el Palladismo o Alta Masonería luciferina había nacido.
El nuevo libro tuvo las más entusiastas aprobaciones, comprendidas las de todas las revistas dirigidas por los Padres de la Compañía de Jesús.
Entonces había llegado la hora de esfumarse; sin lo cual la más fantástica superchería de los tiempos modernos habría fracasado estrepitosamente.
Me puse a buscar el primer colaborador necesario. Era preciso alguno que hubiera viajado mucho y pudiera contar con una misteriosa información sobre los Triángulos luciferinos, los antros de este Palladismo presentado como dirigiendo secretamente todas las Logias y Tras-logias del mundo entero.
Justamente, un antiguo camarada de colegio, que reencontré en París, había sido médico de la marina. Al principio no le puse al corriente del secreto de la mixtificación. Le hice leer diversos libros de autores que se habían entusiasmado a raíz de mis miríficas revelaciones. La más extraordinaria de estas obras es la de un obispo jesuita, Monseñor Meurin, obispo de Port-Louis (Isla Mauricio), que vino a verme a París, y me consultó. ¡Pueden pensar que fue bien informado!…