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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (61 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Sin embargo, tan fuerte había sido la impresión que le había dejado en su mente la música y las quejas que había oído anteriormente, así como la figura que imaginaba que había visto, que decidió repetir su vigilancia a la noche siguiente.

Al día siguiente, Montoni no dio señal alguna de ocuparse de la cita solicitada por Emily, pero ella, más inquieta que antes por verle, envió a Annette a preguntar a qué hora podría recibirla. Él mencionó que a las once, y Emily fue rigurosamente puntual, para lo que tuvo que reunir toda la energía posible si quería superar la emoción que su presencia y los terribles recuerdos le provocaban.

Estaba en el salón de cedro con varios de sus oficiales; al verlos se detuvo y su agitación aumentó, mientras él continuaba conversando con ellos, aparentemente sin advertir su presencia, hasta que uno de sus oficiales, al volverse, vio a Emily y lanzó una exclamación.

Estaba a punto de retirarse cuando la voz de Montoni la detuvo.

Con voz temblorosa le dijo:

—¡Hablaré con vos, signor Montoni, si podéis en este momento!

—Estoy con mis amigos —replicó Montoni—, sea lo que sea lo que quieres decirme, ellos pueden oírlo.

Emily, sin replicar, se volvió evitando la ruda mirada de los chevaliers, y Montoni la siguió entonces al vestíbulo y desde allí la condujo a una pequeña habitación, cerrando la puerta con violencia. Al mirar su gesto sombrío, volvió a pensar que estaba ante el asesino de su tía; y su mente estaba tan conmovida por el horror que no tenía poder para explicar el propósito de su visita y para llegar a mencionar el nombre de madame Montoni.

Montoni, por fin, con impaciencia, le preguntó qué tenía que decirle.

—No tengo tiempo para juegos —añadió—, cada momento es importante.

Emily le dijo entonces que deseaba regresar a Francia y le suplicó que le permitiera hacerlo. Pero cuando él la miró sorprendido y le preguntó el motivo de su petición, Emily dudó, se quedó más pálida que antes, tembló y casi cayó a sus pies. Montoni observó su emoción con aparente indiferencia e interrumpió el silencio diciéndole que tenía que marcharse. Por ello, Emily reunió todas sus fuerzas para que le permitieran repetir su solicitud. Y cuando Montoni se lo negó de modo rotundo, su ánimo se despertó de pronto.

—No puedo seguir viviendo aquí, señor —dijo—, y no tengo más remedio que preguntaros con qué derecho me retenéis.

—Mi voluntad es que permanezcas aquí —dijo Montoni, poniendo la mano en la puerta para marcharse—. Eso debe bastarte.

Emily, considerando que no tenía posibilidades ante esa decisión, evitó discutir su derecho e hizo un débil esfuerzo para persuadirle de que fuera justo.

—Mientras vivía mi tía, señor —dijo, con voz temblorosa—, mi estancia aquí no era impropia; pero ahora, que ella ya no está con nosotros, debería ser autorizada a marchar. Mi permanencia no puede beneficiaros, señor, y sólo sirve para desesperarme.

—¿Quién te ha dicho que madame Montoni esté muerta? —dijo Montoni con una mirada inquisitiva.

Emily dudó, ya que nadie se lo había dicho, y no se atrevió a mencionar el espectáculo que había visto en la cámara de entrada, que le había conducido a esa creencia.

—¿Quién te lo ha dicho? —repitió Montoni con mayor dureza.

—¡Ay! ¡Lo sé muy bien —replicó Emily—, no me obliguéis a hablar de este tema tan terrible!

Se sentó en un banco, incapaz de mantenerse en pie.

—Si deseas verla —dijo Montoni—, puedes hacerlo; está en el torreón este.

En ese momento salió de la habitación sin esperar su respuesta y regresó a la sala de cedro, donde alguno de los chevaliers que no habían visto antes a Emily, empezaron a gastar bromas ante el descubrimiento que habían hecho; pero Montoni no parecía dispuesto a seguirlas y cambiaron de tema.

Después de tratar con Orsino los planes de una excursión que había estudiado para un día futuro, sus amigos le avisaron de que debían esperar al enemigo, a lo que Verezzi se opuso impetuosamente, reprochando a Orsino con juramentos que si Montoni le dejaba capitanear a cincuenta hombres, conquistaría todo lo que se opusiera a él.

Orsino sonrió con desdén; Montoni también lo hizo, pero escuchó. Verezzi procedió entonces con declamación y afirmaciones vehementes, hasta que fue interrumpido con un argumento de Orsino, ante el que no supo qué contestar. Su ánimo feroz detestaba la astuta precaución de Orsino, al que se oponía constantemente, y cuyo odio inveterado, aunque silencioso, hacía tiempo que había despertado. Montoni fue un observador tranquilo de ambos, cuyas diferentes cualificaciones conocía muy bien y cómo inclinar sus caracteres opuestos a la perfección ante sus propias decisiones. Pero Verezzi, en el calor de la discusión, no tuvo escrúpulos en acusar a Orsino de cobarde, ante lo cual el rostro de este último, mientras no hacía réplica alguna, se cubrió con una lívida palidez; y Montoni, que había estado atento a su mirada vengativa, le vio poner la mano con violencia en su pecho. Pero Verezzi, cuyo rostro, brillante y enrojecido, creaba un sorprendente contraste con la tez de Orsino, no advirtió la acción, y continuó gritando contra los cobardes a Cavigni, que estaba sonriendo ligeramente ante su vehemencia y la silenciosa mortificación de Orsino, cuando este último, apartándose unos pocos pasos por detrás, sacó un estilete para clavárselo a su adversario por la espalda. Montoni detuvo su brazo extendido a medias, y, con una mirada significativa, hizo que guardara el puñal en su pecho, sin que nadie salvo él lo hubiera advertido, ya que la mayoría del grupo discutía cerca de una ventana distante sobre una situación que querían plantear en forma de emboscada.

Cuando Verezzi se volvió, el odio mortal expresado en el rostro de su oponente despertó por primera vez las sospechas de sus intenciones. Puso su mano en la espada y con gesto de contenerse a sí mismo se dirigió a Montoni.

—Signor —dijo, lanzando una mirada significativa a Orsino—, no somos una banda de asesinos; si tenéis trabajo para hombres bravos empleadme en esta expedición; contaréis con la última gota de mi sangre; si sólo tenéis trabajo para cobardes, quedaos con él —señaló a Orsino—, y permitid que me marche de Udolfo.

Orsino, aún más encendido, sacó de nuevo el estilete, y corrió hacia Verezzi, quien en el mismo momento, avanzó con su espada, cuando Montoni y el resto del grupo interfirieron y los separaron.

—Ése es el comportamiento de un niño —dijo Montoni a Verezzi—, no de un hombre; debéis ser más moderado con vuestras palabras.

—La moderación es la virtud de los cobardes —exclamó Verezzi—, son moderados en todo, menos en miedo.

—Acepto vuestras palabras —dijo Montoni, volviéndose a él con fiereza y una mirada dura, y desenvainando su espada.

—Con todo mi corazón —gritó Verezzi—, aunque no lo dije por vos.

Dirigió un golpe a Montoni; y, mientras luchaban, el villano Orsino hizo otro intento de acuchillar a Verezzi y-fue detenido de nuevo.

Los combatientes fueron separados finalmente; y, tras una larga disputa, se reconciliaron. Montoni salió entonces de la habitación con Orsino, con el que mantuvo una reunión privada durante considerable tiempo.

Mientras tanto, Emily, sorprendida por las últimas palabras de Montoni, olvidó, por el momento su declaración de que debía continuar en el castillo, y pensó en su desgraciada tía, que, según le había dicho, estaba en el torreón este. El hecho de que mantuviera los restos de su esposa tanto tiempo sin enterrar le parecía un grado de brutalidad más sorprendente del que hubiera sospechado que Montoni sería capaz de practicar.

Tras una larga batalla consigo misma, decidió aceptar su permiso para visitar el torreón y echar una última mirada a los restos de su tía, que había sufrido tan fatal destino. Con esta decisión regresó a su cámara, y, mientras esperaba a Annette para que la acompañara, trató de adquirir la fortaleza suficiente para que la soportara en la terrible escena; porque, aunque temblaba ante la idea de su contemplación, sabía que recordar el hecho de ese último acto de deber le serviría más adelante como consuelo.

Annette se presentó a Emily, y con gran dificultad, accedió a acompañarla hasta el torreón, pero ningún argumento pudo hacer que prometiera que entraría en la cámara de la muerte.

Pasaron por el corredor, y al llegar al pie de la escalera por la que Emily había subido anteriormente, Annette declaró que no iría más allá y Emily continuó sola. Cuando vio el rastro de sangre, que había observado antes, su ánimo decayó y se vio obligada a descansar en las escaleras, al extremo de casi decidir que no seguiría. La pausa de aquellos momentos le hizo recobrar su resolución, y continuó.

Al llegar cerca del descansillo, al que se abría la cámara superior, recordó que la puerta estaba cerrada en su visita anterior y temió que siguiera igual. Sin embargo, se confundía en esta suposición, ya que la puerta abrió a la primera hacia una habitación silenciosa y polvorienta, a la que echó una mirada temerosa avanzando después lentamente, cuando oyó una voz terrible. Emily, que era incapaz de hablar o de moverse, no dejó escapar sonido alguno de terror. La voz sonó de nuevo y, entonces, pensando que se parecía a la de madame Montoni, el ánimo de Emily se recuperó instantáneamente. Corrió hacia una cama que había en la parte más alejada de la habitación y abrió el dosel. En su interior apareció una cara pálida y macilenta. Dio un paso atrás, avanzando de nuevo, temblando según levantaba la mano del esqueleto que yacía sobre el colchón. La dejó caer y volvió la vista hacia el rostro con una mirada insegura. Era el de madame Montoni, pero tan cambiado por la enfermedad que el parecido con lo que había sido difícilmente se podía advertir en lo que contemplaba. Seguía viva y, levantando sus pesados ojos, los volvió hacia su sobrina.

—¿Dónde has estado? —dijo con la misma voz quebrada—. Pensé que me habías olvidado.

—¿Vivís realmente —dijo Emily, al fin—, o sois una terrible aparición?

No recibió respuesta y volvió a cogerle la mano.

—Sois real —exclamó—, ¡pero estáis fría, fría como el mármol! —dejó caer la mano—. ¡Oh, si de verdad vivís, hablad! —dijo Emily, en tono desesperado—, que no llegue a desmayarme. ¡Decidme que me conocéis!

—Vivo —replicó madame Montoni—, pero creo que estoy a punto de morir.

Emily apretó la mano que había cogido con más fuerza, y gimió. Ambas se quedaron silenciosas durante unos momentos. Entonces Emily trató de consolarla y le preguntó qué la había reducido a aquella deplorable situación.

Montoni, cuando la hizo llevar al torreón bajo la improbable sospecha de haber atentado contra su vida, había ordenado a los hombres que empleó para ello que observaran un estricto secreto. Estaba influido por un doble motivo: quería apartarla del consuelo de las visitas de Emily, y asegurarse una oportunidad para librarse de ella privadamente, en caso de que se presentaran nuevas circunstancias que confirmaran sus sospechas sobre el asunto. Su conciencia del odio que merecía era suficientemente lógica al principio para llevarle a pensar que madame Montoni había hecho un intento de acabar con su vida; y, aunque no había otras razones para creer que ella estaba complicada en aquel atroz designio, sus sospechas permanecían; continuó teniéndola confinada en el torreón bajo una guardia estricta; y, sin piedad ni remordimiento, la había mantenido olvidada con una altísima fiebre hasta reducirla a aquella situación.

Las huellas de sangre, que Emily había visto en las escaleras, procedían de una de las heridas de los hombres que trasladaron a madame Montoni, y que había recibido en la batalla anterior. Aquella noche los hombres se aseguraron de cerrar la puerta de la habitación de su prisionera y suspendieron la guardia; por ello, Emily, en su primera visita, había encontrado el torreón silencioso y desierto.

Cuando intentó abrir la puerta de la cámara, su tía estaba dormida, y aquello ocasionó el silencio que había contribuido a engañarla en la creencia de que ya no vivía. Si el terror le hubiera permitido insistir en sus llamadas, probablemente habría despertado a madame Montoni y le habría ahorrado muchos sufrimientos. El espectáculo en la cámara de entrada, que había confirmado posteriormente a Emily su terrible sospecha, era el cuerpo de un hombre que había muerto en la pelea, el mismo que había sido conducido al salón de los criados en el que Emily se refugió del tumulto. El hombre había vivido con sus heridas algunos días y, poco después de su muerte, su cuerpo había sido llevado en el colchón, en el que había muerto, por los sótanos de la capilla que Emily y Bamardine cruzaron antes de llegar a la cámara.

Emily, tras preguntar a madame Montoni mil detalles referentes a su situación, la dejó y buscó a Montoni; porque el más solemne interés que sentía por su tía, hizo que no tuviera en cuenta resentimiento alguno por su comportamiento anterior con ella ni la improbabilidad de que le concediera lo que pensaba solicitarle.

—Madame Montoni se está muriendo, señor —dijo Emily, tan pronto como se encontró con él—. ¡Vuestro resentimiento no puede perseguirla hasta el último momento! Aceptad que sea sacada de aquella terrible habitación y llevada a la suya y que le sean administrados los necesarios cuidados.

—¿De qué servirá todo eso si se está muriendo? —dijo Montoni, con aparente indiferencia.

—Servirá, al menos, para salvaros, señor, de algunos remordimientos de conciencia que sufriréis cuando os veáis en la misma situación —dijo Emily, con imprudente indignación, pero Montoni ordenó que se alejara de su presencia. Entonces, olvidando su resentimiento, e impresionada tan sólo por la compasión ante el doloroso estado de su tía, que moría sin socorro alguno, se sometió humildemente a Montoni y adoptó todas las posibilidades persuasivas que pudieran inducirle a ceder en favor de su mujer.

Durante mucho tiempo se manifestó contra todo lo que dijo y comentó; pero finalmente, la divinidad de la piedad, que brillaba en los ojos de Emily pareció tocar su corazón. Se volvió, avergonzado de sus mejores sentimientos, a medias hosco y a medias condescendiente, pero finalmente consintió en que su esposa fuera llevada a su propia habitación y que Emily la atendiera. Temiendo en la misma medida que aquella ayuda pudiera llegar demasiado tarde o que Montoni pudiera retractarse de su concesión, Emily casi no se quedó para darle las gracias, si no que, ayudada por Annette, preparó rápidamente la cama de madame Montoni, y le llevaron un cordial que hiciera posible que soportara la fatiga del traslado en su estado de debilidad.

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