Los misterios de Udolfo (97 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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E
mily prosiguió su jornada sin incidentes a lo largo de las llanuras del Languedoc hacia el noroeste, y, en su regreso a Toulouse, que abandonó por última vez con madame Montoni, pensó mucho en el melancólico destino de su tía, quien, si no hubiera sido por su propia imprudencia, podría haber vivido feliz allí. Montoni también se presentó con frecuencia en su fantasía, tal como le había visto en los días de triunfo, distinto, espiritual y decidido; y cómo le vio después en los días de su venganza, y ahora sólo unos pocos meses después, ya no tenía el poder o la voluntad para afligir a nadie: ¡Había pasado a ser parte de la tierra y su vida se había desvanecido como una sombra! Emily habría llorado por su destino fatal si no hubiera recordado sus crímenes; por el de su desgraciada tía sí lloró, y todo su resentimiento por sus errores quedó oscurecido por el recuerdo de sus desgracias.

Otros pensamientos y otras emociones se sucedieron mientras Emily se acercaba a los paisajes tan conocidos de su primer amor, y consideró que Valancourt estaba perdido para ella y para sí mismo, por siempre. Al fin llegó al borde de una colina donde, cuando marchó a Italia, había dirigido la última mirada de despedida a su valorado paisaje, entre cuyos bosques y campos había paseado tantas veces con Valancourt y donde él se quedó a vivir cuando ella se marchó lejos, muy lejos. Vio una vez más la cadena montañosa de los Pirineos, situada sobre La Vallée, elevándose como nubes desvanecidas en el horizonte.

«Allí también está Gascuña, extendiéndose a sus pies —se dijo—: ¡Oh, mi padre, mi madre!¡Y allí también está el Garona —añadió, secándose las lágrimas que nublaban su vista—, y Toulouse, y la casa de mi tía y las ramas de su jardín! ¡Oh, amigos míos! ¡Os he perdido para siempre, nunca más os volveré a ver!» Sus ojos se cubrieron de lágrimas y continuó llorando hasta que una vuelta abrupta del camino que casi ocasionó que el carruaje volcara, le permitió ver otra parte del conocido escenario de los alrededores de Toulouse, y todos los pensamientos y las anticipaciones que había soportado en el momento en que le dio el último adiós acudieron con fuerza renovada a su corazón. Recordó con qué ansiedad había considerado el futuro, que habría de decidir su felicidad en relación con Valancourt, y qué temores depresivos la habían asaltado; las mismas palabras que había dicho, cuando lanzó la última mirada por aquellos campos, acudieron a su memoria. «¡Si pudiera estar segura —había dicho entonces—, de que volveré alguna vez y de que Valancourt seguirá viviendo para mí, me iría en paz!»

Ahora, aquel futuro, tan ansiosamente anticipado, había llegado. Estaba de nuevo allí, pero aparecía un terrible espacio en blanco. ¡Valancourt ya no vivía para ella! Ya no tendría ni siquiera la satisfacción melancólica de contemplar su imagen en el corazón, porque había dejado de ser el Valancourt que la había animado, el solaz de muchas horas desgraciadas, el amigo animoso que le había permitido enfrentarse a la opresión de Montoni, la esperanza distante que había iluminado sus tristes realidades. Al darse cuenta de que aquella idea amorosa había sido una ilusión creada por ella misma, Valancourt parecía aniquilado y su alma se estremeció por el vacío que dejaba. Su matrimonio con alguna joven rival, incluso su muerte, pensó, podría haberlo soportado con más fortaleza que este descubrimiento; porque, entonces, en medio de toda su desgracia, podría haber contemplado en secreto la imagen de bondad que su fantasía había dibujado de él y el consuelo se habría mezclado con su sufrimiento.

Después de secarse las lágrimas contempló una vez más el paisaje que las había despertado y comprobó que estaba cruzando la misma ribera en la que se despidió de Valancourt la mañana de su marcha de Toulouse. Le volvió a ver, a través de las lágrimas que brotaron de nuevo, como aparecía entonces, cuando se asomó por la ventanilla del carruaje para darle el último adiós; le vio apoyado tristemente en los altos árboles y recordó la mirada fija, mezcla de ternura y angustia, con que había seguido su marcha. El recuerdo era demasiado para su corazón y se hundió en el asiento del carruaje, sin volver a asomarse hasta que se detuvo a las puertas de lo que ahora era su propia mansión.

Las encontró abiertas por el criado a cuyo cargo había estado el castillo. El carruaje penetró en el patio, donde, tras descender, cruzó rápidamente el vestíbulo, ahora silencioso y solitario, hacia un amplio salón de roble, el cuarto de estar que utilizaba la fallecida madame Montoni. En lugar de ser recibida por monsieur Quesnel encontró una carta suya en la que le informaba de que asuntos de importancia le habían obligado a abandonar Toulouse dos días antes. Emily no lamentó en realidad el ahorrarse su presencia, puesto que su abrupta marcha parecía indicar la misma indiferencia con que la había mirado anteriormente. La carta le informaba también de los progresos que había hecho en el arreglo de sus asuntos y concluía con instrucciones relativas a los trámites de algunos asuntos, que ella debería transaccionar. Pero la falta de cortesía de monsieur Quesnel no ocupó largo tiempo sus pensamientos, que volvieron al recuerdo de las personas que había estado acostumbrada a ver en la casa, fundamentalmente a la mal aconsejada y desafortunada madame Montoni. En la habitación en la que se encontraba desayunó con ella en la mañana de su salida para Italia; y, al contemplarla le recordó con más fuerza todo lo que sufrió en aquella ocasión y las numerosas esperanzas jubilosas que su tía se había formado respecto al viaje que iba a emprender. Mientras la imaginación de Emily estaba entretenida con estos temas, su mirada recorrió inconscientemente una amplia ventana que daba al jardín y nuevos recuerdos del pasado acudieron a su corazón, porque ante sus ojos se extendía la misma avenida por la que había paseado con Valancourt la víspera de su viaje, y toda la ansiedad, el tierno interés que él había mostrado en relación con la futura felicidad de ella, sus decididas manifestaciones contra su decisión de ponerse en manos de Montoni, y la verdad de su afecto, revivieron en su memoria. En aquel momento parecía casi imposible que Valancourt pudiera haber llegado a no ser merecedor de su afecto y dudó de todo lo que había oído últimamente contra él e incluso de sus propias palabras, que habían confirmado la información que había recibido del conde De Villefort. Agobiada por los recuerdos que despertaba la vista de la avenida, se apartó abruptamente de la ventana y se dejó caer en una silla, a un lado, donde se quedó dando rienda suelta a su dolor, hasta que la entrada de Annette con café la hizo reaccionar.

—Querida señora, ¡qué melancólico parece ahora este lugar —dijo Annette— y qué diferente de lo que solía ser! ¡Es desolador regresar a casa cuando no hay nadie para damos la bienvenida!

No era el momento en el que Emily hubiera podido superar la observación y las lágrimas volvieron a sus ojos. Tan pronto como tomó el café se retiró a sus habitaciones, donde trató de reposar su ánimo fatigado. Pero la memoria seguía insistiendo con las visiones de otro tiempo; vio a Valancourt interesante y complaciente, como le había encontrado en los primeros días de su relación en los campos donde ella creyó entonces que pasarían juntos su vida... Pero, finalmente, el sueño veló estas escenas conmovedoras de su vista.

A la mañana siguiente, ocupaciones serias le hicieron recuperarse de sus reflexiones melancólicas, porque estaba deseosa de abandonar Toulouse y de trasladarse de inmediato a La Vallée. Hizo algunas consultas sobre las condiciones de las propiedades e inmediatamente despachó una parte de los asuntos necesarios relativos a ellas, de acuerdo con las indicaciones de monsieur Quesnel. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para abstraer sus pensamientos de otros intereses y atender éstos, pero fue premiada con la tranquilidad que volvió a experimentar como si se tratara de un antídoto seguro contra los pesares.

El día fue dedicado totalmente a los diversos asuntos y, entre otras preocupaciones, se enteró de la situación de todos sus colonos para poder remediar sus necesidades o confirmar su buena situación.

Por la tarde tenía el ánimo tan fortalecido que pensó que podría soportar la visita a los jardines por los que había paseado tantas veces con Valancourt, y sabiendo que si lo demoraba aquellas escenas le afectarían aún más en cualquier otro momento en que las recorriera, se aprovechó de su estado de ánimo y realizó la visita.

Tras cruzar rápidamente la puerta que conducía desde el patio a los jardines, se dirigió a la gran avenida, casi sin permitir a su memoria entretenerse ni un momento en el hecho de haber estado allí cuando se separaba de Valancourt, y no tardó en abandonar aquel lugar por otros paseos que interesaban menos a su corazón. Estos otros la llevaron al fin a los escalones que conducían desde el jardín inferior a la terraza, y al verla se conmovió y dudó en subirlos, pero no recobró su decisión y continuó su camino.

—¡Ah! —dijo Emily mientras subía—, éstos son los mismos árboles que solían balancearse sobre la terraza, y éstas las mismas matas de flores, la libunia, la rosa silvestre y el cerinto, que solían crecer bajo ellos. Ah, y allí, también, en esa ribera, están las mismas plantas que Valancourt contemplaba tan cuidadosamente. ¡Oh, recuerdo cuando las vi por última vez!

Controló sus pensamientos, pero no pudo retener las lágrimas, y tras pasear lentamente durante unos momentos, su agitación, a la vista de aquella conocida escena, aumentó tanto que se vio obligada a detenerse y apoyarse en el muro de la terraza. Era una tarde hermosa y suave. El sol se estaba ocultando sobre el amplio paisaje, al que sus rayos, asomando bajo una oscura nube que pendía hacia el oeste, daban un colorido rico y parcial y tocaban las copas de los árboles que crecían en el jardín, cubriéndolas con un brillo verdoso. Emily y Valancourt habían admirado muchas veces juntos aquella escena, a la misma hora, y fue exactamente en el mismo lugar, en el que la noche anterior a su marcha para Italia había escuchado sus manifestaciones contra el viaje y las rogativas de su afecto apasionado. Algunas observaciones que hizo ella sobre el paisaje volvieron a su recuerdo, y con ellas todos los detalles de la conversación; las dudas alarmantes que había manifestado referentes a Montoni, dudas que después habían sido fatalmente confirmadas; las razones y ruegos que él había empleado para tratar de convencerla a que consintiera a un matrimonio inmediato; la ternura de su amor, los paroxismos de su pesar y la convicción que había expresado repetidamente de que no volverían a encontrarse con felicidad. Todos estos detalles se renovaron en su mente y despertaron las distintas emociones que había sentido entonces. La ternura que sentía por Valancourt se hizo tan poderosa como en aquellos momentos, cuando pensó que se separaba de él y de la felicidad, y cuando la fortaleza de su ánimo le permitió triunfar sobre aquel conflicto en lugar de merecer el reproche de su conciencia por haber accedido a un matrimonio clandestino.

«Así es —se dijo Emily, según acudían aquellos recuerdos a su mente—, y ¿qué es lo que he ganado por la fortaleza que entonces puse en práctica? ¿Soy ahora feliz? Él dijo que no volveríamos a encontrarnos con felicidad; pero, ¡oh!, ¡no pensó mucho que sería su propia mala conducta la que nos separaría y nos conduciría al terrible mal que él pronosticaba!»

Estas reflexiones aumentaron su angustia, mientras se sintió obligada a reconocer que la fortaleza que había manifestado entonces, si bien era cierto que no la había conducido a la felicidad, le había salvado de una desgracia irremediable, provocada por el propio Valancourt. Pero en aquellos momentos no podía congratularse por su prudencia, que la había salvado; sólo lamentar con la angustia más amarga las circunstancias que habían conspirado para llevar a Valancourt a un tipo de vida tan diferente del que las virtudes, los gustos y los intereses de sus primeros años habían prometido. Pero seguía amándole demasiado para creer que su corazón se hubiera depravado, aunque su conducta hubiera sido criminal. Una observación hecha por monsieur St. Aubert en más de una ocasión acudió a su mente. «Este joven —dijo, hablando de Valancourt—, no ha estado nunca en París». Una observación que la sorprendió en aquella oportunidad, pero que ahora comprendía y exclamó llena de tristeza: «¡Oh, Valancourt! ¡Si un amigo como mi padre hubiera estado contigo en París tu naturaleza noble e ingenua no habría caído!»

El sol se había ocultado, e insistiendo en sus pensamientos sobre tema tan melancólico, continuó su paseo, porque la sombra pensativa del crepúsculo le agradaba, y los ruiseñores, desde las ramas cercanas, comenzaron a contestarse en sus, largas y lastimeras notas, que siempre le habían conmovido; mientras toda la fragancia de los grupos de flores, que cubrían la terraza, se despertó al aire fresco de la tarde, que flotaba tan ligeramente entre sus hojas que casi no temblaban a su paso.

Emily llegó por fin a las escaleras del pabellón en el que terminaba la terraza y en el que tuvo lugar tan inesperadamente su última entrevista con Valancourt antes de su salida de Toulouse. La puerta estaba cerrada y tembló mientras dudaba si abrirla o no. El deseo de ver de nuevo un lugar que había sido el escenario principal de su anterior felicidad, venció finalmente sus dudas por encontrarse con un doloroso recuerdo y entró. La habitación estaba oscurecida por una sombra melancólica; pero, a través de las ventanas abiertas, casi tapadas por el follaje de los viñedos, apareció el oscurecido paisaje: el Garona reflejando la luz de la tarde, y el lado oeste que seguía reluciendo. Había una silla cerca de los balcones, como si alguna persona hubiera estado sentada allí, pero el resto de los muebles del pabellón permanecían como de costumbre, y Emily pensó que por su aspecto parecía que no había sido movido desde que salió para Italia. El aire silencioso y desértico del lugar añadía solemnidad a sus emociones, ya que oía únicamente el leve murmullo de la brisa, que movía las hojas de los viñedos y el susurro leve del Garona.

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