Los misterios de Udolfo (99 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Capítulo XI
¡Ah, felices colinas! ¡Ah, grata sombra!
¡Ah, campos adorados en vano!
donde en otro tiempo erró mi infancia despreocupada,
¡aún desconocedora del dolor!
Siento los vientos, que soplan en vosotros,
me otorgan una bendición momentánea;
en el fresco agitar de sus alegres alas,
mi alma cansada parece aliviarse.

GRAY

A
la mañana siguiente Emily salió temprano de Toulouse y llegó a La Vallée alrededor de la puesta del sol. Con la melancolía que experimentó al volver a ver el lugar que había sido residencia de sus padres y escenario de su primera felicidad se mezcló, tras ceder a la primera sorpresa, una satisfacción tierna e indescriptible. Durante tanto tiempo se había visto acosada por su pesar que ahora disfrutaba con cada escena que despertaba el recuerdo de sus amigos; parecían vivir de nuevo en cada estancia, en la que había estado acostumbrada a verlos y sintió que La Vallée seguía siendo el hogar más feliz. Una de las primeras habitaciones que visitó fue la que había sido la biblioteca de su padre. Se sentó en su butaca y, mientras contemplaba con resignación temperada el cuadro de otros tiempos que le traía a la memoria, las lágrimas que derramó casi no podrían ser calificadas de dolorosas.

Poco después de su llegada se vio sorprendida por la visita del venerable monsieur Barreaux, que acudió impaciente a dar la bienvenida a la hija de su desaparecido y respetado vecino, tan largo tiempo ausente de su hogar. Emily se vio consolada por la presencia de un viejo amigo y pasaron una hora grata conversando sobre otros tiempos y relatando alguna de las circunstancias que le habían ocurrido a cada uno desde que se separaron.

Ya era una hora muy avanzada de la tarde cuando monsieur Barreaux se despidió de Emily, por lo que no pudo visitar el jardín aquella noche; pero, a la mañana siguiente, recorrió con impaciencia las escenas que tanto había echado de menos, y según paseaba bajo los árboles que su padre había plantado y bajo los que tantas veces había mantenido afectuosas conversaciones con él, su rostro, su sonrisa, incluso el acento de su voz, volvieron con exactitud a su imaginación y su corazón se derritió en tiernos recuerdos.

Era además la estación favorita del año para ella, en la que habían admirado juntos los tintes ricos y variados de aquellos bosques y el efecto mágico de las luces otoñales en las montañas; y entonces, la vista de aquellos paisajes lo revivieron elocuentemente en su memoria. Según paseaba pensativa, imaginó la siguiente dedicatoria:

AL OTOÑO

¡Dulce otoño! ¡Como tu gracia melancólica
penetra en mi corazón, yo serpenteo a través de esas sombras!
Aliviada por tu suspiro inspirador, trazo tiernamente
las imágenes solitarias de la mente pensativa!
Escenas queridas, amigos amados
—¡perdidos hace tiempo!—,.se alzan a mi alrededor,
¡y despiertan el pensamiento fundido, la lágrima tierna!
¡Esa lágrima, ese pensamiento, que valoro más que el júbilo,
suaves como el tinte gradual que pinta tu año!
Contemplo con pesar tierno tu sonrisa de despedida,
tus luces radiantes, brillando suaves en los bosques;
tu paisaje lejano, bañad o de matices amarillos
mientras cae el dilatado destello; tus crecidas tortuosas,
ahora veladas en sombra, salvo donde navega el blanco botecillo,
deslizándose en la brisa, y recibiendo tu rayo flameante.
Pero ahora, ¡incluso ahora!, la visión parcial se rompe,
y la ola sonríe. ¡Cómo la arrastra la nube!
¡Símbolo de vida! —así es de inconstante su plan,
así la alegría sucede a la pena—. ¡Así sonríe el hombre alterado!

Una de la primeras preguntas de Emily tras su llegada a La Vallée fue en relación con Theresa, la vieja criada de su padre, que, como se recordará, monsieur Quesnel había hecho salir de la casa cuando fue alquilada, sin ayuda alguna. Al enterarse de que vivía en una cabaña a poca distancia, Emily fue paseando hasta allí, y, al acercarse, se congratuló al ver que su habitación estaba situada en un lugar grato sobre una zona verde, cubierta por robles y que tenía la apariencia de confortable y extremadamente limpia. Se encontró a la mujer en el interior, ocupada con las uvas, y al ver a su joven señora, casi se desvaneció por el júbilo.

—¡Ah, mi querida señorita! —dijo—, pensé que no os volvería a ver en este mundo cuando supe que habíais ido a ese lejano país. He sido maltratada desde que os fuisteis. ¡Que poco pensé que me despedirían a mi edad en la casa de mi viejo amo!

Emily lamentó lo ocurrido y le aseguró que trataría de hacer confortables los días venideros y expresó su satisfacción al verla en un lugar tan grato.

Theresa le dio las gracia llorando y añadió:

—Sí, mademoiselle, es un hogar confortable gracias a un amigo amable que se hizo cargo de mí en mi desesperación cuando vos estabais demasiado lejos para ayudarme, y me dejó vivir aquí. ¡Qué poco pensé..., pero dejemos eso!

—¿Quién ha sido ese amigo tan amable? —dijo Emily—. Quienquiera que sea le consideraré también amigo mío.

—¡Ah, mademoiselle!, ese amigo me prohibió difundir su buena acción, no puedo decir quién era. Pero, ¡cómo habéis cambiado desde la última vez que os vi! Estáis muy pálida y también muy delgada, pero ¡aún sigue ahí la sonrisa de mi viejo amo! Sí, nunca la perdería, como tampoco la bondad que le hacía sonreír a él. ¡Qué día! ¡Los pobres perdieron verdaderamente un amigo cuando murió!

Emily se alteró con la mención de su padre y Theresa, al observarlo, cambió de conversación.

—Oí, mademoiselle —dijo—, que madame Cheron se casó con un caballero extranjero y que os llevó con ella a su país. ¿Cómo se encuentra?

Emily le informó de su muerte.

—¡Ya veo! —dijo Theresa—, si no hubiera sido la hermana de mi amo, nunca la habría apreciado, siempre fue algo atravesada. Pero, ¿cómo está el joven caballero, monsieur Valancourt? Era un joven hermoso, y bueno; ¿está bien, mademoiselle?

Emily se alteró claramente.

—¡Un hombre encantador! —continuó Theresa—. ¡Ah, mi querida señorita, no tenéis que adoptar ese aire tímido, estoy enterada de todo! ¿No pensáis que sé que os ama? Cuando os marchasteis, mademoiselle, solía venir al castillo y pasear por los alrededores desconsolado. Recorría todas las habitaciones del piso bajo y a veces se sentaba en una butaca, con los brazos cruzados y los ojos fijos en el suelo, y allí seguía pensando más de una hora. Le encantaba el salón del lado sur porque le dije que solía ser el vuestro, y allí solía quedarse, mirando los cuadros que yo le dije que habíais pintado vos, y tocando el laúd, que estaba colgado junto a la ventana, y leyendo en vuestros libros hasta que caía el sol. Entonces regresaba al castillo de su hermano. Y después...

—Está bien, Theresa —dijo Emily—, ¿cuánto tiempo hace que vives en esta cabaña y cómo puedo ayudarte? ¿Te quedarás aquí o volverás a vivir conmigo?

—Vamos —dijo Theresa—, no seáis tan tímida con vuestra vieja criada. Estoy segura de que no es nada malo que os guste un caballero tan bueno como él.

A Emily se le escapó un profundo suspiro.

—¡Cómo le gustaba hablar de vos! Yo le quería por eso. Pero no tardé en descubrir por qué venía al castillo. Después pasaba al jardín y a la terraza y se sentaba bajo el gran árbol durante todo el día con uno de vuestros libros en la mano; pero no leía mucho, supongo, ya que un día que yo iba en esa dirección oí que alguien hablaba. «¿Quién puede estar ahí? —me dije—, estoy segura de que no ha entrado nadie en el jardín salvo el chevalier». Así que caminé sin hacer ruido para ver quién podía ser, y era el propio chevalier que hablaba de vos consigo mismo. Repetía vuestro nombre y suspiraba diciendo que os había perdido para siempre, ya que nunca volveríais a él. Pensé que había perdido el sentido, pero no dije nada y me alejé.

—Deja ya ese juego —dijo Emily despertando de su sueño—, me desagrada.

—Cuando monsieur Quesnel alquiló el castillo creí que se rompía el corazón del chevalier.

—Theresa —dijo Emily seriamente—. ¡No debes volver a mencionar el nombre del chevalier!

—¡No nombrarle, mademoiselle! —exclamó Theresa—. ¿Qué es lo que nos ha traído el paso del tiempo? Aprecio al chevalier después de a mi viejo amo y a vos, mademoiselle.

—Tal vez tu aprecio no estuvo bien otorgado —replicó Emily, tratando de ocultar sus lágrimas—, pero sea como fuere, no volveremos avernos.

—¡No os volveréis a ver! ¡No está bien dedicado! —exclamó Theresa—. ¿Qué es lo que oigo? No, mademoiselle, mi aprecio estaba bien dedicado porque fue el chevalier Valancourt el que me dio esta casa y el que me ha sostenido en mi vejez desde que monsieur Quesnel me expulsó de la casa de mi amo.

—¡El chevalier Valancourt! —exclamó Emily temblorosa.

—Sí, mademoiselle, él mismo, aunque me hizo prometerle que no lo diría, pero no he podido evitarlo cuando oigo hablar mal de él. Querida señorita, podéis llorar si os habéis comportado poco amablemente con él, porque no hay ni un solo joven caballero que tenga el corazón más tierno que él. Me encontró en medio de mi desesperación cuando vos estabais demasiado lejos para ayudarme; y monsieur Quesnel rehusó hacerlo y me indicó que me pusiera a servir de nuevo. ¡Ya era demasiado vieja para eso! El chevalier me encontró y me trajo a esta cabaña, y me dio dinero para amueblarla y me hizo buscar a otra mujer pobre para que viviera conmigo y ordenó al administrador de su hermano que me pagara cada trimestre, lo que me ha permitido vivir confortablemente. Pensad entonces, mademoiselle, si no tengo razones para hablar bien del chevalier. Hay otros que lo hubieran podido pagar mejor que él, y me temo que ha tenido dificultades por su generosidad, porque ya ha pasado el tiempo y no me ha llegado el dinero. Pero no lloréis así, mademoiselle, ¿no estaréis lamentando el oír de la bondad del chevalier?

—¡Lamentarlo! —dijo Emily, y lloró con más fuerza—. ¿Cuánto tiempo hace que no lo ves?

—Hace mucho, mademoiselle.

—¿Cuándo tuviste noticias de él? —preguntó Emily con emoción creciente.

—No desde que se marchó de pronto al Languedoc, cuando acababa de llegar de París, de otro modo estoy segura de que le habría visto. Han pasado muchos días desde entonces, como digo, y no me ha llegado el dinero; empiezo a temer que le haya sucedido algo, y si no fuera porque estoy tan lejos de Estuviere y tan vieja, habría ido a preguntar por él, pero no tengo a nadie que lo haga por mí.

La ansiedad de Emily por la suerte de Valancourt era casi insoportable, y puesto que no había problema en que enviara a alguien al castillo de su hermano, le pidió a Theresa que contratara de inmediato a alguna persona para que fuera al administrador de su parte, y que a la vez que preguntaba por el dinero que se le debía, hiciera averiguaciones relativas a Valancourt. Pero antes hizo que Theresa prometiera que nunca mencionaría su nombre en este asunto o al chevalier Valancourt, y su anterior lealtad a monsieur St. Aubert indujo a Emily a confiar en sus promesas. Theresa, muy contenta, se ocupó de buscar a una persona para el propósito y Emily, tras darle una suma de dinero para que conservara sus comodidades, regresó a su casa con el espíritu oprimido, lamentando más que nunca que un corazón poseedor de tanta caridad como el de Valancourt se hubiera contaminado con los vicios del mundo sin que le afectara en sus amabilidades con su vieja criada.

Capítulo XII
La luz se oscurece, y el cuervo
mueve sus alas hasta el bosque rocoso:
las buenas cosas del día comienzan a caer, y se adormecen,
mientras los agentes negros de la noche despiertan a sus presas.

MACBETH

M
ientras tanto, el conde De Villefort y Blanche habían pasado una grata quincena en el castillo de St. Foix con el barón y la baronesa, durante la cual hicieron frecuentes excursiones por las montañas y estuvieron encantados con la tosquedad romántica del paisaje de los Pirineos. El conde lamentó tener que decir adiós a sus viejos amigos, aunque con la esperanza de verlos pronto unidos en una sola familia, porque se estableció que monsieur St. Foix, que les atendía en Gascuña, recibiría la mano de Blanche tras su llegada al Chateau-le-Blanc. Como el camino desde la residencia del barón a La Vallée se extendía por una de las partes más agrestes de los Pirineos y los carruajes nunca hubieran podido pasar, el conde alquiló algunas mulas para él y su familia, así como una pareja de guías que estaban bien armados y que conocían todos los pasos entre las montañas y cada rincón del camino, y podían decirles los nombres de los puntos más altos de esta cadena de los Alpes, de cada bosque que se extendía por sus estrechos valles, las partes más suaves de los torrentes que debían cruzar y la distancia exacta de cada cabaña de pastores y de cazadores que pudieran encontrarse, porque el aprendizaje no necesitaba una memoria muy capaz, ya que los habitantes más simples conocían la zona a la perfección y habían recorrido aquellas regiones.

El conde salió del castillo de St. Foix a hora temprana con intención de pasar la noche en una pequeña posada en las montañas, aproximadamente a mitad de camino a La Vallée, de la que le habían informado sus guías. Aunque era frecuentada principalmente por muleros españoles en su camino hacia Francia y el acomodo no sería bueno, el conde no tuvo alternativa, ya que era el único lugar parecido a una posada que había en la ruta.

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