Los misterios de Udolfo (102 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Blanche recorrió con la mirada el vestíbulo sombrío y espacioso, después a los hombres, y luego a su padre, que la sonreía para darle ánimos, y se dirigió a los cazadores.

—Es una chimenea hospitalaria —dijo el conde—, el agitarse de las llamas vivifica después de haber paseado tanto tiempo por estas zonas tan agrestes. Vuestros perros están fatigados, ¿habéis tenido éxito?

—Como de costumbre —replicó uno de los hombres, que estaban sentados en el vestíbulo—, matamos nuestra caza con una certeza tolerable.

—Son compañeros de caza —dijo uno de los hombres que habían dado paso al conde hasta allí—, se han perdido, y les he dicho que hay espacio suficiente para todos.

—Muy cierto, muy cierto —replicó su compañero—, pero ¿qué suerte habéis tenido en la caza, hermanos? Nosotros hemos matado dos venados y se puede decir que no está nada mal.

—Os equivocáis, amigo —dijo el conde—, no somos cazadores, sino viajeros, pero si nos admitís en la rueda de los cazadores, estaremos muy conformes y os compensaremos por vuestra gentileza.

—Entonces, sentaos, hermano —dijo uno de los hombres—. Jacques, echa más leña al fuego, la cena estará pronto lista; trae también un asiento para la señora. Mademoiselle, ¿probaréis nuestro brandy? Es de Barcelona y tan brillante como el que jamás haya salido de la destilería.

Blanche sonrió tímidamente, y ya iba a rehusarlo cuando su padre la previno, cogiendo con aire de buen humor el vaso que ofrecían a su hija; y monsieur St. Foix, que estaba sentado a su lado, apretó su mano y le dirigió una mirada de ánimo, pero su atención se había concentrado en un hombre que, sentado silenciosamente junto al fuego, observaba a St. Foix con la mirada fija.

—Lleváis una vida animada aquí —dijo el conde—, la vida del cazador es grata y saludable, y el descanso muy dulce cuando sucede a un día de trabajo.

—Sí —replicó uno de sus anfitriones—, nuestra vida es bastante grata. Vivimos aquí únicamente durante los meses de verano y otoño. En invierno el lugar es muy desolado y los tremendos torrentes que descienden de las alturas impiden la caza.

—Es una vida de libertad y satisfacciones —dijo el conde—, pasaría con gusto un mes del mismo modo.

—También podemos encontrar empleo para nuestras pistolas —dijo un hombre que estaba detrás del conde—, hay gran cantidad de pájaros, de delicioso sabor, que se alimentan con el tomillo silvestre y las hierbas que crecen en los valles. Ahora que hablo de ello, hay un puñado de pájaros colgados en la galería de piedra. Ve por ellos, Jacques, los prepararemos.

. El conde preguntó por el método que usaban para la caza en las rocas y precipicios de aquellas regiones románticas, y escuchaba un detalle curioso cuando oyeron un cuerno que sonaba en la entrada. Blanche miró tímidamente a su padre, que continuaba conversando sobre la caza, pero cuyo rostro reflejaba una expresión de ansiedad y que con frecuencia volvía la mirada hacia la parte del vestíbulo más próxima a la puerta. Sonó de nuevo el cuerno seguido de un extenso eco.

—Son algunos de nuestros compañeros que regresan tras un día de trabajo —dijo uno de ellos, avanzando lentamente desde su asiento hacia la puerta, y a los pocos minutos aparecieron dos hombres con trabucos y pistolas en sus cinturones.

—¡Qué banquete, compañeros! ¡Qué banquete! —dijeron al acercarse.

—¿Ha habido suerte? —preguntaron sus compañeros—. ¿Habéis traído vuestra cena? No tomaréis otra cosa.

—¿Qué demonios habéis traído aquí? —dijeron en mal español al ver al grupo del conde—. ¿Son franceses o españoles? ¿Dónde los habéis encontrado?

—Ellos nos han encontrado a nosotros, y ha sido un grato encuentro —replicó su compañero en voz alta y en buen francés—. Este chevalier y su grupo se han perdido y han pedido asilo en el fuerte para pasar la noche.

Los otros no contestaron, pero abrieron una especie de saco y sacaron varios grupos de pájaros. La bolsa sonó pesadamente al caer al suelo y el conde percibió el brillo de algo metálico en el interior, por lo que observó más atentamente al hombre que lo había dejado caer. Era alto y robusto, de rostro duro y tenía el pelo negro y corto, rizado en la nuca. En lugar de llevar la ropa de los cazadores iba vestido con un uniforme militar descolorido; sandalias enlazadas a sus anchas piernas y con unos pantalones cortos desde la cintura. En la cabeza llevaba una gorra de cuero, algo parecida en su forma a los antiguos cascos romanos, pero el ceño que mostraba bajo ella habría caracterizado mejor a los bárbaros que conquistaron Roma que a un soldado romano. El conde apartó su mirada y permaneció silencioso y pensativo, hasta que al levantarla de nuevo descubrió una figura de pie en una parte oscura de la habitación que observaba atentamente a St. Foix, que no lo advirtió por estar conversando con Blanche, y poco después vio al mismo hombre mirando por encima del hombro del soldado tan atento como él. Retiró la mirada cuando el conde se encontró con la suya, y sintió que la desconfianza se apoderaba de su ánimo, pero temiendo descubrirla en su rostro, y forzándose para asumir una sonrisa, se dirigió a Blanche con un tema intrascendente. Cuando volvió a mirar alrededor, advirtió que el soldado y su compañero se habían ido.

El hombre que se llamaba Jacques regresó de la galería de piedra.

—Hay un fuego encendido allí —dijo—, y los pájaros ya están listos; también la mesa, porque aquel lugar es más caliente que éste.

Sus compañeros aprobaron el traslado e invitaron a los visitantes a seguirlos a la galería. Blanche parecía preocupada y continuó sentada, y St. Foix miró al conde, que dijo que prefería el calor confortable del fuego junto al que estaba. No obstante, los cazadores alabaron el de la otra habitación e insistieron con tan aparente cortesía que el conde, a medias dudando y a medias temeroso de descubrir sus temores, consintió en ir. Los largos y ruinosos pasadizos por los que pasaron le hicieron dudar aún más, pero la tormenta, que ya había estallado, hacía peligroso abandonar aquel lugar de refugio y evitó provocar a sus compañeros mostrando su desconfianza. Los cazadores les mostraron el camino con una lámpara. El conde y St. Foix, que deseaban complacer a sus anfitriones con algunos detalles de familiaridad, llevaban cada uno un asiento y Blanche les seguía con pasos inseguros. Al recorrer el pasillo, una parte de su vestido se enganchó en un clavo en el muro, y se detuvo con demasiados escrúpulos para soltarlo. El conde iba hablando con St. Foix y ninguno de ellos se dio cuenta de lo sucedido. Siguieron a sus conductores y giraron en un ángulo abrupto del pasillo. Blanche quedó detrás en la oscuridad. Un trueno impidió que oyeran sus llamadas, pero tras desprender el vestido les siguió rápida, según creía, por el camino que habían tomado. Una luz que oscilaba en la distancia confirmó esta creencia y avanzó hacia una puerta abierta de donde procedía, conjeturando que la habitación de piedra de la que habían hablado los hombres era aquélla. Al oír voces, se detuvo unos pocos pasos antes de llegar para confirmar que estaba en lo cierto, y desde allí, a la luz de la lámpara que colgaba del techo, observó a cuatro hombres sentados alrededor de una mesa, sobre la que estaban apoyados en aparentes consultas. En uno de ellos descubrió el rostro que había visto que miraba a St. Foix con tan profunda atención y que hablaba con importancia, aunque en voz baja, hasta que, cuando uno de sus compañeros pareció oponerse a él, hablaron al mismo tiempo en tono fuerte y agresivo. Blanche, alarmada al comprobar que ni su padre ni St. Foix estaban allí y aterrorizada por los rostros y actitudes de fiereza de aquellos hombres, se volvió para alejarse de la habitación y continuar la búsqueda de la galería, cuando oyó a uno de los hombres.

—Acabemos la disputa —decía—. ¿Quién habla de peligro? Sigamos mi consejo y no habrá ninguno, secuestrémoslos y el resto será presa fácil.

Blanche, sorprendida por estas palabras, se detuvo un momento para seguir escuchando.

—No hay nada que temer del resto —dijo uno de sus compañeros—, siempre que es posible, evito la sangre. Despachemos a los otros dos y el asunto estará hecho. El resto se puede marchar.

—¿Lo podemos aceptar? —exclamó el primer rufián con un tremendo juramento—. ¡Cómo! Para que digan cómo hemos dispuesto de sus amos y envíen a las tropas del rey para acabar con nosotros en la rueda. Menudo consejero eres tú, te aseguro que no he olvidado aún la víspera de Santo Tomás del año pasado.

El corazón de Blanche se sumió en el horror. Su primer impulso fue alejarse de la puerta, pero cuando lo intentó, su ánimo se negó a sostenerla y, tras caminar unos pocos pasos hacia una parte más oscura del pasadizo, oyó de nuevo lo que se comentaba en la reunión y no dudó de que eran bandidos. Después oyó la siguientes palabras:

—¿Por qué no matamos a todo el grupo?

—Os aseguro que nuestras vidas valen tanto como las suyas —replicó su camarada—, si no los matamos a todos, nos colgarán: es mejor que ellos mueran a que nosotros seamos colgados.

—Mucho mejor, mucho mejor —exclamaron sus compañeros.

—¿Cometer un asesinato es un camino esperanzador para escapar de las galeras? —dijo el primer rufián—. Muchos compañeros han visto rodar su cabeza por eso.

Se produjo una pausa de unos momentos en la que parecían reconsiderar el asunto.

—Malditos compañeros —exclamó uno de los ladrones impacientemente—, tenían que estar aquí. Volverán con la historia de siempre y sin botín. Si hubieran llegado el asunto sería más fácil y llano. Me doy cuenta de que no podremos hacerlo esta noche, porque nuestro número no es igual al del enemigo, y por la mañana se marcharán, pero ¿cómo podemos detenerlos sin fuerzas?

—He estado pensando en una estratagema que servirá —dijo uno de ellos—, si podemos despachar a los dos chevaliers silenciosamente, será fácil dominar al resto.

—Es una solución posible, si todo fuera de buena fe —dijo otro con una sonrisa de burla—. Si soy capaz de atravesar el muro de la prisión, estaré en libertad. ¿Cómo podemos despacharlos silenciosamente?

—Con veneno —replicó su compañero.

—¡Bien dicho!, eso servirá —dijo el segundo rufián—, eso le proporcionará también una muerte lenta y satisfará mi venganza. Esos barones se cuidarán de no despertar de nuevo nuestra venganza.

—Conocí al hijo nada más verle —dijo el hombre que Blanche había visto espiar a St. Foix—, aunque él no me conoce; del padre casi me he olvidado.

—Puedes decir lo que quieras —dijo el tercer rufián—, pero no creo que sea el barón, y soy el más indicado para reconocerle, porque fui uno de los que le atacaron con nuestros bravos camaradas que sucumbieron.

—¿Y no era yo otro de ellos? —dijo el primer rufián—. Te digo que es el barón, pero ¿qué más da si lo es o no? ¿Dejaremos que se escape el botín de nuestras manos? No se nos presenta una suerte como ésta tan a menudo. Mientras corremos el riesgo de la rueda por hacer contrabando de unas pocas libras de tabaco, de rompemos la nuca en un precipicio para lograr nuestro alimento, y hacer de vez en cuando algún robo a otro contrabandista o a algún peregrino que casi no nos compensa del gasto de la pólvora que disparamos contra ellos, ¿dejaremos que se nos vaya un premio así? Llevan encima bastante para que nos mantengamos durante...

—No me gusta, no me gusta —replicó el tercer ladrón—, hagámoslo sólo si se trata del barón. Quiero verle con más detalle pensando en nuestros bravos camaradas que él llevo a galeras.

—Mírale cuanto quieras —prosiguió el primer hombre—, pero te digo que el barón es más alto.

—Dejaos ya de eso —dijo el segundo rufián—, ¿los atacamos o no? Si seguimos aquí más tiempo puede que sospechen y se marchen. Dejemos que sean quienes sean. Son ricos, lo prueban todos esos criados: ¿Habéis visto el anillo que lleva en la mano el que dices que es el barón? Es un diamante, pero ya no lo lleva puesto. Me vio mirárselo y os aseguro que se lo quitó.

—Y está el retrato. ¿Lo habéis visto? Ella no se lo ha quitado —observó el primer rufián—, lo lleva colgado del cuello. Si no brillara tanto no lo habría descubierto, porque casi lo tapa su vestido. También son diamantes, y tiene que haber muchos porque rodean el retrato.

—Pero, ¿cómo lo llevaremos adelante? —dijo el segundo rufián—, dejaos de hablar de eso, ya sabemos que hay botín suficiente, pero ¿cómo lo lograremos?

—Así es —dijo su camarada—, hablemos de eso y recordad que no hay tiempo que perder.

—Me sigo inclinando por el veneno —observó el tercero—, pero tened en cuenta cuántos son. Nueve o diez, y están armados. Cuando los vi en la puerta no me decidí a dejarlos entrar, ya lo sabéis.

—Pensé que eran enemigos —replicó el segundo—, pero no me preocupé por su número.

—Ahora sí debes hacerlo —prosiguió su camarada—, o será peor para ti. Nosotros no somos más que seis. ¿Cómo podremos dominar a diez en una lucha abierta? Os lo digo, tenemos que dar veneno a algunos y podremos controlar al resto.

—Os diré un camino mejor —intervino el otro impacientemente—, acercaos.

Blanche, que había escuchado la conversación en una agonía que sería imposible describir, ya no pudo distinguir lo que decían, porque los rufianes habían bajado sus voces, pero la esperanza de que pudiera salvar a sus amigos del complot, si podía encontrar rápidamente el camino hasta ellos, reanimó súbitamente su ánimo y le dio fuerzas suficientes para volver sobre sus pasos en busca de la galería. Sin embargo, el terror y la oscuridad conspiraron contra ella y, tras avanzar unas pocas yardas, la débil luz que procedía de la cámara dejó todo envuelto en la oscuridad. Tropezó en un escalón que había en el pasadizo y cayó al suelo.

El ruido alertó a los bandidos, que corrieron hacia afuera para comprobar si había alguna persona que hubiera podido oír sus comentarios. Blanche los vio acercarse y advirtió sus miradas llenas de furia, pero antes de que pudiera levantarse la descubrieron y se apoderaron de ella, arrastrándola hasta la habitación que habían dejado, mientras sus gritos despertaron en ellos terribles amenazas.

Al llegar comentaron lo que deberían hacer con ella.

—Sepamos primero lo que ha oído —dijo el jefe de los ladrones—. ¿Cuánto tiempo lleváis en el pasadizo, señora, y qué os ha traído aquí?

—Cojamos primero el retrato —dijo uno de sus camaradas, aproximándose a la temblorosa Blanche—. Señora, por vuestra seguridad ese retrato es mío; ¡vamos, entregádmelo, o lo cogeré!

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