Los muros de Jericó (8 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Los muros de Jericó
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» En la evolución humana existen momentos en que se forma una masa social crítica. Definimos «masa social crítica» como el número suficiente de individuos que, pensando y actuando en una misma dirección, hacen cambiar las cosas. Antes los cambios sociales sucedían mediante revoluciones o conquistas, ahora ocurren gracias a los votos de los ciudadanos.

» ¿Y cómo se crea esa masa crítica? —El conferenciante hablaba sin elevar la voz, con cierta lentitud, pero ponía fuerza en sus Palabras—. La religión, la cultura definida como sentimiento de lo justo e injusto y la práctica económica son los ingredientes para la formación del pensamiento del individuo y de las masas.

» Mezclas de estos tres elementos producen el concepto de lo que es lo correcto y justo y definen la posición política de los ciudadanos.

Los ojos oscuros del orador buscaban los de la gente que le escuchaba y se detenían clavando la mirada en alguno. Parecía leer en ellos, tomar energía, y así aumentaba la fuerza de su mensaje, que poco a poco iba creciendo en tono y volumen.

—Así pues, en una sociedad como la nuestra, en la que cada ciudadano tiene un voto, la persuasión y la convicción son las armas fundamentales para obtener el poder, ya sea político, económico o incluso religioso.

» Pero para que se produzca la masa social crítica es necesario que el concepto de "lo que es correcto y justo" sea transmitido. Que llegue convincentemente a un gran número de ciudadanos.

» En la antigüedad, eran los predicadores desde la religión y, desde el entretenimiento, los trovadores y los comediantes los encargados de transmitir y convencer a los ciudadanos de lo que era correcto y justo. En nuestros días, son los medios de comunicación, los que se han apropiado de ese gran poder y lanzan continuos mensajes, ya sea en películas, programas de televisión o artículos de prensa.

» Hemos dado a la radio, a la televisión y a los periódicos la llave de nuestra casa y el acceso a nuestro voto. Y en democracia, al votar, cedemos nuestra pequeña gota de poder político a alguien que finalmente lo usará según su propio criterio y conveniencia.

Jaime pensó que la forma en que el hombre se expresaba le recordaba más a la de un predicador televisivo que a la de un profesor universitario. Definitivamente parecía un misionero, y eso le hizo sentir recelo hacia aquel personaje.

—Las películas de cine y los programas de televisión son la segunda exportación, en valor monetario, de Estados Unidos. Pero su importancia supera la económica; es un arma muy efectiva. La venta del estilo de vida americano en los cinco continentes ha propiciado la caída del telón de acero y el derrumbe y transformación de los sistemas comunistas.

» Sus ciudadanos, consumidores ávidos de imágenes y entretenimiento, fueron persuadidos, a pesar de las máquinas locales de propaganda, de que el alto estándar de vida americano era el objetivo de sus vidas y empujaron los cambios en sus países, ayudados por la ineficiencia de aquellos sistemas que proponían filosofías de vida alternativas. Y así es como Estados Unidos ha ganado la tercera guerra mundial. Sin tener que disparar un solo tiro.

Jaime observó a Karen y, viendo la avidez con la que escuchaba al orador su prevención hacia el hombre aumentó.

—Éste es sólo un ejemplo del poder de los medios de comunicación; convencen y seducen al ciudadano. Consiguen las ventas, los votos, los creyentes de nuevas religiones. Elevan al poder a los presidentes que rigen el destino de las naciones. Persuaden al individuo de que el sistema en que vive es justo y que él, el individuo, es libre.

» Pero ¿es libre nuestro ciudadano medio? ¿Tiene libertad para decidir cuántas horas duerme? ¿A qué hora se levanta y si va a trabajar o no? ¿Tiene realmente esa libertad? Yo les reto a que lo piensen. Podemos decidir qué hacemos el domingo o al lugar adonde vamos de vacaciones; siempre que tengamos el dinero, claro. Pero ¿cuántas de las cosas fundamentales de nuestra vida podemos cambiar? Analícenlo y verán que realmente pocas. ¿Somos libres? ¿O nos han convencido de que lo somos? —Aquí el hombre hizo una larga pausa—. Termino con un dato final: el 75 por ciento de los medios de comunicación está controlado hoy por las grandes multinacionales. Y esas grandes corporaciones tienen el poder de comentar, manipular y censurar las noticias.

» Jeff Cohen, ex columnista de
USA Today
y
Los Angeles Times
, dice que "estamos asistiendo a la creación de un sistema de propaganda, en este país, mucho más sofisticado que el de la antigua Unión Soviética".

» Piensen sobre esas palabras. Muchas gracias.

La sala se llenó de aplausos y, terminados éstos, un muchacho de la cuarta fila inició el turno de preguntas. Karen se inclinó hacia Jaime y le habló al oído.

—Interesante, ¿verdad? Sí. Ese hombre es un revolucionario. —Pero calló su pensamiento: ¿no sería un manipulador a la búsqueda de aquel poder, que tanto criticaba, para sí mismo?

Terminadas las preguntas, muchos de los asistentes se agruparon en corros de animada conversación.

—El conferenciante es amigo mío. Se llama Kevin Kepler. Te lo presentaré luego; ahora tiene demasiada gente alrededor. —Cogiéndole de la mano, tiró de él hacia un lado de la sala—. Quiero que conozcas a otro amigo, ven.

Se acercaron a un grupo, del que un hombre se apartó al verlos.

—Peter, éste es Jaime Berenguer —presentó Karen—. Jaime, mi amigo Peter Dubois.

Se estrecharon las manos. El hombre, de pelo y barba blancos, tendría unos sesenta años. Vestía un amplio chaquetón de lana con dibujos indios y pantalones y botas vaqueros.

—Encantado de conocerlo, señor Berenguer. —Le miró con sus ojos claros, de extraña fijeza.

—Un placer —contestó dudando de que llegara a serlo.

—Jaime es un compañero de la Corporación —informó Karen.

—Tiene usted un apellido interesante, señor Berenguer. ¿De dónde es originaria su familia?

—De Cuba.

—¿Y antes? ¿De dónde proceden?

—De España.

—Y me atrevería a afirmar que del antiguo reino de Aragón.

—Sí, está usted en lo cierto. —Jaime sonreía asombrado—. ¿Cómo lo ha adivinado?

—Peter enseña historia —intervino Karen—. Y su especialidad es la historia medieval.

—Usted es un descendiente de los Ramón Berenguer, condes de Barcelona, y con posterioridad reyes de Aragón —continuó Dubois con solemnidad pero sonriendo—. He dedicado mucho tiempo de estudio a ese período histórico y a los hechos que esos personajes y sus descendientes protagonizaron. Unas gentes fascinantes.

—No tenía noticia de tales ancestros. —A Jaime le divertía la sorpresa—. Me gustaría saber más de ellos.

—Estoy seguro de que sabe más, pero ahora no se acuerda. —El hombre mantenía una mirada fija, de ojos demasiado abiertos, que recordaban a los de una serpiente.

—¿A qué se refiere? —quiso saber, sorprendido.

—La persona, señor Berenguer, tiene en su interior registros insospechados. Unos les denominan memoria genética y otros les dan distintos nombres. Está allí, y sólo hay que llamarla; le sorprendería lo que almacena su memoria.

—¿Está usted bromeando? —inquirió Jaime—. ¿Así, sin más? ¿Como si se tratara de un disquete de ordenador?

—No. No está bromeando —intervino Karen—. Tengo conocidos que han sido capaces de recuperar parte de su memoria. Es una experiencia única.

—Sí, señor Berenguer. —Dubois hizo un gesto con su mano izquierda, y Jaime distinguió un anillo con la extraña forma de una herradura—. Precisamente yo colaboro con un grupo de trabajo que desarrolla técnicas para conseguir esas experiencias. Y hasta el momento el éxito nos ha sonreído en un considerable número de casos. Y créame, cuando ocurre, compensa con creces el trabajo invertido.

—Estoy asombrado. Recuerdo haber leído algo semejante, pero jamás he creído esas historias.

—Pues le aseguro que algunas son ciertas.

—¿Quiere usted decir que yo podría llegar a «recordar» algo que jamás me ha ocurrido a mí, pero sí a un antepasado mío?

—Es muy posible que usted recuerde. Depende de la actitud positiva y la fe que tenga al enfrentarse a ese tipo de experiencia no cartesiana. Los hay que su incredulidad les bloquea por completo y jamás llegan a conseguirlo.

—¿Podría yo recordar los hechos de mi antepasado el rey? ¿De Ramón Berenguer, como usted le llama?

—Sí, pero es improbable. Lo lógico es que se topara antes con experiencias de otros. Su historia genética está formada por el aporte de miles de individuos.

—No se ofenda si soy escéptico, pero me suena a prácticas espiritistas. No creo en estas cosas.

—No me ofendo. Usted es libre de creer en lo que quiera, pero conozco a multitud de personas cultas, inteligentes y de gran nivel intelectual que lo han vivido. Si usted decide prejuzgar, se aferra a las creencias oficiales y no tiene interés por ello, está en su derecho y no seré yo quien lo censure. —Sin perder su sonrisa, el misterioso personaje cambió de conversación—. ¿Qué opina de la conferencia?

—Interesante. Pero volviendo a lo de la memoria, comprenda mi asombro —se apresuró a añadir Jaime— y, desde luego, me encantaría vivir una de esas experiencias.

—Bien, en tal caso, acuda a una de las reuniones. Precisamente mañana salimos de excursión. Quizá Karen, si no tiene otro compromiso, le quiera invitar.

—Claro que tengo otro compromiso —dijo Karen—. Además, ¿Para qué querría invitar yo a este cubano descreído?

Jaime notó la divertida provocación de Karen y se quedó mirándola, ladeando la cabeza con mirada suplicante.

—Bueno. Si me lo pide bien y se lo gana, quizá cambie mis planes y lo invite.

—Por favor, Karen.

—Veré qué puedo hacer. Pero primero he de consultar mi agenda.

—Disculpen, tengo que dejarles —dijo Dubois con amabilidad, tendiéndole la mano—. Encantado de conocerle, señor Berenguer. Ya sabré mañana si consigue convencer a Karen.

—Encantado y hasta pronto —respondió Jaime estrechando la mano.

17

—¿Cómo se encuentra Sara? —Davis usaba su habitual estilo enérgico.

—Se recupera bien del shock —respondió Andersen, el presidente de Asuntos Legales—. Insiste en volver al trabajo, pero el médico quiere que continúe en reposo. Llevaba más de treinta años trabajando con Steve y no se puede quitar de la cabeza que ella le pasó la bomba. Se siente culpable.

—¡Qué tontería! Que vuelva a trabajar si quiere. La actividad es la mejor medicina y estar con los demás le ayudará a quitarse bobadas de la mente. —Davis se dirigió ahora a un hombre de unos cincuenta años, sentado a la mesa de conferencias—. Inspector Ramsey, imagino que ya ha interrogado a Sara. ¿Qué recuerda ella?

Habían tenido que esperar al sábado para que Davis pudiera encontrarse por primera vez con el inspector encargado de la investigación. Ramsey vestía un traje vulgar, corbata barata y estaba jugueteando con un cigarrillo en sus manos. Su aspecto contrastaba con el traje caro y la corbata italiana de Gutierres. Parecía un funcionario cualquiera de la administración de la ciudad, y su aspecto era poco brillante, pero el propio alcalde lo había recomendado a Davis, y éste había vivido lo suficiente para que no le impresionara el precio de trajes y corbatas.

—No recuerda nada que pueda aportar pistas —contestó con lentitud—. Dice que pasó al señor Kurth un par de sobres grandes con indicaciones de «abrir sólo por el interesado» que parecían guiones de película. Habitual. Le hemos mostrado pedazos de envoltorios recuperados de los escombros del despacho, pero Sara no ha podido identificar ninguno como perteneciente a los paquetes llegados aquella mañana.

—¿Algo en la carta de reivindicación del atentado? —intervino Gutierres.

—El FBI no tiene constancia de ninguna organización llamada los Defensores de América, aunque puede ser un segundo o tercer nombre que use algún grupo paramilitar extremista. Están investigando. Otras compañías de comunicaciones han recibido cartas de ese grupo. Amenazan por lo que ellos consideran contenidos liberales y antiamericanos de programas televisivos o películas. Pero jamás habían reivindicado un atentado.

—Son viejos conocidos nuestros —informó Gutierres—. Desde hace más de un año, no dejan de enviar cartas con insultos y amenazas para todos, pero en particular para los señores Kurth y Davis.

—Necesito esas cartas —dijo Ramsey—. ¿Las conservan ustedes?

Gutierres miró a Davis, que asintió levemente con la cabeza.

—Sí, las tendrá hoy mismo.

—¿Encontraron algo en la carta? —inquirió Davis.

—No había huellas y se imprimió en papel corriente, con la impresora más vendida en América y con un programa de escritura de lo más vulgar. Sin huellas digitales. Ninguna información relevante.

—¿Qué han averiguado sobre la llamada telefónica de Los Hermanos por la Defensa de la Dignidad?

—Nada. El FBI tampoco tiene constancia de tal grupo. El individuo que llamó tenía acento de Nueva York y ésa es la única pista.

—¿Y de los análisis de los restos de la oficina?

—Fue una explosión tremenda. Los cristales exteriores del edificio son a prueba de golpes fuertes y logró romper un buen número. El señor Kurth estaba entre la bomba y los cristales. —Ramsey se expresaba con lentitud, arrastrando las palabras—. Murió al instante, literalmente reventado por la fortísima onda expansiva. Cuando voló por la ventana, ya estaba muerto.

—Puede ahorrarse usted los detalles —cortó Davis—. Le he preguntado por lo que encontraron en la oficina. Supongo que toda esa gente que usted envió habrá servido para algo.

—Señor Davis —dijo Ramsey dejando de jugar con el cigarrillo, apoyándolo por el filtro en la mesa y manteniendo el otro extremo vertical con la punta de su dedo índice—, usted dirige esta compañía y yo dirijo la investigación. —Se inclinó ligeramente hacia adelante—. Aclaremos desde un principio qué hace cada cual. Nosotros investigamos y ustedes colaboran. Es su obligación y usted no quiere aparecer como una persona que obstruye la ley. Las preguntas las hago yo, y si respondo a las suyas será por pura cortesía y hasta donde yo crea que es adecuado. Tienen ustedes suficientes problemas, y será mejor que no los aumenten.

No se oyó más que el silencio. El pretoriano que escribía la minuta de la reunión se quedó con una mano levantada sobre el teclado del PC y miraba a Ramsey con la boca entreabierta de asombro. Gutierres lanzó al policía la misma mirada que un gato lanzaría a un ratón, y Andersen trataba de evitar la sonrisa. Ése no era el tono con el que la gente se dirigía al viejo.

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