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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (101 page)

BOOK: Los navegantes
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«todas las agujas y cartas de marear».

Algunos de los conjurados, amilanados por la irritación del piloto, tuvieron la sospecha de haber sido descubiertos.

Sin embargo, Del Angle consiguió que la calma y la serenidad se impusieran.

—¡Mañana al amanecer!

La consigna pasó de boca en boca.

El miércoles 16 de julio, Rodrigo del Angle se alzó en el galeón al frente de sus compañeros, aprovechando que Lope y la mayoría de sus incondicionales se encontraban en tierra. A bordo había unos cincuenta marineros en aquel momento, de los cuales Rodrigo contaba con una veintena. Diez estaban con los sublevados, mientras que los restantes se mostraban indecisos y no tomarían parte en la lucha.

A una señal de Rodrigo, tres hombres cayeron sobre el mulato Benito, íntimo amigo de Lope Martín. Benito, sorprendido por el inesperado ataque, sólo tuvo tiempo de lanzar un grito pidiendo auxilio antes de ser alcanzado por un fuerte golpe en la cabeza. Tambaleándose, se lanzó por la borda para alcanzar nadando la isla.

Advertidos por el grito del mulato, uno de los sublevados cortó a hachazos las amarras, mientras los demás largaban la vela mayor antes de que los hombres de Rodrigo pudieran evitarlo. Evidentemente, su intención era encallar el barco. Sin embargo, ante su desesperación, el viento que había estado soplando todo el día se calmó completamente en aquel momento. La lona colgaba completamente inerte, mientras sobre la cubierta del galeón se iniciaba una sangrienta pelea. Los marineros leales eran más, pero los sublevados contaban con armas.

El mulato Benito, repuesto en parte del golpe, alcanzó la playa gritando con todas sus fuerzas:

—¡Auxilio, nos atacan!, ¡a las armas!

Una docena de hombres acudieron a la carrera. Lope Martín no estaba entre ellos.

—¡Coged el esquife! —gritó Benito—. ¡Subid abordo!, ¡no deben apoderarse del barco!

Pero cuando los sublevados llegaron cerca del galeón, la lucha se había decantado ya por el bando de Rodrigo. Una docena de hombres de ambos bandos yacía sobre cubierta sangrando, mientras que los pocos hombres de Martín que quedaban en disposición de luchar optaban por lanzarse por la borda en busca de su salvación.

Los del esquife, comprendiendo que llegaban tarde, dieron la vuelta y remaron hasta la playa.

Rodrigo no perdió el tiempo.

—¡Subid pólvora para los cañones. Coged las armas que queden!

—Están encerradas bajo llave— dijo Martínez.

—¡Pues romped la puerta a hachazos!

Se dirigió entonces a un grupo de indecisos que les contemplaban amedrentados desde la proa.

—¡Vosotros! —ordenó—. ¡Recoged esa vela y subid otra ancla de la bodega!

Mientras esto ocurría a bordo, en tierra la situación era confusa. El medio centenar de sublevados, que contaban con casi todas las armas, se habían apercibido ya de la situación y contemplaban impotentes las negras bocas de los cañones que les apuntaban desde el galeón. Los soldados que acampaban desarmados a cierta distancia se mostraban indecisos sobre qué acción tomar. La rabia y venganza de los sublevados podía en cualquier momento caer sobre ellos.

A la tarde de ese mismo día, Lope Martín se acercó para parlamentar en el esquife.

—Rodrigo —llamó—. ¿Cuáles son tus condiciones para llegar a un acuerdo?

El contramaestre se asomó a la borda.

—No hay condiciones —dijo—. Entregaos y se os hará justicia.

—¡Nosotros tenemos las armas!

—¡Y nosotros el barco y los cañones!

—¡Mataremos a los soldados!

Rodrigo trató de mostrarse indiferente a la suerte de los soldados.

—Eso no os ayudará en absoluto.

—¡Veremos! —contestó Martín rabioso.

Durante el resto del día, la situación se mantuvo en tablas, pero en cualquier momento se podía producir una masacre. Los sublevados discutían acaloradamente entre sí sin llegar a un acuerdo.

Al anochecer, Martínez se acercó a Rodríguez.

—Hay que hacer algo respecto a los soldados —dijo.

El contramaestre miró al joven marinero.

—¿Y qué sugieres?

—Apoderarnos del esquife que tienen los sublevados en la playa y traer con él a los soldados.

Rodrigo se quedó mirando al joven cronista.

—Tal como lo dices suena muy fácil, pero me temo que no será sencillo.

¿Quién llevaría a cabo semejante hazaña?

—Yo. Pensad que no tenemos nada que perder y mucho que ganar.

El contramaestre asintió lentamente.

—Está bien —dijo por fin—, pediremos algún otro voluntario que sepa nadar.

No tardó en presentarse un joven grumete de diecisiete años.

—Yo nado como los peces —declaró—, y no les tengo miedo a esos asesinos.

El contramaestre sonrió mientras asentía.

—Bien. Tú acompañarás a Juan.

Después de medianoche, dos sombras se deslizaron en el agua y nadaron silenciosamente hacia un punto alejado de la playa. Aunque los sublevados habían puesto un centinela, éste, medio dormido, fue puesto fuera de combate con un fuerte golpe en la cabeza.

Poco después, el esquife se alejaba a lo largo de la costa en dirección al campamento de los soldados. No tardaron mucho los dos audaces marineros en ser llevados ante un adormilado sargento Gómez por el centinela.

—¡Sargento! ¡Tenemos visita!

Gómez miró a los dos jóvenes, cuyas caras apenas se distinguían en la oscuridad.

—¿Quiénes sois?, ¿qué hacéis aquí?

Juan hizo un gesto de impaciencia.

—Hemos robado el esquife. Si os dais prisa, podrán embarcar unos cuantos soldados.

El sargento se incorporó de un salto.

—¡Tenéis el esquife! ¡Eso puede suponer un cambio radical de la situación!

—¡No perdáis tiempo! —insistió Juan—. ¡Ordenad que se embarquen los que quepan! Sugiero que los demás se escondan antes del amanecer. No tardarán los secuaces de Lope Martín en descubrir el robo y vendrán hacia aquí hechos unas furias.

—Tienes razón. ¡Todos arriba! —ordenó—. Vosotros veinte, al bote. Y

remad lo más rápidamente que podáis. Si tenéis tiempo, haced otro viaje; si no, tratad de volver mañana por la noche, pero no aquí, sino dos leguas más al norte.

Estaremos escondidos en las montañas.

Tal como había predicho Juan Martínez, los sublevados montaron en cólera al advertir que les habían robado el bote. Al amanecer marcharon enfurecidos sobre el campamento de los soldados para tratar de vengarse e intentar recuperar el esquife. Para su desgracia, no encontraron a nadie en el campamento. Las cenizas estaban todavía calientes, pero no había ni rastro de los soldados.

—¡Malditos traidores! —bramó Martín—. ¡Juro por todos los diablos del averno que lo pagarán muy caro! ¡No pararé hasta matarlos a todos!

Felipe del Campo no le iba a la zaga en furor.

—¿Adónde habrá llevado a sus soldados ese cabrón de sargento? —se preguntaba igualmente enfurecido Felipe del Campo—. Mañana los cazaremos como a jodidos conejos.

Tal como había previsto Del Campo, el día siguiente practicaron la caza al hombre. Y aunque no les resultó tan fácil como cazar conejos, sí consiguieron herir a dos soldados de disparos a larga distancia.

Aquella noche se acercó el esquife al sitio convenido. A bordo llevaba armas que, aunque no eran muchas, sí equilibraban un poco la balanza.

Otros veinte marineros pudieron embarcarse, entre ellos los heridos, mientras que los que quedaban tenían más posibilidades de defenderse gracias a varios machetes y dos arcabuces con pólvora que les dejaron.

Al día siguiente, varios de los sublevados se acercaron a nado hasta la nave solicitando clemencia. Rodrigo mandó encadenarlos en espera de un juicio.

Era ya evidente que las tornas se habían vuelto decididamente contra Lope Martín y los suyos.

Rodrigo del Angle contemplaba preocupado la playa. A simple vista podía divisar a los cincuenta sublevados que todavía quedaban en la isla. Estaban ganando la batalla, pero no las tenía todas consigo. Aparte de que los amotinados tenían las armas, también se habían llevado algo imprescindible para navegar, la brújula. En contrapartida, los hombres de Martín sólo tenían víveres para cuatro días. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por varios gritos procedentes de la playa. Algunos de los amotinados ondeaban una bandera blanca en una rama.

—Botad el esquife —ordenó— y dirigíos a la playa. Que se acerquen dos de ellos a nado hasta el bote y los traéis aquí.

Los elegidos por los sublevados fueron el escribano del galeón, Juan de Zaldívar, y Felipe del Campo.

—Queremos hacer un trato —anunció Del Campo una vez estuvieron a bordo. Rodrigo le contempló con frialdad.

—¿Qué trato?

—Tenemos la brújula. Sin ella no podréis ir muy lejos.

Rodrigo se encogió de hombros tratando de parecer indiferente.

—Sólo tenemos que navegar hacia el este guiándonos por el sol. Tarde o temprano nos encontraremos con la costa de Nueva España.

—No contáis con ningún piloto.

—Ya nos arreglaremos.

—Os proponemos llegar a un acuerdo. Llevadnos con vosotros y Lope Martín os llevará de vuelta a Nueva España.

—Eso ya lo podemos hacer sin él. Sólo aceptamos una rendición incondicional. Los que estén dispuestos a rendirse serán recibidos a bordo y juzgados, bien sea en Filipinas o en Nueva España.

Viendo perdida la partida, Del Campo suplicó.

—Dejadnos, por lo menos, víveres.

—A cambio de la brújula —replicó Rodrigo.

—Se lo propondré —dijo Del Campo.

En el momento de embarcar, Juan de Zaldívar se dirigió al contramaestre.

—Yo me acojo a vuestra oferta. Prefiero ser juzgado a quedarme en la isla.

—De acuerdo —asintió Rodrigo—, encerradle con los demás.

A la vuelta de Del Campo se pudo ver desde el galeón a los sublevados discutiendo una gran parte del día. Por fin, alguien se acercó a la playa agitando los brazos. En una mano sostenía algo que no podía ser otra cosa que la brújula.

Rodrigo ordenó embarcar varios sacos de harina y barricas con diversos condimentos.

Esa misma noche consiguieron embarcar el resto de los soldados escondidos en la espesura. El último en hacerlo fue el sargento Gómez. No había ya nada que retuviera la nave en la isla, por lo que a primera hora de la mañana, Rodrigo ordenó iniciar los preparativos para la salida. La vista de tales preparativos debió ser un revulsivo para aquellos pobres desgraciados, porque apenas había amanecido cuando un grupo de ellos se presentó en la orilla enarbolando bandera blanca.

Una vez más, Rodrigo envió el bote para averiguar qué querían. Esta vez la propuesta era entregar a Lope Martín muerto como medio de obtener el perdón.

Rodríguez se negó rotundamente.

—El que quiera acogerse a la justicia que se acerque a nado.

Poco después, una docena de sublevados nadaba desesperadamente hacia la nave. Veintisiete, incluyendo a Lope Martín, se quedaron en la isla.

Al día siguiente de zarpar, Rodrigo del Angle ordenó una investigación sobre el asesinato del capitán. Como resultado de ella, dos hombres que se confesaron autores materiales del crimen fueron ahorcados del palo mayor.

Mientras esperaban la llegada de refuerzos, la gente de Legazpi se impacientaba, y no eran pocos los que pensaban que tales refuerzos nunca llegarían. Si habían fracasado seis expediciones ¿por qué iba ésta a tener éxito? Los descontentos eran muchos. Unos murmuraban por lo bajo, mientras que otros se atrevían a hacerlo en voz alta.

Apenas habían pasado seis meses desde el último intento de Hernández y Carpintero de apoderarse de la
San Juan
cuando se empezó a fraguar otra sublevación. Esta vez el protagonista fue el contramaestre Juan Núñez de Carrión, personaje que gozaba de la íntima confianza de Legazpi. Tal como habían hecho Hernández y sus secuaces unos meses antes, Núñez se confabuló con media docena de descontentos para escapar de Cebú y dedicarse a la piratería por los mares malayos.

—Es muy sencillo —explicó a sus compañeros—. Necesitamos contar con unos veinte hombres. Una mañana temprano nos apoderamos de una de las naves y zarpamos con rumbo desconocido.

—Esa misma idea tuvieron Hernández y Carpintero, y mira dónde están

—respondió Do Santos, marinero de la
San Juan
.

—No sé en qué parte del infierno estará Hernández en este momento, pero respecto a Carpintero sí te puedo decir lo que está haciendo exactamente en este instante. Está con una nativa en su cabaña, les acabo de ver entrar.

—Olvida a ese maldito traidor. Si no hubiera sido por él, Hernández y los otros estarían ahora en Malaca.

—Bueno —terció el gallego Juan Estévez—, ahora tenemos la posibilidad de hacernos nosotros con la patache.

—¿Y si nos persiguen? —preguntó otro de los marineros.

Núñez sonrió burlón.

—¿Perseguirnos?, ¿con qué y con quién?, ¿con la carraca
San Pablo
?

Necesitaría un día entero para ponerla en condiciones de hacerse a la mar, y, además, ¿cuánta gente iba a tripularla? No quedaría nadie para cuidar del fuerte.

Legazpi está mucho más interesado en mantener un retén de soldados aquí que en perseguir a unos fugitivos. No, tenemos vía libre, podemos ir donde queramos sin problemas.

—Pero tarde o temprano alguien vendrá del Nuevo Mundo.

—Lo dudo —respondió Núñez—. La supuesta ayuda tendría que haber llegado ya. Si no lo ha hecho es porque no hay tal barco. Lo más probable es que Urdaneta no consiguiera lo que se proponía. La
San Pedro
nunca llegó a su destino.

—¿Cuándo damos el golpe entonces?

Núñez se quedó pensativo un momento.

—Primero tenemos que reunir a unos cuantos hombres de confianza —

dijo—. No nos costará mucho, pues la mayoría de la gente anda descontenta.

Dentro de una semana exactamente nos reuniremos aquí de nuevo, pero deberíamos ser muchos más. Entonces os diré la fecha de la partida.

Pero, como había ocurrido con la sublevación de Hernández, un tal Carrillo se fue de la lengua, asustado por las consecuencias de lo que iban a hacer.

Juan Núñez de Carrión fue arrestado el día anterior a la proyectada reunión, y fue ajusticiado casi inmediatamente.

En su azaroso viaje a Cebú, la
San Jerónimo
tuvo que luchar con grandes temporales que ocasionaron muchos destrozos en la nave durante los dos meses siguientes. Sin embargo, la providencia continuó interviniendo decididamente en favor de la
San Jerónimo
. El capitán Juan de la Isla, jefe a la sazón de una expedición de reconocimiento, encontró al galeón entre unas islas con unas corrientes contrarias que les impedían navegar.

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